Capítulo LXIII

En los primeros días de noviembre se celebró por la noche un espectáculo de luces y pirotecnia en el Támesis. Era un entretenimiento favorito de los reyes, y un numeroso grupo de personas se había instalado en los balcones que daban frente al río para gozar de tal espectáculo. Botes y embarcaciones de toda clase fueron adornados con flores y estandartes, y profusamente iluminados por un gran número de linternas y antorchas destellantes. En la orilla opuesta tenía lugar la demostración de fuegos artificiales; cohetes luminosos se elevaban y caían en el agua, siseando; rayas de fuego amarillentas cruzaban el cielo, ennegrecido. Música procedente de las embarcaciones y del palacio llenaban el ambiente de gratas y alegres notas.

Bajo la protección del estruendo de los cohetes, del sonido de la música y del creciente murmullo, lady Southesk dijo a Ámbar:

—¿No sabéis cuál es la última conquista de la Castlemaine?

Ámbar no estaba interesada por saberlo, pues toda su atención se hallaba concentrada en Bruce y su esposa, parados a alguna distancia de ellas. Se encogió de hombros con indiferencia.

—¿Cómo puedo saberlo? ¿Quién es? ¿Claude du Valí? —Du Vall era un salteador de gran notoriedad que alardeaba de tener por amantes a algunas de las damas de más alto rango.

—No. Un amigo de él.

Conociendo a la Southesk, Ámbar le miró con más atención.

—¿Quién?

Lady Southesk miró a Bruce Carlton significativamente, enarcando una ceja y sonriendo mientras escrutaba el semblante de Ámbar. Esta miró rápidamente a Bruce, y luego se volvió a su compañera. Se había puesto intensamente pálida.

—¡Eso es una mentira!

Lady Southesk se encogió de hombros, agitando su abanico con indolencia.

—Debéis creerlo, es la pura verdad. Estuvo en sus habitaciones la última noche… lo sé de muy buena fuente… ¡Caramba, señora! —exclamó de pronto con burlona alarma—. ¡Tened cuidado, no vayáis a romper vuestros encajes!

—¡So puerca parlanchina! —masculló Ámbar, furiosa—. ¡Buscáis los escándalos en las alcobas como un cerdo hoza en el lodo!

La Southesk le echó una mirada de ultrajado candor, se volvió agitando sus rizos y se alejó. Algunos instantes más tarde estaba murmurando al oído de alguien, sonriendo secretamente mientras señalaba con la cabeza en dirección de Ámbar. Esta, tratando de aparentar más tranquilidad de la que sentía, se dirigió hacia Almsbury, a quien tomó por el brazo, sonriendo, pero sus ojos la traicionaron.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó él con voz queda.

—Es Bruce. ¡Tengo que verlo! ¡Ahora mismo!

—Después de todo, querida…

—¿No sabéis lo que estaba haciendo? ¡Se ha estado entreteniendo con Bárbara Palmer! ¡Oh!, lo voy a matar por esto…

—¡Chista! —dijo mirando alrededor, porque estaban rodeados por una docena de oídos alerta—. ¿Y qué importa eso? Ya lo ha hecho otras veces…

—¡Pero es que la Southesk lo dice a todos! ¡Cómo se burlarán de mí! ¡Oh, condenado bribón!

—¿Y no pensáis que también se estarán riendo de su esposa?

—¿Y qué me importa ella? ¡Ojalá se rían! ¡De cualquier modo, ella lo ignora, mientras que yo lo sé!

Cuando vio a Bruce, trató de hacerle prometer que nunca más visitaría a Bárbara, y aunque él rehusó prometer nada, Ámbar se convenció de que no lo haría. No volvió a oír más rumores a este respecto, lo cual probaba que Bruce se había alejado de Bárbara, ya que esta misma se habría encargado de difundirlos. En cambio, cada vez se hacía más general el conocimiento de que la duquesa de Ravenspur mantenía relaciones con lord Carlton, y aunque parecía increíble, Corinna era, sin duda alguna, la única persona del Londres elegante que no lo sabía. Pero lady Carlton, según pensaba Ámbar, era tan ingenua que no habría adivinado que Bruce era su amante ni viéndolos hacerse el amor.

Estaba equivocada al juzgarla así. La primera noche que Corinna conociera a Ámbar, se había conmovido desagradablemente por sus maneras y sus costumbres, lamentándose, sin embargo, por su comportamiento con ella. Al principio le pareció que la frialdad de la duquesa se debía a ese episodio, y se sintió verdaderamente complacida cuando Ámbar la visitó, pensando que había sido generosa al olvidarlo. Pero ya desde algún tiempo atrás había observado que la duquesa flirteaba con su esposo.

