Capítulo III

Por fin, cuando parecía ya imposible, llegaba a Inglaterra, a su pueblo, Carlos Estuardo, conocido hasta no hacía mucho como Carlos Lackland.

Once años antes, una pequeña banda de extremistas puritanos había decapitado a su padre… y las voces lastimeras de miles de leales súbditos cundieron por los cuatro ámbitos de Europa. Era un crimen que pesaría luego gravemente sobre el corazón de todos los ingleses. Desterrado en Francia, el hijo mayor del rey decapitado, supo que los esfuerzos para salvar a su padre habían fracasado cuando su capellán se arrodilló ante él llamándole «Majestad». Y Carlos Estuardo se había retirado a su dormitorio para lamentarse solo. Se encontraba convertido en rey sin reino, en gobernante sin vasallos.

En Inglaterra, mientras tanto, el poderoso talón de Cromwell cayó sobre el cuello del pueblo inglés. Era un crimen ser miembro de la aristocracia, y el permanecer adicto al último rey era a menudo castigado con la confiscación de bienes. Los que siguieron al destierro a Carlos II esperaban regresar en tiempos más felices. Un sombrío misticismo se impuso en todo el país, exterminando todo lo típicamente inglés. El jocundo buen humor, la desaprensiva alegría de los torneos deportivos, las reuniones y festividades religiosas, el fuerte y natural placer de beber, bailar, jugar y hacer el amor.

Los árboles de mayo fueron cortados; clausurados los teatros. Las mujeres discretas dejaron de ponerse sus vistosos trajes de raso y terciopelo, sus capas, abanicos y pelucas, vistiendo ropajes de colores austeros que las cubrían hasta el cuello. Ni siquiera se atrevían a pintarse los labios y las mejillas por temor a caer bajo sospecha de ser simpatizantes realistas.

Hasta los muebles se hicieron más sobrios.

Durante once años Cromwell gobernó el país. Pero Inglaterra se dio cuenta finalmente de que su gobierno era letal.

Cuando circularon por el extranjero las noticias de su enfermedad, una ansiosa muchedumbre de soldados y ciudadanos se agrupó ante las puertas de palacio. Todo el país temblaba de terror, recordando los años caóticos de la guerra civil, cuando bandas de soldados vagabundos habían asolado Inglaterra a lo largo y a lo ancho, devastando las granjas, irrumpiendo y robando en las casas, apropiándose de los ganados, matando a todos cuantos intentaban resistirse. Aquellas multitudes no querían que Cromwell viviera, pero también temían que muriera.

Cuando llegó la noche, se desató una terrible tormenta que fue creciendo en fuerza hasta hacer que las casas se sacudieran amenazadoramente; tres de ellas se derrumbaron, lo mismo que algunas torres y campanarios, los cuales se desplomaron con gran estruendo. Semejante tormenta solo podía tener un significado: el diablo venía a reclamar el alma de Oliverio Cromwell. Y el mismo Cromwell exclamó con terror en el lecho de muerte: «¡Es espantoso caer en manos del Dios vivo!» La tormenta rugió por toda Europa durante esa noche y el día siguiente, y cuando Cromwell murió, a las tres de la tarde, todavía azotaba la isla. Su cuerpo fue embalsamado y enterrado con gran prisa. Pero sus fieles hicieron una imagen de cera, y vistiéndola con su traje de ceremonia, la expusieron en Somerset House, como si se hubiera tratado de un rey. Mofándose, el pueblo destrozó en los funerales su escudo de armas.

No hubo nadie que ocupara su lugar y, durante casi dos años, reinó una suerte de anarquía. Su hijo, a quien el Protector había designado sucesor, no tenía ninguna de las habilidades políticas del padre. Por último, los autócratas militares se deshicieron de él, can gran beneplácito de su parte. Inmediatamente comenzaron las escaramuzas entre la Caballería y la Infantería, entre veteranos y reclutas. Parecía inevitable una nueva guerra civil entre el pueblo y el Ejército. La desesperación se adueñó del país. ¡Ir por las mismas sendas del pasado… cuando no se había ganado nada la primera vez! El pueblo empezó a desear ardientemente la restauración de la monarquía como el único medio de salvación.

