Capítulo LXIV

En el Hyde Park, junto a un pequeño lago, había un bonito cottage, donde se reunía el elegante mundo londinense. Estaba ya muy avanzado el invierno para salir a pasear a caballo, pero se veían muchos coches alineados fuera del Dodge, todos adornados lujosamente y llevando los escudos de armas de sus dueños. Los cocheros y los lacayos fumaban sus pipas reunidos en estrecho grupo, riendo y diciendo obscenidades… cambiando las últimas murmuraciones que circulaban en las escaleras de servicio, sobre los caballeros y las damas que estaban en el interior del cottage.

Una amplia chimenea llena de carbón de coque, calentaba la gran habitación, donde se reunían tales personajes. Muchos emperifollados petimetres se agrupaban delante del mostrador, bebiendo cerveza o brandy, tirando los dados y contando sus monedas. Varias damas estaban sentadas alrededor de las mesas en compañía de sus galanteadores. Mozos que hacían balancear precariamente las bandejas que llevaban circulaban entre las mesas, mientras cuatro violinistas ejecutaban una balada de moda.

Ámbar, que llevaba una capa de terciopelo escarlata, ribeteada su capucha con piel de armiño, sostenía en una mano un vaso de ponche y estaba parada cerca de la chimenea, conversando con el coronel Hamilton, el conde de Arran y George Etherege.

Hablaba con desparpajo, y gesticulando con ese juego de expresiones que eran características en ella. Parecía abrumar a los otros tres con sus opiniones y con cuanto hablaba, mientras observaba a quienes entraban o salían… Cuando llegó la lánguida señora Middleton acompañada de lord Almsbury, Ámbar no dudó un instante. Pidiendo excusas a los tres caballeros se retiró, cruzando el lugar en dirección a los recién llegados. Jane Middleton se había detenido unos segundos en el umbral para dar tiempo a que sus pretendientes la descubrieran.

Apenas si miró e hizo una leve inclinación de cabeza a la Middleton cuando estuvo delante de ellos.

—¡Almsbury, tengo que hablaros! ¡Os he estado buscando por todas partes!

El conde se inclinó delante de Jane.

—¿Tendríais la amabilidad de excusarme unos minutos, señora?

La señora Middleton pareció fastidiarse.

—¡Oh, milord, sois vos quien tiene que disculparme! Aquí está el coronel Hamilton, que viene a buscarme… Ahora recuerdo que esta mañana me pidió una cita aquí y que yo había olvidado —con gesto señorial hizo un ademán displicente con su enguantada mano y sin mirar siquiera a Ámbar, quien por su parte apenas si había notado su presencia, se retiró.

—Venid aquí… no quiero que nos escuchen —cruzaron el salón y se dirigieron a uno de los rincones de la ventana—. ¡Decidme qué es lo que ha sucedido! —exclamó sin un instante de vacilación—. ¡Hace quince días que no lo veo solo! ¡Le escribí y no me contesta! ¡Le hablé en el salón de recibo de la reina y me mira como si fuera una extraña! ¡Le pedí que viniera a visitarme y no viene! ¡Decidme qué es lo que sucede, Almsbury! ¡Voy a volverme loca!

El conde de Almsbury se limitó a suspirar.

—Milady Castlemaine mostró a su esposa el libelo de Rochester…

—¡Oh, ya lo sé! —interrumpió despreciativamente ella—. ¡Lo que quiero saber es por qué me trata de ese modo!

Ámbar lo miró dubitativamente.

—Pues por eso mismo.

—No lo creo —se quedaron silenciosos, mirándose de hito en hito. Luego ella prosiguió—: Pero ésta no puede ser la única razón… eso de que su esposa lo sepa. Debe de haber algo más.

—No hay nada más.

—¿Queréis decir, John Randolph, que me trata de este modo porque su mujer se lo ha dicho?

—No se lo dijo ella. Lo decidió él por sí mismo. Debo deciros la verdad, Ámbar… Bruce tiene la intención de no volveros a ver nunca más a solas.

