Capítulo XXIX

Ese fue el fin de las relaciones de Jemima y su madrastra. Por instinto, la muchacha se dio cuenta inmediatamente de que era Ámbar la responsable de la repentina determinación de su padre de casarla con Joseph Cuttle sin demora. Y ésa era la única actitud de Ámbar que aprobaba el resto de la familia; estaban todos verdaderamente disgustados con el apasionamiento demostrado por la muchacha, aunque sabían también que Ámbar tenía gran parte de culpa. Sabían que jamás se le habría ocurrido a Jemima poner sus ojos en un noble, de no haber sido por la exposición de falsos valores que aquélla había hecho. Bruce pareció de veras conmovido cuando Ámbar le dijo que el compromiso había sido firmado y que la boda tendría lugar el treinta de agosto, cuarenta días después de los esponsales.

—¡Buen Dios! —exclamó al oírlo—. ¡Ese desgarbado y torpe muchacho! ¿Cómo una muchacha tan bonita como ella puede casarse con él?

—¿Y qué te importa a ti que se case con quien sea?

—Quizá no me importe nada. Pero ¿no crees que por tu parte te estás inmiscuyendo impertinentemente en los asuntos de la familia Dangerfield?

—¡De ningún modo! Samuel tenía pensado casarla con él mucho antes de conocerme… Lo único que he hecho ha sido apresurar la boda en su beneficio.

—Si piensas que tenía intención de seducirla, te diré que no. La acompañé porque ella me lo pidió y juzgué que agravaría a su padre si rehusaba. —Le echó una penetrante y escrutadora mirada—. Me pregunto si te habrás dado cuenta de lo caballero que es Samuel Dangerfield. Dime ¿cómo diablos has conseguido casarte con él? Los Dangerfield no son personas que admitan así como así a una comedianta.

Ámbar soltó la carcajada.

—¿Verdad que te gustaría saberlo? —Pero nunca se lo dijo. No había transcurrido mucho tiempo cuando Ámbar comenzó a desatender las advertencias de Bruce. Iba tres o cuatro veces por semana a la casa de los Almsbury. Samuel permanecía en sus oficinas entre las siete y las once o doce del día. Ella estaba en Dangerfield House cuando salía y cuando regresaba. Pero, aun cuando no hubiera sido así, su ausencia no habría ocasionado disgustos ni comentarios. Confiaba en ella tácitamente y cuando le preguntaba por casualidad dónde había estado, nunca lo hacía porque sospechaba algo, sino como simple motivo de conversación o porque estaba interesado en las pequeñas cosas que la ocupaban durante el día. Cualquier cuento que ella hilvanara lo creía a pies juntillas.

Jemima, mientras tanto, se volvió taciturna y esquiva; negábase firmemente a tomar parte en los preparativos de la boda que se hacían.

Modistos y merceros llenaban sus habitaciones a toda hora. Le habían confeccionado un maravilloso traje de boda, de seda de oro, y su anillo llevaba engarzados treinta diamantes. Los festejos tendrían lugar en el gran salón de baile del lado sur del edificio. También sería ése el escenario de la mascarada. Se lo transformaría en un bosque de árboles frondosos, con césped verdadero sobre el piso. Habría quinientos invitados a la ceremonia y casi mil a los festejos. Cincuenta de los más afamados músicos de Londres estaban contratados para actuar durante el baile y un renombrado cocinero francés vendría desde París al solo objeto de supervisar los preparativos de las comidas. Samuel Dangerfield se mostraba verdaderamente espléndido para agradar a su hija y su persistente mal humor lo tenía disgustado.

Ámbar, magnánimamente, se puso del lado de Jemima.

—No le ocurre nada malo, Samuel. Lo que pasa es que, como todas las jóvenes de su edad, no quiere casarse todavía porque cree destruir su juventud. Eso es todo. Espera hasta después de la boda. Entonces la verás como siempre, te lo aseguro.

Mister Dangerfield movió la cabeza.

—¡Por el cielo que espero que sea así! Me disgusta el pensamiento de que la hago infeliz. Algunas veces me pregunto si no estarás cometiendo una equivocación al insistir en que se case con Joseph. Después de todo, en Londres hay otros partidos mejores si ella…

—¡No digas disparates, Samuel! ¡Quién ha oído decir que una muchacha escoja su propio marido! Ella es demasiado joven para saber lo que quiere. Y Joseph es un joven muy bueno que la hará feliz. —Ordenadas así las cosas, Ámbar consideró que había desplegado una gran habilidad… Jemima no era ya una preocupación para ella. «Muchacha necia —pensaba despectivamente—. ¡Ojalá que nunca se le hubiera ocurrido cruzar espadas conmigo!»

Seis semanas después de la llegada de Bruce a Londres, ella le dijo que estaba segura de encontrarse embarazada, y le explicó por qué creía que el hijo era suyo.

—Espero que sea una niña —dijo Ámbar—. Bruce es tan hermoso… Y sé que será una belleza. ¿Qué nombre crees que podemos ponerle?

—Me parece que eso debe decidirlo míster Dangerfield. ¿No crees tú?

—¡Hombre! ¿Y por qué tendría que hacerlo él? Bueno; de cualquier modo, me lo preguntará. De modo que dime qué nombre te gustaría… Por favor, Bruce, dímelo.

Pareció considerar seriamente la pregunta por unos instantes, pero la sonrisa que surcó su faz decía a las claras lo que estaba pensando.

—Susanna es un bonito nombre —dijo por último.

—¿No conoces a nadie de ese nombre?

—No. Me has pedido que te diga un nombre que me guste, y te doy uno. No he tenido propósitos ni motivos ulteriores.

