Capítulo LVI

A Ámbar le complacía formar parte de la Corte.

La familiaridad con que la trataban no la había desilusionado; en mucho era aún para ella el gran mundo que soñara y, cuanto sucedía en él, era todavía más excitante e importante. El mismo Buckingham, por otra parte, no estaba muy convencido de que no fueran gentes escogidas por Dios mismo los lores y ladies de toda la creación. ¡Y ahora ella era uno de esos seres privilegiados! Sin ninguna resistencia o protesta de su parte, se dejó abismar en el vórtice de la vida cortesana y dio vueltas y vueltas hasta sumergirse por completo en ese remolino de loca indiferencia por el resto del orbe.

Diariamente asistía a cenas, representaciones y bailes. Se la invitaba a todas partes, y sus propias invitaciones jamás eran rehusadas, porque resultaba peligroso e impolítico desairar a la amiga más importante del rey. Sus salones se veían más concurridos que los de la misma reina; se jugaba sin cortapisas, tanto a las cartas como a los dados. Los mendigos la distinguían por su nombre, seguro índice de prestigio. Los poetas y los comediógrafos llenaban sus antesalas, deseando dedicarle una nueva comedia o un soneto inédito. El primer joven a quien prestó generosa ayuda —haciéndole un obsequio de cincuenta libras en efectivo, pero sin molestarse en leer su poema hasta que estuvo publicado— había escrito una vigorosa y malevolente sátira contra la Corte, incluyéndola a ella.

Derrochaba el dinero a manos llenas, como si hubiera heredado todo el oro del Perú, y aun cuando Shadrac Newbold hacía las inversiones por ella y examinaba su cuenta, no prestaba ninguna atención a su debe y haber. La fortuna legada por míster Dangerfield le parecía inagotable.

Y, de cualquier modo, había mil maneras de hacer dinero si el rey lo quería. Una vez le permitió organizar una lotería; le concedió el arriendo de seiscientos acres de la corona de Lincolnshire, por cinco años y a un precio irrisorio, tierras que ella subalquiló con apreciable beneficio; le concedió también todos los beneficios que pudieran aportar los barcos que anclaran en el Pool durante un año; se comprometió con dos de los negocios más lucrativos de la Corte: el pedido de haciendas y el intercambio o reventa de mercaderías. Carlos Estuardo le concedió los impuestos irlandeses, y todos los embajadores extranjeros le hicieron obsequios que variaban en su valor según la influencia puesta en juego por ella ante Su Majestad. Tan sólo con estos recursos podía vivir con esplendidez.

Poco antes de Navidad, consiguió tener sus habitaciones completamente decoradas y renovadas en muebles y adornos. Cuatro meses había durado aquel trabajo, meses durante los cuales se veían obreros que pintaban, clavaban o arreglaban los artesonados. Los muebles se cubrieron con fundas para evitar las manchas; por doquiera se veían herramientas, bancos, cubos con pinturas y aceites. Los obreros se movían diligentemente, seguidos por Tansy, curioso e interesado. Monsieur le Chien perseguía sus talones, ladrando furiosamente. En ocasiones, cuando Su Señoría no estaba presente, recibía un secreto puntapié.

Ámbar envió a buscar a Lime Park todos sus muebles y tardó varios días en tomar posesión de todas las propiedades de los Radclyffe que le fueron concedidas por mediación del rey.

Entre los papeles del extinto conde encontró un largo poema satírico inconcluso, titulado: El Reinado Imperante, sátira. Una rápida ojeada le hizo comprender que había sido escrito en Lime Park durante la primavera y el verano de 1666, sobre la base de informaciones obtenidas mientras duró su permanencia en Londres, poco después de su matrimonio. Era una sátira obscena, cruel, amarga y maliciosa, pero brillante en el estilo y la concepción. Ámbar la leyó, atraída por cuanto de escabroso encontró en ella. Reconoció tales cualidades, pero pasó por alto las demás. Concluyó por arrojarla al fuego. Había muchos otros papeles: la historia de las propiedades de la familia; cartas (una de las cuales debió de haber sido escrita indudablemente por la joven a quien él amó, desaparecida durante la guerra civil); muchas recetas de alquimia, notas, cuentas de cuadros y otros objetos adquiridos, traducciones del latín y del griego, ensayos sobre una gran diversidad de temas. Con despreciativo placer lo arrojó todo al fuego.

Encontró una calavera con una receta prendida a ella por medio de un delgado alambre. Era una cura contra la impotencia y recomendaba que se tomara cada mañana el rocío acumulado en el cráneo de un hombre asesinado. Ámbar la consideró muy divertida y su desprecio por el conde aumentó. La conservó para mostrársela al rey, que podría tenerla en su laboratorio.

