Capítulo LIII

No había transcurrido un mes desde la partida de lord Carlton, cuando Ámbar fue nombrada dama de honor de la reina, viéndose obligada a trasladarse a Whitehall. El departamento que se le asignó constaba de doce habitaciones, seis en la planta baja y seis en el primer piso. Daban al río y se comunicaban con las del rey por medio de escalerillas y pasadizos secretos que partían de la alcoba y de la sala. Muchos de aquellos pasadizos habían sido construidos en vida de mistress Cromwell con el fin de ejercer una estricta vigilancia sobre los criados… El rey Carlos los consideraba también muy útiles.

«¡A qué altura he llegado! —pensaba Ámbar, instalada en sus nuevas habitaciones—. ¡Qué dirían si me vieran ahora los que me conocieron ocho años atrás!» Algunas veces se preguntaba lo que habrían dicho tía Sara, tío Matthew y sus siete primos si la hubieran visto en la actualidad: condesa, rica, con un carruaje de ocho caballos, vestidos de raso y terciopelo por veintenas, una magnífica colección de esmeraldas que rivalizaba con las perlas de la Castlemaine, saludada por condes y lores cuando pasaba por los corredores de palacio. Aquello, lo sabía perfectamente, era grandioso. Pero también sabía cómo lo hubiera juzgado tío Matthew. Hubiera afirmado que era una prostituta y la desgracia de la familia. Pero el tío Matthew siempre había sido un viejo cabeza dura.

Ámbar había esperado deshacerse tanto de su esposo como de su suegra, pero no pasó mucho tiempo después que se firmó la paz cuando Lucilla regresó a Londres, trayendo consigo a Gerald. Este le hizo una visita formal —ella vivía todavía en la casa de los Almsbury—, inquirió políticamente el estado de su salud y, pocos minutos después, se retiraba. Su encuentro con Bruce Carlton lo había amedrentado; ahora no deseaba interponerse entre el rey y ella. Pues sabía por qué Carlos II lo había hecho conde y concertado su matrimonio con una viuda rica. Si de todos modos estaba ya humillado, no encontraba otra solución que aparentar ignorancia, ni veía más remedio que sumergirse en un mar de placeres y disipación. Estaba casi contento de que se le dejara vivir como le agradaba. Por eso la dejaba tranquila.

Pero su madre no pensaba lo mismo. Y fue a visitarla al día siguiente de su traslado a palacio.

Ámbar le hizo una seña para que tomara asiento y prosiguió su tarea de dirigir a criados y obreros en la colocación de cuadros y espejos. Notaba que Lucilla la estaba contemplando a su sabor, admirándose, sin duda, del grueso de su talle, pues a la sazón corría el octavo mes de su embarazo. Pero prestaba escasa atención a cuanto la vieja le decía, concretándose a asentir levemente o a formular observaciones desprovistas de todo interés.

—¡Ay, Señor! —decía Lucilla—. ¡Me admira cuán falaz se ha puesto el mundo! Todos, absolutamente todos, querida, son susceptibles de sospecha en estos días, ¿no os parece? ¡Maledicencia y murmuración! En todas partes y a toda hora.

—¡Hum! —dijo Ámbar—. ¡Oh, sí, claro, por supuesto! Creo que sería mejor colgar éste aquí, al lado de la ventana. Necesita recibir la luz de ese lado… —Había hecho traer varios objetos de Lime Park y recordaba lo que aprendió de Radclyffe acerca de la forma de colocarlos para que lucieran mejor.

—Es claro que Gerry no cree una palabra de todo eso —como Ámbar no prestaba atención, repitió, esta vez en voz más alta—. ¡Es claro que Gerry no cree una palabra de eso!

—¿Cómo? —dijo Ámbar, mirándola por encima del hombro—. ¿Una palabra de qué? No… un poco más a la izquierda. Ahora bajar un poquito… Ahí; ahora está muy bien. ¿Qué decíais, señora?

—Decía, querida, que Gerry está convencido de que todo no es sino una horrible mentira, y dice también que desafiará al primer bribón que se atreva a afirmarlo delante de él.

—De todos modos —convino Ámbar, retrocediendo unos pasos para apreciar mejor el efecto del cuadro—, un caballero no es nadie aquí, en Whitehall, mientras no haya estado enfermo ya sabéis de qué, escrito su comedia y matado su hombre… Sí; así está bien. Cuando terminéis con ése, podéis retiraros.

