Capítulo XXII

Groping Lane era un miserable, sucio y desacreditado callejón de Iower Hills. Las casas eran viejísimas, de estilo caprichoso y edificadas según los dispares gustos de sus propietarios; los pisos superiores se inclinaban sobre la calle, casi chocando entre ellos y robando el aire y la luz. Altas y fétidas pilas de desperdicios y basura se veían de trecho en trecho, adosadas a los muros de casas construidas al azar. Un hermoso carruaje trató de penetrar en la callejuela pero, encontrándola demasiado estrecha, se detuvo a la entrada. Bajó de él una mujer completamente cubierta con una capa negra y un capuchón y con un espeso velo sobre la cara. Escoltada por dos lacayos, avanzó ton premura unas buenas decenas de pasos, hasta llegar a una de las casas, en cuyo interior desapareció. En la puerta quedaron los dos factótums.

La dama velada subió de dos en dos los angostos escalones, hasta llegar al segundo piso. Se detuvo delante de una puerta y llamó con los nudillos. Por unos momentos no se oyó respuesta alguna, lo que la obligó a repetir la llamada. Esta vez lo hizo impacientemente, sin dejar de mirar con inquietud a su alrededor, como si alguien la estuviera acechando a favor de las sombras del corredor, tenebroso como boca de lobo. No se abrió la puerta, pero se oyó la voz de un hombre que preguntaba cautelosamente:

—¿Quién es?

—¡Déjame entrar! ¡Soy lady Castlemaine! —susurró la mujer a su vez—. ¡Pedazo de zote, abrid de una vez!

Como si se hubiera pronunciado una fórmula mágica, la puerta se abrió de par en par. En su hueco, inclinado hasta casi tocar el piso con la mano, estaba un hombre. La invitó a pasar con un ademán de untuosa hospitalidad.

La habitación donde entró Bárbara era pequeña, oscura y casi desprovista de muebles, pues sólo se veían algunos taburetes y sillas desportilladas y una mesa grande atiborrada de papeles y libros; más libros y un globo terráqueo se veían en el piso. Afuera, la noche era cruda, y el escaso carbón de la chimenea apenas caldeaba la pequeña zona adyacente. Un feo perro mestizo salió de uno de los rincones y fue a husmear los pies de Bárbara, que se sintió un poco inquieta. Pero el can, ya muy viejo y cansado para gruñir, se retiró a su rincón, donde siguió batallando con un hueso.

Su dueño no tenía mejor aspecto. Era tan flaco y huesudo que sus calzones y su camisa colgaban como de una percha. Pero sus azules ojillos se movían presta y sagazmente, y su semblante, a pesar de su macilento aspecto, tenía un aspecto vivaz, inteligente y astuto, revelado en el brillo de los ojos y en el oleaginoso rictus de su sonrisa.

Se trataba del doctor Heydon —título que se asignaba liberalmente—, astrónomo y humanista. Bárbara Palmer había estado allí una vez para que vaticinara con quién contraería matrimonio el rey de Inglaterra.

—Humildemente pido disculpas a Vuestra Señoría —dijo—, por no haber abierto la puerta inmediatamente. Mas, para ser sincero, debo deciros que estoy tan obligado con mis acreedores, que no me atrevo a abrir a nadie si previamente no me he cerciorado de su identidad. La verdad es ésa —agregó, dando un suspiro y tendiendo las manos—. ¡Casi no me atrevo a salir de mi morada estos días, por temor de ser detenido por un alguacil y conducido a Newgate! ¡No lo permita Dios!

Pero si esperaba interesar a Bárbara en sus problemas, andaba muy errado. En primer lugar, ella sabía que no había en Londres vendedor de cintas o perfumista o modista que no aspirara a enriquecerse a costa de la nobleza. Y en segundo lugar, ella había ido allí a contarle sus sinsabores, no a oír los de él.

—Necesito que me ayudéis, doctor Heydon. Hay algo que vos debéis saber. ¡Significa mucho para mí!

Heydon se frotó las manos y luego caló unas gafas sobre su precaria nariz.

—¡Por supuesto, milady! Tened la bondad de tomar asiento. —Le alargó una silla y él tomó otra del lado opuesto de la mesa; levantó una pluma de ganso que le servía para escribir y con su extremo se acarició la barbilla—. Vamos a ver, señora. ¿Cuáles son los disgustos que os turban?