—¿Os lo dijo él así? —su voz era apenas un susurro.

—Sí, él me lo dijo.

Ámbar se quedó alelada, palideciendo; para despejarse miró hacia el exterior, contemplando con incierta expresión las desnudas ramas de los árboles cercanos. Pasados unos instantes se volvió de nuevo a él.

—¿Sabéis dónde se encuentra en este momento?

—No.

Los ojos de ella se achicaron.

—Estáis mintiendo. ¡Lo sabéis! ¡Y tenéis que decírmelo!… ¡Oh, Almsbury, por favor! ¡Bien sabéis cuánto lo amo! ¡Si sólo pudiera hablarle y hacerle comprender lo que está haciendo! ¡Por favor, Almsbury…, por favor, os lo ruego! ¡Se irá pronto y nunca más volveré a verlo! ¡Tengo que verlo mientras esté aquí!… ¡Oh, por favor!

El conde, que no dejaba de mirarla, cada vez con más lástima, dudó aún unos minutos; por último se puso de pie, haciendo un enérgico movimiento de cabeza.

—Venid.

Cuando pasaban cerca de Jane Middleton, el conde se detuvo a hablar a ésta, pero la joven se volvió con un mohín de disgusto. Almsbury se encogió de hombros y siguió su camino.

La tarde era fría; una pequeña capa de nieve cubría el lodo de la calle. Juntos entraron en el lujoso coche de Ámbar, que era arrastrado por ocho caballos de un solo color, con penachos en la cabeza, y cintas bordadas de verde y gualda en las colas y las cinchas. El cochero y los ocho lacayos usaban libreas de color esmeralda; el que iba delante vestía una librea blanca y proclamaba con voz estentórea quién se aproximaba, refrescándose de rato en rato con el jugo de una naranja que llevaba en una mano. Algunos de los lacayos iban colgados de los costados, mientras los otros iban delante abriendo paso. El interior del espléndido carruaje estaba tapizado con terciopelo color de esmeralda, bien acolchado en el asiento, los lados y el techo, afestonado con borlas y guirnaldas de hilos de oro.

Almsbury dio al cochero la dirección que debía seguir y luego tomó asiento al lado de Ámbar.

—Creo que está en el Ave María Lane, comprando algunos libros —miró en derredor, lanzando un silbido de admiración—. ¡Jesucristo! ¿Cuándo habéis conseguido esto?

—El año pasado. Ya lo habéis visto antes.

Le respondió con cierta rudeza y sin prestar mucha atención, pues estaba absorta en sus propios pensamientos, tratando de reflexionar sobre lo que diría a Bruce, cómo podría convencerlo de que estaba en un error. Pasaron algunos minutos antes de que Almsbury hablara de nuevo.

—Nunca habéis sufrido, ¿verdad?

—¿Sufrido por qué?

—Tristeza por dejar el campo y vivir en Londres.

—¿Por qué había de estar triste? ¿Acaso no he tenido éxito? Mirad a qué altura me encuentro.

—Y ved cómo habéis llegado. «El llegar a las grandes alturas significa haber subido por escaleras tortuosas.» ¿Habéis oído eso?

—No.

—Habéis subido por una escalera tortuosa, ¿no es cierto?

—¿Y qué hay si es así? He hecho algunas cosas que no me gustaban, pero todo eso ha terminado y ahora estoy donde quería estar. ¡Ahora soy alguien, Almsbury! Si me hubiera quedado en Marygreen y casado con uno de aquellos rústicos aldeanos, y sin otra ocupación que amamantar a sus rapaces, cocinarle la comida y tejerle las medias… ¿qué hubiera sido? Nada más que una aldeana y nadie habría sabido siquiera si vivía. En cambio ahora… miradme… soy una rica duquesa, y algún día mi hijo será también duque… ¡Tristeza! —terminó con positivo desdén—. Dios mío, Almsbury, ¿qué os ha inducido a decir eso?

