Capítulo XXXIV

La noche transcurrió con enloquecedora lentitud.

Una vez que hubo limpiado la habitación y traído agua fresca del gran cubo de la cocina, Ámbar se lavó la cara, la boca y los dientes y cepilló su cabello con vigor. Seguidamente arrastró la carriola y arregló su cama. Pero no pudo descansar. La oprimía una sensación de culpabilidad que la obligaba a levantarse medio dormida y sobrecogida por el atroz pensamiento de que algo le había ocurrido a Bruce.

Al acercarse e inclinarse sobre él, alumbrándose con la bujía que llevaba en la mano, veía que no había sufrido cambios. Continuaba agitándose incesantemente y murmurando palabras incomprensibles, con el rostro deformado por una indescriptible ansiedad. Ámbar no había podido precisar si tenía o no conciencia. Sus ojos estaban entreabiertos pero no parecía oírla cuando le hablaba; tampoco se daba por enterado de su presencia. Una vez que cesó la transpiración y su piel se puso caliente y seca, su rostro adquirió todas las características de la apoplejía. El pulso se aceleró y la respiración se convirtió en un estertor doloroso. De vez en cuando tenía accesos de tos.

Aproximadamente a las cuatro de la madrugada comenzó a clarear. Ámbar decidió vestirse, pese a que le dolían los ojos y se sentía embotada por el cansancio. Se puso la camisa, las enaguas, los zapatos y el mismo vestido del día anterior, pero sin corsé, lo cual facilitaba sus movimientos. Se pasó un peine por el cabello y se limpió la cara, pero no usó polvos ni coloretes. Por vez primera su apariencia la tenía completamente sin cuidado.

La alcoba estaba sumida en la penumbra; todas las ventanas permanecían cerradas. No temía el aire de la noche, pero compartía la creencia de que era fatal para el enfermo. Y, además, profesaba la campesina superstición de que si se cerraban herméticamente las puertas y ventanas de una casa donde había enfermos, era probable que no entrara la muerte. Las emanaciones eran, pues, agobiadoras. No se percató de ello hasta que salió a la sala y aspiró una bocanada de aire. Después llevó al dormitorio un braserillo encendido y despejó el ambiente con hierbas y sahumerios.

Deshizo su cama y metió la carriola en el lugar acostumbrado. Tomó luego los recipientes de aguas servidas y fue a vaciarlos en la letrina del patio. Hizo dos viajes más para vaciar en ella dos cubos de agua fresca. Hacía mucho tiempo que no se había ocupado en esas tediosas y simples tareas de ama de casa.

La sed del enfermo persistía en forma alarmante. Dábale a beber vaso tras vaso, pero no parecía satisfacerse nunca. Vomitaba regularmente y hacía arcadas tan violentas que parecía que la próxima vez echaría las entrañas. Después de cada esfuerzo quedaba agotado, sudoroso e inconsciente. Ámbar lo miraba aterrorizada, presa de profundo desaliento.

«¡Se está muriendo! —pensaba mientras sostenía la jofaina debajo de su barbilla y le friccionaba la espalda, creyendo que así mitigaría sus dolores—. ¡Se está muriendo! ¿Qué haré? ¡Oh, maldita peste! ¿Por qué vendría? ¿Y por qué tenía que ser precisamente él quien la contrajera?» Después del último acceso se desplomó completamente extenuado. De súbito Ámbar se echó sobre él, abrazándolo desesperadamente. Dejó caer sus lágrimas invadida por un infinito desconsuelo, mientras lo retenía con fuerza, como resuelta a disputárselo a la muerte. Lo llamaba por su nombre, en medio de promesas, maldiciones y halagos cariñosos. Sus sollozos se fueron convirtiendo en gritos inhumanos.

Tras esa orgía de dolor, volvió a la realidad al sentir una suave presión de los dedos de Bruce en su cabellera, como si tratara de apartarla. Lo miró con el rostro anegado en lágrimas y los ojos desmesuradamente abiertos, como si hubiera sentido correr un escalpelo por su cuero cabelludo. Descompuesta por la vergüenza y el remordimiento, preguntóse si no la habría oído y comprendido. Entonces oyó que la llamaba.

—Ámbar…

Tenía la lengua tan monstruosamente hinchada que casi ocupaba por completo el hueco de la boca. Estaba cubierta por una película blanca y ostentaba en los bordes un color rojo brillante. Sus ojos se veían apagados pero, por primera vez en muchas horas, parecía haberla reconocido. No cabía duda de que luchaba con la agonía, haciendo un esfuerzo inaudito por coordinar sus pensamientos y expresarlos.