Su tono era invitador, como animándola a confiarse en él, y dando a entender una voluntad y una habilidad ilimitadas para resolver el más intrincado problema.

Bárbara se había quitado el velo y echó hacia atrás la capucha, abriendo al mismo tiempo la capa para sentirse más cómoda. Al hacerlo, brillaron a la mortecina luz de la habitación los diamantes de sus aros y de un aderezo que llevaba en la garganta, a cuya vista el doctor Heydon entornó los párpados para evitar que denunciaran la voracidad con que concentraba su atención en ellos.

Bárbara no se dio cuenta de nada. Recordando lo que la llevaba, frunció el entrecejo, durante algunos minutos, mientras se despojaba de los guantes, guardó silencio y permaneció pensativa. ¡Si hubiera algún modo de obtener su consejo sin tener necesidad de confesarlo todo! Sentíase como una novia que va a consultar con el médico, con la diferencia de que sus escrúpulos nada tenían que ver con el pudor y modestia, sino con un maltrecho orgullo.

«¿Cómo podré decirle que el rey se ha cansado de mí? —pensaba—. ¡Además, no es cierto! ¡Yo sé que no lo es! ¡No importa lo que digan! Lo único que ocurre, es que desea tener un hijo legítimo… ¡por una vez, siquiera! Yo sé que todavía me ama. ¡Debe amarme! ¡Se muestra tan frío conmigo como con Frances Stewart…! ¡Oh, todo por culpa de esa mujer… de esa maldita portuguesa!» Miró al astrólogo.

—Sin duda habréis oído decir —dijo por último— que el rey, finalmente, quiere tener un hijo legítimo —acentuó la palabra «finalmente» dándole una inflexión que insinuaba que la demora se debía a la maliciosa picardía de Catalina.

—¡Oh, señora! ¡Por supuesto! ¡Todo el mundo lo sabe! Y aun cuando ha pasado ya bastante tiempo… Bueno, más vale tarde que nunca, como se dice. ¿No os parece? —Ante una mirada reprobadora de Bárbara se interrumpió, carraspeó y se inclinó sobre sus papeles—. ¿Qué estábamos diciendo, Señoría?

—¡Que Su Majestad trata de tener un hijo legítimo! —espetó, malhumorada, la Castlemaine—. Parece que al saber que la reina estaba en estado interesante, Su Majestad se ha enamorado seriamente. Esa debe de ser la razón, puesto que antes apenas si hacía caso de ella. Se olvida ahora de sus antiguas amistades y apenas si de vez en cuando se deja ver de alguna de ellas. Yo quiero que vos me digáis —remarcó, inclinándose y mirándolo con fijeza— qué sucederá cuantío nazca el niño. ¿Volverá entonces a sus antiguas costumbres? Y si no es así ¿qué ocurrirá?

Heydon asintió e inició su trabajo. Permaneció largo tiempo engolado en sus papeles, prestando especial atención a un complicado mapa celeste cubierto de rayas, signos y cruces; lo estudió frunciendo ligeramente los labios, al parecer completamente absorto. De rato en rato respiraba por dos ventanucos abiertos entre sus dientes y tamboreaba sobre la mesa. Bárbara, sentada enfrente, lo contemplaba con un interés tan creciente como sus esperanzas. Ni siquiera le pasaba por la imaginación que pudiera darle malas noticias. De cualquier modo, el trabajo debía resultar a su entera satisfacción… Como había ocurrido siempre.

—Vaya, señora —declaró por último el hombre—; me habéis hecho una pregunta difícil de responder.

—¡Cómo es eso! ¿Acaso no podéis ver el futuro? ¡Creí que podíais y por eso vine a veros! —le hablaba como lo habría hecho con el guantero que le dijera que no podía encontrar el cuero que ella deseaba.

—Mis años de estudio no han sido vanos, señora, os lo puedo asegurar. Pero una pregunta semejante… vos comprenderéis… —Se encogió de hombros estirando las manos palmas arriba, y luego esbozó un ademán que quiso significar el paso de un cuchillo por la garganta—. Si llegara a saberse que yo hice un pronóstico sobre asunto tan importante… —miró de nuevo sus cartas, frunciendo el entrecejo dubitativamente, después de lo cual murmuró, como si hablara consigo mismo—: ¡Es increíble! ¡Francamente, no puedo creerlo!…

Bárbara Palmer, poseída de irrefrenable excitación, no pudo contenerse y, apenas sentada en el borde de la silla, se estiró hacia él, los ojos relampagueantes.

