Capítulo XXIII

Hasta después que estuvo muerto, Ámbar no se dio cuenta de lo mucho que Rex Morgan había significado para ella. Echaba de menos el sonido de su llave al dar vuelta en la cerradura y la aureola de afecto y felicidad que siempre traía consigo, como un fuego que de repente hubiera ardido en una habitación destemplada y oscura. Lo evocaba al levantarse por las mañanas, a medio vestir y afeitándose, mientras le hacía burla por el espejo. Lo echaba de menos por la noche, recordando cuando se quedaban solos y jugaban a las cartas, o cuando le cantaba o tocaba la guitarra, entonando las canciones picarescas de su repertorio. Echaba de menos su sonrisa, el tono agudo de su voz y la expresión siempre tierna de sus ojos claros. Lo echaba de menos de mil modos.

Pero sobre todo, y aunque no se percatara de ello, echaba de menos el ambiente de seguridad de que había sabido rodearla.

Ahora se encontraba desamparada, al garete, perdida y llena de aprensiones por el futuro. Era cierto que tenía depositadas en casa de Shadrac Newbold mil setecientas libras, de modo que no tenía por qué preocuparse a ese respecto y tampoco podrían arrestarla por deudas.

Pero sabía que esas mil setecientas libras pronto se le harían humo si seguía llevando el presente tren de vida. Y cuando se hubieran terminado estaría a merced de los imbéciles que la asediaban en el vestuario del teatro.

Este pensamiento no era nada agradable; después de un año y medio de frecuentar su trato, los conocía como a la palma de sus manos, de manera que no sentía las ilusiones que sobre ellos hubiera acariciado una joven incauta. Para ella no eran los elegantes, espirituales, valientes y apuestos jóvenes que aparentaban por sus finas ropas y modales melosos, vástagos de familias dignísimas que descendían del mismo Guillermo el Conquistador, sino una piara de mequetrefes corrompidos, maliciosos, absurdos y llenos de vicios franceses. Todos hacían gala de cinismo y pedantería no exentos de crueldad que, por entonces, eran signos de rancia prosapia. Entre ellos no se encontraba —¡qué esperanza!— un hombre como Rex Morgan.

«¡Oh, si hubiera adivinado que iba a suceder esto! —torturábase día y noche—. ¡Nunca hubiera salido de Londres! Y aquella vez tampoco hubiera acudido a la llamada del Rey. ¡Oh, Rex! Si lo hubiera sabido, habría sido más buena y cariñosa contigo… ¡Habría hecho dichoso cada minuto de tu vida a mi lado!…»El primer visitante que recibió después de los funerales del capitán —habían acudido muchos— fue Almsbury. Este ya había estado allí cuando la joven se encontraba todavía presa de profundo desconsuelo y no quería saber de nadie ni de nada, lo que había obligado a Nan a impedirle que pasara. Pero una tarde, diez días después, regresó de nuevo y esta vez pudo entrar.

Encontró a Ámbar sentada en un sofá delante del fuego —el tiempo era húmedo y hacía frío— con la cabeza apoyada en las manos. Ni siquiera lo miró cuando él se sentó a su lado y le rodeó la cintura con un brazo. Al sentir la suave presión, alzó la cabeza, mostrando los ojos inflamados y enrojecidos. Sus ropas eran de estricto luto y no llevaba ninguna joya o adorno. El cabello, apenas cepillado, caía descuidadamente sobre sus hombros. Sus mejillas estaban marchitas de tanto llorar. Las neuralgias no habían cesado de atormentarla y la falta de apetito la había hecho enflaquecer.

—Lo siento, Ámbar —dijo él en voz baja, con tono afectuoso, mirándola compasivamente—. Yo sé cuánto os afecta esta pérdida y sé también que en estos casos apenas si prestamos atención a las manifestaciones de condolencia… Pero yo lo digo de todo corazón y creedme si os afirmo que Bruce…

Ámbar le echó una mirada preñada de amenazas.

—¡No os atreváis a hablarme de él! ¡Claro que también lo debe sentir! ¡Si no hubiera sido por él, Rex viviría!

El conde la miró a su vez, sorprendido, pero luego su sorpresa se trocó en desagrado. La muchacha no lo vio porque se había cubierto el rostro con las manos y empezado a llorar de nuevo, enjugándose las lágrimas con un pañuelo empapado.