Todo aquello que le gustó de las colgaduras y muebles, cuadros y adornos, lo reservó para sus habitaciones. El resto lo guardó para ser subastado públicamente. Los afanes de Radclyffe en el curso de su vida por lo hermoso y lo raro, los largos años de trabajo paciente y de gastos cuantiosos… todo eso fue vendido a gente que él desdeñó, o usado como baratillo por una mujer profundamente odiada. El triunfo de Ámbar, completo y terrible, era sólo el triunfo de la vida sobre la muerte. Pero ella se sentía sumamente complacida.

Carlos Estuardo y su corte habían importado de Francia un nuevo estilo en materia de muebles, así como en todo lo demás. El nuevo estilo era más delicado y profuso. El nogal reemplazó a las pesadas piezas de encina tallada; los tapices se consideraban anticuados, y ricas alfombras persas y turcas apagaron los pasos sobre los suelos antes desnudos. Ninguna extravagancia estaba más allá del buen gusto… y los nobles competían en lograr, a cualquier costo, los efectos más espectaculares. Ámbar se concretaba a seguir la nueva orientación, como sucedía con todos.

Dispuso que se echaran abajo algunas paredes y se levantaran otras, para estar más de acuerdo con las proporciones; lo deseaba todo en una gran escala de volumen y grandeza. La antesala, por ejemplo, era bien grande —lo cual era necesario para que en ella se acomodaran todos los que iban a buscarla—, pero todo su moblaje consistía en colgaduras de seda verde, un par de estatuas italianas de mármol negro y un juego de sillas tapizadas.

La sala, que daba directamente al río, tenía aproximadamente veinticinco pies por setenta y cinco. De sus muros colgaban cortinajes listados de seda gualda y negra y, por las noches, grandes cortinas cubrían las ventanas. Alfombrillas bordadas con aljófares se veían diseminadas. Los muebles eran soberbios, artísticamente tallados y brillantes. Abundaban los almohadones forrados con terciopelo color de esmeralda. Debido a que al rey le gustaba el comedor de estilo francés, se habían dispuesto en él muchas mesas. Allí ofrecía Ámbar sus cenas. Sobre una chimenea colgaba su retrato, personificando a St. Catherine —todas las damas de la Corte querían ser retratadas como santas—. Catherine había sido reina y Ámbar había posado para el pintor con una corona; llevaba un libro y una palma, y a un lado se veía el símbolo del sufrimiento, una rueda partida por la mitad. Su expresión era reflexiva y melancólica.

Una pequeña antesala con colgaduras blancas, en la cual se veía al negro de ébano, primer obsequio de Radclyffe, sobre una consola y delante de la luna, unía a la sala con la alcoba. Los muebles de esta habitación habían costado a Ámbar más que todo el resto.

Todos los muros de la habitación, desde el suelo al cielo raso, estaban recubiertos con espejos, traídos desde Venecia e introducidos sin las acostumbradas gabelas aduaneras por condescendencia real. El piso era de mármol negro de Génova, el mejor de Europa. Sobre el cielo raso, un artista llamado Streater había pintado los amores de Júpiter, siendo dado admirar mujeres desnudas de senos turgentes y gruesas caderas en diversidad de posturas, hombres y bestias.

El lecho, un inmenso mueble de cuatro columnas y un pesado baldaquín, tenía incrustaciones de plata repujada y colgaduras de terciopelo escarlata. Y todos los demás muebles tenían incrustaciones haciendo juego; todos los asientos, desde el más pequeño taburete hasta el gran canapé colocado frente a la chimenea, estaban tapizados en terciopelo escarlata. Sobre la chimenea, y a nivel de la pared, colgaba un más íntimo y típico retrato de Ámbar, pintado por Peter Lely. Se la veía recostada sobre unos almohadones negros, desvergonzadamente desnuda, mirando con impudente sonrisa a todo el que acertaba a pasar por allí.

La habitación parecía poseer una pujante, casi salvaje personalidad. Allí ningún ser humano tenía probabilidades de parecer importante.

Y, sin embargo, era la envidia de todo el palacio, porque se trataba de la más extravagante demostración que ninguno hubiera osado llevar a cabo. Ámbar, no del todo consciente de esta circunstancia, la amaba por su arrogancia, su inmanente desafío, su cruda e impúdica belleza. Representaba para ella su fe y su voluntad…, todo lo que había obtenido. Era el símbolo de su triunfo.

Pero ya que lo tenía, todo aquello no era suficiente para hacerla feliz.