En los cuatro años de su matrimonio, Corinna había visto pasar muchas mujeres, desde las mulatas que trabajaban en las plantaciones hasta las más encopetadas damas de Port Royal, que hacían objeto de sus coqueterías a Bruce. Perfectamente segura del amor de él, jamás se había sentido fastidiada o celosa por ello, sino más bien un tanto divertida. Ahora ocurría una cosa diferente, pues consideraba a la duquesa de Ravenspur una formidable rival. La sabía sumamente encantadora y provocativa con aquellos ojos extraños y subyugantes, su hermoso cabello color dorado, su voluptuosa figura… Y, lo que era peor, tenía un atractivo con los hombres tan poderoso y enardecedor, como el de Bruce con las mujeres.

Por primera vez Corinna sentía temor de que otra mujer la desplazara.

Y antes de que transcurriera mucho tiempo, las damas con quienes alternaba le insinuaron muchas cosas. Oía frecuentes y maliciosas sugestiones en todas partes; en los salones, en las charlas de sobremesa, en las visitas que hacía. Un leve roce con el codo o una mirada la enteraban de cómo la duquesa se inclinaba sobre lord Carlton, cuando éste estaba en la mesa de juego. Lady Southesk y la señora Middleton la invitaron cierta vez a hacer una visita a Ámbar y… tropezó con Bruce que salía de allí.

Corinna rehusaba con obstinación aceptar lo que aquellas personas querían que pensara. Se dijo a sí misma que debía darse cuenta de que todas ellas no tenían nada que hacer sino buscar a los que vivían felices para destrozar su dicha despiadadamente. Y con apasionamiento quería mantener su fe en Bruce y pensar sólo en lo que él significaba para ella. Se dijo también que no debía permitir que su matrimonio se viera obstaculizado porque una mujer se enamorara de su esposo y porque existiesen personas que deseaban destruir su felicidad. Corinna no estaba todavía familiarizada con Whitehall; eso costaba tiempo, como el acostumbrarse, después de un sol radiante, a una habitación oscura.

Pero a despecho de sí misma experimentaba un sentimiento de rencor y celos, siempre creciente, hacia la duquesa de Ravenspur. Cuando Ámbar conversaba con su esposo, o lo miraba por encima de la mesa de juego, o bailaban, o meramente cuando ella se retiraba dándole un golpecito familiar en el brazo con su abanico, se sentía de súbito descompuesta, sacudida por una nerviosa aprensión.

Por último tuvo que admitirlo: la odiaba. Y se avergonzaba de ella misma por albergar este rencor.

No sabía cómo detener el progreso de lo que tanto temía y que rápidamente se estaba haciendo la comidilla del momento en el Londres elegante. Bruce no era ya un muchacho para decirle lo que debía hacer o no, prohibirle que llegara tarde a casa o impedir que llenara de cumplidos a las mujeres bonitas. Era verdad que hasta entonces no había encontrado en su conducta nada que pudiera ser una causa verdadera o motivo real de sospecha. La mañana que ella lo encontrara al salir de las habitaciones de la duquesa, Bruce se había comportado como acostumbraba, frío y tranquilo, sin demostrar embarazo por saberse sorprendido. Estaba tan atento y afectuoso como siempre, y Corinna creía tener una idea exacta del lugar donde pasaba él su tiempo, cuando no estaban juntos.

«¡Debo de estar equivocada! —se decía—. Nunca he vivido en un palacio o una gran ciudad, y supongo que eso será lo que me hace sospechar todas estas cosas. ¡Si por lo menos se tratara de cualquier otra mujer!… Estoy segura de que entonces me sentiría más tranquila.»

Para compensar en su corazón las sospechas que ella alimentaba contra su esposo, Corinna se mostraba más alegre y encantadora que nunca. No obstante, tenía temor de que él notara algo diferente en sus maneras y adivinara la causa. ¿Qué pensaría de ella, entonces, si supiera cuán tonta y celosa se mostraba? Y si estaba equivocada —como persistentemente se decía estar—, sería Bruce quien perdería su fe en ella. Su matrimonio le parecía perfecto; experimentaba verdadero temor de hacer algo que pudiera alguna vez rebajarlo.