El conde hizo una mueca.

—Ámbar, querida mía, bien sabéis que os quiero… Pero no puedo menos de deciros que sois una aventurera calculadora y sin principios.

—Quizá lo sea —replicó ella—, pero recordad que no tenía nada para principiar…

—Excepto la belleza y la atracción.

—Muchas otras mujeres también tenían eso… pero no todas son duquesas al presente, os lo aseguro.

—No, querida, no lo son. La diferencia es que habéis sabido emplear las dos cosas para obtener cuanto deseabais… sin que os importara lo que vendría después.

—¡Oh, Señor! —exclamó ella con impaciencia—. ¡Tenéis hoy un humor endiablado! —con disgusto se inclinó y golpeó la ventanilla con su abanico—. ¡Más ligero!

La Ave María Lane era una callejuela angosta que formaba un laberinto alrededor de las cenizas y escombros de lo que fuera la catedral de San Pablo. Cuando llegaron por fin a su destino, Almsbury la condujo hasta la entrada de un edificio recién construido, mostrándole el patio.

—Debe de estar allí… en «Las tres Biblias y a las tres botellas de tinta».

Demasiado excitada para darle las gracias, recogió sus faldas y se dirigió a la dirección que el conde le diera; Almsbury la vio alejarse y esperó a que desapareciera en la tienda antes de retirarse.

El interior del establecimiento estaba sumido en penumbra, apenas iluminada por la luz exterior que decrecía; se percibía un pesado olor a humedad y a tierra; a tinta, papeles y cueros. Las paredes estaban cubiertas por grandes estantes repletos de libros con lomo de cuero pintado de distinto color. En un rincón, alumbrado por una débil bujía de sebo, se encontraba un pequeño y regordete joven que leía en un libro abierto sobre el escritorio. Llevaba unos anteojos de gruesos cristales colocados precariamente sobre una nariz corta, y permanecía con el sombrero y la capa puestos, a pesar de que en la habitación hacía una temperatura agradable. No se veía a ninguna otra persona.

Ámbar estaba a punto de cruzar la habitación y llamar a una puerta que se veía al fondo, cuando apareció un viejo que le preguntó en qué podría servirla. Se acercó ella y le dijo, con voz queda, para que Bruce no la oyera si estaba allí:

—¿Está aquí lord Carlton?

—Sí, señora.

Se llevó ella un dedo a los labios para recomendarle silencio.

—Me está esperando —de su manguito sacó una guinea y se la dio al viejo—. Por favor, no queremos ser molestados.

El hombre se inclinó ceremoniosamente, aunque no dejó de observar la calidad de la moneda que tenía en la mano, luego se incorporó sonriente.

—Ciertamente, señora, ciertamente —e hizo un gesto, satisfecho de tener parte en un encuentro entre Su Señoría y tan hermosa dama.

Ámbar se dirigió a la puerta y la abrió, penetrando en el interior de la habitación después de haber cerrado sin ruido la puerta. Bruce, envuelto en una capa y puesto el sombrero de anchas alas, estaba a unos metros de distancia, examinando un manuscrito, con las espaldas vueltas a ella. Ámbar se detuvo, llevándose una mano al corazón, que principió a latirle con fuerza, atemorizada de lo que haría o diría él al verla.

Después de algunos momentos, Bruce dijo:

—Este manuscrito de Carew, ¿cómo lo habéis conseguido? —Al no obtener respuesta se volvió, encontrándose con Ámbar.

Sonrió ella tímidamente, al mismo tiempo que hacía una pequeña cortesía.

—Buenas tardes, milord.

——Vaya… —Bruce tiró el manuscrito sobre una mesa—. Jamás se me habría ocurrido tomarte por un librero —sus ojos se entrecerraron—. ¿Cómo diablos has venido ahora hasta aquí?

Ámbar corrió hacia él.