—Eso no es cierto, Ámbar, y vos lo sabéis. Él os rogó que impidierais el duelo; incluso permitió que el capitán lo hiriera para ver si con esto se aplacaba. No hubo nada que no hiciera para impedir la muerte del capitán… Por último no quedó sino la alternativa entre él o el otro y… ni vos misma habríais querido que las cosas ocurriesen de otra forma.

—¡Oh, no me importa lo que él haya hecho! ¡Lo que hizo fue matar a Rex!… ¡Lo asesinó…! ¡Y yo lo amaba! ¡Iba a casarme con él!

—En ese caso —dijo el conde con sarcasmo— mejor hubiera sido que no hubieseis salido de luna de miel con otro, aunque se tratara de un viejo amigo…

—¡Oh!… ¡Ocupaos de vuestros propios asuntos! —barbotó Ámbar. Almsbury dudó por unos segundos; por último se puso de pie, le hizo un obsequioso saludo y salió de la habitación. Ámbar no dijo nada ni trató de detenerlo.

No se sintió capaz de volver al teatro inmediatamente. Además, poco después, a principios de junio, se cerró el teatro por dos meses. Pero en cuanto abrió sus puertas a los visitantes, su casa se vio tan concurrida como el camarín. Se encontró con que el lance la había hecho tan notable y a la moda como los zapatos con tacones rojos o una cena en el Chatelin. Lord Carlton era un hombre hermoso, su familia una de las más antiguas y honorables, y sus hazañas de corsario lo habían circundado de un prestigio de leyenda, transformándolo en un ser espectacular cuya fama trascendía los límites de la Corte y se esparcía por la ciudad entera y aun por todo el territorio de Inglaterra.

Ámbar sabía lo que esa popularidad significaba y estaba determinada a sacarle el mayor provecho posible. Tal vez entre aquellos emperifollados y esmirriados pisaverdes hubiera un hombre… un hombre que se enamorara de ella como Rex lo había hecho. Si conseguía atraerlo, esta vez sabría qué hacer. No alimentaba ideas de matrimonio, desde luego, porque la posición social de una actriz no era mucho mejor que la de las hetairas que promovían escándalos en la platea. Por otra parte, con la muerte de Rex había revivido su antigua opinión acerca de las uniones consagradas. La pródiga, colorida y libérrima vida de la cortesana le parecía una de las más gratas que pudiera soñarse.

Se vio ocupando una magnífica casa en St. James Field o en el Pall Mall, entrando en la ciudad en un magnífico coche de seis caballos, ofreciendo fiestas extraordinarias, dictando los estilos y las modas que luego habrían de seguirse en Whitehall. Se vio celebrada, admirada, deseada y —sobre todo— envidiada.

Eso era lo que había estado deseando y soñando desde hacía largo tiempo. Ahora que comenzaba a reconciliarse consigo misma por la muerte de Rex, este deseo entró en el terreno de las cosas probables, se abrió como la corola de una flor a la luz. Con todo el eufórico optimismo de la juventud, se decía que sólo el capitán Morgan había obstaculizado hasta entonces la realización de aquellos sueños.

Con posterioridad a su plan de acción, incitó a todos, coqueteó con ellos y rió de sus bromas, pero nunca aceptó sus proposiciones. Sabía que conceptuaban la constancia como una antigualla y que la despreciaban, pero sabía también que apreciaban más a una mujer si se mostraba virtuosa y tardaba en rendírseles… casi lo mismo que si ganaran a un hombre a quien le desagradaba perder su dinero. De allí a poco, no hubo uno que no hubiera pasado por el trance de solicitar y ser rechazado.

—¡Vaya, mistress St. Clare! ¡Qué barbaridad! —exclamó un día uno de los pretendientes a quien dio calabazas—. ¡Una mujer virtuosa es un crimen contra natura!

—¡Ah, sí! —replicó Ámbar—. Por eso entonces no hay muchos criminales de esa especie en nuestros días.

A pesar de todo cada día se intranquilizaba y se desalentaba más, no obstante repetirse mil veces que esta vez no erraría. Las otras actrices la vilipendiaban porque no había encontrado todavía otro protector.

—He oído decir que los jóvenes de hoy día no quieren saber nada de mantener mujeres —remarcó la Knepp una tarde que ella y Beck Marshall habían ido a visitarla. Por encima de un vaso de salvia, una potente bebida hecha con brandy y flores de salvia, sazonados con azúcar, limón y ámbar gris, echó una taimada mirada a su compañera—. Dicen que tres meses es el máximo de tiempo que pueden proteger a una mujer, por miedo de perder su reputación de mujeriegos.

