Capítulo XIV

Aun cuando desde un principio lo había intentado, Ámbar comprobó que no era posible andar de malas con Black Jack. Ella dependía mucho de él. De modo que, si bien siempre le guardaba rencor, al cabo de cuatro días estaban tan amigos como antes.

Había declarado a Mamá Gorro Rojo y a todos ellos que nunca más arriesgaría el pellejo por una miserable participación —doce libras era todo lo que le había correspondido por su primera incursión—, pero pronto volvió a hacerlo. Porque era la única forma de salir de «Alsacia». Y, a despecho del peligro que corría, gozaba con esas escapadas; la subyugaba representar el papel de gran dama, entrar en la ciudad y correr riesgos.

En la mayor parte de esas correrías fue tan afortunada como la primera noche. No parecía sino que cada provinciano, fatuos y presuntuosos todos ellos, estuviera dispuesto a creer que una hermosa dama se había enamorado perdidamente de él en el teatro, en Hyde Park o en Mulberry Gardens, y que sería muy fácil engañar a su viejo y gotoso marido. Black Jack y Mamá Gorro Rojo atribuían parte de ese éxito a su habilidad para representar el papel de gran dama. Colombina —le dijeron— había echado a perder muchas veces tentadores negocios. La tomaban por una meretriz disfrazada, lo que indudablemente hacía que los nobles anduvieran con cuidado. Era bien sabido que las mujeres de tal clase estaban casi siempre vinculadas con bandas de asaltantes.

Uno de los ardides de más éxito consistía en aquel que puso en práctica la primera noche, al cual lo distinguían como la hazaña de «La dama y el marrano», con algunas variantes según las circunstancias. Solía entrar cubierta en las tabernas, escoger sus víctimas y conducirlas después a un callejón oscuro. Cuando ella tosía o estornudaba, aparecía Black Jack con todas las trazas de un borracho, los golpeaba y luego procedía a quitarles cuanto llevaban encima. Oculta por la noche, ella desaparecía, se reunía luego con Jack y juntos regresaban a «Alsacia». Una o dos veces practicó la hazaña de «La dama y el encargo». Bien arreglada, aunque no muy ostentosamente, solía entrar en una gran mansión llevando una caja; decía ser una vendedora del «Cambio» que traía algunas muestras pedidas por la señora el día anterior. Mientras la doncella iba a ver si su ama estaba despierta, ella se apoderaba de todos los objetos que podía, metiéndolos en la caja y desapareciendo luego. Pero a Ámbar no le gustaba esa clase de juego. Prefería representar el papel de señora del gran mundo, y les dijo claramente que las otras hazañas estaban hechas más bien para el talento de Colombina.

Una vez penetró en una casa de Queen Street, donde tenía lugar un baile de máscaras; al cabo de un rato, ella y un joven estaban buscando una habitación tranquila. Pero, mientras cruzaban un pasillo no muy bien iluminado, ella sintió que unos dedos se posaban suavemente en su cuello, apartándose luego.

—¡Vos sois un ladrón! —susurró apenas, tomándolo por un brazo y sin levantar la voz por temor a que la oyera algún alguacil.

El joven protestó, y a punto estuvo de desasirse y huir cuando se dio cuenta de que le faltaban sus botones. Los dos rieron alegremente, admitiendo que se habían equivocado. A continuación se separaron en busca de otras víctimas.

Sólo una vez tuvo un serio percance. Ocurrió una noche en que entró en el reservado de una taberna acompañada de su galán, encontrándose con que Black Jack no había llegado todavía. Durante más de media hora ella se mostró caprichosa y obstinada en no ceder a sus requerimientos, tratando de hacer que no se propasara demasiado. Mas ocurrió que el galán se impacientó, empezando a sospechar de quién se trataba y, cuando quiso quitarle el velo, sin saber cómo se encontró con un candelabro de metal en la mano y le golpeó con él la cabeza. Sin detenerse a despojarlo de la espada y el reloj, ni ver si estaba vivo o muerto, salió de la habitación como un torbellino, cruzó el pasillo y bajó la escalera. Llegaba a la cantina cuando se oyó una voz que gritaba:

—¡Detened a esa mujer! ¡Es una ladrona! —El galancete había recobrado el conocimiento y corría detrás de ella.

Ámbar, muerta de terror, sintió helársele la sangre en las venas. Sus miembros, entorpecidos, apenas atinaban a dar un paso. Mas, haciendo un esfuerzo sobrehumano, consiguió dominarse y correr. Atravesó como un bólido el salón repleto de gente. En el preciso instante en que llegaba a la puerta, vio que alguien se levantaba de una mesa con el propósito de detenerla. Era Black Jack. Juntos llegaron a Whitefriars sin novedad; él refirió la aventura, festejándola con grandes carcajadas, pero Ámbar se negó a salir del callejón por lo menos durante quince días. Esta vez había sentido ya el nudo en torno al cuello.

A despecho de esas actividades, no lograba ahorrar el suficiente dinero. Tuvo que proveerse de muchos vestidos y capas para impedir que la reconocieran si llevaba siempre los mismos y, aunque los compraba de segunda mano en la casa que conocía Jack y luego los volvía a vender, gastaba casi todo lo que ganaba. Además, tenía que pagar su manutención, el alojamiento y otros gastos menores. Cada vez que iba la señora Chiverton, le hacía regalos para ella y el niño. Había comenzado a darse cuenta de que «Alsacia» estaba circundada por una muralla casi imposible de franquear… La mayoría de los que habían entrado, se habían quedado allí. Bien sabía eso.