Porque, aun cuando pasaba los días ocupada y absorbida por el tráfago de la incesante murmuración, la moda, los nuevos trajes, el juego, el teatro, las fiestas, las cenas, los bailes, los planes, proyectos y contraproyectos, no podía olvidar a Bruce Carlton. Su recuerdo no la abandonaba, aunque se esforzara por conseguirlo. Generalmente sus deseos y anhelos por él no se manifestaban sino en una cadencia de infelicidad en tono menor, pero otras alcanzaban una intensidad dolorosa, se convertían en un sobrecogedor y monumental motivo musical que se tornaba terriblemente importante. Cuando tal cosa sucedía, siempre en el momento menos esperado, solía pensar, y con gran alivio, en la muerte. Le parecía imposible poder vivir otro momento sin él, y su anhelo, irrazonable y desesperado, se exteriorizaba ciegamente, sin encontrar otra cosa que la inevitable desilusión.

Á mediados de marzo el conde de Almsbury llegó a Londres, solo, para atender algunos asuntos de negocios y divertirse unas semanas. Ámbar no lo había visto desde agosto del año anterior, y lo primero que hizo fue preguntarle si tenía noticias de Bruce.

—No —dijo el conde—. ¿Y vos?

—¿Yo? —inquirió, contrariada—. ¡Claro que no! ¿Acaso me ha escrito una carta en toda su vida? ¡Pero, por lo menos, podía haberos escrito a vos, comunicándoos lo que hace!

Almsbury se encogió de hombros.

—¿Y por qué estaría obligado a hacerlo? Está muy ocupado… y por todo lo que no sé de él desde hace muchísimo tiempo, puedo decir que todo va bien. De no ser así, me lo hubiera hecho saber.

—¿Estáis seguro?

Lo miró con fijeza, tratando de leer sus pensamientos. Se encontraban en la alcoba, Ámbar envuelta en su ropón de casa, recostada sobre una chaise longue, con los tobillos cruzados, mientras Tansy, sentado en el piso, contemplaba sus gastados zapatos. Aunque muchas veces debía de encontrarse muy divertido, no hablaba a menos que se le hablara primero. Su imperturbable tranquilidad hacía pensar en alguna oculta satisfacción interior, una casi animal suficiencia.

—¿Qué queréis decir con eso? —preguntó Almsbury, mirándola fijamente a su vez—. Si esperáis que algo le haya sucedido a Corinna, debéis olvidarlo. El deseo de que muera otra mujer no os dará jamás lo que vos queréis, y eso lo sabéis tan bien como yo. Nunca se casará él con vos.

Algunas veces había cierta extraña impaciencia y crueldad en la actitud del conde con ella. No se le había ocurrido jamás preguntarse la causa, concretándose a recibir la ofensa sin mayores averiguaciones.

—¿Cómo lo sabéis? Puede muy bien hacerlo; ahora soy una condesa… de no haber sido por ella…

Sus ojos refulgían cada vez que la nombraba y su labio superior se contraía obstinadamente. Pero, en cierto sentido, estaba casi contenta de tener a Corinna como razón y excusa para todos sus disgustos… De otro modo, jamás habría podido explicarse la razón de su enemistad.

—Ámbar, querida —dijo el conde, y sus ojos y el tono de su voz se habían dulcificado hasta el punto que mostraban una afectuosa compasión—. No hay que engañarse a sí mismo, ¿no es cierto? No se ha casado con ella porque sea rica o tenga un título. Probablemente no se hubiera casado tampoco si no los hubiese tenido, pues ningún hombre en su situación lo haría. Pero si hubiera sido eso sólo lo que él buscaba, se habría casado hacía mucho tiempo. No, querida…, es preferible que seáis honrada con vos misma. Bruce ama a su esposa.

—¡Pero me ama a mí también! —exclamó, desesperada— ¡Oh, es cierto, Almsbury! ¡Bien sabéis que me ama! —De súbito su voz y sus ojos se mostraron candorosos—. Creéis vos que me ama, ¿verdad?

Almsbury sonrió y la tomó de una mano.

—¡Pobre pequeña!… Sí, creo que os ama… Y algunas veces hasta creo que os habría seguido amando aun después de casaros con él.

—¡Oh, claro que sí! —exclamó, impulsivamente. Luego, medio avergonzada, agregó—: Por favor, dejad de burlaros de mí, Almsbury —miró nerviosamente a otro lado sintiéndose como una tonta. Pero de pronto, las palabras le salieron impetuosamente—. ¡Oh, Almsbury, lo amo terriblemente, sin apelación! No podéis imaginaros cuánto lo amo y cuánto lo amaré siempre… ¡aunque lo viera todos los días y todas las noches durante mil años! ¡Oh!, bien sabéis que eso es cierto, Almsbury…, jamás he amado a otro hombre… ¡nunca habría podido hacerlo! —Luego, viendo que una extraña expresión aparecía en sus ojos, temiendo haberlo ofendido, agregó—: Oh claro está que también os quiero a vos, Almsbury… pero de un modo diferente… yo…

