Capítulo LIV

James, duque de York, estaba apoyado en el antepecho de la ventana, contemplando algunas mujeres que paseaban por el jardín, plenamente iluminado por el radiante sol de la hora. Silbó quedamente y, al levantar ellas la cabeza, el duque les hizo un amistoso ademán. Las damas se mostraron primero sorprendidas y luego estallaron en risas entrecortadas, invitándole a que bajara y se uniera a ellas. Empezó York a hacer pantomimas, a mover la cabeza y a encogerse de hombros, encorvando la espalda. Y entonces, como la puerta se abriera detrás de él, se estiró inmediatamente, componiendo su faz, y haciendo luego como si cerrara la ventana.

Anne Hyde salió del gabinete de su real cuñado, su fea boca torcida por la emoción, sollozando quedamente y con un pañuelo en la nariz. Los años transcurridos desde la Restauración no habían mejorado su apariencia. Había llegado a los treinta años. Su vientre mostraba la prominencia de su sexto mes de embarazo, exhibía una tosca acumulación de gordura, porque la sobrealimentación era su mayor deleite. Rojos y purulentos granos le afeaban la cara y, para cubrirlos, se había puesto lunares de seda negra. Anne se había contagiado de la enfermedad de Su Alteza Real. Pero la rodeaba todavía una aureola de aterradora grandeza, una majestad más desafiante y orgullosa, tal vez, que si hubiera sido de sangre real. No se la apreciaba mucho, pero se la respetaba y, en cierto modo, se la temía.

Todo el mundo sabía que mandaba al duque, que sus extravagancias lo tenían perpetuamente ligado, que le daba instrucciones sobre lo que debía hacer o decir, que le aconsejaba, y que él la obedecía en todo. Sólo en sus amores ilícitos conservaba su independencia, aunque ella se lo echase en cara. Frecuentemente había mujeres esperando en la habitación contigua a su alcoba, y dejaba la cama conyugal para ir a atenderlas. Mas en lo que a consideración y respeto concernía, se comprendían y estimaban mutuamente.

Lentamente cerró ella la puerta. Él se quedó parado, mirándola, deseando preguntarle, mientras ella se esforzaba por componerse. Finalmente, dijo el duque:

—¿Qué te dijo?

—¡Qué podría decirme! —murmuró amargamente, retorciéndose las manos—. ¡Yo no sé qué podría decirme! Me escuchó… ¡Oh! Me escuchó políticamente, pero no me prometió nada. ¡Oh, James!… ¿Qué puedo hacer?

York se encogió de hombros; estaba malhumorado.

—No lo sé.

Los ojos de Anne lanzaron destellos.

—¡No lo sabes! ¡Estas palabras dicen claramente lo que eres! Nunca sabes lo que debes hacer, no importa lo que suceda… ¡y tampoco sabrás qué hacer cuando seas rey! ¡Que Dios te ampare si no estoy yo para ayudarte! Escucha… —se acercó a él y lo asió de una manga. Mientras le hablaba, le golpeaba en el pecho—. No vas a quedarte sin hacer nada como un perfecto bobo, dejando que mi padre sea arrojado a causa de las intrigas de una traílla de chacales… ¿lo has oído? Tienes que entrar y hablar con el rey… ¡hacerle comprender que está procediendo mal! ¡Después de todos los años que mi padre ha servido a los Estuardo con toda lealtad y devoción, no puede hacer él esto! ¡No puede despedirlo! Entra ahora y habla con él… —Terminó dándole un leve empellón.

—Trataré de convencerle —dijo el duque, sin convicción.

Cruzó el cuarto y fue a llamar a otra puerta, abriéndola cuando el rey ordenó que pasara.

—Espero que mi visita no sea inoportuna, Carlos.

El rey se volvió a medias y lo miró por encima del hombro. Hizo un gesto. De saber que era su hermano, le habría impedido pasar.

—No, James. Entra. Llegas justo a tiempo para mandar un mensaje a Minette. ¿Qué quieres que le diga de tu parte?