Black Jack era, por ejemplo, caso típico.

Cualquiera que fuese su nombre, descendía de una familia respetable y había llegado a Londres once años antes para estudiar. Eran los tiempos en que el rey había sido decapitado y los puritanos castigaban fanáticamente los vicios, ensalzando las virtudes. Los jóvenes, naturalmente, no aceptaron de muy buen grado esa forma de vivir y continuaron divirtiéndose como lo habían hecho antes. Una hipócrita capa de modestia servía bien a sus propósitos. De este modo, Black Jack contrajo deudas que a su padre le fue imposible pagar, pese a su buena voluntad. En esos casos ningún deudor podía recurrir a otros parientes en demanda de ayuda. No tuvo más remedio que buscar asilo en Whitefriars para evitar el arresto. Y allí se encontró con que los caminos reales ofrecían un cómodo y lucrativo modus vivendi.

—Cuando es fácil robar dinero —solía afirmar— es estúpido que un hombre trabaje. —Ámbar convenía en su fuero interno con él, sintiendo tentaciones de quedarse con todo lo que robaba.

A principios de junio Black Jack volvió de nuevo a los caminos reales. El verano era en Londres una estación agradable; la mayor parte de la nobleza se dirigía a sus casas de campo para pasar allí la estación. Era entonces cuando los caminos se plagaban de salteadores. Éstos organizaban partidas que a veces contaban con el concurso de los posaderos. A despecho de los peligros que corrían en los caminos, las gentes se obstinaban en viajar casi sin protección.

A Ámbar se le adjudicaba su parte en el juego, pero nunca parte cómoda y segura por cierto. En compañía de Colombina, que hacía las veces de doncella, llegaba a la posada indicada por Mamá Gorro Rojo, y procuraba trabar conocimiento con el noble que viajaba y con su familia. Pasando por una dama de rango que salía de la capital o regresaba a ella, solía explicar que su coche había sufrido un desperfecto en el camino y, cuando ellos ofrecían llevarla consigo, daba cuenta del día y la hora de la partida a cualquiera de los hombres de Black Jack. Porque aun cuando los posaderos estaban dispuestos a suministrar cualquier información, no consentían que el asalto se hiciera en el acto; repetidos incidentes de esta índole habrían echado a perder el negocio. Ámbar estaba satisfecha con la parte que le cabía, pero Colombina no se cansaba de demostrar su disgusto: siempre había desempeñado la parte de la dama, y no se resignaba a tener que hacer de doncella de su rival.

Muy raras veces se ofrecía resistencia a los bandidos, pues si bien todos los hombres que viajaban iban armados, no querían correr el riesgo de perder la vida por unas monedas. Uno de los asaltados, sin embargo, dijo cierta vez a Black Jack que no le habría quitado jamás su dinero si no lo hubiera encontrado desprevenido. Jack le ofreció entonces la oportunidad de desquitarse. Armados de pistolas, los dos hombres se alejaron a un campo vecino, contaron diez pasos e hicieron fuego. El hombre resultó muerto. Ámbar había contemplado la terrible escena pensando en lo que ocurriría si Jack caía muerto, y sintió un gran alivio al verlo regresar sano y salvo. A partir de entonces, multiplicó las precauciones.

Jack era un salteador de buen corazón: siempre dejaba una moneda de oro para que el postillón bebiera a su salud. En cierta ocasión, cayó en sus manos un viejo parlamentario que regresaba a la capital después de un viaje de placer en compañía de su amante, una mujer de vida dudosa; dando muestras de su sentido del humor, desnudó completamente a ambos y los amarró a un árbol, espalda con espalda. Encima de ellos puso un letrero en el que se informaba a los caminantes que se trataba de una pareja de damitas.

A medida que transcurría la temporada estival, los ahorros de Ámbar iban aumentando; a mediados de agosto había logrado reunir doscientas cincuenta libras. Por entonces no se corrían más riesgos y se sentía absolutamente confiada; casi se podía decir que gozaba con la vida que llevaba. Aún experimentaba la misma ansiedad enfermiza por dejar «Alsacia», sentimiento que, con todo, había perdido mucho de su primer impulso. Pero todavía vivía como algo latente, en tanto los días se sucedían los unos a los otros.

Uno de ellos sufrió una ruda conmoción.

Entró en la sala y se encontró con Black Jack, de pie entre Jimmy Bocazas y John el Pielazul, inclinados los tres ante una mesa, examinando un documento. Tenían vueltas las espaldas hacia ella y no podía ver exactamente de qué se trataba; hablaban en voz baja y luego estallaron en risotadas.

Ámbar se acercó y vio una hoja grande de papel, con el sello de armas de Su Majestad y dos líneas de imprenta al pie. Al verlo, arrugó el entrecejo, sospechando de qué se trataba.

Los otros se volvieron con presteza, sorprendidos de encontrarla allí.

—Black Jack es ya un hombre famoso —replicó John—. Ha sido proclamado el primero por mandar una cuadrilla de veintidós malhechores. Han puesto precio a su cabeza…

Jack Mallard sonrió, complacido por el honor.

Pero Ámbar se quedó sin habla, con la boca abierta. Deseaba vivir ardientemente, y eso de estar con la amenaza de la horca pendiente sobre su cabeza, la hacía perder toda su serenidad.

—¿Qué es lo que ocurre? —inquirió Black Jack un tanto ásperamente.

—¡Tú sabes de qué se trata! ¡Te buscan y harán todo lo posible por encontrarte! ¡Nos encontrarán a todos y nos llevarán a la horca! ¡Oh, ojalá nunca hubiera venido a este maldito lugar! ¡Quisiera estar todavía en Newgate! ¡Allí, por lo menos, estaba segura!