—¿Qué es increíble? ¿Qué habéis encontrado? ¡Vamos, hombre, decidlo de una vez!

Heydon se recostó sobre el respaldo de su silla y se quedó reflexionando contemplándose los nudillos de las manos.

—¡Ah, señora!… ¡Es una información de mucha importancia para decirla así, tan a la ligera! Concededme algunos días para pensar lo que debo hacer, os lo ruego.

—¡No! ¡No puedo esperar! ¡Tengo que saberlo ahora mismo! ¡Me volveré loca si no me lo decís! ¿Qué es lo que queréis? ¡Os puedo dar todo! Cien libras…

—¿Tenéis, acaso, cien libras aquí?

—No, no las he traído. Os las enviaré mañana.

El otro movió la cabeza.

—Lo siento mucho, señora, pero no efectúo negocios a crédito. Eso me ha dejado en la situación en que me veis. Tal vez fuera mejor que vinierais mañana.

—¡No! ¡Mañana, no! ¡Tengo que saberlo ahora! Vamos… Tomad estos aros… el aderezo y este anillo… ¡Valen en conjunto más de cien libras, en cualquier momento! —se quitó rápidamente las joyas, poniéndolas sobre la mesa como si se hubiera tratado de meros abalorios de un metal cualquiera, adquiridos por una bagatela—. Vamos… ¡Decídmelo pronto!

El astrólogo reunió las joyas y se las metió en los bolsillos.

—De conformidad con lo que dicen las estrellas, señora, el hijo de la reina nacerá muerto.

Bárbara ahogó un grito. Con una mano se tapó la boca mientras se hundía en su asiento con la faz demudada, aun cuando era evidente que luchaba con el escepticismo. Mas, tras unos instantes en que pareció pesar el pro y el contra, brotó de sus ojos una chispa de maligna satisfacción.

—¡Nacerá muerto! —murmuró—. ¿Estáis seguro?

—Si las estrellas lo dicen, señora, lo dice Dios.

—Es claro, tenéis razón. ¡Las estrellas lo dicen! —se levantó presurosa—. Eso quiere decir que él volverá a mí, ¿no es cierto? —y vueltas su confianza y su alegría, volvía también a sus antiguos modales imperiosos.

—Parece que será así… pero podría ser que no; eso depende de las circunstancias ¿eh? —su voz se había convertido en un cuchicheo y sonreía misteriosamente, como si le insinuara que de ella dependía más que de nadie.

—¡Oh, claro que volverá! ¡Buenas noches, doctor Heydon! —se acomodó la capa, se puso la capucha y el velo y salió, precedida del astrólogo, que fue a abrirle la puerta. El perro se acercó, aunque esta vez no se molestó en olfatear. Bárbara comenzó a bajar la escalera, levantándose la falda para ver mejor dónde pisaba. Antes de desaparecer, se volvió hacia él y lo miró por encima del hombro, sonriéndole amablemente—. ¡Espero que los diamantes despejen el peligro de Newgate, doctor! ¡Esa noticia vale para mí mucho más de mil libras!

El astrólogo se inclinó. Cuando ella hubo desaparecido tras el primer rellano, él se volvió y se metió en su estancia, cerró la puerta y corrió prestamente el cerrojo. El animal, apoyado mansamente en sus pies, movía suavemente la cola.

Towsser —le dijo acariciándolo—; por lo menos hemos ganado para comer algún tiempo.

Bárbara tomó muy en serio la profecía del doctor, y desde entonces la salud de la reina era algo que le incumbía directamente. Iba al besamanos todas las mañanas, se quedaba a cenar en sus habitaciones y a cada momento enviaba a sus pajes para que fueran a averiguar si Su Majestad tenía alguna indisposición… En suma, mantenía una constante y secreta vigilancia sobre todo cuanto ella hacía. Pero Catalina parecía prosperar. Cada día se veía más saludable y bonita.

—¿No os sentís bien, Majestad? —le preguntó un día directamente, desesperada—. ¡Estáis tan pálida y cansada!