El duque frunció el entrecejo, ocupado en sus propios pensamientos, y dudó unos instantes antes de responder.

—Dile que espero que venga pronto a visitarnos.

—De eso le hablé ya. Espera venir el año próximo. Vamos, James…, ¿qué le digo? Tiene que ser algo especial y personal. Pero me parece que tu mente está ocupada en algo diferente.

James tomó asiento y se inclinó frotándose las manos pensativamente.

—Sí, Carlos, es así —hizo una pausa de varios segundos mientras su real hermano esperaba—. Anne recela que no trates con la debida consideración a su padre, el canciller.

Carlos Estuardo sonrió bondadosamente.

—Entonces quiere decir que está muy equivocada. Lo trataré con todas las consideraciones posibles. Pero bien sabes como yo que todo esto no es obra mía. Hay un Parlamento al que debo responder, y los honorables representantes se muestran muy poco amables.

—Pero el rey no debe sacrificar, por temor al Parlamento, un hombre que lo ha servido durante tanto tiempo. —James no tenía muy buena opinión de la legislación imperante en el país ni de la paciencia de su hermano ni de sus compromisos con las cámaras—. «Las cosas serán diferentes —se decía a menudo— cuando suba yo al trono.»

—Nadie aprecia más que yo los servicios del canciller. Pero la verdad del asunto es ésta: su utilidad se encuentra completamente gastada, tanto para mí como para Inglaterra. Reconozco que se le echa la culpa de mucho en lo cual él no ha tenido intervención, pero ello no obsta al odio que le profesa el pueblo, que quiere deshacerse de él por las buenas o por las malas. ¿Qué utilidad puede prestar un hombre que no haya hecho nada por impedir esta situación?

—Podría ser una situación temporal… si te tomaras la molestia de ayudarlo.

—Es algo más que eso, James. Sé que es leal y que todavía puede prestarme algunos servicios… pero ocurre que está completamente aferrado a las antiguas ideas. No se da cuenta de que la revolución ha cambiado las cosas en Inglaterra. No palpa con sus propios dedos que actualmente son otras las costumbres que prevalecen. Y, lo que es peor, no quiere palparlo. No, James, me temo mucho que haya terminado el auge del canciller.

—¿Que ha terminado? ¿Quieres decir, Carlos, que has decidido prescindir por completo de él?

—No creo que haya alternativa. Tiene muy pocos amigos que quieran ayudarlo. Nunca se tomó la molestia de buscarse un grupo de servidores leales. Siempre ha estado por encima de tales prácticas.

—Ya que me hablas tan francamente, Carlos, ¿podrías decirme la verdadera razón que te obliga a solicitar su renuncia?

—No tengo otra.

—Por las galerías circula una opinión diferente. Hay rumores de que el rey puede olvidarlo todo menos la influencia de la señora Stewart en favor de Richmond.

Los negros ojos de Carlos Estuardo presagiaron tormenta.

—Hay rumores que son demasiado impertinentes, James, ¡y lo mismo digo de ti! ¡Si crees que soy tan estúpido como para despedir a un hombre que pudiera serme útil a causa de una mujer, me haces muy poca justicia! ¡Debes comprender que soy muy bondadoso contigo, más de lo que debiera ser un rey con su hermano, y vives tan regiamente que pareces más monarca que yo! Pero he tomado ya una resolución, y no serás tú quien me haga cambiar de propósito, de modo que te ruego que no me molestes más acerca de esto.

James hizo una cortesía y salió de la habitación. Siempre había creído que los reyes debían ser obedecidos. Sin embargo, los cortesanos se informaron de algún modo de los detalles de la entrevista y comentaron la frialdad existente entre los dos hermanos.

Algunos días más tarde, Carlos II llamó a palacio a Clarendon, aunque el viejo canciller se encontraba enfermo en cama y vivía en su casa de Piccadilly. Allí el rey y los otros consejeros solían visitarle a menudo para ahorrarle el viaje hasta palacio. Carlos II y el duque de York fueron hasta su despacho, y los tres hombres se sentaron a hablar.