—¡Oh! Y tanto es así que cuesta mucho más procurarse una querida que una esposa —afirmó Beck—. Una esposa lleva al matrimonio su dote, la cual sirve para pagar las deudas del marido, mientras que una amante no le da otra cosa que bastardos y compromisos.

—Especialmente —replicó Ámbar— cuando esa amante está siendo mantenida por tres o cuatro al mismo tiempo.

Beck la miró con ganas de fulminarla.

—¿Qué quieres decir con eso, prendita?

—¡Cielos, Beck! No quise decir nada… —Ámbar abrió los ojos con aire de ingenua—. Yo no tengo la culpa si tu conciencia te remuerde.

—¡Mi conciencia no me remuerde lo más mínimo!… ¿No te parece que es mejor ser mantenida por tres que por uno solo? —le dirigió una remilgada sonrisa y luego, con aire bravucón, se tomó el contenido de la copa de un trago.

—Está bien —dijo Ámbar—. Me alegro de aprender algo más. Sin embargo, no tengo la intención de hacerme mantener por nadie.

—¡Ja, ja! —rió desganadamente la Knepp y en seguida se levantó. Beck siguió su ejemplo.

Al cerrar la puerta detrás de ellas, Ámbar oyó que decía la Knepp:

—Que no tiene deseos de hacerse mantener por nadie… ¡hasta que encuentre el hombre que le haga una proposición indecente a un alto precio! —y las risitas de las dos se perdieron por la escalera.

Ámbar se volvió a Nan, quien puso los ojos en blanco al tiempo que movía la cabeza.

—¡Oh, Nan, puede ser que tengas razón! ¡Creo casi que es más difícil encontrar un hombre que la mantenga a una, que uno que quiera casarse!

—Señora, me parece…

—¡No me digas otra vez que debía haberme casado con el capitán Morgan! —exclamó amenazante—. ¡Ya estoy enferma de tanto oírlo!

—Por Dios, ama, no pensaba decir nada de eso. Pero he estado meditando un plan que podríais seguir.

—¿Cuál?

—Si vais a dejar el teatro, tomad un buen departamento en la City y haceos pasar por una viuda rica. Os garantizo que en muy poco tiempo encontraréis un marido con un buen capital.

—¡Por Dios, Nan! ¿Puedes imaginarte que yo me case con algún viejo y hediondo regidor, sin más perspectiva que darle hijos, visitar a sus tías, primas y hermanas e ir a la iglesia dos veces por semana como único entretenimiento? ¡No, gracias! Todavía no estoy tan desanimada.

Durante casi tres meses completos había llovido sin tregua, pero a fines de junio el sol lució esplendorosamente. El aire era fresco y diáfano. Los charcos se secaron rápidamente y bandas de rapaces se desparramaron por las calles, colmando los aires con sus alegres gritos y risas. Los callejones, los patios y los zaguanes se veían repletos de gentes que salían a disfrutar de las caricias del sol. Todo parecía haberse tonificado con una inyección de vitalidad y dinamismo. Los buhoneros y juglares aparecieron salidos Dios sabe de qué rincones, ofreciendo sus variadas mercancías o el entretenimiento de sus canciones y juegos de habilidad por unos pocos centavos. En St. James Park y el Pall Mall, los cortesanos y las damas de calidad se dispersaron a través de las arboladas avenidas. Era el paseo de moda.

Desde la restauración, St. James Park estaba abierto al público. No solamente la nobleza sino toda clase de holgazanes gozaban del privilegio de vagar por las hermosas avenidas orilladas de corpulentos y frondosos árboles, y de contemplar al rey jugando al pallmall con el mismo entusiasmo y habilidad que desplegaba en todos los torneos deportivos.

Ámbar fue a pasear allí en una radiante tarde de sol con otros jóvenes —Jack Conway, Tom Trivet y sir Humphrey Perepound— que la habían invitado a cenar. Eran apenas las cuatro de la tarde cuando salieron de sus habitaciones, de modo que tenían harto tiempo disponible hasta la hora de la cena. A la entrada del parque dejaron el coche de alquiler y siguieron a pie por el Paseo de las Jaulas, llamado así porque de los árboles colgaban jaulas con aves canoras y papagayos de toda especie procedentes del Perú, las Indias Orientales y la China.