—¡Y yo también quisiera que te hubieras quedado allí! De todas las quejumbrosas malas pécoras que he… ¿Qué esperabas encontrar aquí cuando te traje conmigo? ¡Harías bien en meter en tu dura cabeza que el mundo no tiene nada que hacer contigo! ¡Y deja de preocuparte por lo que le pueda suceder a tu pescuezo! Una mujer siempre tiene un recurso a mano, una coartada… Porque te diré —continuó, y su voz se hizo socarrona, mientras sus ojos la recorrían burlonamente—: una vez conocí una mujer que no pudo ser colgada en diez años enteros… ¡En cuanto tenía un hijo, ya estaba esperando otro!

Ámbar hizo un gesto de repugnancia.

—¡Ah, sí! Vaya, todo esto está muy bien… ¡pero no para mí! —terminó con un grito, avanzando hacia él amenazante, con los puños cerrados y tensas las cuerdas de su garganta—. ¡Yo tengo que hacer otras cosas con mi vida, aunque eso no te importe!

En ese momento asomó Colombina, atraída por los gritos y, viendo disgusto en casa, hizo un malicioso visaje.

—¡Caramba!, ¿qué pasa aquí?, ¿discutís? Seguro, Jack, que no será con la señora Rabobonito con quien riñes, ¿eh?

Ámbar se volvió hacia ella con las aletas de la nariz dilatadas y le echó una mirada de desprecio.

—¡No ha ocurrido nada, Colombina Bess, sino que vos andáis siempre celosa, como una esposa eternamente detrás de su marido!

—¿Celosa? ¿Yo, celosa de vos? —vociferó Colombina—. ¡Qué me condenen si lo estoy, so cochina!

—¡No me pongáis nombres!

Empujada por un incontrolable impulso, se adelantó y se prendió de sus cabellos, dándole un terrible empujón. Con un grito de dolor y furia, Colombina logró asirla también de los pelos y se trenzaron en una gresca descomunal, interrumpida por Mamá Gorro Rojo, que se presentó de improviso. Los hombres se habían quedado observando entre sonrientes y entretenidos, pero la vieja se adelantó y, tomándolas por los hombros, las separó a duras penas.

—¡Vamos! —gritó—. ¡Basta! ¡No quiero riñas ni escándalos en mi casa! ¡Hazlo otra vez, Colombina, y te vas de aquí!

—¡Me iré! —aulló Colombina, en tanto que Ámbar, con un gesto superior y una sonrisa de desenfado, levantó un alfiler de su tocado y se dispuso a arreglarse el suelto y enmarañado cabello—. ¿Y ella? ¿No decís nada a ésa…?

—¡Colombina!

Por unos segundos Colombina y Mamá Gorro Rojo se enfrentaron, pero fue Colombina quien se retiró, bajando la cabeza. No obstante, al salir se acercó a Ámbar y le dio un violento empujón. Sin vacilar, Ámbar le escupió en el vestido. Colombina se detuvo una vez más y las dos se quedaron mirándose como dos gatas salvajes. A una última indicación de Mamá Gorro Rojo, Colombina salió de la habitación.

Durante varios días, Jack el Negro no dio muestras de querer acercarse a Ámbar, como si ésta nunca hubiera existido. Esto hizo que Colombina se mostrara provocativa y triunfante; dondequiera que, se encontraban, hacía alarde de las preferencias de Jack Mallard. Mas, aun cuando Ámbar se preocupaba muy poco de él o de su compañía, se propuso no dejar que Colombina se llevara la mejor parte. Coqueteó con él y con tal éxito, que el odio de Colombina se hizo más intenso todavía. No hubiera sido de extrañar que un día quisiera clavarle un cuchillo por la espalda. Ámbar creía, con fundada razón, que sólo el temor que inspiraba Black Jack podía impedir que Colombina la asesinara.

A principios de setiembre, Colombina, convencida de que estaba encinta, habló a Jack y le pidió que se casara con ella en seguida. Al oír esto, el bandolero lanzó un insultante bufido.

—¿Casarme contigo? ¡Caramba, me has debido de tomar por un bravo bonete! ¡Supongo que te imaginarás que yo no sé qué has andado con cuanto hombre ha entrado en esta casa!

Se había quedado sentado a la mesa, como siempre lo hacía, aun mucho después que los otros se habían recogido. Roía una pierna de pollo que tenía en una mano y bebía de una botella que sujetaba con la otra. En tales ocasiones, se dejaba estar con los músculos completamente relajados, en una especie de descanso mental y muscular. Apenas se había dignado mirarla.

—¡Ésa es una gran mentira, y lo sabes bien! ¡Nunca he hablado con otro hombre hasta que has traído esa zorra a la casa! Este hijo es tuyo y eso lo sabes bien. Jack Mallard, y lo reconocerás o…

Black Jack dejó a un lado los restos de la pierna de pollo y levantó un racimo de uvas.

—¡Por el amor de Dios, Colombina, deja de cacarear! ¡Pareces una mendiga! No me importa lo que hagas. Arréglate con quien te dé la maldita gana y deja de fastidiarme.

La mujer se le quedó mirando con los ojos brillantes como ascuas, mientras su cuerpo empezaba a temblar de furia. Luego, con un salvaje alarido, se inclinó y, rápida como el pensamiento, levantó un cuchillo de encima de la mesa y arremetió contra él. Jack el Negro se había quedado mirándola con sorpresa, pero cuando vio aquel brazo armado que caía como un rayo, instintivamente se protegió, logrando asirlo en el aire antes de que llegara a su destino. En seguida le propinó un temible golpe que la envió por el suelo.