—No os preocupéis, Ámbar. No tratéis de explicároslo… Yo sé más de eso que vos, de cualquier modo. Vos nos amáis a los tres: al rey, a Bruce… y a mí. Y cada uno de nosotros, creo, os ama por su parte. Pero vos no obtenéis ninguna felicidad con eso… porque queréis mucho más de lo que voluntariamente podemos dar. Ninguno de nosotros está subyugado como lo estaba aquel pobre diablo, capitán de guardias del rey —¿cómo se llamaba?— o del viejo chocho aquél que os dejó su dinero. ¿Y queréis saber por qué? Os lo diré. El rey os ama, es cierto, pero no más de lo que amó a una docena de mujeres y de lo que amará a otras tantas. Ninguna mujer en la tierra podría interesarlo realmente, porque no depende de ellas sino en cuanto al placer físico. La única mujer a quien ama es a su hermana… pero eso a nadie interesa. Bruce os ama… pero también hay otras cosas que ama más. Y ahora hay otra mujer a quien ama más. Y, por último, querida…, yo también os amo. Pero no me forjo ilusiones con vos. Yo sé quién sois y no me importa… de modo que jamás conseguiréis lastimarme mucho.

—¡Vamos, Almsbury! ¿Por qué querría yo lastimaros a vos… o a nadie? ¿Quién diablos puso esa fantasía en vuestra cabeza?

—Ninguna mujer se siente satisfecha hasta que no ha hecho sufrir al hombre que sabe que la ama. Vamos, sed honrada… ¿no es verdad? Siempre habéis querido hacerme sufrir, y esto, si no habéis tratado deliberadamente de hacerlo —la miró atentamente.

Ámbar se concretó a sonreír… con la sonrisa de la mujer bonita que sabe que es admirada.

—Puede ser que lo haya tratado —admitió—. ¿Estáis seguro de que no podría conseguirlo?

Durante unos segundos se quedó él sentado, sin movimiento, pero en seguida se puso de pie. Sus blancos dientes relucieron, e hizo un gesto elocuente.

—No, querida; no podríais conseguirlo —se quedó de pie, el semblante serio otra vez—. Os diré una cosa, aunque… Si hay un hombre en la tierra que pudo haberos hecho feliz si os hubierais casado con él, ese hombre soy yo.

Ámbar lo miró sorprendida y perpleja, y luego, riéndose, se puso en pie.

—¡Vaya Almsbury! ¿De qué diablos estáis hablando? Si hay un hombre con quien yo me hubiera casado y con el cual hubiera sido realmente feliz, es Bruce, y eso lo sabéis muy bien…

—Estáis equivocada —pero, como Ámbar comenzara a protestar, se encaminó hacia la puerta. Ella lo siguió—. Os veré esta noche en los salones de la reina… y trataré de desquitarme de las cien libras que me ganasteis anoche.

Ámbar soltó la carcajada.

—¡Ya no podréis hacerlo, Almsbury! Las gasté esta mañana… en un nuevo vestido —luego, cuando él cruzaba el umbral, se rió de nuevo—. ¡Me imagino a nosotros dos, casados!

El conde le hizo un ademán sin volverse, pero cuando él desapareció, Ámbar se quedó sumida en sus reflexiones, enarcando las cejas. Almsbury y ella casados. Nunca se le había ocurrido esa idea. Nunca había querido casarse con otro que no fuera Bruce, y todavía le parecía increíble que pudiera haber sido feliz casándose con otro, aunque fuera el mismísimo Almsbury. ¡Cuán extraño resultaba que él hubiera dicho eso… él, que no estimaba el matrimonio mejor que cualquiera de los otros hombres de sentido común y de buen juicio!

«¡Oh! —se dijo, encaminándose a su tocador—. ¿De qué sirve pensar ahora en eso?» Además, tenía otras cosas importantes que atender. Durand estaría allí dentro de algunos minutos para peinarla, y madame Rouvière iría para consultarla acerca del vestido que se haría para el baile del cumpleaños del rey. Debía decidir también a quiénes invitaría a su próxima cena… si al embajador de Francia o al de España, ¿cuál de ellos se mostraría más generoso en su gratitud? ¿Invitaría a la Castlemaine y la dejaría que se consumiera toda la noche de celos y envidia, o simplemente no la tomaría en cuenta? A Carlos seguramente no le importaría… ni se inclinaría a favor de Bárbara, como lo hacía años atrás. Agradaba intensamente a Ámbar tener en sus manos la disposición de tales cosas… la vida y la muerte virtuales de grandes y pequeños en palacio.