—No tengo duda de que habrás puesto nombre a un gran número de bastardos —dijo ella—. Dime. ¿Qué ocurrió con aquella moza?… Leah creo que se llamaba. Almsbury me dijo que tuviste dos hijos con ella.

Tenía a Bruce a su lado desde hacía algún tiempo y lo veía muy a menudo. Sus celos y disgustos por las cosas que hacía cuando viajaba habían empezado a ser amortiguados por el placer que experimentaba al encontrarse con él. Con gran fastidio por su parte comprobaba que sólo eso bastaba para consolarla.

Lord Carlton se apresuró a responder.

—Leah murió hace un año, al dar a luz.

Lo miró fijamente, pero vio que estaba serio y un poco enojado.

—¡Oh, lo siento mucho! —mintió. Pero pronto volvió al tema anterior—. Me pregunto dónde estarás cuando nazca Susanna.

—Espero que calentando la cabeza a los holandeses en alguna parte. Declararemos la guerra tan pronto como el Parlamento apruebe el presupuesto de guerra. Mientras tanto, esperaremos y yo trataré de mantener la paz tal como Su Majestad quiere que se la mantenga.

Hacía ya más de un año que Inglaterra y Holanda se habían trabado en lucha en todas partes, menos en aguas jurisdiccionales de ambos países. En los dos últimos meses, la lucha había adquirido los contornos de una guerra declarada. Sin embargo, Carlos II esperaba la aprobación del Parlamento y, mientras, se preparaba.

Los dos amantes estaban recostados en el lecho. Bruce se había quitado la peluca. Su cabello, negro y ondulado, lo había cortado tanto, que apenas si tenía dos o tres pulgadas de largo. Estaba peinado para atrás y la vasta frente se exhibía despejada. Ámbar se estiró y tomó de la mesita un racimo de uvas de Lisboa.

—¡Cáspita! ¡Supongo que para ti es un día triste aquel en que no has logrado incendiar una ciudad o matar una docena de holandeses!

Lord Carlton rió de buena gana. Tomó unas cuantas uvas del racimo que ella sostenía en su mano y se las introdujo en la boca.

—Me pintas como un monstruo sediento de sangre.

Ámbar lanzó un suspiro.

—¡Oh, Bruce, si quisieras escucharme! —Prestamente se incorporó y, poniéndose de rodillas, lo miró de frente, determinada a que la oyera de todos modos. Siempre había hecho él lo posible para hacerla callar, pero eso no sucedería entonces. Tendría que oírla— ¡Vete a la guerra si debes ir, Bruce! Pero cuando termine, vende tus barcos y quédate aquí en Londres. Con tus cien mil libras y las sesenta y seis mil mías, podríamos comprar el Cambio Real para hacer un pabellón de verano. Tendríamos la mansión más imponente y hermosa de Londres, y cuanta persona de consideración hubiese asistiría a nuestros bailes. Tendríamos una docena de carruajes y mil sirvientes, y un velero para ir a Francia si nos viniese en gana. Formaríamos parte de la Corte y tú serías un gran hombre…, canciller, por ejemplo, o cualquier cosa que te gustase, y yo sería nombrada dama de honor de la reina. ¡En toda Inglaterra no habría pareja como nosotros! ¡Oh, Bruce, querido!… ¿No ves cuán maravilloso sería eso? ¡Seríamos los seres más felices de la creación!

Estaba segura de que esta vez lo persuadiría, pero su respuesta le trajo un doloroso desengaño.

—Sería hermoso… —dijo— para una mujer.

—¡Oh! —exclamó ella furiosamente—. ¡Vosotros los hombres! ¿Qué es lo que quieres, entonces?

—Te lo diré, Ámbar —se incorporó a su vez y la miró de frente—. Quiero algo más que pasar veinticinco años subiendo por una escalera debajo de los talones de uno que me precediera y encima de otro que iría detrás de los míos. Quiero algo más que complots, intrigas y planes descabellados con ladrones y necios para adquirir una reputación entre hombres a quienes desprecio. Quiero ocupar mi tiempo en mejores cosas que en ir al teatro, a Hyde Park o al Pall Mall en una tonta sucesión de días, en jugar a las cartas y en hacer el amor, en correr detrás de enaguas y de mujeres encubiertas, esperando mi turno para hacer el «alcahuete» del rey —hizo un gesto de disgusto—… para finalmente morir consumido por las mujeres y la bebida.

—¡Supongo que yéndote a América estarás a cubierto del peligro de morir consumido por las mujeres y la bebida!

—Puede ser que no. Pero lo que sé es una cosa: cuando muera, no será de fastidio ni aburrimiento.

—¡Oh, claro que no! ¡No dudo de que será sumamente excitante estar en compañía de negros, piratas, pájaros de horca y toda una caterva de rufianes y bribones!

—Esa gente es más civilizada de lo que tú supones… También hay muchas familias de lo más granado de Inglaterra que se establecieron allí durante el Commonwealth, y que se quedaron por las mismas razones por las que yo quiero irme. Y no es porque crea que las mujeres o los hombres de América sean diferentes de lo que son en Inglaterra; todos son lo mismo. Quiero irme porque América es un país joven y lleno de promesas, de un modo que Inglaterra no lo ha sido en mil años. Es un país que está esperando ser construido por hombres que se atrevan a emprender la obra… Y yo deseo estar allí para ayudar en lo que pueda a esa construcción. En la guerra civil mi padre perdió todo cuanto perteneció a nuestra familia durante siete siglos. Yo quiero poseer algo que mis hijos no pierdan jamás.

—¿Y por qué, entonces, luchas por Inglaterra, si la amas tan poco?

—¡Oh, Ámbar! —respondió él en voz queda—. Algún día sabrás, lo espero, muchas grandes cosas que ahora no conoces.

—¡Y yo espero que algún día te hundas en tu maldito océano!