Por culpa de la duquesa odiaba a Londres —aunque fue el sueño de su vida visitarlo alguna vez— y deseaba partir inmediatamente. Se preguntaba si Ámbar no sería la causa por la cual Bruce quería permanecer en Londres, en lugar de ir a París. Por esta razón no se había atrevido a sugerirle que debía ir a Francia y pasar una temporada con su hermana. ¿Y si él adivinaba el motivo? ¿Cómo podría explicarle ella tal deseo cuando él le decía que debía quedarse por su propia seguridad y cuando los dos deseaban ardientemente tener este hijo? (El hijo que tuviera antes, había muerto en una epidemia de viruela cuando apenas tenía tres meses de edad, allá en Virginia.) Con impaciencia y fastidio se censuraba por su cobardía. «Soy su esposa… y él me ama. Esa mujer es sólo una intrusa y no significa nada para Bruce. Sus relaciones con ella no durarán mucho tiempo.» Una noche, con gran sorpresa de su parte, Bruce le preguntó en un tono confidencial y amable:

—Escucha, Corinna, ¿Su Majestad te ha pedido una cita? —Regresaban del palacio y se estaban desvistiendo para acostarse.

Lady Carlton lo miró atónita.

—Vaya… ¿por qué me preguntas eso?

—¿Por qué? Está por demás decirte que te admira, ¿no es verdad?

—Se ha mostrado muy bondadoso conmigo… Seguramente no irás a esperar que un hombre seduzca a la mujer de su propio amigo.

Bruce sonrió bondadosamente.

—Querida, si un hombre es engañado, lo es generalmente por el amigo. La razón es bastante simple: es el amigo quien tiene la mejor oportunidad.

Corinna lo miraba, cada vez más sorprendida.

—Bruce —dijo con voz queda. Al oírla, él se volvió, y la miró con preocupación, pues le pareció que su tono era más expresivo que sus mismas palabras— ¡cuán extrañamente me hablas algunas veces! Me has dicho cosas crueles y cínicas.

Bruce terminó de sacarse la camisa y se aproximó, tomándola por los brazos y sonriéndole con ternura.

—Lo siento, querida. Pero hay en mí muchas cosas que no conoces todavía… muchos años que he vivido antes de conocerte y que no puedo compartir contigo. Yo ya había crecido y había visto morir a mi padre, y peleado en el ejército antes de que hubieras nacido. Cuando tenías seis meses, yo navegaba con los corsarios del príncipe Ruperto. ¡Oh!, ya sé lo que quieres decirme…, piensas que todo eso no importa ahora nada para nosotros. Pero la verdad es que sí importa. Tú has crecido y vivido en un mundo diferente del mío. Nosotros no somos lo que aparentamos ser para los de fuera.

—¡Pero no puedes ser como ellos, Bruce! —protestó ella—. ¡Tú no eres semejante a ninguno de esos cortesanos!

—Es cierto que no tengo sus detestables hábitos, que no me pinto las cejas ni peino mi peluca en público ni juego con los abanicos de las damas. Y, a decir verdad, esta época está enferma, y todos los que vivimos en ella estamos contagiados.

—Pero ¡yo también vivo en ella!

—¡No, tú no! —soltó sus brazos—. Tú no formas parte de este corrompido mundo… ¡Gracias a Dios!

—¿Gracias a Dios? ¿Pero por qué? ¿No te gusta esta gente? Yo creí que todos eran tus amigos. Y quise también parecerme más a ellos… quiero decir… a las damas —en tal momento pensaba en la duquesa de Ravenspur.

Bruce hizo un gesto al oír eso.

—Corinna, querida mía, ¿de dónde has podido sacar idea tan tonta? Jamás pienses en ello. ¡Oh!, Corinna mía, no sabes cuán contento vivo desde aquel dichoso día que te vi en Port Royal…

Al instante desaparecieron todos los temores y los celos que tanto la atormentaran. Una grande y maravillosa sensación la conmovió, limpiándola del odio, del veneno de la desconfianza, que a su pesar, alimentara dentro de su corazón.

—¡Cómo recuerdo también ese día! ¿Eres dichoso, querido?

—Está siempre presente en mi memoria. Ibas a la iglesia. Llevabas un vestido de encaje negro y un velo de igual color cubría parte de tu cabello, con algunas rosas prendidas en él. Te confundí con una dama española.

—¡Y mi padre creyó que eras un bucanero! —se rió alegremente, amparada en la seguridad de aquellos días, cuando ninguna nube empañaba su felicidad—. ¡Quería desafiarte!

—No me asombra. Mi apariencia de desacreditado pirata obraba en contra mía. No hacía media hora que había desembarcado cuando te seguí a la iglesia…

—¡Y me miraste durante todo el oficio! ¡Oh, qué furioso estaba papá! Pero no me importaba…, ¡ya estaba perdidamente enamorada de ti!

—¿A pesar de mis sucias ropas y de mi crecida barba?

—¡Ropas sucias, barba crecida! Cuando fuiste a visitarnos aquella noche… ¡Oh, Bruce, nunca podrás imaginarte el efecto que me produjo tu presencia! ¡Parecías un príncipe de los cuentos de hadas!