Convencida de que Lucilla no se iría y de que no lograría deshacerse de ella mientras no le dijese cuanto tenía que decirle, fue a sentarse en una silla y alzó a Monsieur le Chien, poniéndolo en su regazo. Había estado de pie durante varias horas y se sentía cansada. Deseaba estar sola. Pero su suegra se inclinó hacia ella, con los ojos brillantes, con la agitada seriedad de la mujer que se ve en la obligación de repetir una desagradable murmuración.

—Quizá seáis demasiado joven, querida —dijo Lucilla—, y no veáis al mundo con los experimentados ojos de una mujer que ha vivido lo suficiente. Pero, a decir verdad, se habla mucho de vos aquí, en la Corte, a causa de vuestra designación como dama de honor.

Ámbar, divertida, alargó la comisura de sus labios en una sonrisa.

—No creo que haya un solo nombramiento en la Corte que no provoque comentarios desfavorables.

—Pero esto es muy diferente. Se dice… Y bien, tendré que decíroslo francamente. Se dice que vos gozáis del favor real porque no sois una mujer decente. ¡Se dice, señora, que ese hijo que lleváis en las entrañas es del rey! —contempló a Ámbar con ojos inflexibles, como si esperara que se llenara de rubor y vergüenza, se echara a llorar y lo negara todo.

—Decidme —replicó Ámbar—: Si Gerald no lo cree, ¿por qué os ocupáis vos en ello? ¡Decidme!

—¿Por qué me ocupo en ello? ¡Buen Dios, señora, me conmovéis!

¿Es así como debe hablar y defenderse una mujer decente? ¡Estoy segura que, de serlo, vos no dejaríais que hablaran de ese modo! —iba perdiendo el aliento—. ¡Y no creo que vos dejaríais de hacerlo si fuerais una mujer decente! Pero me parece que no lo sois… ¡Me parece que cuanto se dice es cierto! ¡Creo que ese hijo es del rey y que vos lo sabíais perfectamente cuando os casasteis con mi hijo!… ¿Sabéis vos lo que habéis hecho, madame? Habéis hecho que mi pobre y honrado hijo aparezca como un bobo a los ojos de todo el mundo… Habéis emporcado el honorable apellido Stanhope…

—Tenéis mucho que hablar acerca de mi moral, madame —espetó Ámbar— ¡pero ello no impide que viváis bien a costa de mi dinero!

Lady Stanhope ahogó un grito de horror.

—¡Vuestro dinero! ¡Santo cielo! ¡A lo que ha llegado el mundo! Cuando una mujer se casa, su dinero pertenece al marido. ¡Incluso vos deberíais saberlo! ¡Vivir a costa de vuestro dinero! ¡Bah!… ¡Quiero que sepáis, señora, que ese solo pensamiento me indigna!

—¡Entonces, dejad de hacer uso de él! —masculló Ámbar con los dientes apretados.

Lady Stanhope, de un salto, se puso de pie.

—¡Vaya, so buena pieza! ¡Os enjuiciaré por esto! ¡Ya veremos luego a quién pertenece vuestro dinero! ¡Os lo aseguro!

Dejando caer al perro, Ámbar se puso también de pie. El animalito se estiró perezosamente, sacando su rosada lengua.

—Ni lo intentaréis siquiera si sois menos bruta de lo que he creído. El contrato matrimonial me da derecho a manejar mi dinero como me plazca. Ahora, salid de aquí y no volváis a molestarme… o haré que lo lamentéis —hizo un ruidoso ademán y, como Lucilla se quedara todavía dudando, levantó un vaso e hizo amago de arrojárselo a la cabeza. La baronesa recogió sus faldas y salió disparada. Pero su triunfo no regocijó a Ámbar. Dejó el vaso en el lugar donde estuvo colocado y se desplomó sobre un sillón, estallando en sollozos, abrumada por la sombría e irrazonable morbidez del embarazo.

El doctor Fraser se encargó del parto de Ámbar. Muchas damas comenzaban a emplear doctores más bien que comadronas y, como siempre, esto se consideró como una hazaña más de la decadente aristocracia. El niño nació a las tres de una tormentosa y calurosa mañana de octubre. Era de aspecto delicado; su piel tenía grandes manchas rojas y ostentaba una pelusilla negra en la cabeza.