—Ámbar…, ¿por… porqué… no te has… ido…?

Ámbar lo miró como un animal en el cepo.

—Sí, Bruce, ya me voy. Ya me iba.

Los dedos del enfermo se apartaron; hizo un movimiento de retroceso y lanzó un profundo suspiro. Ámbar se retiró un poco.

—Que Dios te acompañe… Vete… mientras…

Las palabras se perdieron en un murmullo entrecortado y una vez más quedó postrado. Seguía mascullando palabras que ella no entendía.

Lenta y silenciosamente se apartó de él, verdaderamente atemorizada. Había oído decir que en ocasiones los enfermos enloquecían. Cubierta de sudor, logró finalmente ponerse de pie sin hacer ruido, fuera de su alcance. Sus lágrimas habían desaparecido y comprendía que si quería serle de alguna utilidad era preciso que conservara toda su sangre fría, hiciera algo para aliviarlo y rogara a Dios para que no se lo llevara.

Con esta férrea resolución, volvió de nuevo a su trabajo.

Le lavó la cara, los brazos y parte del torso; lo peinó; arregló la cama y le puso una nueva compresa fría en la frente. Observó que sus labios estaban resecos y agrietados; se los untó con una pomada. Trajo toallas limpias y toda la ropa sucia la metió en una gran bolsa, a pesar de que sabía que ninguna lavandera querría hacerse cargo de ella cuando supiera que había un apestado en la casa. Después se quedó a su lado, observando atentamente sus reacciones y tratando de adivinar lo que decía, anticipándose muchas veces a sus deseos antes de que hiciera esfuerzos o un movimiento para valerse solo.

A eso de las seis, comenzó a observarse algún movimiento por las calles. En la casa de enfrente, un aprendiz abrió las puertas de una pequeña mercería, silbando alegremente. Pasó un carruaje y a poco se oyó el pregón de una lechera:

—¡Lechera!

Ámbar abrió la ventana.

—¡Eh! ¡Aguardad un momento, que bajo!

Después de echar una mirada a Bruce y de ir a la cocina, bajó la escalera. Extendió el recipiente a la muchacha que esperaba en la puerta de la calle:

—Dadme dos litros, por favor.

La lechera era una joven rolliza y de saludable aspecto; indudablemente, residía en alguno de los pueblos vecinos a la capital. Le sonrió ampliamente mientras destapaba su cubo portátil.

—Parece que hoy tendremos otro día caluroso ¿eh? —dijo, con deseos de charlar un poco.

Ámbar permanecía con el oído atento —había dejado la ventana abierta— recelando que Bruce hiciera algún movimiento. Se concretó a asentir con un leve movimiento de cabeza.

En ese momento un ruido estridente llenó la calle. Era la campanilla fúnebre, que se agitó sonoramente tres veces antes de doblar la esquina… En algún lugar del barrio moría alguien y los que oían el repique debían rogar por el alma del agonizante. Ámbar y la muchacha cambiaron una mirada medrosa. Luego ambas cerraron los ojos y musitaron una oración.

—Tres peniques, madame.

Y Ámbar vio que la muchacha se fijaba por primera vez en su traje de luto con una expresión de desconfianza.

Le dio los tres peniques, levantó el pesado recipiente y, a punto de entrar, le dijo:

—¿Vendréis mañana?

La muchacha, con el cubo sobre un hombro, se había alejado ya sus buenos metros.

—No, madame. No vendré a la ciudad por algún tiempo. ¡No son cuentos eso de que la muerte transita por las calles de Londres! —Y sus ojos se posaron de nuevo en el vestido de luto.

Ámbar subió ligeramente la escalera, pues le pareció haber oído un ruido, pero encontró a Bruce echado como lo dejara. Al entrar ella en la habitación, hizo un movimiento como si quisiera sentarse. Dejó el recipiente en el piso y corrió hacia él. Sus ojos no eran ya sanguinolentos como la víspera; habíanse tornado amarillentos y hundidos profundamente en las cuencas. No cabía duda de que había perdido por completo la noción de las cosas y que no veía ni oía. Se movía y actuaba obedeciendo a su instinto.

Más tarde hizo Ámbar algunas compras. Adquirió queso, manteca, huevos, un repollo, cebollas, nabos y lechuga, azúcar abundante, una libra de jamón y un poco de fruta.

