Capítulo XXXVII

Ámbar regresó a la cocina y siguió preparando la cena de Bruce. Quería hacer por él todo lo que pudiera, mientras fuera posible. Porque a la mañana siguiente, ya estaría vencida por la enfermedad y una nueva enfermera vendría a la casa… alguna mujer quizá mucho peor que la Spong. Se preocupaba más por él que por ella misma. Todavía estaba delicado, necesitaba que le asistiera alguien muy competente, y el pensamiento de que vendría una extraña, alguna persona que no lo conocía ni lo cuidaría como era debido, la llenó de desesperación. Si llegaba a tiempo, tal vez pudiera dejarle algunas instrucciones.

Una vez que pasó el horror de su descubrimiento, aceptó la enfermedad con resignación y casi con indiferencia. Sin embargo, no esperaba morir. Si en una casa caía una persona enferma de peste y se salvaba, era esto un buen augurio para los demás. (La muerte de la Spong la había olvidado casi y no la tomó en cuenta; le parecía que había ocurrido en algún remoto lugar, sin ninguna vinculación con ella ni con Bruce.) Pero, aparte de tal superstición, tenía una fe inconmovible en su propia y temporal inmortalidad. Quería vivir, tenía que vivir, le era imposible admitir que podría morir, tan joven y con todas sus ambiciones y esperanzas sin realizar.

Experimentaba los mismos síntomas que sintiera Bruce, pero en rápida sucesión.

Cuando entró en el dormitorio llevando la bandeja, dolíale terriblemente la cabeza, como si le hubieran puesto alrededor de la misma una banda de acero y estuvieran ajustando un torniquete en sus sienes. Transpiraba y sentía punzantes dolores en el estómago, las piernas y los brazos. Su garganta estaba seca como si hubiera tragado polvo; bebió varios vasos de agua y no sintió mejoría. La sed aumentaba.

Bruce estaba despierto y permanecía sentado en la cama, como a menudo lo hacía. Tenía un libro en las manos, pero miraba la puerta ansiosamente.

—Te has retrasado mucho, Ámbar. ¿Qué ocurre?

No lo miró; clavó los ojos en la bandeja. En ese momento la acometió un vértigo; le pareció estar en el centro de una esfera que diera vueltas; no hubiera podido decir dónde estaban el suelo y las paredes. Se detuvo unos segundos, tratando de orientarse, y luego, apretando los dientes, avanzó con decisión hacia la cama.

—No ocurre nada —dijo, pero su voz tenía una extraña entonación que la sorprendió a ella misma. Esperaba que él no lo notara.

Lentamente, porque se sentía cansada y los músculos casi no respondían a su voluntad, puso la bandeja sobre la mesita de noche y se dispuso a levantar el pichel para servirle el cordial. Entonces vio que Bruce estiraba una mano hacia ella. La tomó por la cintura y la atrajo hacia sí, obligándola a levantar los ojos y a mirarlo. Y no tuvo más remedio que afrontar la mirada de horror y desesperación que hasta entonces rehuyera.

—Ámbar… —siguió mirándola por unos instantes, entrecerrados sus verdes ojos escrutadoramente—. ¿Estás… enferma? —Pronunció las palabras con horror.

Ámbar lanzó un triste suspiro.

—Sí, Bruce. Lo estoy… creo que lo estoy. Pero no…

—¿No, qué?

Trató de recordar lo que estaba diciendo.

—No te… preocupes por ello.

—¡Que no me preocupe! ¡Gran Dios! ¡Oh, Ámbar! ¡Ámbar querida! ¡Estás enferma por mi culpa! ¡Porque te quedaste a mi lado para cuidarme! ¡Oh, Ámbar! ¡Si te hubieras ido! Si te… ¡Oh, Jesucristo!

Comenzó a acariciarle amorosamente sus cabellos.

Ella se inclinó y le tocó la frente.

—No te tortures de ese modo, Bruce. No es culpa tuya. Me quedé porque quise. Sabía que me arriesgaba… pero no podía irme. Y no lo siento, Bruce, aunque no quisiera morir…

Los ojos de Bruce expresaban admiración, como si hubiera sido la primera vez que la veía. Ámbar sintió que las náuseas iban aumentando y, antes que pudiera llegar hasta la jofaina, comenzó a vomitar.

Cada arcada que hacía la dejaba más exhausta; permaneció un minuto largo inclinada sobre la jofaina, apoyada en las manos, con el cabello ocultándole en parte la cara. Se estremeció convulsivamente. La habitación parecía extremadamente fría, a pesar de que estaba encendida la lumbre y las ventanas bien cerradas. El día había sido extremadamente caluroso. En ese momento sintió movimientos detrás de ella. Se volvió penosamente y vio que Bruce se aprestaba a saltar de la cama. Haciendo un último y desesperado acopio de fuerzas, corrió hacia él.