Los tres eran jóvenes distinguidos que vivían de las pensiones que les habían señalado sus familias, pero con deudas hasta el cuello debido al tren de vida que llevaban. Al mediodía salían de sus casas por una puerta falsa para evitar a los acreedores; se dirigía entonces a comer al bodegón más cercano; luego iban a las casas de juego, donde obtenían entrada libre diciendo que no iban a jugar sino a ver a alguien; por la noche, hasta cierta hora, se lo pasaban jugando en las tabernas, y después se dirigían a las casas de mancebía. Recogíanse a altas horas de la madrugada y en estado de ebriedad, armando escándalos por las calles. Ninguno de ellos tenía todavía veinte años, jamás heredarían una mísera hacienda y el rey seguramente no los reconocería al verlos. Pero Ámbar estaba sola cuando llegaron y creía que era mejor estar con alguien que estar sola, porque si una mujer se encerraba en su casa era difícil que llamara la atención de los hombres importantes.

Tenía la esperanza, cada vez que salía, de que aquél sería el día que tanto esperaba. Pero sus esperanzas se habían visto hasta ahora frustradas y al cabo de seis semanas comenzaban a despuntar sus temores.

Los tres sostenían una charla intrascendente e interminable, menoscabando el buen nombre de todos los que pasaban, saludando obsequiosamente a los lores y a las damas y llenándolos de oprobio en cuanto se habían alejado. Ámbar apenas los escuchaba; no perdía detalle de los vestidos que llevaban las mujeres y de sus adornos, comparándolos mentalmente con los suyos. Sonreía amablemente a los hombres que conocía y se divertía al ver cuánto disgustaba ello a las mujeres que los acompañaban.

—Mirad; allí está lady Bartley llevando a remolque a su hija, como siempre, ¡Cristo! Expone a la hija en cuanto lugar de moda hay en Londres, pero todavía no ha tenido la suerte de encontrarle un candidato —informó sir Humphrey.

—Ni lo encontrará, al menos por lo que a mí atañe. Que Dios me condene si no estuve a punto de caer en su engañifa hace algún tiempo. La vieja lady está tan deseosa de tener un yerno como la hija un marido… No hay nadie a quien gusten más los hombres que a una viuda licenciosa. ¡Si supierais lo que esperaba el viejo esperpento de mí! Un día, cuando… ¡Caramba! ¿Habéis visto eso? ¡Ni siquiera me miró! ¡Como si nunca me hubiera conocido! ¡Dios me condene, pero estas estantiguas descocadas son bien impertinentes!

—¿Quién es esa curiosa criatura que se acerca? ¡Parece que se fuera a disolver como una anchoa en vino tinto! ¡Que me aspen si no tiene la mirada más insinuante que he visto en todos los días de mi vida!

—Esa mujer es la heredera más rica de Yorkshire. Se dice que no bien estuvo una semana en la ciudad, que se la descubrió… este… Bueno; esas mujeres de la campiña nunca aprenderán el arte de realzar sabiamente sus desnudeces, pero no pierden tiempo en darse sus gustitos… —Mientras hablaba de esta guisa, sir Humphrey había sacado un frasquito de un bolsillo interior y con el tapón se perfumaba delicadamente los cabellos, las cejas y los lóbulos de las orejas.

—Por mi parte, caballeros —intervino Jack Conway, que se echaba viento perezosamente con el abanico de Ámbar, una forma de demostrar su donaire—, considero odiosas a todas las mujeres, menos a la más hermosa de todas ellas… —Hizo una amable cortesía a Ámbar—: Madame St. Clare.

—¡Y yo! Sólo hablé así de aquella moza porque deseaba dar a sir Humphrey la oportunidad de seguir haciéndolo por su cuenta. Os juro que no hay otro que tenga el arte de demoler una reputación en un segundo como sir Humphrey Perepound.

Jack Conway había comenzado a alisarse el pelo con un gran peine de marfil, mientras Tom Trivet sacaba un caramillo de su bolsillo e iniciaba una deficiente ejecución musical.

Sir Humphrey se aprovechó del ruido para susurrar al oído de Ámbar:

—Querida señora, soy el más detestable de vuestros esclavos.

¿Qué creéis que he hecho con esa cinta de vuestra camisa que me habéis dado?

—No lo sé. ¿Qué habéis hecho? ¿La comisteis?

—No, madame. Aunque si me dais otra para reemplazarla, lo haré. La he atado en bonito arco… Estaré muy contento si vais a verla. El efecto es excelente, permitidme que os lo diga…

Ámbar murmuró un «¡hum!» con acento distraído, la mirada clavada adelante.