Pero la reina Catalina rió, y en su mal inglés respondió:

—¡Claro que me siento bien, milady! ¡Nunca me he sentido mejor!

Bárbara empezó a pensar seriamente en la posibilidad de exigir al falso doctor la devolución de sus joyas. Fue entonces, a mediados de octubre, y más o menos en el quinto mes de embarazo, cuando corrió por palacio un rumor. Su Majestad había caído enferma y se decía que perdería al niño.

Catalina estaba postrada en el lecho, rodeada por sus doncellas y damas de honor. Tenía cerrados los ojos para evitar que fluyeran las lágrimas a raudales. Se sentía infeliz, enferma y temerosa. Pero cuando oyó que la Penalva ordenaba a una de las mujeres que fuera por el rey, abrió los ojos y la reprochó.

—¡No! —exclamó—. ¡No hagáis eso! ¡No mandéis por él! No es nada… Luego estaré mejor… Aguardad a que venga mistress Tanner.

Mistress Tanner era la comadrona que asistía a la reina. Se la había mandado a buscar en cuanto Catalina se sintió enferma. Llegó pocos minutos después y, mientras se inclinaba sobre el lecho, su vulgar rostro denotaba la alarma que la invadía. Mistress Tanner no parecía sino una pescadera disfrazada de gran dama. Su cabello era grisáceo, casi blanco; sus mejillas estaban tan pintadas como manzanas de otoño; en sus dedos, orejas y cuello exhibía costosas joyas, obsequio de sus pacientes y una convincente y práctica forma de hacerlo saber.

Catalina abrió los ojos por segunda vez y encontró los de la mujer inclinada sobre ella.

—¿Os sentís mal, Majestad? ¿Es la primera vez que os sentís indispuesta? ¿Habéis tenido dolores?

—Sí, he tenido dolores… aquí… y siento como si… como si me bajara sangre… —la miro con la expresión lastimera de un perrillo que pide comida.

Al oír esto, mistress Tanner cambió por completo; su aparente tranquilidad desapareció para dar lugar a la inquietud y el temor. Rápidamente procedió a despojarse de anillos y brazaletes.

—¿Me permite Vuestra Majestad efectuar un examen?

Catalina asintió y mistress Tanner lanzó una expresiva mirada a las damas que rodeaban el lecho. Luego untó sus manos con aceite esencial y desapareció detrás de los cortinajes del lecho real. Poco después se oyó algo así como el vagido de un animalito, al que hizo eco un gemido de la reina. Todas las mujeres se estremecieron con dolorosa simpatía. Por último, mistress Tanner apartó las cortinas, metió las manos en una palangana y dijo a una de las azafatas:

—Su Majestad ha tenido un accidente. Llamad al rey. —La noticia causó enorme sensación entre los asistentes, que cruzaron elocuentes miradas.

Pocos minutos después llegaba precipitadamente el rey. Se dirigió primero a la comadrona, que estaba secando sus manos, mientras dos doncellas limpiaban la sangre del piso. Le habían avisado en el campo de tenis, de modo que sólo llevaba los calzones y la camisa con las mangas arrolladas; su moreno rostro, cubierto de sudor, denunciaba su nerviosismo.

—¿Qué ha sucedido? Me han dicho que Su Majestad ha caído enferma…

Mistress Tanner miró a otro lado, sin atreverse a enfrentarse con aquellos ojos de acero.

—Su Majestad ha tenido un aborto, Sire.

Una expresión de horror cruzó por el semblante del rey. Rápidamente apartó las cortinas y se arrodilló al lado del lecho, fuera de la vista de los demás.

—¡Catalina! ¡Catalina, querida mía! —su voz era apremiante aun cuando queda. Ella yacía de espaldas, con los ojos cerrados y, al parecer, inconsciente.

Sus párpados se abrieron lentamente y fijó su mirada en su esposo, sin reconocerlo a primera vista. Después de contemplarlo por unos segundos como atontada, escondió la cara, sollozando.

—¡Oh, Catalina! ¡Cuánto lo siento! ¿Te han dado algo para mitigar el dolor? —El semblante de Carlos Estuardo estaba tan desencajado como el de su mujer. Sobre todas las cosas de la tierra, había anhelado un hijo legítimo, pero experimentaba profunda compasión por los sufrimientos de Catalina.