Lo miró apasionadamente y los ojos de él adoptaron igual expresión. La estrechó tiernamente entre sus brazos y la besó.

«¡Oh, he sido una necia! —se decía Corinna—. ¡Él me ama… me es fiel! ¡Lo veo en sus ojos, lo siento en su abrazo!»

A pesar de estas reflexiones, cuando volvió a encontrarse con Ámbar, sus celos eran más fuertes que nunca. Estaba convencida de que la duquesa la miraba despreciativamente, con cierta secreta satisfacción, como si llevara una ventaja sobre ella. Su Gracia parecía más amistosa que antes, y hablaba a Corinna con agrado y amabilidad.

Lady Carlton pensó que tal estado de cosas no podía durar más tiempo: incertidumbre dolorosa, perenne sospecha, celos interminables. Por último, decidió hablar con Bruce al respecto, en forma atenuadora, con verdadera diplomacia.

Regresaban una noche de Palacio cuando ella se forzó a iniciar la conversación. Había meditado tanto tiempo lo que debería decirle, que las palabras fluían con suma naturalidad.

—Estaba hermosísima la duquesa de Ravenspur. La juzgo más bonita que lady Castlemaine…, ¿no lo creéis así? —su corazón latía con violencia, y sus manos, apretadas dentro del manguito, estaban húmedas y frías.

Algunos jinetes pasaron junto al coche; las antorchas que llevaban arrojaron destellos de luz dentro del mismo, pero Corinna miraba a su frente sin hacer ningún movimiento. Le parecía que la respuesta no llegaba nunca, y los pocos segundos transcurridos fueron una tortura. «¡No debía haberla mencionado! —se recriminaba—. El sólo pronunciar su nombre le causa desasosiego, significa algo para él… algo que yo prefiero ignorar. Ojalá que guarde silencio…»Entonces respondió él, con voz tranquila y reposada, sin ninguna emoción:

—Sí, creo que lo es.

Corinna experimentó un repentino alivio y dijo casi alegremente:

—Flirtea descaradamente contigo. Creo que voy a sentirme celosa de ella.

Bruce la miró sonriendo, sin responder palabra.

Pero ella estaba dispuesta a continuar indagando, ahora que había roto el maleficio.

—¿Es verdad que la duquesa fue actriz? ¿O sólo es una murmuración? Parece que las damas de la Corte no la aprecian. Dicen terribles cosas de ella… seguramente de envidia —se apresuró a agregar.

—¿Acaso las mujeres hablan en general bien de las otras? No muy a menudo, me parece. Es cierto que ella fue actriz… hace muchos años.

—¿Entonces no es una dama de calidad?

—No. Proviene de una familia de aldeanos.

—¿Y de qué modo consiguió tener esa fortuna y un título?

—De la única manera que puede obtenerlos una mujer que ha nacido modestamente. Se casó con un viejo comerciante, y cuando éste murió, heredó una tercera parte de su fortuna. Con ésta compró un título… esta vez fue un anciano conde que al poco tiempo la dejó viuda.

—Ahora está nuevamente casada, ¿no es cierto? Pero ¿dónde está su esposo? Nunca lo he visto.

—¡Oh, viene a la Corte muy rara vez! No creo que se lleven bien.

—¡Que no se lleva bien con su marido! —asombrada al saber esto, Corinna olvidó su estado de tensión nerviosa—. ¿Por qué se casó entonces con él?

—Pues… creo que para dar un apellido al bastardo del rey.

—¡Oh, cielos! ¡Me siento en medio de un mundo extraño! ¡Todo parece dar la vuelta súbitamente!

—Siempre estará girando… a menos que también tú des vueltas con él y te coloques en la misma posición que los demás. ¿Te agradaría volver a casa?

—¡Oh, sí! —luego, lamentando su precipitación y entusiasmo, agregó—: Pero tan sólo poique echo de menos nuestros Summerhill… y todo lo demás —al volverse para mirarlo, la proximidad de sus rostros hizo que se rozaran, y Bruce la besó con ternura.

Algunos días más tarde, Corinna fue de compras al Cambio Real, en compañía de su doncella. El Cambio estaba situado ahora en una casa de muros ennegrecidos, en la Thames Street; una doble galería corría en dos pisos separados. Cada una de las secciones o tiendas ostentaba un letrero colocado a tan baja altura, que la gente tenía que ir con la cabeza gacha para no golpearla en ellos. Las vendedoras eran, en su mayor parte, atractivas y hermosas muchachas que tenían su corte de admiradores. Era el lugar de moda y el rendez-vous de los elegantes de la ciudad, muy frecuentado por los petimetres que allí se daban cita con alguna encubierta dama que tenía un padre o un marido muy celoso. Abundaban las mujeres bonitas, que flirteaban descaradamente, fingiendo realizar compras y mostrándose desdeñosas cuando alguno de los pisaverdes se acercaba.