Pocas horas después se presentó Carlos Estuardo, solo, y de puntillas fue a contemplar la última adición a su ya numerosa familia. Se inclinó sobre la cuna artísticamente tallada, puesta al lado del lecho donde reposaba Ámbar, y con mucho cuidado apartó la cobertura de raso blanco. Una sonrisa hizo brillar sus dientes.

—¡Pardiez! —murmuró—. Ese rapaz se me parece…

Ámbar, pálida y débil, con todo el aspecto de haber perdido todas sus fuerzas, descansaba de espaldas. Sonrió también, débilmente.

—¿No lo esperabais, Sire?

El rey hizo una mueca de orgullo.

—Por supuesto que sí, querida —tomó una manecita al recién nacido, la apretó fuertemente contra su dedo índice, y se la llevó a los labios—. Pero yo soy muy feo para querer que se me parezca mucho —se dirigió a ella—. Espero que estéis mejor. El doctor, hace algunos minutos, me dijo que todo fue fácil.

—¡Fácil para él! —replicó Ámbar, que esperaba ganarse más simpatías y anotarse más mérito, si aseguraba haber sufrido más de lo cierto—. Pero ya me encuentro mejor.

—Claro que sí, querida. Dentro de dos semanas nadie sabrá que habéis tenido un hijo. —La besó delicadamente y se retiró como había venido. Ámbar, satisfecha, se durmió en seguida.

Pocas horas más tarde llegó Gerald, quien la hizo despertar.

No podía disimular su aturdimiento, pero avanzó fanfarroneando, vestido con un traje de raso amarillo pálido, con cientos de pulgadas de cinta que colgaban de mangas y calzones, y oliendo a agua de colonia. Desde su espada de puño de plata hasta su corbatín de encaje, desde el sombrero de plumas hasta los guantes recién adquiridos, tenía el inconfundible aspecto de los currutacos de la época, de un pisaverde nacido en Inglaterra, pulido en Francia, habitante del Cambio Real, de la fonda de Chatelin, de los descansillos de los teatros y del Covent Garden. Era un arquetipo vaciado docenas de veces y bien conocido por quien se tomara la molestia de pasear por Drury Lane, Pall Mall o cualquier otro barrio elegante de Londres.

Besó a Ámbar como lo hubiera hecho cualquier visitante, y dijo con desparpajo:

—¡Oh, madame! ¡Presentáis todo el aspecto de una mujer sana y nadie creería que habéis tenido un laborioso trabajo! Eh bien, ¿dónde está el… nuevo vástago de la casa Stanhope?

Nan había corrido ya a pedirlo a la nodriza, y a poco volvió trayendo al niño sobre un almohadón, con el ajuar bordado que arrastraba por el suelo. Ya no estaba de moda en la Corte fajar a los recién nacidos, y el niño no sería envuelto como una momia hasta el punto de que apenas pudiera respirar.

—¡Miradlo! —exclamó Nan con aire desafiante, pero sin atreverse a ofrecerlo a Gerald—. ¿No es cierto que es hermoso?

Gerald se inclinó para verlo mejor, pero manutuvo sus manos en la espalda, estaba azorado y no atinaba a decir algo apropiado a la ocasión.

—¡Vaya, vaya! ¡Ahí tenemos al joven caballero! Hum… Mon Dieu! Tiene una cara colorada, ¿verdad?

—¡Bueno! —espetó Nan—. ¡Os garantizo que vos también la tenéis!

Gerald retrocedió nerviosamente. También temía a Nan, casi como a su mujer o a su madre.

—¡Cielos! ¡No quise ofender! ¡Que me condenen si no es cierto! El niño es… ¡Oh, ciertamente, es hermoso! ¡Claro, se parece a su madre! —El infante abrió la boca y comenzó a berrear. Ámbar hizo un ademán y Nan se apresuró a llevárselo.

Solo con ella, Gerald comenzó a afanarse. Sacó una cajita de rapé, última palabra en materia de afectación entre los pisaverdes, y se aplicó una pulgarada.

Eh bien, madame, no dudo que desearéis descansar. No os molestaré más tiempo. La verdad es que estoy comprometido a ir al teatro con algunos caballeros amigos míos.

—No faltaba más, milord, podéis marcharos cuando gustéis. Gracias por venir a verme.