—¡Bruce! ¡Qué estás haciendo! ¡Vamos, échate!… —lo empujó, pero sus brazos no tenían fuerzas y sus músculos estaban lasos. Nunca se había sentido tan débil e indefensa, ni siquiera cuando dio a luz a sus hijos.

—¡Tengo que levantarme, Ámbar! ¡Tengo que levantarme a ayudarte!

Se había levantado sólo una o dos veces desde que cayera enfermo; ahora su cuerpo estaba cubierto de sudor y en su faz se estampaba una férrea resolución. Ámbar empezó a llorar casi histéricamente.

—¡No lo hagas, Bruce! ¡No lo hagas, por amor de Dios! ¡Te matarás! ¡No debes levantarte! ¡Oh! Después de todo lo que hice, quieres matarte…

Se dejó caer de rodillas, con la cabeza entre las manos, y siguió sollozando. Bruce se acostó de nuevo, vencido, apoyando la cabeza contra las almohadas. Se sorprendió al encontrarse tan débil, pues había creído que estaba mejor. Se inclinó hasta tocar la cabeza de Ámbar.

—Ámbar querida…, levántate. Por favor, no llores… Necesitas todas tus fuerzas. Acuéstate y descansa. La enfermera estará aquí pronto.

Hizo un nuevo y tremendo esfuerzo; consiguió ponerse de pie, pero se quedó mirando tontamente alrededor, como si tratara de recordar algo.

—¿Qué estaba haciendo?… —murmuró—. Algo… ¿qué era?

—¿Puedes decirme dónde tienes el dinero, Ámbar? Lo necesitaré para comprar provisiones. Yo no tenga ni una moneda.

—¡Oh, sí!… Eso es, el dinero —tartajeó como si hubiera bebido toda una botella de brandy—. Está allí… Lo sacaré… En el artesonado…

La sala parecía estar a gran distancia, mucho más lejos de lo que ella podría recorrer. Casi arrastrándose de pies y manos, llegó hasta allí y con gran trabajo localizó el escondite, del cual sacó una bolsa de cuero y un atadito de joyas. Los metió en el bolsillo del delantal y regresó al lado de Bruce. Este había hecho esfuerzos por sacar de debajo de la cama la carriola, y cuando le dijo que se recostara, Ámbar se desplomó medio inconsciente.

Bruce permaneció despierto toda la noche, maldiciéndose por su impotencia. Mas sabía perfectamente que cualquier esfuerzo que hiciera, lo haría empeorar y seguramente moriría. La ayudaría mejor conservando sus fuerzas hasta que pudiera hacerse cargo de ella. La oyó vomitar una y otra vez y, aun cuando cada vez que lo hacía, lanzaba un gemido de desesperación, por lo demás se mantenía quieta, mucho más quieta de lo natural. Tanta calma lo llenaba de pánico; así que cuando oía su respiración irregular, se tranquilizaba. Luego recomenzaban las arcadas. Y, entretanto, la enfermera no venía.

Por la mañana la vio tendida de espaldas, con los ojos abiertos y fijos, pero sin ver. Sus músculos estaban completamente flojos y no tenía conciencia de él ni de lo que la rodeaba. Cuando Bruce le habló, no oyó nada. La enfermedad había hecho más progresos en ella que en él: era característica suya actuar distintamente sobre cada víctima.

Decidió que si no llegaba la enfermera se levantaría y hablaría al guardia, pero a eso de las siete y media oyó abrir la puerta y una voz que preguntaba:

—Ha llegado la enfermera. ¿Dónde están los de casa?

—¡Subid la escalera!

A poco apareció una mujer. Era alta y huesuda, tal vez de unos treinta y cinco años, y Bruce vio con alivio que por lo menos parecía fuerte y moderadamente inteligente.

—Vamos, entrad —dijo Bruce, y la mujer avanzó sin quitar la vista de Ámbar—. Yo soy lord Carlton. Mi esposa está gravemente enferma, como podréis ver, y necesita el mejor de los cuidados. Podría prestárselos yo, pero estoy convaleciente y no puedo levantarme. Si os hacéis cargo de ella… y si conseguís salvarla… os daré cien libras. —Mintió con respecto a su matrimonio, porque pensó que, después de todo, a la mujer no le interesaba la verdad de sus relaciones, y le ofreció cien libras porque juzgaba que lograría impresionarla favorablemente con una suma que en su vida habría pensado ver junta.

La mujer dijo con voz trémula:

—¡Cien libras!

Se acercó a la carriola a ver a Ámbar, cuyos dedos estaban crispados sobre el cobertor que Bruce arrojó sobre ella, aunque por los nerviosos movimientos de sus manos se podía juzgar que eran inconscientes. Se veían grandes círculos negros alrededor de los ojos y en la parte inferior de su barbilla brillaban la bilis y la saliva reseca. Hacía ya más de tres horas que no arrojaba.

La mujer movió la cabeza.