Corinna y su doncella subieron la escalera y se encaminaron polla galería. Miradas, silbidos apagados y comentarios audibles las siguieron. Lady Carlton no se había interesado en ningún modo por aquel Londres versátil, de manera que no prestaba atención a cuanto decían.

De improviso se encontró con una hermosa dama, la señora Sheldon, que en tiempos fuera la amante de algunos de los personajes más influyentes de la Corte y que luego, sin ningún protector conocido, trabajaba de vendedora en el Cambio.

—¡Buenos días, lady Carlton! —exclamó la mujer—. Ya sabía yo que no erais vos quien estaba con lord Carlton esta mañana.

—¡Oh! ¿Está mi esposo aquí?

La Sheldon se volvió y miró, sabiendo de antemano dónde encontrarlo; Corinna siguió la dirección de su mirada. En el extremo opuesto del corredor vio a Bruce de espaldas a ella. Impulsivamente quiso correr sorprendiéndolo, pero en ese instante él se hizo a un lado para dejar pasar a alguien. Entonces se dio cuenta de que estaba en compañía de la duquesa de Ravenspur.

Horrorizada, se detuvo.

¿Acaso se habrían encontrado por casualidad? Debía de ser así. Quería fervientemente creer que había ocurrido eso. Después de todos sus temores y sospechas pasadas, ese encuentro sólo podía tener un significado para ella. Corinna se volvió, tratando de ocultar su angustiosa confusión y su vergüenza. La pequeña señora Sheldon se mostraba tan compungida como si hubiera revelado un secreto de Estado.

—Está hablando con un amigo —murmuró Corinna, sin saber con exactitud lo que decía—. Haré mis compras y luego lo encontraré en mi coche.

—¿Puedo mostraros las cintas bordadas de que os hablé la semana pasada, Señoría? ¡Llegaron hace dos días de Francia! —hablaba con rapidez e inquietud y mirando sin cesar al otro extremo del corredor. Confusa por la terrible equivocación que cometiera, apilaba sobre el mostrador las cintas.

«¡Oh!, si se hubiera tratado de otra persona y no de lady Carlton…, ¡tan encantadora, tan gentil, tan bondadosa!»

A Corinna le zumbaba la cabeza y sus ojos sólo percibían una confusión de colores horrorosos.

—Sí… —dijo con voz apenas perceptible—. Llevaré tres metros de ésa… y diez de esta otra.

Lord Carlton y la duquesa de Ravenspur se acercaban, tan absortos en la conversación que no reparaban en las personas que había en el concurridísimo corredor. La doncella de Corinna se apresuró a cubrir a su ama para que no la viera mientras pasaba. Y la pequeña señora Sheldon parloteaba sin descanso para distraerla e impedir que oyera lo que decían.

Pero los oídos de Corinna, alerta, percibieron con claridad la voz de la duquesa, que decía:

—… y Bruce, todos tendríamos…

Corinna se apoyó contra el mostrador, cerrando los ojos, anonadada y sintiéndose descompuesta. Ansiaba vencer el desmayo para no llamar la atención de la multitud que la rodeaba. Con gran esfuerzo consiguió reanimarse al cabo de algunos minutos, recobrando su dominio.

—Y llevaré también doce metros de esta cinta de tela de plata, señora Sheldon… —Antes de que su doncella hubiera terminado de pagar ya ella se había vuelto y se encaminaba en dirección opuesta, deseando estar pronto bajo la protección y la seguridad de su coche.

Por la noche, con gran sorpresa suya, se encontró hablando con Bruce, con una voz cuyo tono era impersonal y desinteresado.

—¿Qué hiciste esta tarde, querido? ¿Jugar al tenis con Su Majestad?

Estaban en su dormitorio, él escribiendo una carta a su sobrestante y ella cepillando el cabello de su hija, una niña de tres años.

—Un rato —dijo él, volviéndose a mirarla—. Luego fui a la Cámara de los Lores, una hora o dos.

Continuó Bruce con su tarea, mientras Corinna, automáticamente, alisaba el cabello de Melinda. Se resistía a creer que él pudiera mentirle. Melinda, miniatura de su madre, miró a ésta con sus grandes ojos azules, graves y solemnes. Y cuando Corinna se inclinó para besarla, una lágrima rodó por aquella mata de ondulados y finos cabellos negros. Se apresuró a secarse los ojos, para impedir que su hija la interrogara al verla llorar.

Tenía la dolorosa impresión de que su vida se terminaba.