El rey había odiado tal momento, dilatándolo todo lo que pudo, pero sabía que era necesario afrontarlo. La inquietud que desazonaba al país, se centralizaba en el Parlamento. Esperaba adormecerlo con la promesa de que todas las cosas mejorarían una vez que el espantajo nacional fuese despedido. Pero no podía olvidar que lo conocía de mucho tiempo y que por mucho tiempo le había servido fielmente. Y, por todo lo que Clarendon lo trató antaño como a un escolar indisciplinado, criticándolo respecto de sus amigos y amantes, observándole sus métodos de gobierno, Carlos Estuardo sabía bien que era el mejor ministro que había tenido y tendría jamás. Una vez que Clarendon se hubiese retirado, le rodearía un círculo de hombres egoístas y enemigos ocultos, contra cuyas maniobras había de luchar sabiamente y ganar… o dejar de gobernar la nación.

Pero no había modo de evitar ese instante. Carlos II miró a su canciller a los ojos.

—Milord, presumo que habrá llegado hasta vuestros oídos que hay una general demanda de hombres jóvenes para las funciones de gobierno. Siento mucho deciros esto, pero no estoy en condiciones de ir contra la opinión del pueblo. Él quiere y exige que os despida, y yo creo que vos serviríais mejor a sus intereses si os anticiparais a esos deseos y presentarais vuestra renuncia.

Transcurrieron algunos momentos antes de que Clarendon pudiera responder.

—¿Debo comprender que Vuestra Majestad está hablando absolutamente en serio?

—Sí, canciller. Hablo en serio, y lo siento mucho. Pero debéis comprender, además, que no he tomado esta decisión repentinamente… y que tampoco la he tomado solo —quería decir, que cientos de miles de ingleses eran de la misma opinión.

Pero Clarendon hizo como que no lo comprendía.

—¿Vuestra Majestad se refiere quizás a esa señora? —Nunca había designado por otro título a Bárbara Palmer.

—De ningún modo, Clarendon —respondió el rey pausadamente, sin darse por ofendido.

—Temo que Vuestra Majestad permite que compañías indignas ejerzan mayor influencia que la debida.

—¡Pardiez, milord! —replicó el rey con repentina impaciencia, los ojos duros—. ¡Espero que no sea tan escasa mi capacidad mental!

Clarendon se había convertido una vez más en el maestro de escuela.

—Ninguno aprecia mejor que yo, Sire, cuáles son vuestras mejores facultades… y por esta razón he lamentado durante largo tiempo el modo con que vos perdíais vuestro tiempo y el de Inglaterra en compañía de criaturas tales como esa señora y su…

Carlos Estuardo se levantó imperiosamente.

—¡Milord, ya he oído muchísimas otras veces vuestra opinión sobre este asunto! ¡Os serviréis excusarme que decline oíros una vez más!… Enviaré al secretario Morrice para que recoja el Gran Sello que tenéis en vuestro poder. Buenos días. —Presuroso, y sin mirar atrás, salió de la habitación.

Clarendon y el duque de York lo miraron alejarse. Cuando la puerta se cerró detrás de él, se miraron, aunque ninguno pronunció ni palabra durante varios minutos. Por último, Clarendon se puso de pie con trabajo, hizo una cortesía y lentamente cruzó la habitación y salió al jardín. Por las proximidades se veía una multitud de cortesanos de ambos sexos, que aparentaban encontrarse allí por casualidad… Pocos minutos antes había circulado la noticia de que el rey conferenciaba con el canciller y esperaban verlo salir. Clarendon entornó los ojos y frunció el entrecejo, mas no se detuvo. Avanzó, seguido por un cortejo de sonrisas malévolas y murmuraciones.

Había cruzado casi el jardín cuando oyó una voz aguda y jubilosa que le gritaba:

—¡Adiós, canciller!