Y como el día prometía ser magnífico, decidió salir de paseo al Hyde Park en su nueva calesa —un cochecito de dos asientos, frágil e inseguro, pero que indudablemente tenía la ventaja de permitir que se viera al conductor de pies a cabeza—. Luciría un nuevo vestido de terciopelo amarillo y estaba determinada a conducir el vehículo… La perspectiva era interesante; no había duda de que causaría sensación.

Cuando Frances Stewart, duquesa de Richmond, estuvo de vuelta en la Corte, se produjo gran revuelo. Una vez más todas las normas existentes volaron en pedazos y hubieron de establecerse de nuevo: políticos, amantes del rey, hasta lacayos y demás factótums comenzaron a preocuparse por su situación y a hacer proyectos para beneficiarse, no importaba lo que sucediera. En el Groom Porter’s Lodge se decía que, ya que Frances estaba casada, tendría mejor sentido que antes… Se esperaba que ocuparía el lugar que siempre había estado a punto de conseguir. Y fue así como, cuando ella abrió sus salones y ofreció gran variedad de diversiones, todo el mundo asistió, no tanto por estimación a granees cuanto por sí mismo. El rey, sin embargo, para asombro general, nunca se hizo presente y ni siquiera pareció estar enterado de su regreso.

Si Frances se disgustó por la indiferencia, supo ocultarlo muy bien. De ningún modo era una mujer cuya posición dependiese del favor real.

Cuando Bárbara regresó del campo a fin de año, se encontró con que la condesa de Danforth ocupaba su lugar, y que dos actrices se vanagloriaban de los favores del rey en toda la ciudad. Moll Davis había dejado la escena y ocupaba una hermosa casa puesta por él, y Nelly Gwynne no ocultaba ya sus visitas a palacio. Bárbara, por su parte, hacía circular la especie de que el rey le suplicaba diariamente que volviera con él, pero que ella lo despreciaba como hombre y que no habría tenido nada que ver, de no haber sido por su dinero. En su fuero interno, sin embargo, se sentía enferma. Continuó regalando grandes sumas a sus amigos.

Carlos Estuardo, al saberlo, sonrió un poco tristemente y comentó:

—¡Pobre Bárbara! Envejece.

Pero no eran solamente las mujeres quienes causaban revuelo y eran motivo de murmuración. El duque de Buckingham continuaba destacándose. A principios del nuevo año, el conde de Shrewsbury fue persuadido por sus parientes de que debía desafiar a Buckingham, y así lo hizo, resultando muerto. El duque llevó a la viuda a vivir con él y, cuando su propia esposa se atrevió a objetar aquel concubinato intolerable, el duque llamó un coche y la envió a casa de sus padres.

Esto divertía al rey, quien comentaba que Su Gracia terminaría por indisponerse con los Comunes a causa de su conducta. Pero Buckingham había perdido temporalmente su interés por los Comunes y no le importaba lo que pudieran pensar de él… Ni siquiera podía dispensar a sus propios proyectos más fidelidad que a una mujer.

Otros acontecimientos, menos sensacionales pero más importantes, se sucedían simultáneamente. Clarendon aunque contra su voluntad, había sido finalmente obligado por el rey a dejar el país, y todos los enemigos de su hija tomaron gozosa e inmediata ventaja sobre su desgracia. Pero Anne replicaba a su envidioso desprecio con la indiferencia, e hizo lo posible por retener su propia corte mediante una superior destreza y determinación. Se decía a sí misma que aquellos necios y sus celosos tinterillos no significaban nada para ella, porque algún día uno de sus hijos se sentaría en el trono de Inglaterra… Cada año que pasaba, hacía más evidente la esterilidad de la reina.

Cuando Clarendon se hubo marchado, su Gobierno fue reemplazado por el de Cabal, llamado así porque las primeras letras de los cinco nombres que lo integraban formaban esa palabra. Ellos eran: sir Thomas Clifford, el más honrado entre ellos y del cual se sospechaba que abrigaba distintos propósitos; Arlington, amigo suyo, pero celoso de él; Buckingham, Ashley y Lauderdale. Todos ellos compartían un declarado odio contra Clarendon y temían su posible retorno al poder, experimentando un odio casi igual por el duque de York. En los demás asuntos, tácitamente estaban divididos. Cada uno desconfiaba y temía a los otros… El rey no confiaba en ninguno, pero al menos estaba satisfecho de tener un Gobierno de su hechura. Era más inteligente y astuto que cualquiera o todos ellos juntos.

Y así fue como empezaron a gobernar el país.