—¡Tenía que verte, Bruce! ¡Por favor, no te enojes conmigo!… ¡Dime qué te ha ocurrido! ¿Por qué me esquivas?

Frunció el entrecejo, sin apartar la mirada de ella.

—No podía hacer otra cosa… sin llegar a un disgusto.

—¡Sin llegar a un disgusto! ¡Te he oído decir eso cientos de veces! ¡Tú, que pasas la vida peleando!

—No con las mujeres —sonrió al decir eso.

—¡Te prometo, Bruce, no he venido a reñir! ¡Pero tienes que decirme qué es lo que ha sucedido! Un día viniste a verme y fuimos felices… ¡al día siguiente apenas si me reconocías! ¿Por qué? —juntó las manos en un ademán de imploración.

—Debes de saberlo, Ámbar. ¿Por qué pretendes ignorarlo?

—Almsbury me lo dijo, pero yo no lo creí. Todavía no lo creo. ¡No puede ser que tú, precisamente tú, entre todos los hombres, seas llevado de la nariz por tu mujer!

Bruce se sentó en la mesa junto a la cual hablaban, apoyando el pie en una silla.

—Corinna no pertenece a la clase de mujeres que quieren imponerse a toda costa a un hombre. Lo decidí yo mismo… por una razón que no veo la necesidad de explicarte.

—¿Por qué no? —exclamó ella, sintiéndose insultada al oír eso—. ¡Mi comprensión puede ser tan buena como la de cualquier otro! ¡Oh!, pero tienes que decírmelo, Bruce. ¡Tengo que saberlo! ¡Tengo derecho a saberlo!

Bruce aspiró profundamente antes de hablar.

—Está bien… te lo diré. Supongo que habrás oído decir que la Castlemaine enseñó a Corinna el libelo… pero mi esposa conocía nuestros amoríos con anterioridad. Vivió una lenta tortura durante esas semanas que yo iba a visitarte, mientras nosotros ni lo sospechábamos… Ella es inocente, y lo que es más, me ama… No quiero herir sus sentimientos más tiempo.

—Pero… ¿y yo? —exclamó con salvaje entonación—. ¡Yo te amo tanto o más que ella! ¡Dios mío, y sé también de algunas cosas vuestras que me tienen en constante agonía! ¿No te importa ni significa nada que sea yo la lastimada?

—Me importa, Ámbar, pero hay una diferencia.

—¿Cuál?

—Corinna es mi esposa, y viviremos juntos el resto de nuestra existencia. Dentro de algunos meses nos iremos de Inglaterra para no volver jamás… Tu vida está aquí, y la mía en América… Después que me vaya no volveré a verte.

—¿Que no volveremos a vernos nunca? ¡Oh!… —lo miró con sus ambarinos ojos azorados, los labios entreabiertos——. Nunca… —Eso mismo le había dicho Almsbury, pero tenía un sentido distinto viniendo de él. De pronto pareció darse cuenta exacta de lo que significaba—. ¡Nunca, Bruce! ¡Oh!… ¡Bruce, querido mío, no puede ser! ¡No puedes hacerme esto! ¡Te necesito tanto como ella… te amo como te ama ella! Si todo el resto de tu vida le pertenece, por lo menos puedes darme algo de ella ahora… ¡Ella no lo sabrá jamás, y si no lo sabe no se sentirá herida! No puedes estar seis meses en Londres sin verme… ¡Moriré si me haces eso! ¡Oh, Bruce, no puedes hacerlo!

Se arrojó contra él, golpeándolo con los puños en el pecho, sollozando desesperadamente. Durante minutos él permaneció sin hacer movimiento alguno, con los brazos colgantes, sin tocarla; por último la atrajo hacia sí y tras de mirarla profundamente en los ojos, apretó su boca contra la suya, con una mezcla de sed de caricias y colérica ansiedad.