—¡Oh, madame! No tenéis por qué mencionarlo. Gracias a vos por haberme recibido. A vuestros pies, madame. —La besó apresurada y brevemente, le hizo una cortesía y se encaminó a la puerta. Al llegar allí, hizo una pausa y se detuvo, volviéndose a medias—. Y a propósito, madame— ¿qué nombre pensáis ponerle?

Ámbar sonrió.

—Carlos, si gusta a Vuestra Señoría.

—¿Carlos?… ¡Oh!… ¡Sí… mais oui! ¡Por supuesto! Carlos… —se apresuró a salir y, en el preciso instante en que trasponía la puerta, Ámbar vio que sacaba un pañuelo y se enjugaba el sudor de la frente.

El restablecimiento de Ámbar fue festejado magníficamente y constituyó para ella todo un triunfo.

Sus habitaciones se vieron colmadas por los primeros lores y damas de Inglaterra. Les sirvió vinos y exquisitas confituras. Aceptó sus besos y efusivos cumplimientos con excelente disposición. Todos se vieron obligados a admitir que no cabía duda de que el niño fuera un Estuardo, pero también observaron con maliciosa satisfacción que era tan feo como lo había sido el rey al nacer. Ámbar no pretendía que su hijo fuera hermoso; quizá mejorara con el tiempo, pero lo importante era que se pareciese al rey Carlos. Al ser bautizado el párvulo, Carlos II actuó como padrino y regaló a la madre un servicio de comedor de plata, juego hermoso, en verdad, pero costoso en demasía; su hijo recibió el tradicional regalo de las doce cucharas de plata de los apóstoles.

Mientras Ámbar se recobraba de su enfermedad, trazó serios planes acerca de la mejor forma de desembarazarse de su impertinente madre política.

Lucilla no tenía intenciones de regresar al campo. Exhibía su extravagancia y, a despecho de la prevención de Ámbar, persistía en mandarle a las modistas y demás comerciantes que la atendían para que cobraran sus cuentas. Ámbar los despidió; había concebido un plan que, si se veía coronado por el éxito, la obligaría a pagar sus obligaciones. Todo consistía en encontrarle un marido. Lucilla hablaba todavía con la compostura y formalidad que estuvieron en boga en los lejanos años de su juventud, mostrándose disgustada y afectada por las nuevas maneras, lo que no era óbice para que adoptara algunas. Ninguna actriz llevaba más bajo el escote de su vestido; ninguna doncella de honor coqueteaba más abiertamente; ninguna de las veladas damas de platea se pintaba y acicalaba en forma tan llamativa. Se mostraba alegre y, según ella creía, tan insinuante como una jovencita de dieciocho años.

No sentía ninguna predilección por los caballeros de su tiempo, sino por los desenfadados jóvenes de veinticinco años que alardeaban de las conquistas efectuadas y que consideraban digno de envidia el haber roto la cabeza a cualquier infeliz sereno que osara detenerlos por armar escándalo en la vía pública. Para la baronesa viuda, esos mequetrefes representaban toda la excitación y la alegría de vivir que ella no tuviera, y desde que no se consideraba más vieja que ellos, rehusaba creer que los años la habían cambiado. Pero si ella no se daba por enterada ni quería admitir el cambio evidente que existía, ellos sí que notaban la diferencia, y escapaban de ella en busca de jovencitas en flor, que además fueran bonitas. La baronesa, según el universal consenso de tales galanteadores, no era sino una vieja coqueta, sin una fortuna que les permitiera correr el albur, y se decían entre ellos que se estaba burlando de sí misma.

Entre ellos había uno en particular que a ella parecía más atractivo. Se trataba de sir Frederick Fothergill, un joven temerario y confiado a quien siempre se veía en los lugares de moda y que hacía todo cuanto ésta exigía, tanto en la vestimenta cuanto en los modales. Era alto, delgado, hermoso, afeminado, pero era también un ardiente duelista y los dos últimos años se había distinguido como voluntario en la campaña contra los holandeses.

Ámbar averiguó todo eso; supo, además, que era hijo de un hombre que no había obtenido provecho alguno con la Restauración —como ocurría con muchos otros realistas—, que estaba profundamente endeudado y que su deuda aumentaba cada día. Llevaba una vida lujosa, compraba ropas costosísimas, tenía carruaje y jugaba mucho. Alguna vez se vio obligado a escapar de su vivienda y quedarse en la de sus amigos para evitar ser detenido por sus acreedores. Ámbar presumió que estaría contento de encontrar una solución tan simple a sus problemas.