Allí se quedó Colombina, mirándolo con ojos ponzoñosos mientras él avanzaba unos pasos. Mas en ese preciso momento se presentó Mamá Gorro Rojo.

—¿Qué pasa? —exclamó—. ¡Oh! —Puso los brazos en jarras—. Ya te lo había prevenido antes, Colombina, de modo que puedes irte. ¡Recoge tus cosas y deja inmediatamente esta casa!

Colombina no dijo palabra, en tanto se ponía de pie lentamente. El golpe la había atolondrado.

—¡Vete! —repitió Mamá Gorro Rojo—. ¡Te digo que te vayas!

La mujer quiso protestar algo, pero lo único que atinó a hacer fue lanzar un furioso graznido.

—¡No lo repitáis otra vez! ¡Me voy! ¡Me voy lejos de aquí y jamás volveré! ¡No volveré aunque me lo pidáis de rodillas! ¡Os odio! Odio a todos los que viven en esta casa y espero que algún día… —No concluyó de hablar y salió corriendo de la habitación.

Black Jack lanzó un silbido admirativo e irónico mientras miraba el cuchillo caído en el suelo.

—¡La muy zorra! ¡Me habría degollado en un decir Jesús! —Se encogió de hombros y retornó a su racimo de uvas como si nada hubiera ocurrido.

Mamá Gorro Rojo se acercó a su mesa de trabajo, tomó el Libro Mayor y se sentó a sacar las cuentas de Colombina.

—Estoy contenta de haber procedido así. No me servía de nada, y desde que la otra está aquí se ha hecho insoportable, provocando peleas todos los días. Ya lo he dicho. ¡No se puede hacer un silbato con la cola de un cerdo!

Poco después Black Jack se fue a la cocina a importunar a Pall, quien sentía una gran pasión por él, enrojeciendo, tartamudeando y rascándose nerviosamente siempre que estaba delante. Por un rato, la casa quedó silenciosa. La primera en llegar fue Ámbar. Vestía un traje de seda color verde pálido, con el pelo suelto sobre los hombros y sujeto con una cinta; en el escote llevaba dos de las mejores rosas amarillas de Penélope Hill.

—¡Uf! Me parece que éste ha sido el día más caluroso desde hace mucho tiempo. —Se dejó caer en una silla, aireándose con su pañuelo de encaje. Mamá Gorro Rojo continuaba con su trabajo.

Después de haber descansado un poco, Ámbar se puso de pie y se encaminó hacia la salida, con el evidente propósito de subir a su dormitorio.

—Creo que será mejor que no subas, querida —le dijo Mamá Gorro Rojo, metiendo su pluma en un tintero de metal, pero sin mirarla—. Acabo de echar a Colombina y debe de estar guardando sus cosas. De más está decirte que no se encuentra en muy buena disposición.

Ámbar la miró entre sorprendida y sonriente.

—¿Colombina Bess se va? —se encogió de hombros—. Bien, después de todo poco me importa que se vaya o no. Pero me gustaría que me dieses permiso para decirle unas cuantas cosas y…

—No hagas eso; no quiero más trifulcas en esta casa. Vete a la cocina con Black Jack y Pall hasta que se vaya.

Ámbar dudó, pero finalmente optó por seguir el consejo, dirigiéndose a la cocina. Más tarde oyeron los pasos de Colombina, que bajaba la escalera; la voz de Mamá Gorro Rojo, que hablaba con ella —que no respondía—, y después un portazo en señal de despedida. Jack Mallard propuso un brindis por la pacífica vida que llevarían en adelante. Momentos después, él y Ámbar estaban sentados en el salón, jugando a las cartas.

Jugaban a las cartas o a los dados durante muchas horas del día, pues no hacían su trabajo sino una o dos veces por semana, y los días y las noches que se hacían interminables habían de entretenerlos de algún modo. Black Jack le había enseñado todas las añagazas del jugador profesional —escamotear, ocultar, verruguetar, la rapidez con que se debía proceder, etc.— y en siete meses de aprendizaje podía decirse que sabía algo. Ámbar tenía el convencimiento de que habría sabido manejarse hábilmente en una mesa donde estuviesen los mejores jugadores de la nobleza.

Poco después llegó John el Pielazul, y los tres iniciaron uno de los juegos más en boga por entonces en las tabernas, y con el cual probablemente se arruinaron muchos hijos de las provincias en forma más efectiva que con cualquier otro: el tresillo. Transcurrieron tres o cuatro horas antes de que Ámbar manifestase deseos de retirarse a su habitación. Una vez allí presenció, en el colmo del desvarío, la última hazaña de Colombina, el gesto final de una rival despreciada. Sus camisas, vestidos y enaguas cubrían todo el piso del aposento, cortados en tiras. Los abanicos veíanse partidos; los guantes, cortados en dos; las capas, rasgadas con la tijera. No satisfecha con eso, había vaciado el contenido de un orinal sobre el lecho y sobre sus ropas más finas.

Black Jack prometió buscar a Colombina y darle su merecido, pero la mujer desapareció de «Alsacia» sin dejar rastro, y todos sabían que habría sido imposible encontrarla fuera, donde pululaba más de medio millón de personas. Podía ocultarse fácilmente en las conejeras de Clerkenwell o St. Paneras, en el repleto centro marinero de Wapping, o en los callejones y patios del Mint, al otro lado del río, en Southwark.