—No me cabe duda de que soy un gran villano para ahogarme.

Ámbar saltó de la cama poseída de furia. De pronto, se detuvo, se volvió y lo miró con ojos enternecidos, mientras él seguía recostado sobre un codo, contemplándola sonriente. Se acercó y tomó asiento de nuevo a su vera, cubriendo apenas con sus dos manos una de las suyas.

—¡John, Bruce, bien sabes que no quise decirlo realmente! ¡Te amo tanto, tanto, que sin vacilar moriría por ti! ¡Pero tú pareces no necesitarme del mismo modo que yo te necesito! ¡No soy otra cosa que tu… amante, y yo quiero ser tu esposa, tu verdadera esposa! ¡Quiero ir donde tú vayas, compartir tus penas y tus alegrías, intervenir en todo cuando tú hagas, darte hijos!… ¡Quiero formar parte de ti mismo! ¡Oh, por favor, querido! ¡Llévame a América contigo! ¡No importa lo que sea, te lo juro! ¡Viviré donde sea! ¡Haré lo que sea! Te ayudaré a derribar árboles, a plantar tabaco, cocinaré… ¡Oh, Bruce! ¡Haré todo lo que sea, con tal que quieras llevarme contigo!

Por unos momentos él la siguió contemplando con los ojos brillantes. Pero en el preciso instante en que ella creía haberlo convencido, se levantó sacudiendo la cabeza.

—Nunca haré eso, Ámbar. No es la clase de vida que te gustaría, y en el curso de unas pocas semanas te sentirías cansada y querrías volver, maldiciéndome y aborreciéndome por haberte llevado.

Ámbar cayó de rodillas, asiéndose desesperadamente al último destello de esperanza, trastornada al comprobar que la felicidad que parecía haber hecho suya se le escurría por entre los dedos.

—¡No, Bruce, no! ¡No será así, te lo juro! ¡Te lo prometo! ¡Todo me gustará si estás a mi lado!

—No puedo hacerlo, Ámbar. No hablemos más de ello.

—¡Entonces debes tener otra razón! ¿No es cierto? ¿Cuál es?

Se mostró repentinamente impaciente y colérico.

—¡Por el amor de Dios, Ámbar! Te digo que no puede ser. Eso es todo.

Lo miró fijamente con los ojos semicerrados.

—Yo sé por qué —dijo por último, machacando las palabras—. Yo sé por qué no quieres llevarme, y por qué no quieres casarte conmigo. Es porque soy la sobrina de un granjero y tú eres un noble. Mi padre sólo fue un aldeano, pero tu familia se sentó en la Cámara de los Lores. Mi madre fue una rústica, pero la tuya tenía un apellido y descendía del mismo Moisés. Mis parientes son todos campesinos y tú tienes sangre de los Estuardo en tus venas, si es que te molestas en buscarla. —Su voz era amarga y sarcástica, y mientras hablaba retorcía la boca, dando a su semblante un aspecto feo y desagradable.

Luego de proferir esas palabras se volvió y comenzó a vestirse, mientras él la contemplaba. Había una tierna expresión en su rostro, y parecía que estaba tratando desesperadamente de encontrar algo que mitigara la penosa humillación que la agobiaba. Pero ella no le dio oportunidad para hablar. En menos de tres o cuatro minutos terminó de vestirse y, mientras levantaba su capa, exclamó:

—Es por eso. ¿No es cierto?

Bruce se adelantó hacia ella.

—¡Oh, Ámbar! ¿Por qué tienes que hacer las cosas siempre de este modo? Bien sabes que no podría casarme contigo ni aun cuando lo quisiera. No depende de mí solamente. No estoy solo en el mundo, flotando en el espacio como una pequeña nube. Tengo parientes por veintenas… Y, además, tengo algo que responder a mis padres muertos. Los Bruce y los Carlton no significan nada para ti (no puede ser de otro modo), pero eso es algo condenadamente importante para los Bruce y los Carlton.

—¡Eso no pasa conmigo! ¡No te casarías conmigo aunque pudieras! Di. ¿Te casarías?

Se miraron de hito en hito; la respuesta sonó en la habitación como un pistoletazo.

—¡No!

El rostro de Ámbar se puso intensamente rojo. Se le hincharon las venas del cuello y de la frente.

—¡Oh! —exclamó como una posesa—. ¡Te odio, Bruce Carlton! Te odio… Yo… —Salió de la habitación dando un portazo. «¡Espero no volver a verlo jamás!», se juró mientras bajaba, sollozando, la escalera. Se prometió que era el fin… El último insulto que recibía de él… La última vez que él…

Ámbar salió corriendo de la casa de los Almsbury y de un salto se metió en su coche.

—¡Vamos! —gritó a Tempest—. ¡A casa! —Se recostó en el asiento y comenzó a llorar desconsoladamente, pero sin lágrimas, al mismo tiempo que se mordía los dedos, enguantados.

Estaba tan sobreexcitada que no se dio cuenta de que otro carruaje esperaba fuera de la verja, con las cortinillas bajas, y que comenzó a correr detrás del suyo. Iba tan cerca, que se paraba cuando el suyo paraba, daba un barquinazo cuando el suyo lo daba, torcía las esquinas casi al mismo tiempo, sin permitir que ningún otro se interpusiera entre los dos. Llegaron a la casa de los Dangerfield antes de que Ámbar se diera cuenta de que dos conocidos lacayos iban en los estribos del coche perseguidor, haciendo visajes y ademanes que denotaban su regocijo. Ámbar se volvió en su asiento y miró por la ventanilla al coche de alquiler que corría detrás, pero no pareció importarle mucho.

Cuando su propio carruaje hizo su entrada por el gran portón, el impertinente vehículo que los seguía tomó el mismo camino. Ámbar descendió, luchando todavía por componer su semblante y serenarse.