—Está muy enferma, Señoría. Yo no sé…

—¡Claro que no lo sabéis! —espetó Bruce con impaciencia—. ¡Pero tratad de hacerlo! Todavía está vestida. Desnudadla completamente, lavadle las manos y la cara, envolvedla luego en las sábanas. Así, por lo menos, estará más cómoda. Ha estado cocinando para mí y en alguna parte encontraréis ropa y todo cuanto necesitéis en la cocina. Hay toallas y sábanas limpias en la habitación contigua… El suelo de la sala debe ser fregado. Una mujer murió allí ayer. ¡Ahora, manos a la obra! ¿Cómo os llamáis? —preguntó por último, a guisa de admisión incondicional.

—Mistress Sykes, sir.

Mistress Sykes contó a Bruce que había sido nodriza, pero que había perdido su último trabajo debido a que su marido había contraído la peste. Trabajó durante todo el día. Bruce no le daba ocasión para descansar y, pese a que le constaba que él se encontraba desvalido e incapaz de moverse de la cama, obedecía humildemente sus órdenes… ya fuese por respeto a su jerarquía o debido al incentivo de las cien libras, cosa que a él no le importaba.

Al llegar la noche, Ámbar parecía haber empeorado. Un bubón apareció en la ingle, grande y duro. No había trazas de que fuera a reventar. La Sykes se mostraba ansiosa, porque el tumor era el peor síntoma de la enfermedad. Ni siquiera las cataplasmas de mostaza, que colocó encima y que habían quemado la piel, parecían causar ningún efecto.

—¿Qué podemos hacer? —le preguntó Bruce—. ¡Debe de haber algo! ¿Qué se hace cuando no ha reventado naturalmente el tumor?

La Sykes estaba contemplando a Ámbar.

—Nada, sir —dijo pausadamente—. La mayor parte de las veces mueren.

—¡Ella no debe morir! —exclamó Bruce—. Tenemos que hacer algo… algo que pueda salvarla… ¡No puede morir!

Se sentía menos bien que el día anterior, pero se obligaba a permanecer despierto. Le parecía que la conservaría viva mientras él mantuviera su vigilia.

—Podríamos cortar el bubón —dijo la enfermera— si mañana presenta todavía el mismo aspecto. Eso es lo que hacen los doctores. Pero el dolor que les causa el cuchillo muchas veces los enloquece…

—¡Callad! ¡No quiero saberlo! Id ahora a buscar provisiones.

Estaba rendido y salvajemente malhumorado. Padecía lo indecible al pensar que ella estaba agonizando y que él era impotente. Esa idea atroz atenazaba su mente en intermitentes ramalazos de locura. «¡Está enferma por causa mía y ahora que necesita de mí, estoy en cama, incapaz de hacer nada por ella!» Casi para su sorpresa, Ámbar continuaba viviendo al despuntar el nuevo día. A medida que aclaraba, sin embargo, fue dado ver que su piel comenzaba a tener un color fusco; su respiración se hizo cavernosa y más débiles los latidos de su corazón. La Sykes explicó a Bruce que esos síntomas implicaban la muerte a muy corto plazo.

—¡Entonces tenemos que cortar el tumor!

—¡Pero eso podría matarla!

La enfermera tenía miedo de hacerlo. Era de opinión que, se hiciese lo que se hiciese, la enferma moriría y entonces ella perdería la mayor fortuna que estuviera jamás al alcance de su mano.

Bruce Carlton gritaba casi cuando le dijo:

—¡Haced como os digo! —luego se aplacó y siguió hablando reposadamente, pero apremiándola siempre—. En el cajón superior de la cómoda hay una navaja… Traedla y también las cuerdas de las colgaduras y atad a mi mujer por los pies y los tobillos. Envolved la cuerda en la carriola para que no pueda moverse y amarradle luego las muñecas a las esquinas. Procuraos algunas toallas y una jofaina. ¡Pronto!

Nerviosa, la Sykes voló de un lado a otro. Al cabo de algunos minutos había cumplido fielmente todas las instrucciones. Ámbar yacía firmemente sujeta a la carriola y completamente aletargada.

Bruce estaba al borde de la cama.

—Rogad a Dios que no se dé cuenta… —murmuró luego—. ¡Vamos! ¡Empuñad la navaja y cortad!… ¡Rápido y profundo! Así duele menos. ¡Pronto! —Con el puño cerrado golpeaba la cama, tensas las venas y los músculos del brazo.

La Sykes lo miró horrorizada, esgrimiendo patéticamente la navaja en una mano.

—¡No puedo, milord, no puedo! —sus dientes comenzaron a castañetear—. ¡Tengo miedo! Si muriera al sentirse herida…

Bruce trasudaba copiosamente. Pasó su lengua por los resecos labios y tragó saliva con dificultad.

—¡Claro que podéis, so necia! ¡Tenéis que hacerlo! ¡Vamos, hacedlo ahora!…

La Sykes estaba atontada. Luego, como hipnotizada por la fuerza de la premiosa voluntad de Bruce, se inclinó y puso la punta de la navaja en la parte superior del bubón, allí donde se veía una ligera protuberancia de color rojo oscuro. En ese momento, Ámbar lanzó un débil quejido y su cabeza se volcó del lado de Bruce.