Inglaterra firmó una alianza con Holanda, mediante la cual Carlos II triunfó al comprometer a los holandeses para que, cuando Inglaterra los atacara de nuevo, no pudieran pedir la ayuda de Francia. Acariciaba el propósito, en efecto, de tener a Francia de su lado durante la próxima guerra, y toda su correspondencia con su hermana tendía a ese fin. El pacto con Holanda, junto con los tratados secretos firmados con este país y con Francia, daban a Inglaterra la supremacía del poder en Europa… y aunque lograda mediante una política indecorosa, era ésta típica de los métodos del rey. Porque su encanto personal y su bien dispuesta naturaleza no eran otra cosa que un escudo de conveniencia que ocultaba a los más taimados su cinismo, su egoísmo y su despiadado y práctico oportunismo.

Fue el conde de Rochester quien dijo que el país estaba en manos de los políticos, las mujeres y los borrachos… Por lo menos, los dos primeros no se separaban nunca.

A Carlos Estuardo le disgustaba profundamente que las mujeres se interesaran por los negocios públicos, pero se encontraba con que era imposible tenerlas completamente alejadas. De acuerdo con esto aceptaba, como lo había hecho siempre, lo que no podía cambiar. Tan pronto como una mujer llamaba su atención o se sabía que recibía sus favores, era asediada por todos lados —cosa que no ocurría con la reina— con peticiones de mil clases, con ofertas de dinero en retribución, proposiciones para aliarse con ella u otras personas en bandos. Ámbar se había visto ya envuelta en una docena de planes antes que se hubiera cumplido una quincena de su permanencia en Whitehall. A medida que los meses pasaban, iba adquiriendo mayor influjo, pero al mismo tiempo se iba envolviendo más firmemente en la red.

Buckingham, desde la noche de su presentación en la Corte, se había mostrado como un amigo con ella… al menos había estado de su lado contra lady Castlemaine. Ámbar desconfiaba y lo despreciaba, pero tenía mucho cuidado de que él no lo supiera porque, aun cuando podía ser un amigo dudoso, era peligroso como enemigo. Y, lógicamente, prefería tenerlo como amigo. Durante muchos meses no se pidieron nada, ni hicieron nada para ponerse a prueba.

Mas una mañana de fines de marzo, el duque le hizo una inesperada visita.

—¡Caramba, milord! —exclamó ella al verle, verdaderamente sorprendida—. ¿Qué os ha alejado de la cama tan temprano? —Eran las nueve y sabido que a Su Gracia raras veces se le veía antes de mediodía.

—¿Temprano? No es temprano para mí… es tarde. Todavía no me he acostado. ¿Tenéis un vaso de vino blanco generoso? Me muero de sed.

Ámbar mandó a buscar vino y anchoas. Mientras esperaban, el duque se dejó caer en una silla cerca del fuego y comenzó a hablar.

—Vengo directamente de Moor Fields. ¡Por Cristo, jamás veré cosa parecida! Una partida de jovenzuelos plebeyos ha derribado un par de casas de mancebía. Mamá Creswell está gritando como si se hubiera vuelto loca, mientras las prostitutas arrojan vasos de noche sobre las cabezas de los aprendices. Dicen que pronto vendrán a hacer lo mismo con la más grande casa de lenocinio de la nación: Whitehall.

Ámbar soltó la carcajada, sirviendo a continuación el vino y las anchoas.

—Y no dudo que encontrarán aquí más rameras ocultas que las que podrían encontrar jamás en todo Moor Fields.

Buckingham metió la mano en un bolsillo y sacó una hoja de papel. Estaba impresa con descuidadas y desiguales líneas; la tinta fresca se había emborronado y se veían algunas impresiones digitales. Se la alargó.

—¿Habéis visto esto?

Ámbar le echó una rápida ojeada. El título era llamativo:

Petición de las prostitutas pobres a Su Señoría, lady Castlemaine.

Y su contenido decía exactamente eso aunque, a juzgar por su contenido y su juicio satírico, era casi seguro que hubiera sido redactado por alguna persona que vivía en la Corte. En rústicos términos se pedía a Bárbara, como jefe de las prostitutas de toda Inglaterra, que fuese en ayuda de la desacreditada y sitiada profesión que ella contribuyó a glorificar. Ámbar se dio cuenta de que ésa debía de ser otra de las caprichosas invenciones del duque para molestar a su prima, porque sabía que habían reñido de nuevo. Se sintió complacida de ver a Bárbara humillada, como aliviada por haberse salvado ella.

Sonrió dubitativamente y se la devolvió.

—¿La ha visto ya ella?

—Si no es así, pronto la verá. Está circulando por todo Londres. Vendedores callejeros la están distribuyendo en la puerta de Cambio y en las esquinas. Vi a un retejador reírse hasta el punto que casi cayó del tejado que componía. Decidme, ¿quién diablos será el indino que ha querido molestar a Su Señoría con un libelo como éste?

Ámbar lo miró de soslayo, enarcando una ceja.

—¡Señor! Una cosa terrible para la pobre condesa. ¡Eso!, ¿quién será el indino? —tomó un trago de vino para quitarse el gusto salado de las anchoas.