Avanzando por entre la multitud, respondiendo a las personas que lo saludaban de todos lados, se veía la apolínea figura de Su Gracia, el duque de Buckingham, seguido de varios pajes. Todo el mundo se detenía y se volvía para mirarlo. Las mujeres murmuraban detrás de sus abanicos, madres algunas, hijas otras, todas presas en la red de la conmoción suscitada por la presencia del grande.

«¡Maldita sea! —pensó Ámbar—. ¿Por qué no me habré puesto mi vestido gualda y negro? ¡Nunca me verá con éste!» El duque proseguía su camino muy dueño de sí mismo. Las plumas verdes de su sombrero se balanceaban a cada inclinación que hacía; refulgía el sol en los botones de diamantes de su traje. Su arrogante rostro y su apostura hacía que los demás hombres parecieran fámulos a su lado. Ámbar lo había visto en la platea y en la guardarropía y recordaba que en alguna ocasión se lo habían presentado, pero entonces había prestado escasa atención a él y a lo que de él se decía; sus hazañas amorosas y políticas… Nada de eso le interesaba. Ahora, mientras se acercaba, vio sus ojos de lince puestos en ella, y su corazón comenzó a palpitar desordenadamente. Ya se encontraba a unos cuantos metros de distancia.

—¿Madame St. Clare?

El duque se había detenido delante de ella y le hacía una gentilísima cortesía. Ámbar se recuperó al punto y devolvió el saludo lo más garbosamente que pudo. Tenía conciencia de que hombres y mujeres lo miraban, volviendo las cabezas al pasar. En cuanto a los tres emperifollados barbilindos, se habían quedado amoscados y se mantenían a cierta distancia, haciendo inauditos esfuerzos para parecer indiferentes. El duque sonreía, abriendo los labios en un gesto cínico. Sus ojos tasaban sin disimulo el cuerpo de la joven, como si la estuviera desnudando mentalmente.

—A vuestros pies, madame.

—A vuestro servicio, sir —musitó Ámbar, casi sofocada. Con desesperación buscaba algo que decir, algo que fuera completamente diferente a lo que decían las otras mujeres en casos semejantes, algo que llamara su atención, pero no podía encontrarlo.

Su Gracia, sin embargo, no estaba para palabritas elegidas.

—Si no me equivoco, vos sois la dama por quien lord Carlton se ha batido en duelo no hace mucho, ¿verdad?

—Sí, sir. Yo soy.

—Siempre he admirado el gusto de lord Carlton, madame. A fe mía, puedo deciros que sois una persona realmente hermosa y que particularmente veo con cuánta razón procedió de ese modo.

—¡Oh, sir! Muchas gracias por el cumplido.

—Vuestra Gracia ha expresado una verdad de a puño —interrumpió sir Humphrey, mostrándose fanfarrón—. No hay un hombre en la ciudad que no desee ponerse al servicio de madame. Juro que a su salud se debe tanto como a la del rey…

Buckingham apenas se dignó mirarlo brevemente, como si por primera vez se hubiera dado cuenta de su presencia; sir Humphrey no vio otro recurso que iniciar una honrosa retirada. Los otros no se aventuraron a decir esta boca es mía.

—Mi coche está en la puerta Norte, madame. Me detuve para dar una vuelta antes de ir a cenar… Me sentiría muy complacido si accedierais a ser mi invitada.

—¡Oh, la complacida sería yo, señor! Pero… —hizo una pausa y miró a los tres jóvenes, como dando a entender que estaba ya comprometida. Ellos se hacían gestos, gozando anticipadamente del honor de ser invitados por el duque.

Buckinghan les hizo un saludo al par atento y condescendiente, lo que demostraba su clase aun cuando se trataba de tres malditos belitres.

—¡Oh!, los caballeros… Vamos, señores, vosotros habéis disfrutado toda la tarde de la compañía de esta dama. Yo sé que sois hombres de juicio y comprensivos y no querréis privar a otros de ese privilegio… Tened muy buenas tardes. Con permiso, caballeros, y a vuestras órdenes…

Ofreció su brazo a Ámbar, quien no pudo ocultar su satisfacción; hizo un breve saludo a los tres lindos y le siguió. Nunca en su vida se había sentido tan importante como en este momento. Su Gracia atraía todas las miradas; gozaba de una popularidad casi comparable a la del rey, y, desde luego, muy superior a la de Su Alteza Real, el duque de York. En su camino hacia la puerta Norte pasaron por el Mall; cerca de allí el rey jugaba frente a una galería atestada de cortesanos y damas, aunque no faltaba tampoco otra clase de gentes, incluso comerciantes, vendedores y mendigos.