—No es el dolor. Eso no me preocupa. El dolor no significa nada… Pero ¡Oh! ¡Deseaba tanto darte un hijo!

—Ya lo tendrás, querida… No debes pensar en eso ahora. Piensa solamente en que debes ponerte bien.

—¡Oh, yo no quiero ponerme bien! ¿De qué sirve que viva, si no puedo cumplir con mi deber? ¡Oh, querido mío…! —el timbre de su voz bajó hasta convertirse en un lamentable susurro casi inaudible, mientras sus ojos denotaban su enorme angustia—. Supongamos que sea cierto que… que yo no puedo engendrar hijos…

Carlos se estremeció e involuntariamente se echó hacia atrás. No subía él que esa especie maligna hubiera llegado a sus oídos, aunque había estado circulando por toda la Corte e incluso en el extranjero desde el primer mes de su matrimonio.

—Catalina, querida… —sus finos dedos acariciaron sus cabellos y sus pálidas y mojadas mejillas—. Eso no es cierto. ¡Claro que no es cierto! La gente hablará siempre, mientras tenga lengua. Estos accidentes se repiten con frecuencia, pero no quieren decir nada. Ahora debes descansar y ponerte fuerte… en obsequio mío —sonrió con ternura e inclinó la cabeza para besarla.

—¿En obsequio tuyo? —una vez más lo miró intensa y ansiosamente, mas luego sonrió con cansancio—. ¡Oh, eres tan bueno! ¡Eres tan bondadoso conmigo! Yo prometo… No quiero que esto suceda la próxima vez.

—Claro que no sucederá más. Ahora duérmete, querida, y descansa… Dentro de poco estarás bien.

Permaneció arrodillado hasta que la respiración de la reina se hizo acompasada y regular, hasta que el pequeño gesto de dolor desapareció. Luego se levantó, sin decir palabra, salió de su cámara y fue a encerrarse en sus habitaciones.

Catalina no mejoró en los días siguientes. Por el contrario, se ponía cada vez peor. Hicieron todo cuanto era posible para curarla: la sangraron hasta dejarla tan blanca como las sábanas de Holanda que la cubrían; abrieron dos palomas en dos y las ataron a las plantas de sus pies desnudos para que extrajeran el mal; le administraron purgantes, polvos para estornudar, perlas y cloruro de oro. Sus sacerdotes no la dejaban ni por un momento, orando y esperando. A toda hora la cámara estaba llena de cortesanos. La realeza no poseía el privilegio de nacer o morir con tranquilidad o en privado.

Durante todo ese tiempo el rey Carlos permaneció a su lado, siguiendo ansiosamente cada movimiento que hacía. Su aflicción emocionaba a todos menos a la Castlemaine, quien la atribuía a su bondad, nada más, y no, como creían los demás, a que la amaba hasta la adoración.

Todos estaban convencidos de que moriría; la mayoría esperaba que lo hiciera, y todas las conversaciones versaban, no sólo sobre la inminente muerte de la reina, sino sobre su presunta reemplazante. ¿Con quién se casaría el rey la próxima vez? Era obvio que debía hacerlo, tras un lapso prudencial de duelo.

Frances Stewart era la novia que los amables cortesanos le habían adjudicado. Algunas gotas de sangre real corrían por sus venas, tanto como para hacer posible el matrimonio. Era una mujer hermosa y… todavía virgen. Esa, por lo menos, era la opinión de los mejor informados; Su Majestad había merodeado a su alrededor durante meses y sin resultado, desde que ella llegara de Francia para integrar el grupo de las doncellas de honor de la reina.

Frances Stewart no había cumplido aún los dieciocho años. Era alta y esbelta, y su aire, tranquilo y reposado. A la menor causa, estallaba en una risa regocijada que ponía de relieve la divina alegría de su juventud y su absoluta confianza en la vida. Su belleza era pura y perfecta como una gema sin tacha, exquisita como un álamo resplandeciente bajo la luz del sol.

Carlos Estuardo, seducido por el irresistible atractivo de su belleza, descubrió que su recato era tan increíble como verdadero. Había trazado un minucioso y sistemático programa de seducción, hasta entonces, sin resultado alguno. Su intacta juventud y su candor influían de tal modo en él, que lamentaba haber perdido sus años más mozos, como si en ella estuviera personificado el secreto de la eterna juventud. Anhelaba retener, siquiera por un instante, algo de ese precioso encanto.