El golpe causó gran efecto sobre el ánimo de Ámbar; se dijo que su vida estaba maldita y que ya nunca saldría de Whitefriars. Se tornó agria y malhumorada; iba sin cesar de un lado para otro, disgustada con todo y con todos. Odiaba a Colombina, a Jack Mallard, a Mamá Gorro Rojo, a Pall y a John, al gato e incluso a sí misma.

«No importa lo que tenga que hacer para ganar dinero —reflexionaba—; no importa cuánto tenga que padecer para ahorrar, ¡siempre me sucede algo! ¡Nunca saldré de aquí! ¡Tendré que morir en este hediondo agujero!»

Tres días después que se hubo marchado Colombina, Mamá Gorro Rojo entró en su dormitorio y encontró a Ámbar recostada, con las manos bajo la nuca. Había estado rumiando sus pensamientos durante las dos últimas horas y, cuanto más reflexionaba, más insoportable se le hacía su situación. Echó a Mamá Gorro Rojo una fría mirada, fastidiada de que la interrumpieran.

—Querida —dijo la vieja, tan bien dispuesta como si Ámbar hubiera respondido de buen grado a su saludo—, éste no es un día cualquiera para nosotros, ya lo sabes.

Todos los días se levantaba puntualmente a las cinco como una criada, se enfundaba en sus sencillas ropas e iniciaba sus tareas cotidianas. Desde que se despertaba, manteníase alerta, lista para intervenir allí donde fuera necesario. Tan sólo la vista de esa incansable actividad irritaba sobremanera a Ámbar.

—Para mí es un día como cualquier otro —replicó contrariada.

—¡Cómo es eso! Presumo que no habrás olvidado que hoy es el día que tienes que ir a Knightsbridge.

—¡Yo no pienso ir a Knightsbridge!

—Pero, querida niña, es un asunto muy importante. Allí tenemos probabilidades de obtener una rica ganancia.

—No es la primera vez que tenemos probabilidades de obtener una buena ganancia…, pero yo nunca veo cuáles puedan ser mis beneficios. —Este asunto ya había sido tratado en otra oportunidad entre ellas, siempre con desagrado de ambas partes. Aunque Ámbar protestara y afirmara que la estaban estafando, Mamá Gorro Rojo replicaba que se le entregaba justamente lo que valía su participación, y Black Jack convenía en ello—. De cualquier modo, allí estará Colombina Bess esperándonos con los corchetes, pues conoce nuestros planes.

—No disparates. Me parece que conozco a Colombina mucho más que tú, y te aseguro que está lejos de ser la criatura desesperada que parece. Odia a los alguaciles tanto como nosotros y los teme como a la viruela. Pero, en lo que respecta al dinero, he venido precisamente a decirte que esta vez doblarás tus ganancias, de modo que puedas rehacer tu guardarropa. —Considerando terminada su misión, se dirigió a la puerta—. Black Jack y sus dos ayudantes están abajo. Piensan partir dentro de una hora.

Sin importársele un ardite, Ámbar se volvió de espaldas, gritando con enfado:

—¡He dicho que no voy!

Mamá Gorro Rojo nada repuso, pero al cabo de unos minutos apareció Black Jack. Media hora más tarde, después de asegurarle que nada malo iría a ocurrirles, puesto que había cambiado en parte sus planes, y luego de prometerle que esta vez tendría una gran participación, logró convencerla y la muchacha comenzó a vestirse. Pero no se atrevió a salir sin antes consultar con un astrólogo que vivía en la vecindad. El hombre le aseguró que aquél era para ella más bien, uno de sus días propicios; con una capa que le prestó Mamá Gorro Rojo, y todavía fosca, salió por fin de «Alsacia» en compañía de Pall y los tres hombres.

Knightsbridge era una pequeña aldea tranquila, situada sobre West Bourne, a dos millas y media de la ciudad; al llegar a ese punto, subieron a un bote que los condujo hasta Tuthill Fields; desde allí fueron en coche hasta la aldea. Debido a su situación estratégica, Knightsbridge era muy frecuentada por los salteadores. Mamá Gorro Rojo había recibido un mensaje del posadero, que trabajaba por su cuenta, donde le participaba que un viejo caballero debía llegar allí el ocho de setiembre. Theophilus Bidulph, miembro de la nobleza, viajaba a Londres dos veces por año; esta vez había pedido le reservaran una habitación y caballos de repuesto.

Algunas veces tenían que esperar hasta dos y tres días antes que llegara el que habría de caer en sus manos. Ámbar deseaba ardientemente que esta vez no sucediera así. En cuanto llegaron a la posada subió a la habitación que le habían asignado, e inmediatamente ordenó a Pall que la descalzara, quejándose —como lo había hecho en todo el trayecto— de que los zapatos le lastimaban los pies. Como no tenía nada que hacer, se sentó a arreglarse el peinado, tarea en la que solía tardar por lo menos media hora.

Al llegar la noche, se sentía tan aburrida, que comenzó a pasearse por el aposento de un lado a otro. Ya se asomaba a la ventana, ya tamboreaba sobre el antepecho, deseando encontrarse en cualquier parte del mundo menos allí.

Por último, se oyó resonar los cascos de varios caballos y los tumbos de un coche. Los perros comenzaron a ladrar, los sirvientes de la posada corrieron a recibir a los recién llegados. Pocos minutos después llamaban apresuradamente a la puerta de Ámbar. Era el hostelero, con la nueva de que Theophilus Bidulph había llegado y cenaría en el piso bajo. Ámbar dejó transcurrir un cuarto de hora más y luego bajó al salón.