—¡Cortadlo! —exclamó él roncamente, temblándole el puño de rabia. Su rostro se había congestionado, la sangre hinchaba las venas de su cuello como cuerdas, las sienes le latían en forma visible.

Con repentina decisión, la Sykes hizo un corte en el tumor. Al entrar la navaja en la carne enferma. Ámbar bramó y su bramido alcanzó la intensidad de un alarido humano. La enfermera dejó caer la navaja y retrocedió unos pasos, llena de pavor. Se quedó allí contemplando alelada a Ámbar, que luchaba por deshacerse de sus ligaduras, debatiéndose furiosamente para escapar al dolor, gritando sin cesar.

Bruce comenzó a salir de la cama.

—¡Ayudadme!

La Sykes se acercó prestamente, puso una mano en la espalda y la otra en el codo. Bruce cayó de rodillas ante la carriola y tomó la navaja.

—¡Sujetadla! ¡Aquí!… ¡Por las rodillas!

De nuevo hizo la Sykes lo que le ordenaba, aunque Ámbar continuaba retorciéndose, gritando y haciendo girar los ojos como un animal enloquecido. Con todo el saldo de sus fuerzas, Bruce introdujo la navaja en la dura masa y, una vez que la hoja estuvo dentro, la removió de un lado a otro. Al sacarla de nuevo, saltó un chorro de sangre, mientras Ámbar se desplomaba exánime. Bruce, al borde de sus fuerzas, apoyó la cabeza en las manos. Su propia herida se había abierto una vez más y la venda estaba teñida en sangre.

La Sykes trataba de ayudarlo a ponerse de pie.

—¡Milord! ¡Debéis regresar a la cama! Por favor, milord…

Le quitó la navaja de la mano y con su ayuda se puso él de pie y luego se acomodó en la cama. Lo tapó cuidadosamente con una manta y se volvió a prestar atención a Ámbar. Esta tenía ahora una lividez de muerte; su carne parecía de cera; su corazón latía, pero cada vez más lenta y débilmente. Brotaba mucha sangre de la herida, pero sin vestigios de pus. El organismo no expelía todavía sus toxinas.

La Sykes trabajó furiosamente por propia iniciativa, pues Bruce estaba sin sentido. Limpió la sangre, sin restañar la herida; calentó ladrillos, llenó de agua caliente todas las botellas que pudo encontrar y los colocó en torno al cuerpo de Ámbar; puso paños calientes sobre su frente. Si algo quería salvar, eran sus cien libras.

Pasó una hora completa antes de que Bruce recuperara el sentido. Con un formidable esfuerzo trató de sentarse.

—¿Dónde está? ¡No dejéis que se la lleven!

—¡Chist, milord! Creo que está durmiendo. Todavía está viva y creo, sir, que ahora está un poco mejor.

Bruce se inclinó para ver mejor.

—¡Oh, gracias a Dios! Os juro, Sykes, que si vive os daré vuestras cien libras. Las convertiré en doscientas para vos.

—¡Gracias, milord! Pero ahora, milord… sería mejor que os acostarais tranquilo… o pronto os sentiréis mal.

—Sí, ya me acuesto. Despertadme si ella… —las últimas palabras se perdieron.

Por último, empezó a salir pus, señal de que la herida expulsaba los venenos de la sangre. Ámbar yacía completamente quieta, casi en estado de coma, pero el tinte oscuro había desaparecido de su piel. Sus mejillas estaban hundidas y se veían grandes círculos negros alrededor de sus ojos. Su pulso era más fuerte y regular. El sonido de una campanilla fúnebre que llenó de pronto la habitación, hizo dar un salto a la enfermera. Pero recordó y sé tranquilizó: no; por esta vez no se llevarían a su paciente.

—He trabajado duramente para ganar mi dinero, milord —dijo la Sykes al cuarto día—. Ahora estoy segura de que vivirá. ¿Podéis entregármelo ya?

Bruce Carlton sonrió.

—Es cierto, habéis trabajado a conciencia, Sykes. Y yo os estoy algo más que reconocido. Pero tenéis que esperar todavía un poco. —No le había regalado ninguna de las joyas, en parte porque pertenecían a Ámbar y, en parte, porque eso la habría envalentonado, incitándola al hurto o a algún otro desaguisado. La Sykes había servido perfectamente a sus propósitos, pero sabía que habría sido aventurado confiar en ella—. Sólo tenemos algunos chelines en casa y tenemos que emplearlos para comprar alimentos. Tan pronto como pueda, iré a buscároslas en persona.

Podía ya sentarse en la cama, y así se pasaba la mayor parte del tiempo. Alguna vez salía del lecho, pero apenas estaba unos minutos de pie. Tan persistente debilidad parecía divertirlo y, al mismo tiempo, enfurecerlo.