Se encontró frente a frente con Jemima, que se apeaba en ese instante del coche que la había venido siguiendo, mientras la Carter pagaba al cochero.

—Buenos días, madame —dijo Jemima.

Ámbar respondió desganadamente, esperando que su tono no dejara traslucir los sentimientos que la agitaban.

—Buenos días, Jemima —mas su corazón latía con violencia al considerar lo que significaba la presencia de la muchacha. La desesperación comenzaba a hacer presa de ella. ¡De modo que la condenada mocosa la había estado espiando! ¡Y lo que era peor, la había sorprendido!

—Esperad un momento, madame. ¿No disponéis de un poco de tiempo para hablar conmigo? Os mostrabais bien contenta de ser mi amiga… antes de que llegara lord Carlton.

Ámbar se quedó envarada, pero luego se recuperó e hizo frente a su hijastra. No había nada que hacer, sino afrontar con desenvoltura lo que ella quisiera decirle.

—¿Qué tiene que ver lord Carlton con esto?

—Lord Carlton se aloja en la casa de los Almsbury. ¡Y de allí es de donde vos venís ahora!… ¡Y ayer, y anteayer, y la semana pasada, y otras veinte veces en el mes pasado!

—¡Preocupaos de vuestros asuntos, Jemima! Yo no soy una prisionera. Voy donde me da la gana. Sucede que lady Almsbury es muy amiga mía… y la visito con frecuencia.

—¡No la visitabais cuando lord Carlton no estaba en la ciudad!

—Porque no se encontraba en Londres. Los Almsbury tienen una posesión en la campiña. Escuchadme ahora, Jemima… Me parece que sé por qué se os ha ocurrido seguirme… y tengo deseos de contárselo a vuestro padre. Os aseguro que él se hará cargo de vos.

—¿Que vos se lo diréis a mi padre? ¡Suponed que sea yo quien le diga algunas cosas que sé de vos y de lord Carlton!

—¡Vos no sabéis nada! ¡Y si no estuvierais celosa, no se os habría ocurrido sospechar tampoco! —Sus ojos fueron de Jemima a la Carter y volvieron de nuevo—. ¿Quién os metió esas ideas en la cabeza? ¿Esa vieja lechuza? —La asustada mirada que le echó la mujer la convenció de que no había errado el tiro. Antes de retirarse dignamente como una dama segura de su virtud y de sí misma, hizo una última prevención—. ¡No quiero saber nada más de este ridículo comportamiento, Jemima, o veremos a quién da más crédito vuestro padre!

Jemima, evidentemente, no quiso hacer la prueba y la casa de los Dangerfield siguió tan tranquila como antes. Ámbar fingió estar resfriada para que su hijastra no se sorprendiera de que había dejado de visitar la casa de los Almsbury. La fecha de la celebración de la boda se acercaba rápidamente, aun cuando había sido pospuesta por algunos días ante una casi histérica exigencia de Jemima. Ámbar estaba ansiosa de que todo terminara lo más pronto posible, para ver despejado su propio camino.

Una semana después de su pelea con Bruce, míster Dangerfield le dijo que lord Carlton había estado en su oficina aquella mañana.

—Partirá mañana —le informó— si el viento se muestra favorable. Espero que una vez que se haya ido, Jemima…

Pero Ámbar no le escuchaba. «Mañana —pensaba—. ¡Dios mío… se va mañana! ¡Oh, tengo que verlo… Tengo que verlo antes de que se vaya!» Las naves de lord Carlton habían anclado en el muelle Botolph y allí fue a buscarlo. Se quedó en el coche mientras Jeremiah iba a llevar el recado. Temía que todavía estuviera enojado con ella, pero cuando él se acercó y vio quién lo esperaba, sonrió. Hacía calor y ello le obligaba a ir sin peluca y en mangas de camisa. Su bronceado rostro se veía húmedo de sudor.

Ella se inclinó ávidamente por la ventanilla y puso una mano dentro de la suya, mientras él se quedaba de pie ante la portezuela. Su voz era apremiante.

—Tengo que hablar contigo, Bruce, antes de que te vayas.

—Estamos cargando, Ámbar, y no puedo dejarlo.

—¿No podemos subir a bordo? ¡Será un minuto!

La ayudó a bajar.

Por todas partes se veía actividad y movimiento. Grandes barcos de altos mástiles cabeceaban suavemente en el agua. El muelle se veía repleto de una multitud de hombres de fiero aspecto y de torsos desnudos. Eran marineros que vivían la mayor parte del tiempo sobre la cubierta oscilante de los navíos y que, por esa razón, tenían una curiosa y singular manera de andar. Caminaban como los ánades, lo que los distinguía en cualquier parte del mundo. Estibadores de anchos hombros y musculosas espaldas cargaban pesados bultos y fardos de toda especie. También se veían hombres bien vestidos, comerciantes en su mayoría, que paseaban indolentemente, asediados por mendigos, viejos hombres de mar que perdieron un brazo, una pierna o un ojo al servicio del león inglés. No faltaban niños andrajosos, viejos haraganes y prostitutas pintarrajeadas que pugnaban por ganarse algunos peniques antes de la partida.

Mientras caminaban por el muelle, todos se volvían para mirarlos. Las ropas, el brillante cabello, las joyas y la hermosura de Ámbar eran cosas que no se veían allí todos los días. Las meretrices, por su parte, contemplaban a Bruce con un interés no estrictamente profesional.

—¿Por qué no fuiste a verme? —preguntó en voz baja, mientras subían la pasarela de uno de los barcos.

—No creí que mi visita fuera bien recibida —respondió él mientras la seguía; luego se volvió para hablar con uno de sus hombres.