Mr. Bidulph estaba sentado delante de la chimenea, tomando un vaso de cerveza y conversando con el posadero. Cuando oyó pronunciar su nombre se volvió, denotando su sorpresa. Era hombre ya entrado en años, bajo de estatura, con un rostro rosado y jovial en el que se destacaban sus pobladas cejas grises; su mirada era la del individuo que ha empleado gran parte de su vida en alegres francachelas.

—¡Vaya, Mr. Bidulph! —exclamó ella, sonriéndole amablemente y tendiendo la mano.

El caballero la tomó, haciendo una cortesía.

—Servidor vuestro, Madame. —Era evidente su asombro, si bien no dejaba de observarla con creciente interés.

—¡Caramba! Me parece que me habéis olvidado por completo, Sir.

—¡Sangre de Cristo! Mucho me temo que sea así, Madame.

—Soy la hija mayor de Balthazar St. Michel, Anne. La última vez que nos vimos yo era así. —Se inclinó y señaló con la mano la estatura de una niña como de seis años—. ¿Recordáis ahora? Solía sentarme en vuestras rodillas… —prosiguió, sin dejar de sonreír.

—¡Caramba…! Por supuesto, Madame… quiero decir, Anne… Y ¿cómo está vuestro padre? Hace algunos años que no lo veo y… oh…

Ámbar se mostró compungida.

—¡Oh, Mr. Bidulph! No se encuentra bien. Es su vieja gota. Algunas veces se queda en cama durante días —nuevamente le sonrió—. Pero siempre habla de vos… Estaría muy contento de volver a veros.

Mr. Bidulph terminó su cerveza.

—Por favor, niña, dadle mis recuerdos. Pero ¿qué estáis haciendo vos aquí, sola?

—¡Oh, no estoy sola, Sir! Viajo acompañada de mi sirvienta. Voy a visitar a tía Sara… pero uno de los caballos de mi carruaje perdió su herradura y nos quedaremos aquí a pasar la noche. Dicen que estos caminos están infestados de bandoleros…

—Es cierto; esos miserables están en todas partes… Abundan mucho más que cuando yo era joven, permitidme decíroslo. Pero, por supuesto, todo ha progresado desde entonces. ¿Por qué no viajáis en mi compañía mañana? Yo cuidaré de vuestra seguridad y de que nada os falte.

—¡Oh, gracias, muchas gracias, Sir! ¡Cuán bondadoso sois! Porque, a decir verdad, al solo pensamiento de que esos degolladores andan causando estragos en estas tierras, me siento aterrorizada.

Mientras conversaban, Ámbar vio que algunos de los lacayos introducían grandes baúles y cajas; resultaba evidente que el anciano caballero no confiaba sus bienes a los mozos de cuadra. Pero, justamente, así sería más fácil que Black les echara mano, mientras ella ocupaba la atención de su dueño. Por suerte, mucho antes de que amaneciera ya estarían ellos de vuelta en Whitefriars. Ámbar se mostraba ansiosa por terminar pronto y regresar; los celos de Colombina pendían sobre su cabeza como una ominosa amenaza. Pensaba que la muchacha debía de estar loca y resuelta a hacer cualquier cosa con tal de vengarse.

Accediendo a la invitación de Mr. Bidulph, Ámbar cenó en su compañía; conversaron animadamente y el anciano le refirió anécdotas de la guerra civil. Escuchó con interés los numerosos y magníficos ejemplos del arrojo demostrado por el rey y la nobleza, y el comportamiento y dirección encomiables del príncipe Ruperto. Nada —le aseguraba una y otra vez— podía haber sido más glorioso que el modo como los realistas habían perdido la guerra.

Ámbar mantenía los ojos sobre la cerradura.

A eso de las diez comenzó a sentirse inquieta. Hizo verdaderos esfuerzos para no dejar traslucir sus sentimientos y sonreír, formulando y respondiendo preguntas con la mayor tranquilidad posible. Estaban de sobremesa hacía más de tres horas; ciertamente que Black Jack ya habría terminado su trabajo y se extrañaba de que todavía no le hubiese hecho seña de unirse a ellos. Ahora era algo más que aprensión lo que poseía: era pánico.

«¡Oh! —pensaba llena de zozobra—. ¿Dónde está? ¿Por qué no viene? ¿Qué habrá sucedido?» Mas de pronto sus atentos oídos percibieron una verdadera conmoción afuera. Los perros comenzaron a ladrar, se oyó el galope de muchos caballos, gritos y exclamaciones. Pall abrió la puerta de su habitación y se asomó a la escalera con ojos despavoridos. Ámbar se sintió aterrorizada; adivinó que Colombina había llegado con una partida de alguaciles. De un salto se puso de pie.

—¡Por Dios! ¿Qué ocurre, Anne? —preguntó el caballero—. ¿Qué pasa?

—¡Ladrones! —exclamó Ámbar, histéricamente—. ¡Pronto! ¡Apagad las luces!

Cruzó la habitación y apagó los candelabros de pared de ese lado, mientras Mr. Bidulph, como atontado, apagó los otros. En cuanto vio a su ama apagar las luces, Pall bajó la escalera de tres en tres escalones, lanzando gritos entrecortados.

—¡Silencio! —exclamó Ámbar impaciente y frenética. En ese momento oyó el tono inconfundible de la voz de Colombina y un rugido de Black Jack.

Las voces estaban cerca y Ámbar —incapaz de pensar en otra cosa que en salvar el pellejo— se dirigió a la puerta principal. Oyó que Pall balbuceaba su nombre y que Mr. Bidulph, contagiado por la sobreexcitación general, daba vueltas en la oscuridad, tropezando con todo y llamándola.