Bebió un poco de leche y se sirvió un poco de pavo frío que quedó de la noche anterior. Quiso inducirlo a comer y a beber algo, pero él la rechazó. No sabía si insistir o no; decidió que era mejor buscar un médico y esperó que alguno pasara por la calle —se los distinguía por sus bastones con puño de oro—. Como tanta gente enviaba por ellos a toda hora del día o de la noche, quizá pronto tuviera oportunidad de ver alguno. Sentía aprensión de dejar solo a Bruce, aun cuando no fuera sino por segundos. No se resolvió a ir a buscar uno por su cuenta.

A las diez, sin embargo, vio que su vómito contenía sangre. Esto la atemorizó de tal modo, que decidió hacerlo inmediatamente.

Tomó, pues, la llave y salió de la casa a toda prisa. Encaminóse calle arriba, donde recordaba haber visto una placa, abriéndose paso por entre gentes de toda laya, vendedores, amas de casa, porteros y mozos de cordel. Un coche que pasaba la dejó envuelta en una nube de polvo que a punto estuvo de ahogarla, un aprendiz le dijo una grosería que la hizo recordar que no iba completamente vestida, y un mendigo con el rostro y las manos cubiertos de llagas trató de asirla por la falda. Pasó por tres casas cruzadas de rojo, ante cuyas puertas se veía un guardia.

Llegó a la casa del doctor sin aliento y sintiendo una fuerte punzada en el pecho. Golpeó la puerta con impaciencia. Como no se oyera respuesta alguna, golpeó con más fuerza. Esperó unos minutos, y ya recogía sus faldas para retirarse, segura de que no había nadie, cuando oyó una voz femenina que preguntaba quién era. Apareció entonces una mujer con un pomo de esencias en la nariz. Miró a Ámbar con aire inquieto.

—¿Dónde está el doctor? ¡Tengo que verle ahora mismo!

La mujer le respondió fríamente, como si la hubiera incomodado.

—El doctor Barton está haciendo sus visitas.

—Entonces enviadlo a mi casa en cuanto llegue. Vivo en el Penacho, en el callejón de St. Martin…

Con el brazo señaló el camino que debía seguir y, sin mayores cumplidos, se alejó a la carrera, presionando su costado izquierdo, donde sentía un dolor punzante. Para su inmenso alivio, encontró a Bruce en la misma posición, aunque era de ver que había arrojado de nuevo —esta vez con más sangre— y apartado las sábanas a un lado.

Esperó la llegada del doctor sin poder reprimir sus nervios. Cada vez que oía un ruido, se asomaba a la ventana creyendo que era él. Su decepción la hacía jurar y maldecir. Eran ya las tres de la tarde cuando por fin hizo su aparición el galeno, sin aparentar mayor premura.

—¡Gracias a Dios que al fin habéis llegado! ¡Pronto! —Y le hizo señas para que la siguiera al dormitorio.

El discípulo de Hipócrates era un hombre de edad avanzada y de aspecto fatigado. Fumaba en pipa sin quitarla ni un segundo de la boca.

—Con la prisa no se va a ninguna parte, madame.

Ámbar lo miró furibunda e indignada al ver que no consideraba a sus pacientes cosas de primera importancia. No obstante, se sentía tranquilizada al verlo allí. Él podría decirle cómo se encontraba el enfermo, y lo que podría hacer por él. Por regla general había considerado a los médicos con cierto escepticismo, pero ahora habría acatado sin discusión la palabra de cualquier embaucador o charlatán.

Estuvo al lado del enfermo mucho antes que el médico, quien se detuvo todavía en el umbral del dormitorio, inquiriendo con ojos aprensivos por todos los rincones. Bruce estaba ya en estado de coma, aunque se revolvía siempre incansablemente, sin dejar de articular palabras carentes de significado. El doctor Barton se detuvo a unos pasos de distancia del lecho, arrojando humo como una chimenea. Por unos instantes lo miró sin decir palabra.

—¡Bien, doctor! —inquirió Ámbar—. ¿Cómo está?

Este se encogió ligeramente de hombros.

Madame, formuláis una pregunta imposible de responder. No lo sé. ¿Le ha salido el bubón?

—Sí, apareció anoche.

Quitó la sábana al enfermo para que por sí mismo apreciara el tumor que Bruce tenía en la ingle, el cual había aumentado considerablemente de tamaño. La piel de esa parte se veía estirada, de un color violáceo brillante.

—¿Le causa algún dolor?

—Lo toqué una vez por causalidad y lanzó un grito espantoso.

—El brote del incordio marca el punto más doloroso de la enfermedad. Pero, al menos, algunos que lo han tenido se han salvado.