El general Monk, que, en un principio estuvo al servicio de Carlos I y últimamente al de Cromwell, después de la muerte del Protector marchó desde Escocia y ocupó la capital con sus tropas. Aunque militar de profesión, estaba convencido de que el militarismo debía subordinarse al poder civil, y su deseo era liberar al país del yugo del Ejército. Esperó cautelosamente, auscultando la opinión del pueblo y, por último, convencido de que el fervor realista imperaba en todas las clases sociales en forma irresistible, se declaró en favor de Carlos Estuardo. Se convocó un Parlamento libre, el rey escribió una carta desde Breda declarando sus buenas intenciones e Inglaterra, una vez más, fue una monarquía… Tal como lo prefería.

Londres estaba atiborrado de realistas que habían llegado con sus esposas y familias; si había algún hombre en la ciudad que no deseara de buen grado el retorno de Su Majestad, callaba o se ocultaba. Y el gradual retorno a la despreocupación y al placer, que sólo habían sido aparentes desde la terminación de la contienda, tomó un cariz repentinamente impetuoso. Las restricciones fueron abolidas. Una vestimenta ascética, una mirada piadosa eran consideradas como seguras muestras de simpatías puritanas y evitadas por quienquiera que se preciara de ser leal al rey. El mundo dio un salto mortal y todo cuanto antaño fuera considerado vicio, era ahora estimado virtud.

Pero no era solamente esa formalista muestra de fidelidad, ese exceso temporal en la demostración de los sentimientos realistas por el regreso de la monarquía, la causa de la súbita y desbordante alegría que reinaba por doquier. Era algo más profundo y que se haría permanente. Los largos años de lucha habían deshecho las familias, minado las viejas tradiciones sociales, destruido las barreras del convencionalismo. Un nuevo canon social estaba en gestación… Un canon esplendoroso, pero demasiado llamativo; alegre, pero extravagante; elegante, pero vulgar.

El 29 de mayo de 1660 —al cumplir los treinta años— el rey Carlos II entró en Londres.

Esto significaba para él la terminación de quince años de exilio, de vagabundeo por toda Europa, de país en país, como un indeseable. En todas partes su presencia había ocasionado disturbios políticos debido a las circunstancias de la muerte de su padre y la repercusión que ello había tenido en los Estados europeos. Era el fin de la pobreza, de las ropas raídas, de los halagos diarios a los desconfiados posaderos. Era la terminación de los infructuosos esfuerzos que lo ocuparan durante diez años para ganar de nuevo el reino. Y sobre todo, era el fin de la humillación y el desprecio, de sufrir el ridículo y el desaire de hombres inferiores a él en jerarquía. Dejaba de ser un hombre sin patria y un rey sin corona.

El día era claro y brillante. El sol resplandecía en un cielo sin nubes, y el pueblo se repetía que ese tiempo era buen augurio. Desde el Puente de Londres hasta Whitehall, a lo largo de toda la ruta, todas las calles, balcones, ventanas y azoteas estaban repletos de personas. Y aunque el cortejo no era esperado sino hasta después de mediodía, a las ocho de la mañana ya no había dónde poner un pie. Contingentes armados de doce mil hombres se alineaban en las calles… Muchos de esos soldados habían peleado contra Carlos I, pero ahora tenían la misión de mantener el orden entre las multitudes que celebraban el regreso del hijo.

Los letreros habían sido adornados con flores de mayo; grandes arcos de acerolos se habían dispuesto a lo largo de las calles; sobre el frontis, ventanas y puertas de muchos edificios colgaban grandes ramas de encina. Guirnaldas de roble ornamentaban las ventanas, unidas a las cintas de colores y las cucharas de plata esmeradamente pulidas, que rutilaban al sol. Las casas de gentes acaudaladas exhibían tapices y colgaduras; oriflamas y banderas de color de oro, escarlata y verde flameaban incluso sobre las más humildes azoteas. Corrían ríos de vino, y las campanas tañían sin descanso en todos los campanarios de la ciudad. Por último, el tronar del cañón anunció que el cortejo real había llegado finalmente al Puente de Londres.