Durante unos minutos se miraron de hito en hito, terminando ambos por sonreír.

—¡Vaya! —dijo por último el duque—. No importa quién haya sido. Supongo que habrá llegado a vuestros oídos que Su Majestad tiene intenciones de regalarle Berkshire House.

—Sí, por supuesto. Ella hace lo posible para que no deje de enterarse todo el mundo, os lo aseguro. Y lo que es más, se dice también que se le concederá un ducado.

—Vuestra Señoría parece fastidiada.

—¿Yo fastidiada? ¡Oh, no milord! —protestó Ámbar, con político sarcasmo—. ¿Por qué habría de estar fastidiada, se puede saber?

—No hay ninguna razón, madame. Ninguna razón —parecía estar satisfecho y contento, gozando del agradable calorcillo del hogar, del buen vino que había mandado a su estómago y de alguna cosa que sabía en su fuero interno.

—¡Aunque es obvio que estaría mucho menos fastidiada si se me diera Bershire House a mí! Y en cuanto al ducado… ¡no hay otra cosa que más desee en el mundo!

—No os preocupéis. Algún día lo tendréis… cuando él quiera deshacerse de vos, como ocurrirá algún día.

Ámbar lo miró con seriedad, en silencio.

—¿Queréis decir, milord, que…? —murmuró por último, interrumpiéndose cuando el duque levantó una mano.

—Precisamente quiero decir eso, madame. Bárbara se va de Whitehall y está de acuerdo. Por mi parte, no daré un comino cuando se vaya de la Corte.

Pero Ámbar se mostró escéptica. Durante ocho años, Bárbara Palmer había gobernado en palacio, interviniendo en los asuntos de Estado, ayudando a sus amigos y atormentando a sus enemigos. Parecía intolerablemente permanente, como los mismos ladrillos del edificio.

—Espero que tengáis razón —dijo Ámbar—. Pero anoche, sin ir más lejos, la vi en los salones de la reina y oí que decía que Berkshire House probaría a todos que Su Majestad la ama todavía.

Buckingham dejó oír un resoplido.

—¡Que la ama todavía! No la ve desde hace mucho tiempo. Pero es claro que espera que ese cuento se crea. Porque, si el mundo cree que el rey la ama todavía… Vaya, siempre será una ventaja para ella ¿no es cierto? Pero yo sé las cosas mejor. Conozco algo que todos los demás ignoran.

Ámbar no dudó ni un segundo de que fuera cierto, porque Su Gracia recibía información por muchos conductos. Nada que tuviera alguna importancia y sucediera en Whitehall escapaba al control de la red tendida por sus espías e informantes.

—Sea lo que fuere que Vuestra Gracia conozca, espero la verdad.

—¿La verdad? ¡Claro que es la verdad! Permitidme deciros algo, madame… Estoy en condiciones de afirmar que se ha producido el total descalabro de lady Castlemaine, aunque sólo yo tenía a mi disposición los medios por los cuales podía lograrse su completo derrumbe. —Parecía extremadamente complacido y satisfecho consigo mismo, como si hubiera realizado un desinteresado servicio a la nación.

Ámbar lo miró inquisitivamente.

—No os comprendo, caballero.

—Entonces hablaré más claramente. Sabía que el viejo Rowley quería deshacerse de Bárbara… pero sabía también la clase de juego que se traía ella para impedirlo. Ahora bien, yo sabía, además, algo que podía hacer que el rey procediese sin dilación. Era muy simple: hacerla saber que las cartas de amor que él le escribió y que ella amenazaba hacer públicas, habían sido quemadas hacía tiempo.

—¿Y él os creyó? —Ámbar estaba inclinada a creer que había causado la ruina de Bárbara, embaucando al rey, y que estaba maniobrando para sacar alguna ventaja sobre ella.

—No solamente me creyó… sino que es cierto. Yo mismo las vi quemarse, ¡puesto que fui yo quien le aconsejó que obrara así! —se palmeó una rodilla y comenzó a reírse; Ámbar continuó mirándolo cuidadosamente, no del todo convencida—. Está hecha una furia del infierno. Dice que algún día me hará cortar la cabeza. Bien, lo haga o no lo haga, lo cierto es que el rey está muy complacido hoy conmigo… y tengo el propósito de morir con mi cabeza puesta. Dejemos, pues, que trace los planes y proyectos que quiera… Ha perdido los triunfos que tenía en la mano y ahora no puede nada… Escuchadme, señora: vuestra expresión no me gusta. ¿Acaso no creéis cuanto os digo?