Por último llegaron a cubierta y lord Carlton condujo a Ámbar directamente a su camarote, el cual estaba provisto de una litera de buen tamaño, una mesa-escritorio y tres sillas. En las paredes había prendidas algunas cartas geográficas y en el piso se veían libros encuadernados en piel.

Una vez dentro, ella se volvió rápidamente y lo miró.

—No quiero reñir contigo, Bruce. No he venido a hablar… Bésame…

Apenas la había rodeado con sus brazos, cuando se oyeron unos golpes en la puerta.

—¡Lord Carlton! ¡Una dama quiere veros, sir!

Ámbar lo miró inquisitivamente. Mientras se libertaba de sus brazos, Bruce masculló una maldición. Antes de abrir la puerta, le hizo una seña para que entrara en el camarote contiguo. Levantando su capa y su manguito se apresuró a entrar por la puerta que él le indicó. Luego, cuando él abrió la de su camarote, oyó el resonar de unos tacones femeninos y, pocos segundos después, la inconfundible voz de Jemima.

—¡Lord Carlton! ¡Gracias sean dadas por haber podido encontraros! Tengo un mensaje de mi padre para vos…

La puerta se cerró detrás del hombre que la había guiado hasta allí. Ámbar se apoyó contra la pared, conteniendo el aliento y decidida a no perder ni una palabra, con los oídos pegados contra el tabique de madera y el corazón latiéndole con inusitada violencia. Su agitación se debía más al temor de ser descubierta que a los celos.

—¡Oh, Bruce! ¡Te marchas mañana y tuve que venir! ¡Tenía que verte de todos modos!

—No deberías haberlo hecho, Jemima. Alguien podía verte. Y estoy tan ocupado, que no tengo tiempo para nada. He venido a recoger algunos papeles… Sí, aquí están. Ven, te acompañaré hasta tu coche…

—¡Oh, Bruce, no puede ser! ¡Te vas mañana! ¡Tengo que estar contigo otra vez! Podemos vernos en cualquier otra parte… Estaré en «La Corona» esta noche a las ocho. En nuestra misma salita.

—Perdóname, Jemima. No puedo ir. Te juro que estoy muy ocupado… Tengo que ir a Whitehall y zarparé antes de que salga el sol.

—Entonces, ahora. ¡Oh, Bruce, por favor! ¡Quiero ser tuya una vez más!

—¡Silencio, Jemima! Sam o Bob pueden venir en cualquier momento. No querrás que te encuentren aquí, sola conmigo. —Hubo una pausa; Ámbar oyó que él se encaminaba hacia la puerta, la abría y luego decía—: ¡Oh, lo siento! No vi que dejaras caer tu guante. —Jemima no respondió y poco después su taconeo se perdía a lo lejos.

Ámbar permaneció quieta durante unos segundos, hasta que tuvo la certeza de que se habían marchado. Entonces salió.

Ahora que estaba segura, el temor que había experimentado por su situación desapareció para dar lugar a unos furiosos celos. ¡De modo que se habían hecho el amor! ¡El cochino lacayo! ¡Y esa mosquita muerta de Jemima, la muy zorra! ¡Ya lo lamentaría!

Cuando Bruce regresó, la encontró sentada sobre la mesa, los pies apoyados en la litera y las manos en las caderas. Ella lo miró, sorprendida de no verlo entrar con la cabeza gacha y todo abochornado.

—¿Y bien? —dijo.

Lord Carlton se encogió de hombros mientras cerraba la puerta.

—¡De modo que eso es lo que estuviste haciendo la semana pasada! —De un salto se puso de pie, cruzó la habitación y se le paró delante—. De modo que no querías seducirla ¿eh?

—No lo hice.

—¡Que no lo hiciste! Pero si ella dijo…

—No lo hice con intención. Mira, Ámbar, ahora no tengo tiempo para reñir. Hace cosa de una quincena vino Jemima una mañana a casa de Almsbury y me habló de ti. Puedes creer que en otra ocasión le habría ordenado indignado que saliera de mis habitaciones, pero esa vez no lo hice. La pobre niña se mostraba tan desdichada y desilusionada de tener que casarse con Joseph Cuttle a pesar de amarme, como dice ella o como lo cree, que no me atreví a echarla. Eso es todo.

—¿Y eso de «La Corona»… y nuestra misma salita? —Las tres últimas palabras las pronunció remedando mordazmente el tono de Jemima.

—Nos vimos allí después de aquello unas tres o cuatro veces. Si quieres saber algo más, pregúntaselo a ella misma. No tengo tiempo… Vamos… Debo regresar a cubierta.

Cuando él salió, corrió detrás de él y lo tomó por un brazo.

—¡Bruce! Por favor, querido… No te marches sin decirme adiós…

Media hora más tarde regresaron al coche y allí se despidieron.

—¿Cuándo regresarás a Londres? —preguntó ella.

—No lo sé. De cualquier modo, pasarán algunos meses. Te veré cuando vuelva.

—Te esperaré, Bruce. ¡Oh, querido, ten cuidado! ¡No te vayan a herir! Y piensa en mí algunas veces…

—Lo haré.

Cerró la portezuela del coche e hizo una seña al cochero para que partiera. El pesado vehículo comenzó a moverse, y Bruce le sonrió afectuosamente mientras ella sacaba la cabeza por la ventanilla abierta.

—¡Hunde cien barcos holandeses!

Bruce Carlton rió alegremente.

—¡Haré la prueba! —Le hizo un último ademán de despedida y se encaminó hacia su barco. El carruaje de Ámbar avanzó y un poco más tarde él se perdió de vista.

Ámbar entró en sus habitaciones, todavía llena del ardor provocado por el postrer encuentro con el hombre querido. Ni siquiera se acordaba de Jemima ni de sus celos. Fue una desagradable sorpresa encontrarla allí, esperándola.