—Entonces, ¿queréis decir que vivirá, doctor? ¿Se pondrá bien? —Sus ojos brillaron con una esperanza sin límites.

Madame, no puedo prometer nada. No lo sé. Nadie lo sabe. Admitimos que es una enfermedad que no conocemos… nada más. Algunas veces los atacados mueren en una hora… otras duran días enteros. En unos enfermos, el mal se desarrolla naturalmente y sin complicaciones; en otros, viene acompañado de convulsiones y terrible agonía. Los muy sanos y fuertes son tan vulnerables como los débiles y los enclenques. ¿Qué le habéis estado dando de comer?

—Nada. Rechaza todo lo que quise darle. Y vomita con tanta frecuencia que no le sería de ningún provecho.

—A pesar de ello debe comer. Tenéis que forzarlo de cualquier modo y darle de comer a menudo. Podéis prepararle carne picada, huevos y cordiales de vino. Y debéis abrigarlo todo lo que os sea posible. Envolvedlo en mantas calientes e impedid que se las quite. En algunas ocasiones, el calor consigue reanimarlos y ponerlos en pie. Si tenéis botellas de agua caliente, usadlas. Encended un buen fuego y no dejéis que se apague. Debéis tratar que transpire todo lo que sea posible. Y ponedle una cataplasma sobre el bubón… Hacedla con vinagre, miel e higos, si podéis conseguir algunos, miga de pan negro y bastante mostaza. Si quiere quitársela, tendréis que atarla de cualquier modo y ajustaría encima. A menos que reviente el tumor y expela todo el pus que guarda, habrá muy pocas posibilidades de que viva. Dadle también un fuerte emético… antimonio con vino blanco, o cualquier otra cosa que podáis obtener, y un enema. Eso es todo lo que puedo aconsejaros. Y vos, madame, ¿cómo os encontráis?

—Me siento bastante bien, a no ser que estoy cansada. Tuve que velar toda la noche.

—Daré cuenta de este caso y solicitaré que os envíen una enfermera. Para protegeros, os aconsejo humedecer hojas de laurel en vinagre y luego quemarlas, aspirando los humos varias veces al día —se encaminó hacia la puerta, seguido de Ámbar, quien no quitaba el ojo de Bruce—. Y, de paso, permitidme deciros que guardéis todo cuanto de valor haya en la casa antes que llegue la enfermera.

—¡Buen Dios! ¿Qué clase de enfermera es la que pensáis mandar?

—Hemos tenido que echar mano de todas las que se ofrecían voluntariamente —muy pocas, realmente—, y aunque es cierto que hay algunas honradas a carta cabal, en cambio no faltan otras que no lo son. —Había llegado a la antesala y, antes de bajar la escalera, se detuvo para agregar—: Si aparecen las manchas de la peste, podéis mandar tocar la campanilla fúnebre… Si eso sucede, nadie podrá salvarlo. Pasaré por aquí mañana. —Apenas hubo terminado de decirlo, se oyeron dos repiques de la mencionada campanilla, lo que significaba que el agonizante era una mujer—. Es la venganza de Dios por nuestros pecados. Muy bien… Buenos días, madame.

Ámbar regresó inmediatamente a cumplir las tareas asignadas. Sentíase cansada, pero estaba contenta de tener algo que hacer. Eso la ayudaría a evitar que los pensamientos la asaltaran; además, el poder hacer algo por él la llenaba de contento.

Llenó las botellas con agua caliente, las envolvió en toallas y luego se las acomodó alrededor, asegurándolas como pudo. Después lo tapó con media docena de mantas más. El enfermo, sofocado, las arrojaba una y otra vez, pero ella, con infinita paciencia, se las volvía a acomodar y luego proseguía su trabajo. El sudor comenzó a bañar la cara de Bruce y poco después corría a raudales, mojando completamente las sábanas y tiñéndolas de amarillo. El fuego de la chimenea crepitaba roncamente, alimentado con exceso. La temperatura de la habitación aumentó en forma considerable. Ámbar se despojó de las enaguas, se arrolló las mangas del vestido e hizo un solo moño con el cabello, sujetándolo con alfileres en la coronilla. Ella sudaba también copiosamente; la seda de su vestido se pegaba en las caderas y quedó manchada en las axilas. De rato en rato se enjugaba la cara y el pecho con un pañuelo.