Una fresca brisa comenzó a soplar por las estrechas calles. Los caballos avanzaban haciendo sonar rítmicamente sus cascos sobre el empedrado. Trompetas, clarines y timbales dejaron oír sus sones, que, con el fragor del trueno, llegaban hasta los cuatro puntos cardinales de la ciudad. Todo el cortejo reverberaba chispeaba de modo fabuloso, con boato nunca imaginado. Su paso era una corriente incesante: tropas de hombres cubiertos con capas platas y escarlata, negro, oro y verde, espadas fulgurantes y estandartes volanderos. Los caballos piafaban y relinchaban, levantando sus remos con afectación. Horas y horas siguió el cortejo, hasta que los ojos de los espectadores comenzaron a cerrarse de fatiga y a sentirse doloridos e irritados; hasta que sus gargantas se pusieron roncas de tanto dar vivas; hasta que los oídos comenzaron a zumbar con el interminable clamor.

Cientos de leales caballeros, aquellos hombres que lucharon por el primer Carlos, los que vendieron sus bienes y sus tierras para ayudarlo y siguieron a su hijo en el exilio, aparecieron casi al final del cortejo. Todos ellos eran, sin excepción, apuestos; todos vestían fastuosamente y montaban briosos caballos… aunque todo hubiera sido adquirido a crédito. Después de ellos apareció el Lord Mayor, llevando la espada desnuda, emblema de su cargo. A su derecha iba el general Monk, hombre más bien bajo, robusto y de notoria fealdad que, sin embargo, guiaba su cabalgadura dignamente, imponiendo respeto tanto a los soldados como a los civiles. Después del rey, él era, tal vez, el hombre más popular de la isla. A la izquierda del Lord Mayor iba George Villiers, segundo duque de Buckingham.

El duque, un alto, guapo y gallardo joven, de pelo rubio como el de una doncella, sonreía y saludaba a las mujeres que desde los balcones le enviaban besos y flores. Su rango seguía al de los príncipes de la sangre, y su fortuna privada era la más grande de Inglaterra. Se había salvado accediendo a casarse con la hija del general parlamentario, a quien entregó sus dilatados dominios. Muchos sabían esto y conocían, además, otras traiciones suyas, lo que lo colocaba en desgracia ante el consenso público. Pero el duque no parecía preocuparse por ello, pues tenía un inmejorable aspecto. Personalmente se sentía como si él hubiera sido el gestor y autor de la restauración.

Detrás de ellos, pajes y trompeteros cuyas insignias llevaban bordado el escudo de armas del rey; tras ellos venían los tambores, con las caras sudorosas de tanto batir sus instrumentos. Por último apareció el rey Carlos II, «Rey Heredero de la Corona de Inglaterra, Irlanda y Francia, Monarca de la Gran Bretaña, Defensor de la Fe». Un frenesí de adoración casi mística conmovió la multitud mientras pasaba. El pueblo cayó de rodillas, tendiendo las manos hacia él, sollozando, gritando su nombre una y otra vez.

—¡Dios bendiga a Su Majestad!

—¡Viva el rey!

Carlos II pasaba lentamente, sonriendo, levantando una mano en señal de saludo.

Era un hombre alto, de más de seis pies de estatura, robusto, al parecer de buena salud y en la plenitud de su potencia física. A caballo, su figura aparecía más imponente aún. Resultado de la unión de muchas dinastías, más parecía un Borbón o un Médicis que un Estuardo. Su piel era atezada; sus ojos, negros, y ensortijados cabellos negros le caían sobre los hombros. Cuando sonreía, mostraba una dentadura blanquísima que contrastaba con la negrura del fino bigote. Sus facciones eran duras y firmemente acentuadas, endurecidas por la zozobra y los desengaños. Sin embargo, y a pesar de ello, irradiaba tal atracción y encanto, que su pueblo se sintió tocado en lo hondo del corazón.