—¡Oh, so moza descarada, tú ganas siempre! —murmuró—. Pero algún día tendré que olvidarte… algún día…

Lord Carlton alquiló un departamento en una casa del Magpie Yard, a más o menos una milla del palacio, dentro del viejo distrito no arrasado por el fuego. Tenía dos grandes habitaciones, bonitamente amuebladas con pomposos y pesados muebles al estilo de setenta años atrás. Había grandes y macizas mesas, cuadradas y talladas, inmensas sillas y sillones semejantes a cajas; enormes armarios y cómodas; un gran estante puesto cerca de la chimenea y gastados tapices en las paredes. La cama, de encina, era de proporciones majestuosas, con pilares también tallados; de la parte superior colgaban cortinas de terciopelo color rojo oscuro, algo descoloridas por los años, mostrando su verdadero color en los pliegues. Amplias ventanas daban al patio y a la calle, a tres pisos de ésta.

Allí se veían dos o tres tardes a la semana, y algunas veces por la noche. Ámbar le había prometido que Corinna nunca sabría nada de sus relaciones, y como una colegiala obligada a observar buena conducta, se componía de todos modos para que así fuera, valiéndose de grandes precauciones para mantener el secreto. Si tenían que encontrarse por la tarde salía de Whitehall con sus propios vestidos, entraba a una taberna para cambiarse, y enviaba a Nan por la puerta principal con las ropas que ella llevara, perfectamente encubierta, mientras salía, vistiendo otras, por una puerta excusada. Por la noche alquilaba una embarcación o un coche, pero el corpulento John siempre estaba con ella.

Este procedimiento le resultaba fastidioso, pero se alegraba de tener su aventura en el misterio.

Unas veces llevaba una peluca negra, la falta hasta la mitad de las pantorrillas, las mangas de su jubón arrolladas al brazo y una capa de lana para abrigarse. Un lío de romero seco y otras hierbas se balanceaba sobre sus caderas. En otras parecía como una sencilla esposa de cualquier ciudadano común, con un vestido oscuro, de escote cerrado, y una cofia en la cabeza… pero este último disfraz no le gustaba; quería algo más alegre. Una vez se disfrazó como un jovenzuelo, con un ajustado traje de terciopelo, emperifollada peluca, e iba por las calles caminando airosamente con una espada al cinto, el sombrero puesto sobre los ojos y envuelta con la capa hasta la barbilla.

Estas características divertían a los dos amantes; algunas veces Bruce no la reconocía, luego estallaba en carcajadas al ver sus mímicas, maneras y expresiones ajustadas al personaje que suponía ser.

Ámbar estaba segura de sus disfraces, pues muchas veces pasaba delante de sus amigos sin que éstos la reconocieran. Cierta tarde, un par de galanteadores la detuvieron en la calle y le ofrecieron una guinea si entraba con ellos en una taberna cercana. Otra había estado a punto de ser descubierta por el mismo rey en persona, cuando paseaba éste por el río, en compañía de Buckingham y Arlington. Los tres caballeros volvieron la cabeza para ver a la encubierta dama que se recogía las faldas para entrar en una embarcación, y uno de ellos silbó. Debió de ser el rey Carlos o Buckingham, pues Arlington no lo habría hecho aun cuando hubiera visto bajar una mujer desnuda por el Cheapside.

Varias veces Bruce llevaba a su hijo con él, y otras encontraba allí a Susanna. Juntos tuvieron alegres comidas, mientras un músico callejero les hacía oír sus baladas; los niños se divertían grandemente. Bruce explicó al niño, de la mejor manera que pudo, que nunca debía mencionar aquellas reuniones delante de Corinna, mientras Susanna no habría podido traicionarlos mediante una inocente observación, porque jamás veía a persona alguna, con excepción del rey Carlos, pero éste no era hombre que se preocupara por los líos amorosos de sus amantes.