Hizo que Bruce tragara el emético prescrito y, sin esperar a que hiciera su efecto, administró el clister. Era difícil y penoso, pero Ámbar estaba más allá del disgusto o el fastidio… Hacía todo lo que era necesario, sin detenerse a pensar. Después hizo desaparecer el revoltillo que había hecho, se lavó las manos y fue a la cocina a preparar la cataplasma de mostaza y la leche con vino blanco generoso, azúcar y especias.

El enfermo no se movió siquiera cuando le puso la cataplasma sobre el tumor, y ni pareció notarlo. Aliviada —porque había pensado que le lastimaría— regresó a preparar el cordial.

Probó la bebida y le pareció que le faltaba un poco de limón. Sí; ahora estaba bien. La vació en dos picheles y se dirigió al dormitorio. En ese momento oyó un grito, un extraño y terrible alarido, que le hizo poner los pelos de punta. Luego se sintieron un golpe y una caída.

Dejó los picheles encima de una mesa y corrió a ver lo que ocurría. Bruce se había caído al suelo y trataba de ponerse de pie… Al parecer, habíase desplomado al salir de la cama, haciendo caer la mesilla de noche con todo lo que tenía encima.

—¡Bruce! —gritó despavorida. Pero él no tenía conciencia de su presencia ni de lo que estaba haciendo.

El enfermo, trabajosamente, consiguió incorporarse. A continuación, se acercó con paso tambaleante a la ventana, que ella había dejado sin cerrojo. Ámbar voló hacia él, levantando de paso un pesado candelabro de plata que había sobre una de las cómodas. En el preciso instante en que él lograba pasar una pierna por encima del antepecho, lo tomó de un brazo y le descargó un fuerte golpe en la nuca. Vagamente se dio cuenta de que abajo, en la calle, había gente y que una mujer gritó al verle golpearlo.

Bruce se tambaleó y, aunque ella trató de sostenerlo en sus brazos, no lo consiguió; pesaba demasiado. Sabiendo que no lograría acostarlo sola, a tiempo que se deslizaba le dio un fuerte empujón, haciéndolo caer sobre el lecho de través y cayendo también detrás de él. Tan prestamente como pudo, se levantó y le puso encima una manta, pues estaba desnudo y empapado en sudor. Empujando, jurando a impulsos del miedo, de la pena, de la cólera, consiguió colocarlo en la posición anterior. Tras ese supremo esfuerzo, se dejó caer agotada sobre una silla, con los músculos doloridos.

Así se quedó un momento; al mirarlo de nuevo, notó que un hilo de sangre manaba de su cuello, lo que la hizo ponerse de pie como accionada por un resorte. Con algodón y un poco de agua fresca restañó la herida, la vendó con un trozo de blanco lienzo y le envolvió con ella la cabeza.

«¡Condenada enfermera! —pensaba con rabia—. ¿Por qué no estará ya aquí?» Reemplazó el emplasto y llenó de nuevo las botellas con agua caliente, pues se habían enfriado.

De paso por la cocina, apuró varios tragos del cordial que había preparado. Se suponía que era un gran vigorizante y, por esta vez al menos, la hizo sentirse más fuerte. Cubrió el pichel y se limpió la boca con el dorso de la mano. «¡Si por lo menos llegara esa endiablada moza! —se decía—. Por lo menos podría dormir. Moriré si no consigo dormir un poco.» El agotamiento la vencía y se quedaba dormida donde estaba. Cuando lograba sacudir el sopor quedaba más cansada aún, incapaz de realizar la tarea que tenía entre manos.

Pasó algún tiempo. Después Bruce empezó a moverse de nuevo, pero esta vez agitadamente. Se retorcía, arrojaba las mantas y profería frases inconexas, si bien ella presumía que juraba como un corsario durante el combate. Apenas quiso acercarle el pichel con el cordial, lo derramó en el suelo de un manotazo.

Transcurrieron largos minutos de expectativa y temor; felizmente el enfermo se fue tranquilizando poco a poco. Ámbar no tenía que hacer nada urgente y decidió escribir a Nan. Esto le resultó más difícil de lo que pensaba, porque deseaba decir la verdad a la muchacha sin alarmarla. Estuvo empeñada en este trabajo más de media hora, escogiendo las palabras con cuidado; había hecho antes varios borradores. Por fin quedó satisfecha. La metió en un sobre, buscó un chelín y se asomó a la ventana, esperando ver pasar a algún jovenzuelo que quisiera llevarla.

Caía la tarde y el cielo iba tomando un tinte más oscuro; sólo parpadeaban unas pocas estrellas. No había mucha gente por la vecindad, pero al inclinarse, divisó a un muchacho que marchaba por la mitad de la calzada y el cual se tapó la nariz al pasar por delante de la casa.