Durante los cuatro meses transcurridos desde el descubrimiento del embarazo de Su Majestad, Carlos Estuardo pareció haber perdido el interés por Frances Stewart; se comportaba con ella tan fríamente que parecía que nunca la hubiera deseado… o que ya la hubiera poseído. Pero ahora volvía de nuevo a ella, para que lo confortara en su desesperación. Todos estaban convencidos, pues, de que ella sería la próxima reina; hasta la misma Frances lo creía.

Pero ni el mismo sentimiento aflictivo del rey podía compararse al extravagante y, sin embargo, sincero pesar de lady Castlemaine. Esta mantenía una continua corriente de pajes que iban y venían, trayendo las últimas noticias sobre el estado de salud de la reina, tanto de día como de noche. A veces iba ella en persona. Días hubo en que hasta hizo seis rogativas para que se restableciera pronto. Bárbara estaba verdaderamente alarmada.

No se le había ocurrido jamás, cuando el doctor Heydon formulara su fantástica profecía, que la reina enfermara tan gravemente. Y, desde luego, mucho menos había imaginado que pudiera morir. Por esa misma razón no había considerado la posibilidad de que si moría fuera reemplazada por una mujer como Frances Stewart, cuyo matrimonio con el rey habría significado no sólo su ruina, sino su destierro a Francia. Su amistad duró hasta que se enteró que el rey hacía objeto a ésta de señaladas atenciones. Siempre había subestimado a todas las mujeres, con excepción de ella misma, y pasó algún tiempo antes que pudiera verificar la formidable rival que tenía en ella. Por eso se sentía aterrorizada ante el solo pensamiento de que la reina muriera.

Las reuniones en las habitaciones de Bárbara eran ahora solemnes y tristes. El rey se presentaba casi cada noche a la hora de la cena, y su aspecto era tan deprimido que nadie se atrevía a molestarlo. La discreción era allí la consigna establecida.

Diez días habían transcurrido desde que la reina había caído enferma. El rey se encontraba en la salita de Bárbara, apoyado en la repisa de la chimenea y agitando pensativo el contenido de una copa entre sus dedos. Hablaba con Frances Stewart en tono tan bajo que los más atentos oídos no habrían podido percibir lo que decía. Frances, cuyas esperanzas de gloria dependían de la muerte de la reina, estaba realmente apesadumbrada; experimentaba sincera simpatía hacia aquella desdichada y amable criatura que la había hecho objeto de tantas demostraciones cordiales.

—¿Cómo estaba ella cuando la dejasteis, Sire?

Carlos Estuardo frunció el entrecejo y su mirada se hizo más sombría, mientras seguía agitando distraídamente la copa.

—Creo que ni siquiera me ha reconocido.

—¿Está delirando todavía?

—No habla desde hace más de dos horas —movió la cabeza como si quisiera desechar la penosa y vivida imagen que atenazaba su mente—. Me habló esta mañana —sonrió extraña y dolorosamente al decir eso—. Me preguntó cómo estaban los niños. Decía que lamentaba que el niño no fuese bonito. Le respondí que, por el contrario, era muy bonito, lo que pareció agradarle… Me dijo también que si yo estaba satisfecho, entonces ella se sentiría dichosa.

Frances no pudo contener un sollozo, presionando un puño contra su boca; el rey Carlos la miró, sorprendido, como si hubiera olvidado que ella estaba allí. En aquel momento entró un paje, que corrió hacia él sin ceremonias.

Carlos II inquirió, demudado:

—¿Qué ocurre?

—La reina se muere, Majestad…

No esperó a que el muchacho terminara la frase. Con un brusco movimiento dejó la copa sobre la repisa y salió corriendo de la habitación.

La cámara de la reina ostentaba el mismo lúgubre aspecto que tuviera durante días enteros: todas las ventanas permanecían cerradas, y así lo habían estado desde que comenzó la enfermedad. La atmósfera era pesada, caliente y maloliente. La oscuridad era casi completa; había un solo candelabro encendido cerca de la cama. Los sacerdotes, cual cuervos agoreros, elevaban sus roncas voces en interminable y gimiente plegaria.