Cierta vez, cuando Ámbar fue con la pequeña Susanna, Bruce le llevó un libro con figuras para que se distrajera mientras ellos estaban en el dormitorio. Después, cuando Ámbar se vestía ya, Susanna fue admitida. La niña llevó el libro a su padre y, poniéndolo sobre su regazo, comenzó a interrogarlo sin cesar. Demostraba una excesiva curiosidad por todo. Señalando una figura le preguntó:

—¿Por qué el diablo lleva cuernos, papaíto?

—Porque el diablo es un marido sufrido, querida.

Ámbar, que en ese momento se ponía las tres enaguas que llevaba almidonadas hasta el punto de parecer de papel, lo miró al oír aquello, cambiando sonrisas de comprensión y divertimiento. Pero Susanna no se sintió satisfecha.

—¿Y qué es un marido sufrido, papaíto?

—Pues… mira, querida, tu madre sabe mejor que yo esas cosas.

—Mamita, ¿qué es un…?

Ámbar se ajustaba las ligas.

—¡Silencio! Pequeña parlanchina… ¿dónde está tu muñeca?

A principios de marzo Ámbar se trasladó a Ravenspur House, sin que ésta estuviera aún terminada. Los ladrillos tenían un color brillante; todavía no los había ennegrecido el humo de Londres. El césped de las terrazas se veía esparcido, los limeros trasplantados, las castañas dulces, los ojaranzos y los sicómoros estaban a medio de arrollar, los setos de hiedras y rosas trepadoras eran demasiado pequeños para que se los pudiese arreglar vistosamente. Era una casa grande e imponente, y saber que le pertenecía la llenaba de apasionado orgullo.

Un día llevó a Bruce para mostrarle el cuarto de baño —uno de los pocos que había en Londres—, con sus paredes y el suelo de mármol negro, sus colgaduras de raso verde, sus sillas y taburetes tapizados de la misma tela, y una bañera casi tan grande como para poder nadar en ella. Hizo pintar de color de plata todos los adornos y objetos accesorios que abundaban en la casa, desde los vasos de noche hasta las arañas de luz. Le explicó a Bruce que las lunas con marco de plata repujada eran de Venecia. Le enseñó también su fabulosa colección de servicio de oro y plata, expuesta, como era la costumbre, en los armarios del amplio comedor.

—¿Qué piensas de esto? —le preguntó; su voz tenía una entonación de triunfo—. En América no debe de existir nada que se le compare.

—No —admitió él—. No lo hay.

—¡Ni lo habrá tampoco jamás!

Lord Carlton se encogió de hombros, sin querer discutir sobre el asunto. Después de algunos minutos de silencio, con gran sorpresa de ella, preguntó:

—Eres muy rica, ¿verdad?

—¡Oh, inmensamente! ¡Puedo tener todo cuanto desee! —no quiso agregar que podía tenerlo, efectivamente… pero a crédito.

—¿Sabes en qué condiciones están hechas tus inversiones? Newbold me dice que tiene algunas dificultades para colocar todo tu dinero a intereses… ¿No crees que sería prudente que tuvieras dos o tres mil libras, por lo menos, puestas en alguna parte donde no pudieses tocarlas?

Ella se mostró sorprendida y despreciativa.

—… Pero ¿por qué debería hacerlo? No puedo molestarme con esas cosas. De cualquier modo… siempre habrá dinero que venga, os lo aseguro.

—Pero, querida, debes comprender que no siempre serás joven.

Ámbar lo miró con resentimiento y alarma. Pronto cumpliría veintiséis años; pensando en el pasado sentía horror, y no quería ni imaginar lo que le depararía el futuro. Creía que para Bruce ella siempre tendría dieciséis años.

Se quedó silenciosa y quieta hasta que llegó a palacio, corriendo en seguida a mirarse en un espejo.

Se estudió varios minutos, examinando detenidamente su piel, sus cabellos y sus dientes, hasta convencerse de que no había signos evidentes de deterioro. Su piel era tersa y suave; su cabello brillante y de un tono firme; su figura tan esbelta y firme como el primer día que se conocieran en Marygreen. Pero tenía la vaga noción de que algo en ella había cambiado.