En el acto le profesó un afecto sin límites, que trató de exteriorizar con vivas y expresiones de saludo y bienvenida.

Al lado de él iban sus dos hermanos menores. James, duque de York, era también un hombre alto, atlético, pero por sus rubios cabellos y sus azules ojos se parecía a su difunto padre más que ningún otro de sus hermanos. Era un hombre bien parecido y arrogante, tres años más joven que el rey, también con las cejas oscuras y bien marcadas, una ligera hendidura en la barbilla y una boca irreductible. Fue una desgracia para él no poseer la misma fuerza de atracción espontánea y simpática. A la primera ojeada, el pueblo se mostró parco, como una crítica hacia esa reserva que descubrió en su rostro y que lo ofendía. Henry, duque de Gloucester, tenía solamente veinte años y era un mancebo de aspecto vivaz y dichoso, a quien el que lo veía le estimaba desde el primer instante. Todo el mundo lo apreciaba, en la seguridad de que él también correspondería a ese aprecio con toda sinceridad.

Era ya muy entrada la noche cuando el rey consiguió retirarse a sus aposentos privados de Whitehall, completamente agotado, pero feliz. Entró en su dormitorio llevando todavía sus magníficas vestiduras; en uno de sus brazos sostenía un pequeño perro de aguas, con una cola semejante a un penacho, largas orejas y una cara de vieja petulante. A los pies del lecho reposaban seis de la misma raza, que comenzaron a ladrar alegremente… Un repentino chillido los hizo callar de pronto, asustados. Era un papagayo de brillantes colores, balanceándose de un aro que colgaba del cielo raso; había visto a los perros y farfullaba colérico:

—¡Malditos perros! ¡Ya han venido otra vez!

Reconociendo a un viejo enemigo, los perros de aguas recobraron rápidamente su valor y corrieron a situarse debajo de él, saltando y ladrando mientras el pájaro los llenaba de maldiciones. Carlos Estuardo y los nobles que lo acompañaban rieron de buena gana ante tal escena; pero, finalmente, el rey hizo un cansado ademán y los perros fueron trasladados a otra habitación.

Uno de los cortesanos crujió sus dedos en los oídos, mientras sacudía la cabeza vigorosamente.

—¡Cristo! ¡Juro que nunca más estaré en condiciones de oír nuevamente! Si hay algún hombre en Londres que mañana pueda hacer uso de su voz… es un traidor que merece la horca.

Carlos Estuardo sonrió.

—A decir verdad, caballeros, creo que el único a quien se debe responsabilizar es a mí, por haberme quedado tanto tiempo en el extranjero. En los últimos cuatro días no he encontrado un solo hombre que no me haya dicho que siempre había deseado mi regreso.

Rieron los nobles. Ahora que estaban de nuevo en el hogar, que eran una vez más señores de elección y no indigentes que erraban de un país a otro, ahora encontraban fácil la risa. Los años transcurridos habían empezado ya a convertirse en una especie de bruma. La historia tenía un feliz epílogo y juzgaban lo pasado como una romántica aventura. Carlos Estuardo, a quien ayudaba a desvestirse uno de sus ayudas de cámara, se volvió a uno de los cortesanos y le habló con voz baja.

—¿Vino ella, Progers?

—Espera abajo, Sire.

—Está bien.

Edward Progers era el confidente de Su Majestad. Él había realizado las transacciones comerciales con los banqueros italianos, llevaba la correspondencia secreta y desempeñaba las funciones extraordinarias de alcahuete del rey. Era una posición desprestigiada, pero rendía pingües beneficios.