—¡Anne, Anne! ¿Dónde estáis? —por equivocación tomó a Pall, y ésta, espantada, empezó a chillar.

Ámbar corrió a la salida; en el preciso instante en que trasponía la puerta vio que llegaba un grupo de gentes alumbrándose con antorchas. La voz de Colombina se oyó claramente una vez más:

—¡Allí está ella! Dejad que él se vaya… ¡No es el único!

Ámbar giró sobre sus talones y a la carrera cruzó el oscuro salón, dirigiéndose a la cocina. Mr. Bidulph estaba todavía dando vueltas como un pavo al que han golpeado en la cabeza, llamándola de tanto en tanto, mientras Pall chillaba sin cesar, sin saber qué hacer. Al pasar cerca de Mr. Bidulph, éste la asió de la falda. Ámbar dio un salto para librarse, sintiendo que se desgarraba la tela. Siguió corriendo y se metió por un estrecho pasillo situado debajo de la escalera, que conducía a la cocina, en el preciso instante en que una antorcha iluminaba el salón. Pall lanzó un grito cuando los corchetes la detuvieron, mientras Mr. Bidulph, indignado, quería saber de qué se trataba.

Ámbar entró como un bólido en la cocina, jadeando; apenas podía respirar. Lanzó un grito cuando oyó que alguien pronunciaba su nombre.

—¡Mrs. Channell! Soy yo, el posadero.

Ámbar se detuvo en seco.

—¡Oh, Dios mío! ¿Dónde puedo ir? ¿Dónde puedo ocultarme? ¡Estarán aquí dentro de unos segundos! —Sus dientes entrechocaban y todo su cuerpo era presa de un temblor nervioso.

—¡Pronto! ¡Meteos en la artesa! ¡Vamos, dadme la mano!

Ámbar la estiró a tientas. El posadero la guió hasta un arcón de madera de encina, cuya tapa levantó, a tiempo que la empujaba para que se escondiera. Apenas hubo bajado la tapa, se oyeron pisadas en el pasillo. El posadero salió disparado por la puerta de la cocina que daba al patio, haciendo sonar la puerta detrás de sí.

—¡Allí va ella! —gritó Colombina.

Por los abiertos agujeros en la artesa pudo ver Ámbar una luz; luego percibió claramente el ruido de muchos pasos marchando detrás del posadero. Oyó las imprecaciones de Colombina al tropezar con un taburete desvencijado que había en el patio.

Ámbar esperó hasta que el último de sus perseguidores hubo pasado. Entonces levantó la tapa del arca, saltó afuera, alzó sus faldas y siguió en pos de ellos. Todas las gentes se habían marchado en persecución del dueño del albergue, y, como la cocina era una sección separada de la casa, todo estaba completamente oscuro cuando salió de allí. La confusión era cada vez mayor y por las exclamaciones que oía se dio cuenta de que los tres hombres habían sido capturados. Colombina decía a gritos.

—¡Dejadle ir, condenados brutos! ¡Él es el hostelero! ¡Buscad a la mujer!

Sin titubear, Ámbar echó a correr en dirección contraria, yendo a parar al río sin saberlo. Procuró avanzar por los parajes más oscuros para que nadie la viera, y una vez llegada a la orilla se metió en el agua. No veía casi nada, pues la luna se había ocultado tras gruesos nubarrones que presagiaban tormenta. Seguía ciegamente hacia delante, pero con la sensación de una persona que sueña que va corriendo pero que no avanza nada, pese al movimiento de los pies. Los sonidos llegaban amortiguados. Ya no se detuvo ni miró atrás.

Bien pronto sus zapatos se empaparon y las rocas del lecho del río magullaron las plantas de sus pies. Las mojadas sayas castigaban sus pantorrillas como látigos de cuero, los zarzales rasguñaban su cara y sus desnudos brazos, y se prendían a sus cabellos. Sintió un dolor sordo en el costado izquierdo, sus piernas comenzaron a agarrotarse y sus pulmones parecía que iban a estallar. Pero ella seguía y seguía, sin detenerse en su loca carrera.

Ahora no se oía nada, no venía ningún ruido procedente de la posada, y sólo a intervalos croaba una rana o saltaba dentro del agua, produciendo sonidos de cristal. Por último, no pudo correr más y se detuvo, apoyándose contra un árbol, a punto de desvanecerse.

Tan pronto como empezó a recuperar el aliento, se dio a reflexionar sobre su situación y a preguntarse cómo podría regresar. Sabía que siguiendo el Bourne iría a dar al Támesis, a una gran distancia de Whitefriars. Debía regresar al camino, y esperar que pasara un coche de alquiler o caminar; después de todo, no eran sino dos millas y cuarto. Habiendo tomado su decisión, pasó el banco de arena y, a campo traviesa, se dirigió al camino. Pero no entró seguidamente en él por temor a que los corchetes prosiguieran allí la búsqueda. Tan pronto como viese un coche o un jinete a caballo, se apelotonaría en cualquier rincón y esperaría. Así pasó la mayor parte de la noche sin que ocurriera nada.

Tras una fatigosa caminata llegó hasta St. James Park. Siguió bordeándolo y, aunque de vez en cuando se daba de boca con algunos paseantes nocheriegos que se movían silenciosamente en las sombras, logró atravesarlo sin que ninguno la molestara. Así llegó al Strand, por donde siguió presurosa, recogiendo sus enlodadas faldas para impedir que arrastraran por el pavimento. No quería quedarse en la City, porque sabía lo que ello entrañaba. Violentamente, desesperadamente, deseaba que apareciera un coche de alquiler. En ese momento sintió el estrépito de un coche que se acercaba a toda velocidad, como si quisiera correr en su ayuda y alejarla de allí.