En aquel entonces su rostro no tenía estampada la expresión que dejan las experiencias vividas en forma turbulenta. Sus ojos reflejaban intensa pasión. Los años pasados no habían podido destruir su confianza ni moderar su entusiasmo; en cierto modo era algo indestructible.

Nan entró en la habitación y encontró a su ama mirándose en el espejo con morbosa intensidad.

—¡Nan! —exclamó Ámbar en cuanto Nan abrió la puerta— ¿Es cierto que estoy empezando a envejecer?

La doncella la miró con sorpresa.

—¿Empezando a envejecer? —Corrió hacia su ama y la contempló de cerca—. ¡Señor! ¡Su Gracia no ha estado jamás tan hermosa! ¡Debéis de estar empezando a desconfiar de vos misma para pensar eso!

Ámbar miró con interés los ojos de la muchacha, tornando de nuevo al espejo. Lentamente principió a darse pequeños masajes en la cara. «¡Claro que no! —se decía—. Por otra parte, no quiso decir él eso, no. Dijo solamente que algún día…»Algún día… eso era lo que temía ella. Dejó el espejo a un lado y levantándose se puso a cambiar rápidamente las ropas para la cena Pero el pensamiento de que algún día se pondría vieja, de que su belleza —ahora radiante— terminaría por desaparecer, asedió su mente cada vez con más violencia. En vano lo rechazó varias veces; insistía en atacarla, determinado a ser un enemigo para su felicidad.

La primera fiesta que dio en Ravenspur House, costó cerca de cinco mil libras. Invitó a centenares de personas y todas ellas asistieron, más otras que no lo habían sido, pero que habían conseguido entrar a pesar de los centinelas apostados en la puerta.

Las comidas estuvieron deliciosamente preparadas y servidas por numerosos lacayos de librea, todos ellos jóvenes y de buena presencia. Había champaña y borgoña en grandes cubos de plata; y a pesar de la presencia de Su Majestad, muchos de los cabañeros bebieron con exceso. La música, los gritos y las risas llenaban la casa. Mientras algunos de los invitados bailaban, otros se agrupaban en las mesas de juego o se arrodillaban en el suelo haciendo correr allí los dados.

El rey Carlos y Catalina de Braganza estaban allí, así como todos los cortesanos. Jacob Hall y Moll Davis ofrecieron un acto escénico. En forma privada, un conjunto de muchachas hicieron un número de baile. Pero la revelación de la noche fue una mujer de vida disipada que llamaba la atención por su extraño parecido con lady Castlemaine, a quien imitaba perfectamente. Llegó bien avanzada la noche, luciendo un vestido, copia exacta del que llevaba Bárbara Palmer algunas veces. Ámbar había sobornado a una de las criadas de la Castlemaine y obtenido el vestido original, encomendó a madame Rouvière que hiciera otro exacto. Furiosa y humillada, Bárbara apeló al rey y le pidió que castigara la ofensa, o que al menos despidiera a aquella criatura… pero el rey se mostró tan divertido como cuando Nelly Gwynne jugara igual pasada a Moll Davis.

Bárbara Palmer, lord y lady Carlton y algunas otras personas se retiraron entre los primeros.

Se sirvió el desayuno a las tres de la mañana, un desayuno tan opíparo como la cena, y a las seis los últimos tunantes se comprometieron en una lucha de almohadas. Dos jóvenes caballeros disputaron, sacaron las espadas y allí mismo hubieran muerto —el rey Carlos se había retirado ya—, si Ámbar no hubiese intervenido consiguiendo apaciguarlos temporalmente, pues acompañados de sus amigos fueron a Marylebone Fields a dirimir sus diferencias. Por último, exhausta pero feliz, Ámbar se retiró a sus habitaciones a descansar.

Todo el mundo estaba acorde en afirmar que había sido la mejor fiesta ofrecida últimamente.