Jemima, por su parte, estaba excitadísima.

—¿Puedo hablar a solas con vos, madame?

Ámbar se sentía superior, triunfadora.

—¡Vaya! ¿Por qué no, Jemima?

Nan alejó a los otros sirvientes de la habitación, a todos menos a Tansy que se quedó donde estaba, sentado a la oriental sobre la alfombra, completamente absorto en un rompecabezas chino con que míster Dangerfield le había obsequiado no hacía más de una semana. Un sirviente se hizo cargo del abanico, el manguito y los guantes de Ámbar, uno de los cuales se había perdido. Ámbar era muy descuidada con sus cosas. Por otra parte, pronto las reponía: si perdía alguna, en seguida inventaba algo para comprarse otra.

Se volvió a su hijastra, arreglándose el cabello con indiferencia.

—Vamos a ver. ¿Qué es lo que tenéis que decirme?

Las dos mujeres, hermosas ambas y lujosamente vestidas, presentaban un extraño contraste. Una tenía un aspecto esencialmente inocente y candoroso; la otra era precisamente lo contrario. Pero ello no se debía a su modo de hablar ni a sus maneras. Era más bien una aureola de magnetismo animal, un perfume fascinador, una fragancia de pasión y temeridad, un ansia de vida.

Jemima se encontraba demasiado colérica, demasiado desilusionada y desdichada para andar con subterfugios.

—¿Dónde habéis estado? —No era una pregunta. Era una acusación.

Ámbar arqueó las cejas, entre ofendida y divertida.

—Me parece que ése no es asunto vuestro.

—¡Puede que no sea asunto mío, pero de todos modos yo lo sé! Mirad esto… Es vuestro. ¿No es cierto? —le alargó un guante.

Ámbar lo miró y sus ojos se entornaron. Lo arrojó a un lado.

—¿De dónde habéis sacado eso?

—Ya sabéis de dónde. ¡Estaba en el camarote del capitán del Dragón!

—Y suponiendo que así sea, ¿qué de particular tiene que haya ido a visitar a un hombre que se hace a la mar para ir a pelear con los holandeses?

—¡A visitarlo! No tratéis de engatusarme con eso. ¡Ya sé la clase de visitas que estáis haciendo! ¡Ya sé qué clase de persona sois vos! ¡Sois una prostituta!… ¡Habéis engañado a mi infeliz padre!

Ámbar se quedó alelada, mirando a Jemima sin querer dar crédito a sus oídos. Luego todo su cuerpo comenzó a temblar.

—¡Pedazo de perra plañidera! —espetó entre dientes—. Lo que pasa es que estáis celosa, terriblemente celosa, ¿no? Y lo estáis porque yo tengo lo que vos queréis —empezó a remedarla, repitiendo las mismas palabras y el tono que Jemima empleara hacía apenas una hora, pero imprimiendo a sus gestos y palabras un matiz de despiadada y sangrienta mofa—. «¡Entonces que sea ahora! ¡Oh, Bruce, por favor! ¡Quiero ser tuya una vez más!»… —Rió diabólicamente, recreándose con el horror y la humillación estampados en el rostro de Jemima.

—¡Oh! —alcanzó a decir apenas la muchacha—. Nunca hubiera creído que vos fuerais así…

—Ahora lo sabéis, pero eso no os reportaría ningún bien. —Ámbar se mostraba confiada, pensando que tenía cogida a Jemima y que de una vez para siempre se la quitaría de en medio—. ¡Porque si habéis considerado seriamente contar a vuestro padre todo lo que sabéis de mí, os sería provechoso reflexionar sobre lo que diría si supiera que su hija escapaba a escondidas de la casa para encontrarse con su amante en las tabernas públicas! ¡Eso lo enloquecería!

—¿Y cómo lo sabéis?

—Lord Carlton me lo dijo.

—No podéis probarlo…

—¿Que no puedo? ¡Recordad que no me costaría nada llamar a una comadrona para que os examine!

Estaba a punto de ordenar olímpicamente a Jemima que saliera de su habitación, cuando su respuesta cayó como un trueno en un día de pleno sol.

—¡Llamad a quien os dé la gana! ¡No me importa un bledo! Pero permitirme deciros esto: ¡o decís a mi padre que suspenda mi boda con Joseph Cuttle, o le diré lo que ocurre entre vos y lord Carlton!

—¡No os atreveréis! ¡Sabéis bien que eso lo mataría!

—¡Sí que lo mataría, pero tal cosa no os preocupa! ¡Por el contrario, eso ha sido lo que habéis estado esperando!… ¡Oh, todos los demás tenían razón al juzgaros como lo hacían! ¡Qué necia he sido de no haberlo advertido antes! Pero ahora sé lo que sois… ni más ni menos que una prostituta.

—También lo sois vos. La única diferencia es que yo he obtenido lo que fui a buscar al barco y… vos no.

Jemima ahogó un grito y con la rapidez del rayo alargó la mano y cruzó con ella la cara de Ámbar. Tan velozmente que pareció formar parte del mismo movimiento. Ámbar devolvió el golpe, mientras que con la otra mano la asió por los cabellos y le dobló la cabeza como si fuera un pollo. Jemima comenzó a chillar despavorida y Ámbar repitió su movimiento, abofeteándola con la mano que le quedaba libre. Había perdido por completo su autodominio y apenas si se daba cuenta de lo que estaba haciendo. La muchacha comenzó a luchar por desasirse, demandando socorro. Sus gritos y la vista de sus aterrorizados ojos la enfurecieron más en lugar de aplacarla. Experimentaba verdaderos deseos de matar. Fue Nan, que entró como un bólido en la habitación y se arrojó entre ellas para separarlas, quien salvó a la muchacha de un serio peligro.