Ámbar se inclinó todavía más y vio que ante la puerta de la calle hacía guardia un alabardero. Eso quería decir que la puerta mostraba ya la tétrica cruz roja y que estaban encerrados allí por cuarenta días con sus correspondientes noches, o hasta que los dos murieran. Antes, muy poco antes, se habría horrorizado, pero entonces lo aceptó casi con indiferencia.

—¡Guardia! —exclamó sin alzar mucho la voz. El centinela se apartó de la pared y levantó la cabeza—. ¿Querríais dar esta carta a cualquier transeúnte para que la ponga en el correo? Por favor, os daré un chelín.

El guardia accedió y ella arrojó la carta y la moneda, cerrando a continuación la ventana. Por un momento se quedó allí, mirando al exterior como una prisionera; el cielo se oscurecía cada vez más y los árboles proyectaban sombras móviles. Sin saber a ciencia cierta lo que hacía, se distrajo ordenando las mantas que Bruce había apartado.

Eran casi las nueve cuando llegó la enfermera. Ámbar oyó que alguien hablaba con el guardia y luego, un aldabonazo. Tomó una bujía y fue a abrir, invitándola a pasar destempladamente.

—¿Por qué habéis tardado tanto? —quiso saber— ¡El doctor me dijo que os enviarían por la tarde!

—Vengo directamente de la casa de mi último paciente, madame, el cual tardó bastante en acabar.

Ámbar subió ágilmente la escalera, sin descuidar de alzar la bujía en alto para alumbrar el camino a la mujer, pero ésta, una rechoncha masa de carne entrada en años, subía con lentitud, resoplando y apoyando las manos en las rodillas cada vez que ponía el pie en un peldaño. Ámbar se paró en el rellano y se apartó para darle paso. Ahora que la veía bien, su aspecto la tranquilizó.

Tendría unos sesenta años. Su rostro era redondo y mofletudo, ornado por una nariz de ave de rapiña y una boca de labios delgados que parecía una hendidura hecha con tijeras. Sobre la cabeza le bailaba una peluca expuestos al aire unos hombros y senos marchitos. Despedía un rancio olor agrio.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó Ámbar una vez que la vieja recobró el aliento.

—Spong, madame, mistress Spong.

—Y yo soy mistress Dangerfield. El enfermo está aquí —diciendo esto entró en el dormitorio, seguida de la vieja, cuyos bovinos ojos parecían dilatados al contemplar los lujosos muebles. Ni siquiera miró a Bruce, hasta que Ámbar, exasperada, la despertó—: ¡Bueno!

La Spong pareció salir de un sueño; observó al paciente con mirada boba y mostrando unos dientes negros.

—¡Oh!… ¡De modo que éste es el enfermo! —se inclinó para verlo mejor—. No parece estar muy bien, ¿no es cierto?

—¡No! —espetó Ámbar, furibunda de que le hubiesen mandado aquella estúpida de vieja—. Bueno; vos sois la enfermera ¿no? Decidme, pues, qué es lo que se debe hacer. ¿Cómo puedo curarlo? Hice todo cuanto me dijo el doctor que hiciera…

Madame, si habéis hecho todo eso, nada tengo que agregar por mi parte.

—Pero ¿cómo os parece que se encuentra? Vos habéis visto otros atacados del mismo mal… ¿Qué diferencia le encontráis comparado con ellos?

La Spong examinó al enfermo, haciendo un expresivo visaje.

—Realmente, no sé qué decir, madame… Algunos de ellos parecían estar en peor estado, otros en mejor. Pero, para ser sincera, no tiene muy buen aspecto. Y ahora, señora, ¿no tendríais algo de comida para una pobre vieja medio muerta de hambre? En la última casa donde estuve no tenían nada que comer. Os juro que…

Ámbar, con ceño le indicó que se callara. Bruce se había incorporado a medias, buscando la jofaina.

—Allí encontraréis algo —le dijo, extendiendo una mano en dirección a la cocina.

Se sentía más descorazonada que nunca. La mugrienta e imbécil vieja no le serviría para nada. No dejaría que tocara a Bruce, pues le serviría de estorbo en todo. Lo mejor que podía hacer era mandarla a vigilarlo durante la noche, mientras ella descansaba un poco. Al día siguiente la despediría, pidiendo que le mandaran otra mejor.