El rey, que en ese momento terminaba de dar impulso a uno de los bolos, los vio pasar y saludó con la mano. Buckingham hizo una reverencia.

—Si el rey dedicara tanto tiempo a su despacho como el que pasa aquí, los asuntos del Estado marcharían mucho mejor —farfulló sordamente el duque mientras proseguían su camino.

—¡Cómo lo decís! ¿Y qué tiene de malo? A mí me parece que hace muy bien.

—Las mujeres, querida, nunca entienden de tales cosas y creo que es mejor así… Pero creedme, Inglaterra se encuentra reducida a una miserable condición. Los Estuardo nunca han sido buenos amos. Aquí está mi coche…

Dieron la vuelta al parque y se detuvieron en el Long’s, una elegante fonda de Haymarket, barrio suburbano cuyas casas estaban rodeadas de hermosos campos. El patrón los condujo a una salita privada del primer piso, y la cena se sirvió inmediatamente. Abajo, en el patio, los violinistas del duque tocaban y las gentes de la vecindad se aprestaban a cantar y bailar. A intervalos se oía un viva por el duque. Los londinenses lo querían, pues se le conocía como un virulento oponente del catolicismo.

La comida fue excelente, bien cocida y aderezada, servida por dos mozos que desaparecían discretamente pero que acudían en el acto a la menor llamada. Ámbar no tenía ganas de comer. Se sentía inquieta por lo que el duque estaría pensando de ella, por lo que haría después que hubiese terminado la comida, y por lo que a su vez haría ella. Era un hombre tan importante y tan rico… Si consiguiera agradarle lo suficiente, tenía la seguridad de hacer su fortuna con él.

Pero el duque no era una presa fácil.

Tenía treinta y seis años cumplidos, y en su vida no había alimentado una ilusión o una fe. Había desmenuzado sus emociones y experimentado con sus sentidos hasta extenuarlos y ahogarlos en la sociedad, de modo que se veía obligado a cicatearlos con cuanto refinamiento voluptuoso se le ocurría. Ámbar lo sabía y eso era lo que la desazonaba. No tenía temor de lo que él pudiera hacer… Sabía que nunca sería capaz de interesar a tan alto libertino.

La mesa había sido limpiada y estaban solos. El duque se limitó a sacar un mazo de naipes de su bolsillo, entremezclándolos con desgana. Los movía con una destreza que denunciaba su maestría de viejo jugador.

—Parecéis inquieta, madame. Por favor, recobrad vuestra compostura. No me gusta ver a una mujer alarmada… Siempre me hago la idea de que teme que la viole y, a decir verdad, esta noche no estoy como para practicar deportes.

—Vaya, no creo que haya una mujer que no pudiera ser persuadida de buen grado por Vuestra Gracia —a despecho de su ansiedad, no pudo impedir cierto tono irónico. Un no sabía qué de la personalidad del duque la hacía estar a la defensiva, algo que no sabía qué era en realidad.

Pero si él percibió la ironía, no lo demostró. Maniobraba con las dos manos mezclando las cartas y volviéndolas a su colocación anterior con sólo dos movimientos. Luego tornaba a barajar.

—No creáis —dijo indolentemente—. En amor todas las mujeres están destinadas a cometer dos equivocaciones fundamentales. Primero, rendirse demasiado fácilmente; segundo, no convencerse de que cuando un hombre les dice que está harto de ellas es porque quiere decirlo realmente —mientras hablaba, contemplaba las cartas, pero su semblante tenía un pliegue de caviloso descontento, de amargura concentrada—. Mi opinión ha sido siempre que el mundo iría más lejos y sin contratiempos si las mujeres no insistieran en esperar amor de lo que saben es sólo una estrecha relación de deseo. Siempre están determinadas a que uno se enamore de ellas, porque con tales medios creen justificar la satisfacción de sus propios apetitos. La verdad de todo el asunto, madame, es que la palabra amor suena bien en los oídos, es una palabra bonita, digamos, como el honor, con la cual la gente oculta o cubre sus propias intenciones. Pero ahora que el mundo está ya demasiado viejo y demasiado sabido para tales juguetes de niños… gracias a Dios no necesitamos engañarnos a nosotros mismos.

La miró de frente y dejó los naipes.

—Os tomaré como si os exhibieran en el mercado. ¿Cuánto pedís?