Por último salieron todos los caballeros, dejando solo al rey. Éste los despidió con un ademán mientras permanecía de pie en el centro de la habitación, todavía con botas de montar, calzones y en mangas de camisa. Progers también salió, pero por otra puerta. Carlos Estuardo comenzó a pasearse por el estrado, cerca de los ventanales abiertos, crujiendo impacientemente los dedos mientras aguardaba. El aire de la noche era frío; debajo de las ventanas corría el río Támesis, donde varias pequeñas embarcaciones flotaban ancladas, iluminando el agua a espacios intermitentes. El palacio estaba situado en un recodo del río, pero las innumerables hogueras encendidas en la ciudad arrojaban sus gigantescos destellos sobre una parte del cielo. El tronar del cañón se sucedía una y otra vez y aún se oía el apagado repique de las campanas.

Durante varios minutos el rey estuvo junto a la ventana, absorto al parecer en la contemplación del imponente río y de la zona de la ciudad situada más allá del recodo. Su expresión era melancólica. Tenía el aspecto de un hombre roído por el cansancio y la amargura, muy otro del que debía tener un rey que fuera acogido en triunfo por su pueblo. Al oír el ruido de la puerta que se abría, giró rápidamente sobre sus talones y su rostro se aclaró con el contento que experimentaba.

—¡Bárbara!

—¡Majestad!

La mujer hizo una profunda reverencia, mientras Progers salía discretamente de la habitación.

Ella era algunas pulgadas más baja que el rey, y aun así su estatura era más que mediana. Su figura era magnífica, de pecho abundante y breve cintura. Las faldas de raso insinuaban encantadoras formas. Llevaba una capa de terciopelo violeta, la capucha ribeteada con piel de zorro negro; ocultaba las manos en un manguito también de zorro, adornado con una roseta de amatistas. Su cabello era rojizo oscuro y su piel blanca y lozana. Los reflejos de su cara cambiaban el color de sus ojos, haciéndolos purpurinos. Era de una belleza impresionante, casi agresiva, que provocaba una inmediata e indomable reacción.

Al instante, Carlos Estuardo cruzó la habitación y la tomó en sus brazos, besándola en la boca; cuando la dejó en libertad, Bárbara se deshizo de su capa y manguito, mientras él la devoraba con los ojos. Alargó sus manos y retuvo las del rey entre ellas.

—¡Oh! ¡Ha sido verdaderamente maravilloso! ¡Como os aman!

El rey sonrió y se encogió ligeramente de hombros.

—Como habrían amado a cualquiera que les hubiera ofrecido librarlos del Ejército.

Ella se apartó un tanto de él y se acercó a la ventana, coqueteando conscientemente.

—Sire, ¿recordáis —preguntó quedamente— cuando me decíais que me amaríais hasta que llegarais a vuestro reino?

Carlos Estuardo sonrió con tristeza.

—Creí que eso no sería nuca, Bárbara. Mejor dicho, que sería para siempre.

Dio unos cuantos pasos hasta ponerse a su lado y, mientras con sus manos la tomaba por la cintura, inclinó la cabeza hasta que su boca tocó el nacimiento del ebúrneo cuello. Su profunda voz y su semblante mostraban la exaltación que lo poseía. Bárbara, con las manos asidas al antepecho de la ventana, arqueó su espalda un tanto, al tiempo que echaba para atrás la cabeza, sin dejar de contemplar la noche.

—Me pregunto si esto durará siempre —murmuró.

—Por supuesto, Bárbara, que durará. Y nosotros también estamos aquí para siempre. Ven cuando puedas… Hay una cosa de la que estoy convencido: nunca volveré a viajar por el extranjero.

De pronto se inclinó y, pasando el brazo por debajo de sus rodillas, la levantó en vilo fácilmente.

—¿Dónde cree Monsieur que estás?

Monsieur era el nombre con que designaba a Roger Palmer, esposo de Bárbara.

Apoyó ella sus labios en una mejilla de Carlos Estuardo.

—Le dije que pasaría la noche con mi tía…, pero creo que ha adivinado que vendría aquí. —Una expresión de desprecio cruzó por su faz—. ¡Ese imbécil!