Pasó hora y media y no vio ni vestigios de la Spong. Por último, ciega de rabia, irrumpió en la cocina, sorprendiéndose al encontrarla toda revuelta y sucia como no lo había estado jamás. La despensa estaba abierta de par en par, en el suelo se veía un huevo roto; grandes lonchas de jamón y una cuarta parte del queso habían desaparecido. La Spong la miró como idiotizada. Tenía un pedazo de jamón en una mano y una botella de champaña —abierta la noche anterior— en la otra.

—¡Vamos! —dijo Ámbar cáusticamente—. ¡Por lo visto, aquí no os moriréis de hambre!

—¡Oh no, madame! —admitió la vieja—. Soy una enfermera de calidad, permitid que os lo diga. En las casas donde estuve, siempre había bastantes comestibles, con excepción de una o dos.

—Id al dormitorio y cuidad a Su Señoría. Debo prepararle algo de comer. Llamadme si se quita las mantas o quiere vomitar… pero vos no hagáis nada.

—¿Su Señoría habéis dicho? Entonces vos sois su esposa, no me cabe duda.

—Ocupaos en vuestros asuntos y haced lo que os digo. ¡Vamos!

La Spong se encogió de hombros y salió. Ámbar, cuyo enfado no cedía, comenzó a preparar el alimento de Bruce. Unas horas antes le había dado un resto de la sopa de la noche anterior. Fastidiado porque se le molestaba, Bruce la había rechazado, llenándola de maldiciones; ella había insistido hasta conseguir que tragara algunas cucharadas. Al cuarto de hora lo había devuelto todo.

Esta vez ocurrió lo mismo. Sostuvo la vasija bajo la barbilla del enfermo, que arrojaba la sopa y, agobiada por el fracaso, se puso a llorar quedamente. A la Spong parecía dársele un ardite de todo. Se había arrellanado regaladamente en un sillón, a unos cuantos pasos de la cama. Tenía todavía la botella de champaña en la mano, y emitía sonoros regüeldos que olían al pavo frío que se estaba comiendo y cuyos huesos arrojaba por la ventana, sin dejar de cambiar escabrosas galanterías con el guardia de abajo. Ámbar no pudo contenerse más.

—¡Cerrad esa ventana y no os atreváis a abrirla otra vez! —exclamó airadamente. Se levantó, la cerró y aseguró la falleba. La Spong dio un salto—. ¿Qué os proponéis hacer?

—¡Por Dios, ama! No quería molestar al caballero.

—Ya sabéis, haced lo que os digo, nada más. ¡Tened la ventana cerrada o… haré que lo lamentéis! ¡So vieja y mugrienta tumbacuartillos! —agregó entre dientes, mientras se dirigía a la cocina a fregar la vajilla y a ponerla más o menos presentable.

Sara Goodegroome había sido siempre una meticulosa ama de casa y, ahora que Ámbar tenía que dedicarse a los quehaceres domésticos, quería tener su casa bien aseada, aunque tuviera que recargarse de trabajo.

El desvarío de Bruce aumentaba en forma inquietante. Se agitaba y retorcía sin tregua, diciendo palabrotas y lanzando maldiciones. La Spong lo adjudicó al proceso del bubón. Dos de sus pacientes —contó plácidamente— no habían podido soportar el dolor y habían perdido la razón, quitándose la vida.

Contemplar su sufrimiento y no poder hacer nada por aliviarlo era una agonía. Ámbar estaba pendiente de él y se anticipaba a todas Sus necesidades. Arreglaba las mantas casi cada minuto y de vez en cuando cambiaba la cataplasma. Una de esas veces, mientras lo hacía, Bruce, enfurecido y completamente loco, levantó el puño y quiso descargarlo sobre ella. Ámbar consiguió apartarse rápidamente, rehuyendo así el golpe, cuya violencia la habría tendido sin sentido en el piso. El tumor había alcanzado un tamaño enorme; ahora parecía una pelota de tenis completamente salida hacia fuera, la piel tensa y de color morado.

La Spong seguía sentada, murmurando para su capote, canturreando alguna desvergonzada canción de su repertorio o volcando en su garganta de rato en rato el contenido de una botella de vino medio vacía que tenía al alcance de la mano. La mayor parte del tiempo Ámbar estaba ocupada, de modo que casi no advertía su presencia. De cualquier manera, se desentendía completamente de la vieja.

A las once, después de haberse bañado, se puso su salto de cama sobre el cuerpo desnudo y se volvió hacia la enfermera.