Ámbar se encrespó al oír tal ofensa. El discurso —dicho indudablemente con el exclusivo propósito de divertirse, ya que estaba claro que no tenía necesidad de convencerla— había tenido ya la virtud de exasperarla. Había estado escuchando eso mismo en los camarines del teatro durante año y medio, de boca de los mil y un galanteadores que se pasaban la vida allí, pero el duque era el primero que creía a pie juntillas lo que decía. Tuvo impulsos de ponerse de pie, abofetearlo y salir luego de la habitación… pero era George Villiers, duque de Buckingham, el hombre más rico de Inglaterra. Y, por otra parte, los escrúpulos morales de ella estaban supeditados a la conveniencia del momento, de modo que cualquier fórmula abstracta del honor caía por su base.

—¿Cuánto ofrecéis?

—Cincuenta libras.

Ámbar dejó escapar una risita desagradable.

—¡Creí que hablabais en serio cuando dijisteis que no teníais ganas de violentar a nadie! ¡Doscientas cincuenta libras!

Durante algunos minutos la miró de hito en hito, analíticamente. Luego se puso de pie y se acercó a la puerta. Ámbar se volvió alarmada y mirándolo aprensivamente, pero el duque se concretó a hablar con uno de sus lacayos que estaba esperando afuera, el cual corrió escalera abajo.

—Os daré doscientas cincuenta libras, señora —dijo—. Pero, por favor, no vayáis a figuraos que os las doy porque crea que vos valéis eso. Os doy ese dinero con la misma impresión personal con que vos arrojaríais un chelín a un plañidero sopista. Y cuando todo se haya dicho y hecho, no dudo que estaréis más sorprendida que yo de esta noche de negocios.

La estupefacción de Ámbar rayó en lo inverosímil. Era su primera experiencia con la perversión. Y se prometió que sería la última, así tuviera que morir de hambre por las calles.

Concibió por el duque una antipatía que ni mil libras habrían logrado disipar. Durante días, sólo pensó en la forma de corresponderle.

Mas, por último, optó por añadir su nombre a la lista de sus enemigos, a los cuales pediría cuentas en el futuro…

Cuando fuera lo suficiente poderosa para arruinarlos a todos.

El teatro reabrió sus puertas a fines de julio y Ámbar contó entre sus admiradores a los más preclaros galanes de la ciudad. De cualquier modo, Buckingham había hecho mucho por ella.

Entre ellos se encontraba lord Buckhurst y su rollizo amigo, sir Charles Sedley; el corpulento y apuesto Dick Talbot; el indómito Harry Killigrew; Henry Sidney, a quien todos conceptuaban como el hombre más hermoso de Inglaterra, y el coronel James Hamilton, el mejor vestido de Whitehall. Todos eran jóvenes, desde Sidney, que tenía veintidós años, hasta Talbot, que contaba treinta y tres. Todos procedían de los troncos más aristocráticos y tenían vinculaciones sanguíneas y nupciales con las casas de más añejas ejecutorias de todo el reino de Inglaterra. Todos frecuentaban los círculos más cerrados de la Corte, estaban asociados en familiares términos con el rey e indudablemente habrían sido hombres de gran porvenir si hubieran querido desechar esa vida espumosa de placeres.

Todas las noches Ámbar cenaba con uno o varios, algunas veces en compañía de jóvenes de ambos sexos —ellas eran actrices, vendedoras de confituras o mujeres de vida galante—, pero a menudo se trataba de grupos íntimos de tres personas, a lo más. Brindaban por ella y le vaciaban vino por el escote. Asistía a las peleas de gallos y otros juegos, o se pasaba tres o cuatro días en las carreras de caballos de Banstead Downs, en compañía de Buckhurst y Sedley. El apasionado amor inglés por los deportes la había repuesto desde la Restauración.

Varias veces fue también a la Feria de San Bartolomé, donde se deleitó con el teatro de títeres y los volatineros, comió cerdo asado y pan de jengibre, e hizo una colección de muñequitos Bartolomé, unas preciosidades que los caballeros acostumbraban a regalar a la dama de su predilección.

Un domingo por la tarde visitó el manicomio para ver a los locos suspendidos de jaulas, el pelo enmarañado y rugiendo como bestias, echando espumarajos por la boca a la vista de gentes que iban a divertirse y a atormentarlos. Fueron también a Bridewell a ver cómo castigaban a las prostitutas; Talbot vio allí a una mujer que conoció en otro tiempo, la cual comenzó a gritarle, señalándole con el dedo y afirmando que él era la causa de su perdición. Pero cuando ellos se quisieron detener en Newgate para visitar al gran salteador Claude de Vall, que hasta tenía su Corte, Ámbar declinó la invitación.