—Puedo creer lo que me decís de las cartas… pero no creo que más tarde no vuelva ella al favor del rey. ¿Acaso no ha ocurrido ya eso? ¿Por qué, entonces, le da esa casa y le ha prometido hacerla duquesa, si ya ha terminado? Se dice por ahí hasta que se ha tomado dinero en préstamo para poder comprar Berkshire.

—Os diré por qué, madame. Lo hizo porque es de corazón generoso. Cuando ha obtenido todo lo que quiere de una mujer, nunca puede arrojarla de su lado sin contemplaciones. ¡Oh, no! De ningún modo. Siempre se comporta con ella muy honradamente; reconoce a sus retoños, esté o no convencido de que son suyos, y les entrega grandes sumas de dinero para evitar que la gente comience a murmurar. Bien, madame…, he creído que éstas serían muy buenas noticias para vos. Siempre he sido de opinión que vos y Bárbara no sentíais ninguna amistad la una por la otra.

—¡Yo la odio! Pero, después de todos esos años que ha estado en el poder… apenas si puedo creerlo…

—Ella misma apenas puede creerlo. Pero ya se acostumbrará, antes de mucho tiempo. Ya estaba yo cansado de sus caprichos… de modo que di los pasos necesarios para deshacernos de ella. Tal vez continúe mucho tiempo aquí, en Whitehall, quizás años, pero jamás volverá a tener la influencia de antes. Porque, una vez que el viejo Rowley está completamente cansado de una persona, sea hombre o mujer, no la ocupa más. Esa es nuestra mejor protección contra el canciller… Y ahora madame, se me ha ocurrido que queda abierta una amplia perspectiva para que una mujer inteligente pase sin obstáculos…

Ámbar sostuvo su mirada con firmeza. No era cosa muy envidiable ser aliado de Buckingham. El duque se comprometía en política nada más que por distraerse. Carecía de principios y de serios propósitos y seguía sus temporales caprichos, burlándose de la amistad, de los pactos, del honor, de la moralidad. No se sentía ligado a nada ni a nadie. Pero, a pesar de todo eso, tenía un nombre esclarecido y una fortuna que se consideraba todavía la más cuantiosa de Inglaterra. E incluso algo más persuasivo: tenía un rasgo de vengativa malicia, aunque no persistente, que podía causar gran daño. Hacía mucho tiempo que Ámbar había trazado su retrato moral.

—¿Y suponiendo que alguien quiera ser esa mujer? —quiso saber ella, haciendo la pregunta en voz queda.

—Alguna ha de quedar, os doy mi palabra. El rey Rowley ha sido gobernado por mujeres desde que se prendió de los pechos de su nodriza. Y esta vez, querida, esa mujer podríais ser vos. No hay otra, en este momento y en toda Inglaterra, que tenga una oportunidad tan feliz. Los caballeros que hacen compañía a la duquesa de Richmond, en la seguridad de que volverá a ejercer su antigua influencia sobre el rey, están perdiendo lastimosamente su tiempo. Jamás volverá el rey a interesarse por ella… ¡Si es una tonta sin seso! Puedo apostar mi cabeza. Os digo que soy zorro viejo, madame. Conozco perfectamente estas cosas… y he venido a ofreceros mis servicios.

—Vuestra Gracia me hace excesivo honor. Estoy segura de que es más de lo que realmente merezco.

El duque se puso tieso.

—Dejémonos de lisonjas y requiebros, madame, os lo pido por favor. Bien sabéis que así como puedo y quiero ayudaros… pido a mi vez que se me presten algunos pequeños servicios. Mi prima cometió la equivocación garrafal de creer que todo podía conseguirlo por medio de los sentidos, sin establecer diferencias de ninguna clase, lo que la ha traído a este extremo. Ese fue su gran error, y estoy seguro de que ella se habrá convencido ahora… si es que tiene bastante sutileza. Pero toda esa agua ha pasado ya bajo el puente, y en ningún modo nos concierne. Debo afirmaros francamente, madame, que he estudiado detenida y largamente el carácter de Su Majestad, y estoy en condiciones de afirmar, a trueque de pecar de inmodesto, que lo conozco tan bien como cualquier hombre que tiene cabeza. Si yo os dirijo, estoy seguro de que podemos modelar a Inglaterra de acuerdo con nuestros designios.

Ámbar no abrigaba designios sobre Inglaterra y no deseaba inventarlos. La política, nacional o internacional no le incumbía, excepto cuanto afectaba de un modo u otro el curso de sus deseos o ambiciones personales. Sus intrigas no se extendían, intencionalmente al menos, más allá de las personas que conocía y de los sucesos de los cuales era espectadora. Estaba inclinada a creer, con Su Majestad, que Su Gracia tenía molinos de viento en la cabeza… pero si agradaba al duque imaginarse comprometido en grandes proyectos, no veía la razón para discutir con él sobre ese punto.