Una mañana mandó llamarlo. Cuando acudió él, despidió a los comerciantes que llenaban todavía sus habitaciones, pero aún uno de ellos estaba allí envolviendo sus mercaderías para retirarse. También se encontraban Nan, Tansy, Monsieur le Chien y Susanna. La pequeña estaba parada delante de su madre, con los codos apoyados en las rodillas de ésta, contemplándola con sus grandes ojos verdes. Ámbar le explicaba que las damas jóvenes no debían quitar las pelucas a los caballeros. Una vez había hecho la prueba con la peluca del rey, encontrando que salía, y desde entonces su entretenimiento consistía en quitarla a todo hombre que se le acercaba. Ahora, al oír las explicaciones de su madre, asentía dócilmente con la cabeza.

—Y nunca más lo volverás a hacer, ¿no es cierto?

—Nunca más —prometió Susanna.

Sir Frederick llegó en ese momento, hizo una profunda genuflexión en el umbral y otras más cuando estuvo a su lado.

—Servidor de Vuestra Señoría —dijo sobriamente, pero sus ojos la estudiaron con familiaridad y confianza.

La pequeña Susanna le hizo una cortesía y él se inclinó lo más que pudo para besar su manecita. Los ojos de la niña se posaron en la peluca del caballero e instantáneamente levantó las manos para arrancársela. Entonces recordó a su madre y le echó una mirada culpable, encontrándose con que la miraba furibunda, con los labios apretados y golpeando el suelo con el pie. Se llevó las manos a la espalda. Ámbar soltó la carcajada, le dio un beso como recompensa y la envió fuera con su aya. La vio alejarse con ojos tiernos, admirando su pequeña figura vestida con un bonito trajecito blanco, la mata de rubios cabellos sujeta a un lado por un moño verde. Se sentía muy orgullosa de Susanna; era, a no dudarlo, la niña más hermosa de Inglaterra, del mundo. La puerta se cerró detrás de ella y Ámbar se volvió a sir Frederick, rogándole que tomara asiento.

Luego fue a sentarse a su tocador, para terminar de acicalarse. Fothergill se sentó a su lado, presumido y satisfecho consigo mismo por haber sido invitado a la alcoba misma de Su Señoría, en una tal intimidad. Se imaginó saber perfectamente para qué había sido llamado.

—Vuestra Señoría me hace un gran honor —dijo, clavados los ojos en el escote de su vestido—. He experimentado una muy grande admiración por Vuestra Señoría desde la primera vez que la vi… en el palco del rey, hace algunos meses. Doy fe que no podía apartar los ojos ni concentrar mi atención en la escena.

—Sois muy amable, caballero, y vuestras lisonjas me confunden. Ocurre que yo también me he enterado de vuestra gallardía y apostura… por conducto de mi suegra…

—¡Bah! —hizo un gesto y un ademán expresivos—. ¡Os aseguro que ella no significa nada para mí!

—En cambio ella habla muy bien de vos, caballero. Hasta creo que experimenta un gran amor por vos.

—¿Cómo? ¡Oh! ¡Es ridículo! Y suponiendo que así fuera, ¿qué habría de particular en ello? Lo importante es que para mí no significa absolutamente nada.

—Espero que no os hayáis aprovechado de vuestra ventaja sobre ella, ¿eh?

Se levantó y, cruzando la habitación, se dirigió a un biombo, detrás del cual procedió a vestirse. Al quitarse la bata de casa, hizo un movimiento a un lado, permitiendo que él tuviera una fugaz visión de su busto. Todavía le gustaba provocar la atención de los hombres, aunque nada significara para ella. Con el rey Carlos… o sola.

Sir Frederick tardó algunos momentos en contestar; pero cuando lo hizo, se mostró enfático.

—¡Oh, Señor, no! Jamás me atreví a hacerle una proposición deshonesta. Aunque, a decir verdad, creo que de haberla hecho no habría salido chasqueado.

—Pero vos sois hombre de honor, ¿verdad?

—Temo, madame, que vuestra suegra no sea enteramente de mi gusto.

—¡Ah, sí! ¡Vaya, sir Frederick! ¿Por qué no podría ser de vuestro gusto?