Le había sido suficiente ver el modo con que la duquesa de Ravenspur miraba a Bruce, para saber que era su amante. ¿Cómo había sido tan simple al no darse cuenta antes? No tenía duda de que las relaciones habían comenzado cuando llegaron a Londres… o eran de tiempo atrás. Debían de haberse conocido el sesenta y siete, porque ella sabía que la duquesa estaba en la Corte ese año, y algunas damas se habían esforzado en hacerle conocer, por insinuaciones, que entonces ella vivía en Almsbury House.

También le habrían dicho muchas otras cosas más —todo cuanto ella quería y temía saber—, pero había rehusado escucharlas. Y por alguna razón, tal vez por el mismo hecho de que era diferente a ellas, se habían mostrado bondadosas, no quisieron obligarla a oír contra su voluntad.

Aquello no podía prolongarse indefinidamente. Algo tenía que suceder… ¿Qué sería?

¿Acaso la enviaría de regreso a Jamaica, mientras él se quedaba en Londres? ¿U optaría por llevar a la duquesa con él a Summerhill… su querido Summerhill, al cual ella había dado ese nombre y que juntos habían construido de acuerdo con sus sueños y esperanzas? Todas esas cosas se habían perdido. Debían separarse, ya que Bruce amaba a otra mujer.

Durante largos días no adoptó ninguna decisión nueva. No creía conveniente incriminarlo. ¿Para qué? ¿Qué razón habría para ello si él negaba sus relaciones? En sus treinta y ocho años había hecho siempre su voluntad, no cambiaría ahora y ella no deseaba tampoco que eso sucediera, porque lo amaba tal como era. Se sentía perdida y desamparada en tierra extraña, rodeada de maneras y costumbres diferentes. Las mujeres, se daba cuenta, se habían encontrado más o menos en las mismas circunstancias que ella, y no les dieron ninguna trascendencia, desechándolas con una sonrisa y buscando a su vez distracciones en otra parte. Nunca como ahora había apreciado cuanto Bruce le dijera sobre la estructura moral de aquel mundo elegante y vacío. Todo en ella se rebelaba al recordar cada una de sus palabras; sentía horror y disgusto al palpar la verdad.

Cuando él la tomaba en sus brazos, la besaba o se acostaba a su lado en el lecho matrimonial, no podía apartar de su mente el recuerdo de la otra. Se preguntaba, odiándose a sí misma por hacerlo, cuánto tiempo habría pasado desde la última vez que besara a la duquesa y le hablara con las mismas palabras apasionadas que le dirigía a ella. «¿Por qué no me lo confiesa? —se interrogaba con desesperación—. ¿Por qué me engaña y miente de este modo?» La conducta de Bruce era inexplicable para Corinna, pero a él no lo despreciaba. Todo su rencor lo volcaba en la duquesa.

Un día fue visitada por lady Castlemaine.

El rey Carlos había concedido a la duquesa de Ravenspur un obsequio de veinte mil libras, y esto provocó el furor de Bárbara, quien decidió causarle disgustos de cualquier manera que fuese. Se hallaba convencida de que cualquier mujer —incluso una esposa— que tuviera la belleza de Corinna, debía de tener considerable influencia sobre un hombre, y esperaba que ella desbaratara las relaciones amorosas de la duquesa y lord Carlton. A propósito con sus aviesas intenciones, el conde de Rochester acababa de escribir otro de sus indecentes y rimados libelos, con el tema de las relaciones entre la duquesa y Su Señoría.

Era una costumbre de Rochester disfrazar a uno de sus lacayos como un centinela y apostarlo en Palacio por las noches, para que viese quién salía a horas avanzadas. Cuando obtenía la información se retiraba a su hacienda del campo y escribía sus ingeniosas sátiras, haciéndolas circular anónimamente en la Corte. Siempre complacía a todos, menos al sujeto en cuestión… pero el conde era imparcial; tarde o temprano cualquiera de sus conocidos, hombre o mujer, debía esperar la ponzoña de su pluma.

Desde los primeros minutos de su entrevista hizo todo lo posible para que la conversación fuera amena. Habló sobre la nueva moda en vestidos; de la comedia representada el día anterior en el Teatro de Su Alteza; del gran baile que se llevaría a cabo en el Salón de los Banquetes la próxima semana. De pronto, se deslizó sobre el resbaladizo terreno de los asuntos y líos amorosos, haciendo diversos comentarios. Corinna, presintiendo adónde quería llegar, sintió que su corazón palpitaba con violencia.