—Me han herido de bala en el estómago, tengo una herida de espada que me atravesó el hombro —dijo un día a la Sykes, mientras se metía de nuevo en cama—, me ha mordido una serpiente venenosa y me han atacado las fiebres tropicales… ¡pero que me condene si antes me he sentido como ahora!

Leía continuamente, pese a que sólo había unos cuantos libros en el departamento, y ya los conocía casi todos. Algunos parecían formar parte del mobiliario e, indudablemente, procedían de alguna respetable colección. Incluían la Biblia, el Leviathan de Hobbes, el Novum Organum de Bacon, algunas de las comedias de Beaumont y Fletcher y el Religio Medici de Browne.

La colección de Ámbar, aunque pequeña, era más movida. Había un calendario personal, con muchas figuras y jeroglíficos. En él se hablaba de los días afortunados y aciagos, así como se explicaba cuándo debía uno purgarse o hacerse una sangría, pese a que, en lo que se refería a su conocimiento, ella no practicaba ninguna de las dos cosas. Sus familiares garrapateos eran visibles en los márgenes de media docena de volúmenes. L’Ecole des Filies, La Astuta Ramera, La Cortesana Vagabunda, Anotaciones sobre las Posturas de Aretino, Ars Amatoria y —sin duda, porque estaba muy de moda— Hudibras de Butler. Todos, menos el último, habían sido bien leídos. Bruce sonrió al verlos, porque aun cuando podrían encontrarse los mismos en el reservado de cualquiera de las damas de la Corte, allí eran algo típicamente suyo.

Solía sentarse al borde del lecho, contemplándola a su sabor, y no hacía ella un movimiento o el más ligero ruido del que él no se enterara. Mejoraba, si bien con una lentitud desesperante. La constante supuración de la herida lo irritaba, pues continuaba abierta; pero tanto él como la Sykes estaban convencidos de que si la incisión no hubiera sido hecha de ese modo, ella habría muerto.

Algunas veces, para su espanto, Ámbar levantaba las dos manos en actitud defensiva, como si fuera a parar un golpe, y gritaba con voz lastimera:

—¡No lo hagas! ¡No! ¡Por favor! ¡No me cortéis! —Y los gritos se convertían en rugidos que lo hacían estremecerse y trasudar. Después de esas explosiones, caía postrada, sin conocimiento. A veces, en medio de su desmayo, se retorcía y articulaba sonidos que nada tenían de humanos.

Transcurrieron siete días antes de que lo reconociera. Salía de la sala, cuando se encontró con que la Sykes la sostenía, haciéndole tomar algo de alimento, lánguida y sin interés ni apetito. Bruce llevaba una manta sobre la espalda y se arrodilló delante de la carriola.

Ella pareció darse cuenta de su presencia y pesadamente volvió la cabeza hacia él. Lo contempló por unos instantes y por último susurró débilmente.

—¿Bruce?

Tomó él sus manos entre las suyas.

—Sí, querida. Aquí estoy.

Trató ella de sonreír y a continuación quiso decir algo, pero no lograba articular las palabras, balbucía como una criatura. Bruce fue en su ayuda, rogándole que descansara. Pero al día siguiente, mientras la Sykes le cepillaba el cabello, Ámbar le habló con un hilo de voz que apenas se oía. Bruce tuvo que inclinarse sobre ella para entenderla.

—¿Cuánto tiempo he estado así?

—Con hoy, ocho días, Ámbar.

—¿Todavía no estás bien?

—Casi, casi. Dentro de pocos días, estaré completamente restablecido y podré hacerme cargo de ti.

Cerró ella los ojos y lanzó un hondo suspiro de fatiga. Su cabeza rodó sobre una de las almohadas. Su cabello, lacio y aceitoso, caía en espesos mechones. Los huesos del cuello se transparentaban a través de la piel, lo mismo que sus costillas, casi visibles del todo.

El mismo día cayó enferma la Sykes. Durante varias horas protestó que no era nada, sino una ligera indisposición provocada por algún alimento. Bruce sabía que era la peste. No quiso que atendiera a Ámbar en ese estado, y le dijo que podía irse a descansar en la habitación interior. Ella le obedeció al punto. Luego, envolviéndose en un cobertor, Bruce se dirigió a la cocina.

La Sykes no había tenido tiempo, ni inclinación ni, probablemente, conocimiento para manejar una casa como era debido, de modo que todas las habitaciones estaban sucias y desordenadas. Nubes de polvo cubrían los muebles y el suelo, bujías a medio consumir se veían desparramadas por todas partes. En la cocina se veían amontonados la vajilla y el servicio, al lado de grandes pilas de toallas y trapos manchados de sangre. Los alimentos no habían sido guardados; estaban malamente colocados sobre la mesa.