Era lady Castlemaine. Había salido a su balcón y se la veía rodeada de jaulas, en las cuales saltaban pájaros de vistosos colores. De un lado tenía al barón Arlington y, del otro, a Bab May. Aunque era ya casi mediodía, había saltado de la cama al oír decir que él iba en aquella dirección, y ahora se estaba asegurando su salto de cama, haciendo gestos y con la cabellera suelta.

—¡Adiós, canciller! —repitió—. ¡Confío en que nos volvamos a encontrar alguna otra vez!

Los jóvenes pisaverdes comenzaron a reír. Sus ojos fueron del canciller a la Castlemaine, y de ésta al canciller. Los ojos del anciano estadista chocaron con los de ella. Se estiró muy lentamente, levantando los hombros, pero su rostro traducía cansancio, pena y desilusión, y también algo que era a la vez despreciativo y compasivo desdén.

Madame —replicó pausadamente, pero con voz clara y perfectamente audible—, cuando se vive, se envejece —siguió caminando hasta perderse de vista, pero Bárbara se apoyó en el barandal, contemplándolo mientras se alejaba, aterrada.

Los jóvenes congregados bajo el balcón la llamaban y la felicitaban; Arlington y Bab May le hablaban… pero ella no los escuchaba. De pronto, giró sobre sus talones, apartó a los dos hombres y se metió como una exhalación en su alcoba, dando un portazo. Febrilmente tomó un espejo y fue hasta el lugar donde había más luz. Entonces apreció su figura, palpando sus mejillas, su boca, su pecho.

«¡No es verdad! —pensaba con desesperación—. Maldito sea el viejo bastardo ése… ¡es claro que no puede ser cierto! ¡Nunca envejeceré!… ¡Jamás tendré otro aspecto! ¡Vaya, qué tonta soy! ¡Tengo veintisiete años y a esa edad nadie es viejo! Se es joven… ¡toda mujer está en el pináculo a los veintisiete años!» Pero recordaba que hubo un tiempo, tal vez ayer, en que los veintisiete años significaban para ella le decrepitud. ¡Oh, estúpido viejo! ¿Por qué diría aquello? Se sentía descompuesta, cansada y llena de rencor. De cualquier modo, al cabo de todos esos años de recíproco desprecio, él había quedado con la última palabra. Pero entonces nació en ella una rebelde determinación. Afuera los hombres esperaban, triunfantes… ¿Qué importaba lo que el imbécil y malicioso viejo hubiera dicho? Se había ido y nunca más volvería a verlo. Arrojó el espejo sobre la cama, se encaminó a la puerta, la abrió de par en par y apareció sonriente.

En todo el palacio reinaba una sensación de temor e inquietud. Los hombres desconfiaban unos de otros y los que parecían amigos apenas si se hablaban, pero todos paseaban por los corredores como si no existieran ni amigos ni enemigos. Murmullos y comentarios pasaban de boca en boca, los rumores corrían como ligera brisa que se concretaba a rozar levemente para luego proseguir su camino, otros con tal fuerza e ímpetu que parecía iban a llevarse una roca por delante. Nadie se sentía seguro. El canciller había sido despedido, por fin; pero nadie se sentía tan satisfecho como lo esperaba. ¿Quién sería el próximo?

Muchos afirmaban que sería lady Castlemaine.

Bárbara los oía, pero se encogía de hombros, mostrándose indiferente y sin preocuparse lo más mínimo. Confiaba en sí misma y siempre se había dicho que, cuando llegara el momento, podría amedrentarlo como lo había hecho en el pasado. En la Corte llevaba una vida cómoda y regalada, y no quería ni permitiría que nadie la privara de ella. Así estaban las cosas cuando, una mañana en que estaba con Henry Jermyn, entró la Wilson excitadamente en la habitación.

—¡Señoría! ¡Oh, Señoría! Viene… ¡viene él!

Bárbara se incorporó y lanzó una colérica mirada a su doncella, mientras Jermyn atisbaba escrutadoramente por encima de las coberturas.

—¿Qué dices? ¿Quién diablos es el que viene? Creí que…

—¡Oh, ama, es el rey! Está cruzando el hall… ¡estará aquí dentro de algunos segundos!