Viendo que se trataba de un coche de alquiler, gritó para que se detuviera. El auriga tiró de las riendas, parándose a algunos metros de distancia. Se inclinó sobre el pescante.

—¿Coche, señora?

Pero ya Ámbar había llegado a la puerta y abierto ésta con un brusco movimiento.

—¡«Temple Bar»! —exclamó—. ¡Y rápido!

Cerró la puerta con violencia, contenta de verse segura en su interior; iba tan ensimismada que apenas se enteró del mal olor que allí había.

El cochero hizo volar a sus flacos jamelgos; el carruaje se sacudía de tal modo que la muchacha apenas podía quedarse sentada. El asiento de madera había sido pobremente almohadillado, de modo que la vibración y el movimiento la conmovieron hasta las entrañas. Por último, el carruaje se detuvo en «Temple Bar». Casi antes de que las ruedas hubieran cesado de dar vueltas, ya estaba ella fuera y corría desolada en dirección al «Temple»; no tenía ni un penique para pagar el transporte.

—¡Eh! —gritó el cochero furioso—. ¡Eh! ¡No os vayáis sin pagar, so grandísima tramposa!

Y como ella siguiera corriendo sin detenerse, desapareciendo en la oscuridad, saltó del pescante en su seguimiento. Unos cuantos metros más adelante vio una partida de estudiantes borrachos que venía en sentido contrario; entonces reflexionó que no valía la pena correr el riesgo de perder el coche y los caballos por cobrar un chelín. Regresó, pues, a su pescante y poco después se alejaba de allí.

Ámbar anduvo por Middle Temple Lane y luego cortó por Pumn Court. Todavía se veían muchas luces encendidas y se oían músicas, canciones y risas; la gente andaba de un lado a otro, entrando en las tabernas y saliendo. Ámbar caminaba con la cabeza gacha; estaba demasiado cansada para levantarla y, sin darse cuenta de lo que hacía, se metió en un grupo de estudiantes beodos, uno de los cuales la tomó por un brazo.

—¿Qué ocurre? —exclamó alegremente el muchacho—. ¿Dónde vas con tal prisa, vida mía?

Ámbar no respondió; empezó a luchar ciegamente, golpeando al joven con los puños cerrados y llorando de miedo y cansancio. Cuanto más se esforzaba por desasirse, con más fuerza la retenía él. Los demás se habían agrupado alrededor, riendo y burlándose, creyendo que se trataba de una mujer de mala vida. Ninguna mujer decente habría andado por las calles a semejantes horas, cubierta sólo con un delgado vestido de seda, todo mojado y desgarrado.

El estudiante bajó la cabeza para besarla, y Ámbar sintió que los demás estrechaban el cerco más y más, hasta que con angustia sintió que iba a desmayarse. Cada uno de aquellos hombres parecía un alguacil. De pronto, oyó una voz familiar.

—¡Eh! ¡Aguardad un momento! ¿Qué es lo que está pasando aquí? Yo conozco a esa señora… ¡Soltadla, pillastres! —Era nada menos que Michael Godfrey, a quien Ámbar no había vuelto a ver desde hacía cuatro meses.

El otro la soltó mal de su grado. Ámbar miró a Michael con su rostro rasguñado y sucio anegado en lágrimas. No atinó a pronunciar palabra alguna. Dando un brusco tirón, consiguió soltarse del todo, alejándose como poseída de locura. Michael corrió detrás de ella. Cuando le dio alcance habían llegado a una oscura esquina, hasta donde no llegaba la claridad de las antorchas.

—¡Señora Channell! Por el amor de Dios, ¿qué ha sucedido? Soy Michael… ¿no me reconocéis?

La tomó de un brazo y la atrajo hacia sí, consiguiendo detenerla. Ella trató de librarse de nuevo, luchando furiosamente.

—¡Dejadme ir! ¡Oh, malditos seáis! ¡Dejadme ir, os digo que me persiguen!

—¿Que os persiguen? ¿Quién? ¡Vamos, decídmelo! —Le dio una pequeña sacudida para hacerla volver en sí. Ella no lo escuchaba, pugnando salvajemente por libertarse de los dedos que aprisionaban su muñeca.

—¡Los alguaciles…! ¡Dejadme ir!

Michael Godfrey la arrastró consigo; después de haber avanzado un trecho, se metió por una puerta, cerrándola tras sí. Ámbar se apoyó en la pared.

—¿Dónde está Jack Mallard? —inquirió él.

—Lo han capturado… Estábamos en Knightsbridge y llegaron los alguaciles. Yo escapé, pero vienen detrás de mí. —El recuerdo de lo sucedido pareció infundirle nuevos bríos—. ¡Dejadme ir! ¡Tengo que regresar a casa!

Godfrey la tomó por los hombros, apoyándola contra la pared; sintió ella que sus brazos la rodeaban.

—No puedes ir allí. Mamá Gorro Rojo te hará salir de nuevo y alguna vez te echarán el guante de seguro.

Ven conmigo… yo te amo. —Sus labios buscaron los de ella y sus brazos la estrecharon más y más. Ámbar sintió una deliciosa sensación de sueño, un aflojamiento de todos sus músculos y se dejó besar, agradecida por la inesperada caricia, por el bien venido refugio. Michael la levantó en sus brazos y cruzó el oscuro pasadizo en dirección a la escalera.