—Dormí muy poco anoche, mistress Spong, y estoy cansada como un perro. Si cuidáis al enfermo durante tres o cuatro horas podré descansar, y luego os reemplazaré. Así haremos turnos, porque siempre debe haber una que lo cuide en todo momento. ¿Lo taparéis cuando se descubra?

—Pues, ¡claro que sí, ama! —asintió la Spong, moviendo la cabeza, lo que hizo que se agitara su peluca dejando ver sus lacios pelos grises—. Podéis contar conmigo, os lo aseguro.

Ámbar preparó la carriola y se tiró encima como estaba, sin taparse, pues hacía mucho calor. No quería dormir, tal era el temor que experimentaba al dejarlo solo, pero sabía que no tenía alternativa. En contados segundos se durmió como un leño.

No habría podido precisar cuánto había dormido, cuando sintió un golpe en la cara y un cuerpo pesado que caía sobre ella. Involuntariamente, lanzó un alarido que llenó la noche de ecos siniestros. Luego se dio cuenta de lo que había sucedido y empezó a luchar salvajemente para librarse. Bruce, en su agonía, se había levantado de la cama y saltado sobre ella. Allí yacía, ahora, una potente masa inerte.

Ámbar dio voces a la Spong, pero no recibió respuesta. Logró salir de la carriola y vio que la vieja se había quedado dormida con la cabeza caída a un lado y resollando ruidosamente. Ni siquiera había oído el mortal grito de Ámbar. Corrió hacia ella enfurecida y la abofeteó sin compasión, al mismo tiempo que le atenazaba un brazo, fláccido e inerte como fofa bolsa de grasa.

—¡Levantaos! —le gritó—. ¡Levantaos y ayudadme, so miserable pájara!

Despertada de modo tan contundente, la Spong saltó sobre su silla más pronto de lo que lo hacía generalmente. Lucharon un buen rato, mas por fin lograron acomodarlo de nuevo en el lecho, sin conocimiento. Ámbar se inclinó sobre él, le puso la mano sobre el corazón y contó las pulsaciones. Todavía latía, aunque muy débilmente.

De pronto oyó una exclamación de la Spong.

—¡Oh, Dios mío! ¿Qué he hecho? ¡Lo he tocado y me contagiaré!

Ámbar giró sobre sus talones, poseída de real furia.

—¿Qué es lo que habéis hecho? —gritó casi—. ¡So panzuda y vieja celestina! ¡Os habéis quedado dormida y habéis dejado que él se levantara de la cama! ¡Podríais haberlo matado! ¡Pero, por Cristo os lo juro: si se muere, deseo que os contagiéis! ¡Y si no, os estrangularé con mis propias manos!

La Spong, realmente alarmada, dio varios pasos hacia atrás, temblando.

—¡Por Dios, ama! ¡No os pongáis así! ¡Debo de haberme quedado dormida un segundo, no más, os lo juro! ¡Por amor de Dios, ama, no me peguéis!…

Ámbar dejó caer sus puños y se apartó con disgusto.

—Sois una vieja estúpida. Mañana pediré que me manden otra enfermera.

—No podéis hacerlo, ama. No pueden daros otra enfermera. Me han enviado a mí y aquí debo quedarme hasta que vosotros dos hayáis muerto.

Conmovida a su pesar, Ámbar agachó la cabeza, exhausta. Apartó con aire distraído el cabello que le caía sobre la cara.

—Muy bien. Idos a dormir. Yo lo cuidaré. Por ahí hay una cama —y diciendo eso, señaló una habitación interior.

Durante el resto de la interminable noche, veló al dado de Bruce. Estaba muy quieto, como no lo había estado desde que contrajo la enfermedad. No quiso molestarlo ni para darle alimento, pero preparó para sí una buena taza de café caliente que la mantuviera despierta; de vez en cuando bebía una copita de brandy. Sumándose a su agotamiento, el alcohol la adormecía, por lo que no se atrevió a beber mucho. En la habitación contigua, la Spong roncaba seráficamente. De tiempo en tiempo, pasaba algún coche; los herrajes de los caballos sonaban sobre el pavimento rítmicamente. El guardia nocturno paseaba de un lado a otro ante la puerta. En alguna parte comenzó a maullar un gato, al que hizo eco otro más allá. La campanilla de los difuntos se oyó tres veces distintas y un sereno dejó oír su pregón musical:

¡El sereno pasa!…

Vigilad vuestra casa

Y cerrad vuestras puertas al ladrón.

¡El sereno pasa!…

Vigilad vuestra casa.

Que Dios os conceda buenas noches y descanso.

¡Es la una de la mañana!