Después de las representaciones iba con frecuencia a Hyde Park, acompañada de cuatro o cinco jóvenes; alguna vez pudo ver copia de sus vestidos en dos o tres damas que paseaban por allí. Dormía muy poco, la aburrían las lecciones de canto, danza y vihuela, y se mostraba tan poco interesada en el teatro que Killigrew la amenazó con despedirla. Lo habría hecho de no haber mediado la intervención de Buckhurst, Sedley y su propio hijo. Cuando Killigrew la reconvenía por no asistir a los ensayos o por saltarse algunas líneas —o cuando ni siquiera se molestaba en aprenderlas— ella reía y se encogía de hombros, o bien montaba en cólera y se marchaba a su casa. Los currutacos amenazaban con no acudir al teatro si madame St. Clare no estaba allí. Entonces Hart, Lacy y Kynaston, enviados de Killigrew, la persuadían con buenos modales. Su popularidad la había hecho arrogante y envalentonada.

En un principio había tenido la intención de permanecer inaccesible, lo mismo que cuando inició sus relaciones con Rex Morgan. Pero los caballeros no eran artificiosos. Le dijeron francamente que no se hubieran tomado la molestia de cortejar a una actriz si al final resultaba que habían desperdiciado el tiempo como con una de las doncellas de honor de la reina. Ámbar, ante la alternativa de reconsiderar su resolución o perder su popularidad, no dudó mucho para decidirse. Cuando Sedley y Buckhurst le ofrecieron cien libras por pasar con ellos una semana en Epson Well, fue. Pero nunca más se le hizo una oferta de dinero tan tentadora.

A cada uno de sus cortejantes le daba un brazalete tejido con sus cabellos —eran abundantísimos— y algunos que no obtuvieron sus favores mandaron hacer imitaciones con las que luego se vanagloriaban, diciendo que eran suyos. Su nombre empezó a verse en los almanaques que se distribuían entre los elegantes de la ciudad, muchos de los cuales ni siquiera la conocían. Buckhurst le regaló un abanico pintado, con una ilusoria escena bucólica en un lado y los amores de Júpiter en el otro. Esta última representaba al dios olímpico en forma de cisne, toro, carnero y águila con varias mujeres, todas las cuales se parecían a Ámbar. En pocas semanas comenzaron a circular copias de estos abanicos, detrás de los cuales las damas de la Corte ocultaban sus sonrisas mojigatas y sus rubores.

En diciembre circularon también unos versos obscenos que, sin lugar a dudas, se referían a ella —la mujer llevaba el nombre de Chloris y el hombre el de Philander, según la vieja tradición pastoril— provocando alegres comentarios en las tabernas, en las casas de tolerancia y en el teatro. Ámbar ya empezaba a cansarse de todo eso y se resintió profundamente. Cierto es que conocía muchos otros poemas semejantes, los cuales habían sido escritos indudablemente con el propósito de ofenderla y a los cuales no prestó atención al principio; ahora procuraba en vano dar con el autor de esas infamias. Sospechó de Buckhurst y Sedley, ambos muy buenos poetas; pero, cuando los acusó, se limitaron a sonreír y a protestar de su inocencia. Harry Killigrew se sumó a los insultos, arrojándole una media corona una noche que ella sugirió tardíamente que le pasara una pensión.

A principios de enero se pasó dos noches recluida en sus habitaciones sin que nadie fuera a hacerle una visita o a invitarla. Se dio cuenta de que su auge pasaba. Pocos días más tarde, la señora Fagg confirmó sus temores; estaba embarazada. Esto la puso enferma y la desalentó. Le era imposible forzarse a salir de la cama por las mañanas; perdió el apetito, se veía pálida y delgada, negros círculos aparecieron bajo sus ojos. Cualquier cosa provocaba su llanto o un histérico berrinche.

—¡Quisiera morir! —decía a Nan; veía demasiado claro su porvenir.

Nan sugirió la conveniencia de que saliera de Londres por algunas semanas. La señora Fagg aconsejó un largo viaje en coche como complemento de la medicina que le daría y aceptó.

—¡Si nunca vuelvo a ver a uno de esos pisaverdes o una comedia, tanto mejor! —Odiaba a Londres, al teatro, a los hombres y —¡otra vez!— se odiaba a sí misma.