Todo se echaba a perder rápidamente debido al calor, y la mujer había descuidado preservar algunas cosas de la descomposición. Así, por ejemplo, Bruce encontró que la manteca estaba rancia, que la leche empezaba a coagularse, y que algunos de los huevos despedían mal olor al ser partidos. Tomó una olla con sopa preparada por la mujer —de ningún modo parecida a las de Ámbar—, y se sirvió un poco. Reservó lo mejor de todo para Ámbar y lo dispuso sobre una bandeja.

Mientras le estaba dando de comer, despaciosamente, cucharada por cucharada, la Sykes principió a divagar y gritar a causa del delirio. Ámbar lo tomó de la mano, con ojos aterrorizados.

—¿Qué es eso?

—No es nada, querida. Alguien de la calle. Vamos, es suficiente por ahora. Debes descansar de nuevo.

Así lo hizo, pero no apartó la vista de él mientras iba hasta la puerta que comunicaba con el cuarto interior, daba vuelta a la llave, quitaba ésta de la cerradura y la arrojaba sobre la mesa.

—Ahí está metido alguien —dijo Ámbar pausadamente—. Alguien que está enfermo.

Bruce regresó y se sentó a su lado en la carriola.

—Es la enfermera… pero no puede salir. Aquí estás segura, querida, y debes tratar de dormir…

—¿Y qué harás, Bruce, si muere? ¿Cómo la sacarás de la casa? —La expresión de sus ojos traducía lo que estaba recordando: la Spong, cómo la arrastró por la escalera hasta el carromato de los muertos.

—No te preocupes. No pienses siquiera en ello. Ya me arreglaré de cualquier modo. Ahora debes dormir, querida… Dormir y ponerte buena.

Por espacio de dos o tres horas la Sykes deliró intermitentemente. Golpeó la puerta, dio voces para que la dejara salir, exigió el dinero que se le había ofrecido. Bruce no respondió una palabra. Las ventanas de la habitación interior daban al patio y al callejón que corría detrás de la casa. Durante la noche —no habría podido determinarse la hora— se oyó un estrépito de vidrios rotos y un desarticulado grito. Luego un salvaje alarido y, por último un golpe sordo al estrellarse la mujer dos pisos más abajo. Cuando llegó el carro mortuorio, Bruce se limitó a indicar el lugar donde se encontraba el cadáver.

Era ya cerca de mediodía cuando llegó la otra enfermera.

Bruce estaba recostado de espaldas en la cama, muy fatigado. Había preparado algún alimento para Ámbar, le cambió el vendaje y le lavó la cara y las manos. Fue entonces cuando, al abrir los ojos, se sorprendió al encontrar a su lado una vieja que los miraba especulativa y curiosamente. Bruce arrugó el entrecejo, preguntándose por qué había llegado así, chiticallando. Desconfió, tanto por sus modales como por su apariencia.

Era vieja y sucia en el vestir, su cara estaba profundamente arrugada y su aliento olía malamente. Pero él advirtió que llevaba un par de aros de diamantes y varias sortijas, joyas que, a no dudar, eran de valor. O era una ladrona, o un vampiro, o ambas cosas a la vez.

—Muy buenos días, señor. Me envía el sacristán de la parroquia. Soy mistress Maggot.

—Yo estoy casi bien —dijo Bruce, mirándola con fijeza, para darle la impresión de que estaba más fuerte de lo que parecía—. Pero mi esposa necesita todavía una gran atención. Esta mañana le di algo de alimento, pero ya es hora de darle otra vez. La última enfermera dejó la cocina hecha una lástima y no hay provisiones, pero podéis enviar al guardia a que vaya en busca de algo.

Mientras él hablaba, la vieja inspeccionaba los muebles de la habitación: el dosel y la cenefa de tela plateada, el tapizado de las sillas, las mesas con tapa de mármol, los exquisitos vasos de porcelana puestos en fila sobre la repisa de la chimenea.

—¿Dónde está el dinero? —preguntó, sin siquiera dignarse mirarlo.

—Hay cuatro chelines sobre esa mesa. Servirán para comprar todo lo que haga falta… El guardia siempre se reserva algo.

La vieja tomó las monedas, se acercó a la ventana y gritó al guardia que fuera a comprar comida a alguna fonda. No cabía duda de que no tenía intenciones de hacer nada. Más tarde, cuando Bruce le pidió que cambiara las vendas, ella se negó sencillamente, diciendo que todas las enfermeras que conocía habían muerto por haber tocado esas úlceras, pero que ella tenía determinado morir de otro modo.

Bruce estaba furioso, mas se apresuró a responder:

—Entonces, si no queréis hacer nada, podéis marcharos ahora mismo.

La vieja arpía le hizo un gesto insolente, y Bruce temió que se hubiera dado cuenta de que él estaba mucho más débil de lo que aparentaba.

—No, milord. Fui enviada por la parroquia. Si no me quedo aquí, no cobraré mis honorarios.

Por unos instantes se miraron de hito en hito, y entonces él apartó las ropas de cama y saltó del lecho. La vieja se quedó allí, observándolo flemáticamente mientras él se arrodillaba al lado de Ámbar, midiendo sus fuerzas. Se volvió, poseído de verdadera cólera.