Catalina descansaba de espaldas. Tenía los ojos cerrados y hundidos en profundas ojeras; su piel era amarilla como la cera y respiraba tan imperceptiblemente que, en un principio, creyó el rey que ya había muerto. Pero antes de que hubiera hablado, Su Majestad se dio cuenta de su presencia. Abrió con trabajo los ojos y lo miró. Trató de sonreír y luego, penosamente, comenzó a hablar en español.

—Carlos…, me alegro de que hayas venido. Quería verte una vez más. Me muero, Carlos. Me lo han dicho así y yo sé que es cierto. ¡Oh! Sí, lo es —sonrió otra vez tiernamente y le dio a entender que no dijera nada—. Pero eso no importa —prosiguió—. Será mejor para ti cuando yo haya muerto. Entonces podrás casarte con una mujer que te dé hijos… Quiero que me prometas que no esperarás. Cásate pronto… No me importará, estando donde estaré…

Mientras ella hablaba, el rey la miró, horrorizado y descompuesto por la vergüenza y por la pena. No se había dado cuenta de que ella moría porque carecía de voluntad para seguir viviendo. Nunca había tratado ni querido él comprender lo que había significado para ella el año transcurrido desde su matrimonio. La enormidad de su egoísmo y el culpable remordimiento de haber deseado su muerte en lo más recóndito de su alma, lo sacudieron con la rudeza de un golpe físico. Su contrición duró algunos minutos.

Se puso de pie e hizo la sagrada promesa de que las cosas cambiarían en el futuro.

Violentamente se volvió a los sacerdotes que estaban detrás, musitando quedamente sus fúnebres preces. Los interrumpió con aspereza, aunque sin levantar la voz.

—¡Salid de aquí! —su tono era bajo, pero delataba el furor que lo poseía—. ¡Fuera de aquí, os digo! ¡Todos vosotros!

Sacerdotes y médicos lo contemplaron con asombro. Ninguno de ellos se movió.

—¡Majestad! —protestó uno—. Debemos estar aquí… La reina se está muriendo…

—¡No se está muriendo! ¡Aunque Dios sabe cuánto habréis hecho vosotros para que así sea! ¡Vamos, salid de aquí o, por Dios vivo, que os arrojaré yo mismo! —su voz se había elevado y era casi un grito; su rostro era demoníaco y sus ojos brillaban con fiereza; los odiaba a todos por sus errores, así como por los suyos propios.

Salieron, pues, si bien no de muy buena gana, con el asombro pintado en sus semblantes y mirando atrás una y otra vez. Carlos no les prestó atención alguna y volvió al lado de la enferma, cayendo de rodillas como antes. Por unos minutos los ojos de la enferma permanecieron cerrados, pero luego los abrió y los fijó en su esposo.

—¡Oh! —suspiró—. Todo está tan quieto ahora… tan sosegado. Por un momento creía que…

—¡No lo digas, Catalina! ¡No morirás! ¡Vivirás… por mí y por nuestro hijo!

Pero ella negó con la cabeza.

—No tengo hijo, Carlos. Bien sé que no lo tengo. Pero… ¡Oh! Yo quise darte uno… Quise ser parte de tu vida. Ahora, antes de mucho, me iré… Y cuando te cases de nuevo, tendrás hijos… Serás feliz. Por eso estoy contenta de irme…

Del pecho de Carlos Estuardo surgió un sollozo desgarrador. Lágrimas amargas, largo tiempo contenidas, brotaban de sus ojos, mientras mis manos apretaban febrilmente las de la enferma.

—¡Catalina!… ¡Catalina! ¡No hables de ese modo!… ¡No digas esas cosas! ¡Tienes que vivir! Si quieres, puedes vivir… y tienes que hacerlo… ¡Por mí!

La enferma hizo un esfuerzo.

—¿Por ti, Carlos? ¿Tú quieres que viva? —murmuró.

—¡Sí, que lo quiero! ¡Claro que lo quiero! Por Dios, cualquier cosa que hayas pensado antes… ¡Oh, Catalina querida! ¡Lo siento… lo siento mucho! Pero ahora tienes que vivir… ¡Vivir para mí! Dime que quieres vivir, que harás un esfuerzo por vivir…

—Carlos, yo no sabía… Querido mío, si tú lo quieres… si me amas… puedo vivir… Claro que puedo vivir…