Sir Frederick se estaba desconcertando. Cuando ella le rogó que le hiciera una visita, se había apresurado a informar a sus amigos que la joven condesa de Danforth estaba perdidamente enamorada de él y que lo había mandado llamar. Ahora advertía que había estado equivocado, que no lo necesitaba, y que estaba desempeñando el papel de mediadora en favor de su suegra. ¡Qué imbécil, si se dejaba embaucar por la vieja coqueta!

—Señora, debéis reconocer que es mucho mayor que yo. ¡Dios mío! ¡Debe de pasar ya los cuarenta! ¡A las viejas les gustan los jóvenes pero temo que los términos no puedan invertirse!

Completamente vestida, Ámbar salió de detrás del biombo y se acercó a su tocador, donde buscó en un joyero las joyas que luciría aquel día. Nada de su vida en la Corte le gustaba tanto como sentirse rica y poderosa hasta el punto de encauzar el destino ajeno a su gusto y paladar. Levantó un brazalete de diamantes y esmeraldas y lo miró a la luz, frunciendo los labios mientras lo apreciaba, consciente de la admiración con que el otro la contemplaba, y al corriente de sus pensamientos.

—Bueno, sir Frederick, ¡qué le vamos a hacer! Lamento haber oído eso de vuestros labios —abrochó el brazalete—. Había pensado que quizá pudiera arreglar un matrimonio entre vosotros. Mi suegra posee una gran fortuna, bien lo sabéis —siguió buscando otras joyas con aire de indiferencia.

Fothergill volvió en el acto a la vida. Acercó su silla e inclinó el busto hacia delante.

—¿Una fortuna, dijisteis?

Lo miró ella con fingida y candorosa sorpresa.

—¡Vaya, claro que sí! ¿No lo sabíais acaso? ¡Señor! Tiene como cien pretendientes, todos locos por casarse con ella. Lady Stanforth está considerando actualmente con cuál de ellos lo hará y yo creo que tenía un particular interés por vos.

—¡Una fortuna! ¡No sabía que tuviera un chelín! Todo el mundo me dijo que… ¡Oh, a decir verdad, Señoría, esto me sorprende mucho! —Parecía realmente impresionado. La buena suerte se había interpuesto en su camino y a punto estuvo de rechazarla—. Este… ¿cuánto…? Quiero decir si…

Ámbar fue en su ayuda.

—¡Oh!, me parece que debe de alcanzar más o menos a cinco mil libras.

—¡Cinco mil libras! ¡Por año! —Una renta de cinco mil libras anuales, era en verdad, una fortuna inmensa.

—No —aclaró Ámbar—. Cinco mil en total; por supuesto, tiene también algunas propiedades —fue evidente la desilusión que se pintó en el semblante de sir Frederick, por lo que se apresuró a agregar—: Creo que está por aceptar al joven… no recuerdo su nombre en este instante. Ese que siempre lleva un vestido de color verde… Pero si os apresuráis a hablarle, tal vez logréis persuadirla…

En menos de dos semanas, sir Frederick Fothergill se había casado con la baronesa viuda.

Consciente de que las mujeres más bonitas y adineradas tenían padres celosos o guardianes o tutores que jamás permitirían que se insinuara como posible candidato, empezó a cortejar a Lucilla casi inmediatamente después de su conversación con Ámbar y, cuando le propuso el matrimonio, ella se apresuró a aceptar. Ámbar dio a la baronesa las cinco mil libras a cambio de un documento suscrito por dos testigos en el que Lucilla se comprometía a no pedirle más dinero.

En un principio, la baronesa se mostró indignada, y rechazó de plano la proposición. Sostenía que ella podría tener todo el dinero puesto que Gerald era su hijo legítimo. Ámbar la persuadió de que en ese caso el rey se pondría de su parte, y su suegra aceptó, por último, contenta de recibir esas cinco mil libras en efectivo, aunque no alcanzarían para pagar completamente sus deudas. Pero el elemento decisivo de su asentimiento fincaba en el hecho de que se casaría de nuevo, y esta vez con un apuesto joven a quien no parecía importarle que le doblara la edad. La ceremonia tuvo lugar de noche y, aunque Gerald se mostró avergonzado por la conducta de su madre, Ámbar se divirtió y se sintió aliviada.

Decidió que no había criatura más ridícula en la tierra que una mujer virtuosa que se envilecía por lograr aquello que una vez despreció.

Ya que se había deshecho de su madre política, determinó hacer lo mismo con su esposo. Sabía que estaba metido en un embrollo amoroso con la señora Polly Stark, una bonita joven de quince años, vendedora en el Cambio Real. Así, una noche de fines de noviembre en que Gerald entró en el salón de recibo de la reina, Ámbar dejó la mesa de juego y corrió a reunirse con él.