—¡Salid de aquí! ¡Idos a la otra habitación!

La Maggot le hizo otra mueca y salió, cerrando la puerta detrás de ella. Bruce le gritó para que la dejara abierta, pero no le hizo caso. Jurando entre dientes, terminó su tarea de vendar y curar la herida y luego se volvió a la cama. No se oía ningún ruido en la sala. Pasó una media hora antes de que él recuperara fuerzas y se levantara de nuevo. Cruzó la habitación, abrió con cuidado la puerta y encontró a la vieja fisgoneando en un cajón. Todo había sido hurgado y revuelto, en un registro minucioso y práctico de muebles y paredes.

—Mistress Maggot.

La vieja se incorporó y respondió fríamente.

—¿Milord?

—No encontraréis nada de valor oculto en ninguna parte. Todo lo que podéis robar está a la vista. No tenemos monedas en la casa, con excepción de algunas para las provisiones.

La mujer no respondió una palabra, pero al cabo de un momento se volvió y se dirigió al comedor. Bruce se encontró con que estaba sudando y temblando a causa de los nervios. No le cabía la menor duda de que la vieja los mataría sin compasión cuando supiera que había setenta libras en la casa. Sabía perfectamente que las tales enfermeras pertenecían a los más bajos estratos sociales: viejas prostitutas, ladronas profesionales, criminales que de cualquier modo eludían a la justicia y, en tiempo de plagas, mujeres como la desdichada Sykes, que se veían forzadas a prestar servicios por necesidad.

Dormitó toda la noche, atento a sus movimientos en la sala, porque cuando ella se dio cuenta del estado en que se encontraba la habitación interior, se negó a quedarse allí. Al oírla levantarse —tres o cuatro veces— y acercarse con movimientos felinos, él se quedaba tieso, temiendo y esperando. «Si se decide a matarnos —pensaba—, haré todo lo posible por estrangularla.» Y una y otra vez apretaba las mantas, comprobando despavorido que sus dedos apenas respondían a su voluntad, agarrotados por la falta de ejercicio.

Poco antes de que amaneciera, Bruce cayó por fin rendido por el sueño, se despertó sin saber por qué y la encontró inclinada sobre él, la mano metida bajo el colchón. Cuando abrió los ojos, la vieja se estiró con cachaza, sin alarma ni afectación. Bruce no habría podido decir, por lo inexpresivo de su rostro, si había encontrado o no la bolsa con el dinero y las joyas.

—Os estaba arreglando la cama, señor.

—Ya lo haré yo mismo.

—Ayer dijisteis, señor, que me podía ir. Me iré si me dais cincuenta libras.

Bruce la miró con ojos escudriñadores. Trató de adivinar si la vieja le había hecho esa proposición para saber si él admitiría o no tener ese dinero en la casa, o si lo había hecho porque sabía que lo tenía.

—Ya os dije, Maggot… Sólo tengo unas monedas aquí.

—¿Cómo puede ser eso, señor? Sólo unos cuantos chelines… ¡un lord, y viviendo en una casa como ésta!

—Hemos depositado todo nuestro dinero en casa de un joyero. Decidme, ¿no quedó ningún alimento de ayer?

—No, sir. El guardia se lo llevó casi todo. Tenemos que mandar a buscar de nuevo.

Durante el día, en cuanto se movía de la cama, sentía los ojos de ella clavados en él. Lo perseguían aun cuando la vieja no se encontrara en la habitación. «Sabe que el dinero está aquí —pensaba—, y esta noche tratará de procurárselo.» Si no hubiera habido dinero en efectivo, solamente los muebles le habrían significado una fortuna, aunque los malvendiera a algunos de los necrófagos que hacían su negocio rondando las casas de los muertos.

Pasó el día pensando y planeando, convencido de que si quería salvar sus vidas debía estar listo para actuar con energía, no importaba lo que la vieja tratara de hacer. Y mientras descansaba, el carro de la muerte pasó tres veces; había muchos muertos para enterrarlos de noche.

Bruce consideraba todas las posibilidades.

Si pedía socorro al guardia, ella se enteraría forzosamente; además, no había razón para confiar en él. No había nada que hacer; debía manejarse y entendérselas solo. La vieja no se atrevería a emplear en ningún caso cuchillo, porque dejaría huellas demasiado notorias. El estrangulamiento por medio de cuerda o cordel sería más conveniente, ya que se encontraban tan débiles. Primero trataría de ahorcarlo a él, porque Ámbar no ofrecería más resistencia que un gatito. Reflexionando de esta guisa, se encontró con que tenía que enfrentarse, en su estado de agotamiento, con una serie de problemas que parecían insolubles. Si cerraba la puerta y esperaba allí, ella lo notaría; tampoco podría quedarse esperando mucho tiempo. Si cerraba la puerta con llave, la vieja se abriría paso de cualquier modo y en la lucha abierta daría fácil cuenta de él; podía hacer acopio de fuerzas para caminar un poco, pero no le sería posible moverse rápidamente y se cansaría pronto.