—¡Ama! ¡Ama! —gritaba Nan—. ¡Por el amor de Dios, ama! ¿Os habéis vuelto loca?

Ámbar dejó caer sus brazos y con un enérgico movimiento de cabeza apartó los cabellos que le caían sobre la cara.

—¡Salid de aquí! —barbotó enfurecida—. Salid de aquí y no volváis a molestarme, ¿habéis oído? —Estas últimas palabras fueron más bien un alarido demente, pero ya Jemima había escapado sollozando.

No fue cosa fácil convencer a míster Dangerfield para que retrasara la boda de Jemima. Al fin lo logró, consiguiendo que dejara transcurrir algunas semanas para que la pobre muchacha se repusiera del desconsuelo provocado por la partida de lord Carlton. Ámbar, por su parte, estaba nerviosa e irritada al verse lejos de Bruce, y su nerviosidad e irritación se agudizaron con su estado. Debía ocultar a todos su mal humor, menos a Nan, que escuchaba con paciencia y simpatía los suspiros y lamentaciones de su alma.

—Estoy cansada y enferma de parecer virtuosa —le dijo sombríamente un día al regreso de una de sus visitas.

Pasaban gran parte del tiempo visitando a las esposas e hijas de los amigos de su esposo, sentándose a discutir sobre niños y sirvientes hasta que le entraban ganas de empezar a gritar. Hacía lo imposible por aparentar ser una mujer respetable. Ahora, con su gracia habitual, comenzó a remedar a una vieja tía a quien había visitado aquella tarde. Ninguno de la familia, con excepción de míster Dangerfield, que se había mostrado absurdamente complacido por la noticia, sabía que se encontraba en estado interesante.

—Querida, espero que pronto tengáis la dicha de dar a luz. Creedme, ninguna mujer puede decir exactamente lo que es la felicidad hasta no tener en sus brazos a su primer vástago y sentir su boquita prendida de los pechos mientras se amamanta.

Ámbar compuso su faz.

«¡Que me condenen si puedo ver dónde está el placer de levantarse todas las mañanas con el aspecto de una marrana que sale del chiquero, hinchada como un sapo y resoplando siempre como una jaca vieja que sube una colina! —Arrojó al suelo su abanico—. ¡Por Cristo! ¡Ya estoy cansada!»

Para empeorar las cosas, cuatro semanas después de la partida de Bruce Carlton, míster Dangerfield anunció solemnemente que la boda de Jemima se celebraría el 1 de octubre. Nada, aseguró en esa oportunidad, le haría cambiar de parecer. Los Cuttle se mostraban impacientes por la demora y la gente comenzaba a murmurar que ya era tiempo de que Jemima cesara en sus lloriqueos y se comportara como una verdadera mujer. Ámbar estaba francamente desesperada. Día y noche estudiaba el problema sin encontrarle solución. Jemima le había prevenido de nuevo que si no lograba suspender el matrimonio de cualquier modo, se lo diría todo a su padre, aun cuando las dos fueran a parar luego a la calle.

—¡Oh, Señor! ¡Después de todo lo que he padecido para obtener ese dinero, he aquí que ahora se me escurre de los dedos! ¡Oh, Nan, no obtendré ni un solo chelín! ¡Yo sabía que algo tenía que sucederme! ¡Sabía que nunca sería realmente rica!

—Algo os salvará, amita —insistía bondadosamente Nan—. Lo sé. Vuestras estrellas siempre han sido afortunadas.

—¿Algo? —quiso saber Ámbar, subiendo una octava—. ¿Pero cuándo? ¿Cómo?

El 10 de octubre, Ámbar creyó que iba a enloquecer. Deseaba no haber conocido jamás a Bruce Carlton. Deseaba haberse quedado en Marygreen y haberse casado con Jack Clarke o Bob Starling. Se paseaba por su habitación como un animal enjaulado, crispando las manos febrilmente y mordiéndose los nudillos.

«¡Oh! ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío! ¿Qué haré?» En tal estado de ánimo se encontraba esa mañana, caminando sin tregua por el dormitorio, todavía envuelta en un salto de cama. Entró Nan, agitada. Sus mejillas estaban arreboladas y sus claros ojos rutilaban triunfalmente.

—¡Oh, amita! ¡Lo que os decía! Acabo de estar con una de las doncellas de madame Jemima y me contó que su ama ha estado enferma con clorosis durante la quincena pasada… ¡y nadie lo sabía!

—¡Oh, Nan, qué me dices! —exclamó Ámbar.

Recuperándose en seguida salió del dormitorio y a toda prisa siguió por el largo pasillo hacia el otro lado del edificio, allí donde Jemima tenía sus habitaciones. La encontró rodeada de modistos, doncellas, merceros y otros comerciantes. Ámbar le había dicho que si continuaba adelante con los preparativos, fingiendo que iba a casarse, ella encontraría un pretexto en el último momento… aunque tuviera que arrojarse por el balcón. Y Jemima, no precisamente porque quisiera obligar a su madrastra, sino porque se veía confusa y desvalida, lo había hecho así.

Se veían vestidos encima de todas las butacas y taburetes de la habitación, cortes de brocados, raso y gasa de seda esparcidos por el piso, pieles de varias clases y mil y una cosas imprescindibles para una boda. Jemima estaba de pie en medio del cuarto, con la espalda vuelta hacia la puerta. Vestía su traje de novia, confeccionado con la tela de oro con que la había obsequiado lord Carlton.

Ámbar entró casi a la carrera, sin preocuparse de los que allí estaban.

—¡Oh, Jemima! —exclamó—. ¡Qué vestido maravilloso! ¡Cómo te envidio!