—¡Oh, Señor! —prosiguió Bárbara con rencor—. ¡Las cosas que se ven por aquí!… Y los que viven al margen ni lo presienten siquiera. Hay más cosas de lo que una puede abarcar, permitidme que os lo diga. —Hizo una pausa, mirando escrutadoramente a Corinna, luego agregó—: Querida, sois joven e inocente, ¿verdad?

—¡Vaya! —dijo Corinna, sorprendida—. ¿Y suponiendo que lo sea?

—Temo que no comprendáis al mundo que os rodea actualmente… y como yo lo conozco perfectamente he venido… como una amiga a…

Lady Carlton, cansada de semanas de preocupación e incertidumbre; abatida por aquella sensación de miseria y de desvalida impotencia, se sintió aliviada súbitamente. Por fin había llegado. No necesitaba, no podía fingir por más tiempo.

—Creo, señora —dijo pausadamente—, que comprendo algunas cosas mucho mejor de lo que os parece.

Bárbara, mirando con sorpresa a su interlocutora, sacó un papel de su manguito y se lo extendió.

—Esto está circulando por la Corte… No quise que fuerais la última en leerlo.

Corinna estiró una mano temblorosa y lo tomó. La gruesa hoja de papel crujió al ser desplegada. Con disimulo apartó los ojos del rostro fríamente especulativo de Bárbara y los posó sobre los ocho versos que componían el libelo, escritos con letra irregular. Los crueles momentos vividos habían templado su mente para recibir golpes aún más fuertes; leía con mucho cuidado las perversas y brutales líneas, que le decían un poco más de lo que ya ella supiera al reunir insinuaciones aisladas.

Luego, tan agradecida como si Bárbara le hubiese hecho el obsequio de una caja de bombones o un par de guantes, le dijo:

—Os agradezco vuestra gentileza, señora, y aprecio en lo que vale el interés que me demostráis.

Bárbara se sorprendió más todavía de esta nula reacción, mostrándose desilusionada, y sin decir nada más, se puso en pie, en tanto que Corinna hacía lo mismo para acompañarla hasta la puerta. En la antesala se detuvo. De momento las dos mujeres quedaron silenciosas, mirándose de hito en hito. Fue Bárbara quien dijo:

—Recuerdo cuando tenía vuestra edad (veinte años, ¿no es así?), y pensaba que tenía el mundo por delante y que lograría todo cuanto quisiera —sonrió, con una sonrisa extraña y reflexivamente cínica—. Lo he tenido —luego, casi abruptamente, agregó—: Seguid mi consejo y llevad a vuestro marido lejos de aquí antes de que sea demasiado tarde —y volviéndose con presteza se fue por el corredor, desapareciendo en contados segundos.

Corinna la miró alejarse, un tanto preocupada. «Pobre mujer —se dijo—. ¡Cuán desdichada es!» Lentamente cerró la puerta.

Bruce no regresó a su casa hasta después de la una. Ella le había enviado una nota a Whitehall diciéndole que no podría ir esa noche a la Corte, pero rogándole que no cambiara sus planes. Apasionadamente había deseado esto último… pero él no lo hizo así. A Corinna le era absolutamente imposible dormir y cuando lo oyó entrar se sentó en la cama, apoyada contra las almohadas y aparentando leer una comedia de John Dryden.

Él no entró inmediatamente en la habitación; como siempre, primero fue al aposento de los niños. Corinna se quedó sentada escuchando el taconeo de sus botas al resonar sobre el suelo, el cerrarse de la puerta detrás de él… y en ese momento tuvo la intuición de que el pequeño Bruce era hijo de la duquesa. Se preguntó cómo no lo había adivinado antes. Por eso él guardaba silencio sobre la supuesta primera lady Carlton. Comprendía por qué el niño se mostraba tan ansioso por regresar y había exigido a su padre que lo llevara a Inglaterra. Sólo ahora reconocía como reales los motivos que tanto la amargaran y la hicieran sentir todo el peso de su soledad y tristeza. Bruce había amado a la duquesa antes que a ella y retornado a su antigua amante.

Se quedó paralizada por el choque de sus sentimientos, y así estaba cuando él penetró en la alcoba. Enarcó las cejas como si se sorprendiera de encontrarla despierta, pero en seguida sonrió y se acercó a besarla. Cuando se inclinaba, Corinna levantó el libelo de Rochester y se lo alargó. Bruce la miró ceñudo. Se incorporó sin besarla y rápidamente echó una ojeada al papel; era evidente que ya lo conocía. Sin manifestar ninguna emoción, Bruce lo arrojó sobre la mesita de noche.

Por algunos instantes se quedaron silenciosos, cruzándose sus miradas. Fue él quien habló finalmente.

—Siento que lo hayas sabido de ese modo, Corinna. Debí… habértelo dicho tiempo atrás.