Por último, decidió hacerse de unas mantas y meterlas en la cama formando un cuerpo; él se ocultaría detrás de las colgaduras. Si ella se acercaba lo suficiente, le golpearía la cabeza con un candelabro. Pero el plan fracasó porque la vieja se negó a cerrar la puerta, impidiéndole hacer sus preparativos libremente. Cuando le pidió que lo hiciera —casi había empezado a oscurecer— la Maggot obedeció. Pocos minutos después, Bruce oyó que la abría de nuevo discretamente. Quedó entreabierta apenas una pulgada por espacio de más de una hora, hasta que él le gritó:

—¡Maggot! Cerrad la puerta… ¡Cerradla completamente!

La vieja no replicó, pero la cerró. La habitación iba oscureciendo más a medida que el crepúsculo cedía paso a la noche. Aguardó todavía por espacio de media hora y luego, muy lentamente, salió de la cama sin quitar la vista de la puerta. Hizo el bulto y lo arregló de modo que formara un cuerpo. Estaba ya casi hecho cuando escuchó un chirrido… y vio que la puerta se abría de nuevo.

Exasperado la gritó por su nombre.

—¡Mistress Maggot!

La enfermera no contestó. Él podía sentir su presencia allí, detrás de la puerta, espiando. Las bujías no habían sido encendidas, pero su silueta se recortaba nítidamente merced a la tenue claridad lunar que entraba por la ventana. Él no podía verla, pero ella sí. Se metió de nuevo en la cama sudando a impulsos de la ira y de la impotencia, pensando que después de haber sobrevivido a la peste, estaban en un tris de morir a manos de una vieja bribona.

«¡Pero, por Cristo que no será así! No dejaré que nos aniquile.» Sentíase responsable de la vida de Ámbar y, a trueque de perder la suya, estaba decidido a defenderla.

Las horas se fueron sucediendo.

Varias veces pasó el carro de la muerte, y otras tantas sonó la campanilla fúnebre. Contra su voluntad escuchaba el tañido y así se enteró de las veces que llamaban a difuntos: doce mujeres y ocho hombres habían sucumbido esa sola noche en la parroquia. Tenía horror de quedarse dormido —la somnolencia lo iba invadiendo en ondas— y se forzó a recitar silenciosamente todos los poemas que recordaba, todas las canciones que conocía. Hizo una lista mental de los libros que había leído, de las mujeres que cortejara, de las ciudades que visitó. Eso lo mantuvo despierto.

Por último, la vieja hizo una sigilosa entrada en la habitación.

Vio que la puerta giraba sin ruido y, segundos más tarde, oyó crujir el suelo ligeramente. La claridad lunar había desaparecido; quedaba en su lugar una oscuridad impenetrable. El corazón de Bruce comenzó a latir con violencia. Todo su ser se había concentrado; sus ojos trataban de penetrar las sombras, su oído estaba tan agudizado que hasta podía escuchar la pulsación de su sangre.

La vieja se iba acercando paso a paso. Cada vez que Bruce percibía un suave crujido en el piso, seguía una interminable pausa de absoluto silencio, hasta el punto que dudaba de la procedencia de aquél. Esta espera era una agonía, pero se forzó a quedarse quieto, a respirar pausada y naturalmente. Sentía los nervios tirantes; la prolongación de ese compás de espera le causó un dolor físico que le hizo experimentar casi irresistible impulso de saltar de la cama y tratar de agarrar a la vieja. Mas no se atrevió; pensó que podría escapar fácilmente y que entonces su situación empeoraría. Finalmente, temió que sus fuerzas no resistieran la tensión. Se sentía desfallecer y los músculos de brazos y piernas le dolían en forma insoportable.

Y, de súbito, casi inesperadamente, sintió el resuello de la vieja y se dio cuenta de que estaba allí, a su lado. Abrió los ojos lo más que pudo, pero la oscuridad seguía siendo impenetrable. Dudó todavía unos segundos. Con una rapidez y una fuerza que lo cogieron desprevenido, la vieja le rodeó el cuello con un lazo corredizo, del que tiró con fuerza. Bruce alargó el brazo y logró asirla. La volteó sobre la cama y con la otra mano le quitó la cuerda y logró ponérsela a ella. Fue cuestión de segundos. Completamente dominada, y con todo el peso de él encima, la vieja no podía moverse. Bruce tiró sin piedad, en tanto que la Maggot arañaba y luchaba con encarnizamiento por zafarse, en medio de ahogadas exclamaciones y bufidos. Siguió él tirando de la cuerda más y más, hasta que, transcurridos algunos minutos, se dio cuenta de que estaba muerta. Dejó que se deslizara de la cama al suelo y él se desplomó sobre las almohadas, casi sin conocimiento.

Ámbar seguía durmiendo.