Jemima se concretó a mirarla con aire zahareño por encima del hombro. Ámbar vio con satisfacción que la muchacha estaba pálida, abatida y cansada.

—¿Habéis terminado ya? —preguntó Jemima débilmente a dos modistos que, arrodillados delante y con alfileres en la boca, arreglaban los pliegues y caídas con meticuloso cuidado.

—Unos minutos más, madame. ¿Querríais esperar un poquito más?

—Muy bien. Pero apresuraos, por favor…

Ámbar se aproximó a la muchacha, ladeando la cabeza para examinar mejor el vestido, pero sus experimentados e inquietos ojos analizaron minuciosamente todo su cuerpo. Jemima comenzó a ponerse nerviosa, un ligero sudor brilló en su frente y de pronto dejó caer los brazos y cayó al suelo, la cabeza echada atrás y los ojos en blanco. Los modistos y las sirvientas lanzaron gritos de espanto, asustadísimos.

Ámbar se hizo cargo de la situación.

—Levantadla y acostadla en la cama. Carter, un poco de agua fría. Vos… corred y procuraos un poco de brandy.

Con ayuda de dos criadas la desvistió, colocó una almohada debajo de su cabeza y procedió a aflojar el corsé. Cuando la Carter trajo el agua, ordenó a todos que salieran de la habitación. La doncella de confianza de Jemima se mostró reacia a salir, temiendo dejar a su ama sola con su madrastra. Puso una compresa fría sobre la frente de Jemima y aguardó.

Al cabo de dos minutos Jemima empezó a moverse y abrió los ojos. Vio en primer lugar a Ámbar, inclinada sobre el lecho.

—¿Qué pasó? —preguntó con débil voz, mientras sus ojos recorrían inciertos la habitación vacía.

—Te desmayaste. Toma un trago de este brandy y te sentirás mejor —puso una mano bajo la nuca de la muchacha y la ayudó a tomar unos tragos. Las dos quedaron silenciosas unos instantes y Jemima hizo un gesto de desagrado al saborear la bebida.

—Ya pasó todo —dijo por último—. Podéis llamarlos… —y trató de incorporarse.

—¡Oh, no, Jemima! Todavía no. Primero quiero hablar contigo.

Jemima la miró, azorada; inmediatamente se concentró y se puso alerta.

—¿Tenemos algo de qué hablar?

—Ya sabes de qué. No conviene que entre nosotros haya fingimientos. Tú estás encinta ¿no es cierto?

—¿Qué decís? ¡No! ¡Claro que no! ¡No puede ser! Lo que ocurrió fue… He tenido un desvanecimiento y eso ha sido todo.

—No se trata de eso solamente. Hace algún tiempo que estás enferma y te has cuidado de no decírselo a nadie ¿eh? No trates de engañarme, Jemima. Dime la verdad y puede ser que te ayude.

—¿Ayudarme? ¿Y cómo podríais vos ayudarme?

—¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde la última vez que estuviste indispuesta?

—Este… casi dos meses. ¡Pero eso no quiere decir nada! ¡Oh, yo sé que no estoy encinta! ¡No puede ser! ¡Moriría si tal cosa sucediera!

—¡No seas necia, Jemima! ¿Qué diablos creías que iba a suceder cuando estabas con él? ¿Pensabas que te protegían los hados celestiales y… que eso no ocurriría? Pues ocurrió y cuanto más pronto lo admitas, mejor será para ti.

De pronto Jemima se desató en sollozos. Finalmente se veía obligada a afrontar la realidad que rehuía obstinadamente desde hacía algunas semanas.

—¡No puedo creer lo que me decís! ¡Estaré bien en algunos días más, yo sé que lo estaré! ¡Vos estáis tratando de asustarme, eso es todo! ¡Oh…, idos y dejadme sola!

Ámbar la sacudió sin misericordia.

—¡Deja de hablar disparates, Jemima! ¡Todos los sirvientes están escuchando! ¿Quieres que todos sepan lo que ha ocurrido? Si mantienes la boca cerrada y te comportas valerosamente, puedes salvar a tu familia y salvarte tú misma. ¡No te olvides de que una desgracia como ésta puede hundir para siempre a los tuyos!…

—¡Oh, eso es lo que yo temo! ¡Y todos me odian! Todos me… ¡Oh, cómo quisiera estar muerta!

—¡Deja de hablar como una idiota! Si te casas con Joseph Cuttle el quince…

Jemima saltó de la cama como si le hubieran echado agua fría.

—¡Casarme con Joseph Cuttle! ¡No quiero casarme con él y eso lo sabéis bien! No me casaría con él ni por…

—¡Tienes que casarte con él! ¡No hay más remedio! Es la única forma de evitar que la desgracia caiga sobre la casa de los Dangerfield.

—¡No me importa! ¡No me importa ninguno de ellos! ¡No quiero casarme con él! ¡Huiré de esta casa y esperaré hasta que regrese lord Carlton! Cuando sepa lo que ha ocurrido, se casará conmigo.

Ámbar lanzó una carcajada cruel.

—¡Oh, Jemima!, eres una necia presumida. ¡Lord Carlton casarse contigo! ¿Por ventura estás mal de la cabeza? Él no se casaría contigo así tuvieras trillizos. Si tuviera que casarse con todas las mujeres con quienes ha tenido algo que ver, tendría más esposas que el rey Salomón. ¡Además, si huyes de esta casa no tendrás ninguna dote que ofrecerle! Cásate con Joseph Cuttle ahora que todavía estás a tiempo… Es lo mejor que puedes hacer.

Jemima la miró intensamente.

—Y de ese modo tendréis libre vuestro camino —añadió con voz queda. Sus ojos centellearon, y las palabras que agregó restallaron como un latigazo en la callada habitación:

—¡Oh, cómo os desprecio!