No se mostraba ni jactancioso ni alegre, como ella creyera, sino serio y disgustado. No demostraba encontrarse en apuros, y ni siquiera parecía lamentarlo, excepto por la pena que le causaba a ella. Corinna le miraba fijamente con el libro en la falda, un lado de la cara iluminado por las bujías de un candelabro colocado en una mesita cercana.

—Ella es la madre de Bruce, ¿no es cierto? —preguntó por último.

—Sí. Nunca debí mentirte de modo tan absurdo… pero mi deseo era que quisieras al niño y abrigaba el temor de que sabiendo la verdad ocurriera lo contrario. Y ahora… dime, ¿qué piensas de él?

Corinna sonrió débilmente.

—Lo quiero como siempre. Los quiero a los dos como siempre —su voz era queda, suave y gentil.

Bruce se sentó al borde del lecho, mirándola de frente.

—¿Cuánto hace que sabes esto?

—No estoy segura. Ahora me parece que siempre. Al principio quise creer que sólo era un flirteo y que yo me estaba comportando neciamente al sentir celos por ello. Las otras mujeres se encargaban de hacérmelo saber mediante insinuaciones; os observaba cuando estabais juntos y una vez os vi en el Cambio… ¡Oh! ¿Para qué recordar todo esto?

Esta vez Bruce permaneció silencioso y bajó la cabeza; tenía los hombros hundidos y apoyaba los codos en las piernas.

—Espero que me creas, Corinna… No te traje a Londres para esto. Te juro que no esperaba que esto sucediera.

—¿No sabías que estaba aquí?

—Sí que lo sabía. Pero no la había visto hacía dos años. Había olvidado… había olvidado muchas cosas…

—Entonces quiere decir que la viste la última vez… ¿Después de nuestro matrimonio?

—Sí. Estaba alojado aquí, en Almsbury House.

—¿Cuánto tiempo hace que la conoces?

—Casi diez años.

—Casi diez años. Prácticamente soy una extraña para ti —Bruce sonrió al mirarla, mostrando su turbación—. Dime —prosiguió ella— ¿la quieres mucho? —contuvo la respiración mientras esperaba la respuesta.

—¿Amarla? —frunció la frente como si estuviera asombrado de verse frente a esa interrogación—. Si quieres decir amarla como para casarme con ella, te diré que no. Peto en otro sentido… Pues, sí, supongo que sí. Es algo que no puedo explicar… algo que sucedió desde el primer día que nos conocimos y que ha permanecido latente entre los dos. Es ella una mujer… para ser sincero, te diré que es una mujer a quien cualquier hombre quisiera por amante, no por esposa.

—¿Cómo ves las cosas ahora… ahora que la has visto de nuevo y no la puedes abandonar? Tal vez lamentes el haberte casado conmigo.

Lord Carlton miró a su esposa, sorprendido de oírla hablar así, se inclinó hacia ella y tomándola en sus brazos la besó en la frente.

—¡Dios mío, Corinna! ¿Es eso lo que has estado pensando? ¡Es claro que no lo siento! Tú eres la única mujer con quien me habría casado… créeme, querida. Nunca quise ofenderte ni lastimarte. Te amo, Corinna…, te amo más que a cualquier otra cosa en la tierra.

Corinna apoyó la cabeza en el pecho de él y una vez más se sintió feliz y segura. Todas sus dudas y temores se desvanecieron. «Me ama, no quiere abandonarme. No lo perderé.» Era lo único importante. Su vida estaba ligada estrechamente a la de él, de tal modo que sólo ella era la preocupación y el pensamiento constante; ya podrían surgir más líos amorosos; no significaban nada. Ella era su esposa. Eso no podría serlo jamás la duquesa de Ravenspur… ni siquiera podría decir que era suyo el hijo que le diera.

Lady Carlton levantó la cabeza y dijo quedamente:

—Tienes razón, Bruce, al decir que pertenezco a otro mundo muy diferente a éste. Sé que no formo parte de él… no soy una dama de Corte, supongo, como cualquiera de aquellas que puedes admitir que no les importa un bledo que su esposo quiera a otra mujer. Pero a mí sí que me importa, y no me avergüenza el confesarlo —echó atrás la cabeza y lo miró intensamente—. ¡Oh, querido…, me importa mucho!

Bruce la contempló tiernamente, con sus verdes ojos que parecían fulgurar con la emoción, por último sonrió y tras de besar sus negros y brillantes cabellos, dijo:

—No quiero decir que siento el haberte ofendido y lastimado por granjearme tu simpatía. La verdad es que lo siento de veras. Mas, si vuelves a leer otros libelos, o a oír más murmuraciones… Créeme, Corinna, serán mentiras.