Y como siempre que se veían cara a cara, Gerald comenzó a sentir un enfermizo temor. Supuso que le echaría en cara sus enredos con la Stark.

—¡Vaya! —se apresuró a exclamar, en cuanto ella estuvo a su lado—. ¡Hace un calor terrible aquí! Mon Dieu!

—Pues a mí no me parece así —opinó ella melosamente—. ¡Oh, señor! ¡Qué hermoso traje lleváis! Vuestro sastre es digno de las mejores alabanzas.

—Este… gracias, madame —un tanto asombrado, se miró y se apresuró a devolver el cumplimiento—. Y vos también lleváis un magnífico vestido, madame.

—Gracias, caballero. Compré las cintas a una joven recién admitida en el Cambio. Creo que se apellida Stark… Conoce a la perfección todo lo que se relaciona con los adornos.

Gerald se encendió como un pavo e hizo un esfuerzo para tragar saliva. Sí, era de ella de quien tenía que hablarle. Deseó en ese momento no haber ido jamás a palacio. No lo habría hecho si algunos de sus amigos no hubieran tenido ciertos asuntos de faldas en los que se requería su colaboración.

—¿La señora Stark? —repitió—. Mon Dieu! ¡El nombre me es familiar!

—Pensad en ello y la recordaréis mejor. Ella os recuerda muy bien.

—¡Habéis hablado con ella!

—¡Oh, sí! Hace media hora más o menos. Naturalmente, somos grandes amigas.

Ella soltó la carcajada y le golpeó familiarmente el brazo con el abanico.

—¡Vamos, Gerald! No seáis tan pusilánime. ¿Cómo podéis estar acorde con la moda si no tenéis una moza a vuestro cargo? Os juro que no me gustaría tener un esposo fiel… eso me arruinaría ante mis amistades.

Gerald la miró lleno de sorpresa, pero luego bajó la vista, sintiéndose desdichado. No estaba muy seguro de si le hablaba en serio o si hacía burla de él. De cualquier modo, se sentía como un zote. No atinó a coordinar una respuesta.

—¿Y qué pensáis de ello? —continuó Ámbar—. Ella se queja de que sois tacaño.

—¿Cómo? ¿Tacaño yo? Vamos, madame… Quiere tener un coche, ocupar habitaciones en Drury Lane, vestidos lujosos y otras lindezas por el estilo. Es condenadamente ambiciosa. Me costaría menos reparar el puente de Londres que mantenerla.

—Y, sin embargo —opinó razonablemente ella—, no podéis estar considerado como un buen galanteador si no tenéis una de esas mozas a cargo vuestro ¿verdad?

Gerald le echó otra mirada de asombro.

—¡Caramba!… Yo… Claro, sí, ésa es la moda, pero…

—Y tiene que ser joven y bonita, pero esas mujeres cuestan caras —de pronto se puso seria—. Mirad, caballero: suponed que regateamos sobre nuestro futuro. Daré a la señora Stark doscientas libras al año mientras os otorgue sus favores, y a vos os daré cuatrocientas. Pero debéis firmar un documento que atestigüe que viviréis a vuestras expensas con esa suma, comprometiéndoos, además a no molestarme. Si contraéis deudas, yo no seré responsable. ¿Os parece bien?

—¡Vaya… es muy generoso de vuestra parte, madame! Solamente que… yo creo… Mi madre dice que…

—¡El diablo cargue con vuestra madre! ¡No me importa lo que ella diga! Vamos, decid: ¿os satisface o no? Porque si no os agrada, hablaré con el rey y le pediré la anulación de nuestro matrimonio.

—¡La anulación! Pero, madame… ¿cómo podríais…? ¡El matrimonio está consumado!

—¿Quién sabe si lo está o no? ¡Y creo que tengo más medios que vos para convencer al jurado! ¿Qué opináis de mi proposición, Gerald? Tengo listo el documento en mi habitación. ¡Buen Dios, no sé qué más podéis desear! Me parece una proposición muy generosa… Sabéis bien que, después de todo, no tendría que daros nada.

—Bien… muy bien, lo arreglaremos así… sólo que…

—¿Sólo qué?

—Sólo que no se lo diremos a mamá. ¿Queréis?