—¡Oh, Dios mío! ¡Retenlo unos minutos! Jermyn, por amor de Cristo… ¡dejad de mirar como lelo y salid de ahí!

Mister Jermyn se apresuró a saltar de la cama, tomó sus calzones en una mano y su peluca en la otra y se encaminó a la puerta. Bárbara se echó de nuevo, cubriéndose con los cobertores hasta la barbilla. Podía oír a los perros que, en seguimiento de su amo, corrían por el pasillo. Luego los oyó en la habitación vecina; el rey se detuvo a conversar con la Wilson, y percibió claramente su risa tonante. (Corría el rumor de que el rey estaba haciendo el amor a su bonita doncella, pero Bárbara se había resistido a darle crédito.) Abriendo un ojo vio, horrorizada, que Jermyn había dejado uno de sus zapatos y, agachándose prestamente, lo tiró debajo de la cama. De nuevo se acomodó y trató de componer su semblante para dar la impresión de que dormía.

Oyó que se abría la puerta del dormitorio y luego dos perros que apartaban las colgaduras y olfateaban las almohadas, tratando, al mismo tiempo, de lamerle la cara. Bárbara masculló una maldición y sacó una mano para apartarlos, en el preciso instante en que el rey Carlos retiraba las cortinas. Quedó de pie, sonriente frente a ella, sin dejarse engañar por la soñolienta e indagadora mirada que ella le echó. Hizo que se retiraran los perros.

—Buenas días, madame.

—¡Caramba!… Buenos días, Sire —se sentó, llevándose una mano al cabello, la otra reteniendo con pudor las sábanas para cubrir sus desnudos senos—. ¿Qué hora es? ¿Es muy tarde?

—Casi mediodía.

De pronto, él se agachó y, tirando de una cinta azul, consiguió sacar el zapato de míster Jermyn. Lo retuvo en el aire, mirándolo con interés y curiosidad, como si no estuviera seguro de lo que era. Bárbara lo miró, horrorizada, experimentando enfermiza aprensión. Carlos Estuardo hizo dar vueltas al cordón, observando cuidadosamente el zapato desde todos los ángulos.

—Bien —dijo—, de modo que ésta es la última diversión de las damas de la Corte… sustituir el hombre por el zapato. Había oído ya decir algo de esto, lo que prueba que la naturaleza humana progresa en cierto sentido. ¿Cuál es vuestra opinión, madame?

—¡Mi opinión es que alguno me ha estado espiando y que os envió para que me sorprendierais! Pero… estoy completamente sola, como podéis ver. Buscad detrás de las cortinas y los biombos, si gustáis, para satisfaceros.

Carlos Estuardo sonrió con ironía y arrojó el zapato a sus perros, quienes lo tomaron en el aire. Se sentó en la cama y la miró de frente.

—Permitidme que os dé un consejo de viejo amigo, Bárbara… Creo que Jacob Hall os daría más satisfacción en tiempo y dinero que míster Jermyn —Jacob Hall era un hermoso y robusto acróbata que actuaba en las ferias y, algunas veces, también en la Corte.

Bárbara replicó con presteza.

—¡No tengo duda de que Jacob Hall es tan hermoso como hermosa dama es Moll Davis! —Moll Davis era la última amante del rey, una actriz del teatro del duque de York.

—No lo dudo tampoco yo —convino él. Durante unos momentos se quedaron mirándose de hito en hito—. Madame —dijo él por último—, creo que ha llegado el momento de que tengamos una seria conversación.

Experimentó ella un fuerte sobresalto. De modo que no había sólo murmuración… Instantáneamente cambiaron sus maneras, haciéndose respetuosas y políticas, casi deferentes.

—¡Vaya, Majestad, ciertamente que sí! ¿De qué queréis que hablemos? —Sus ojos violeta se abrieron candorosamente.

—Creo que no es necesario que sigamos fingiendo por más tiempo. Cuando un hombre y una mujer casados dejan de amarse, no les queda otro recurso que encontrar entretenimiento en otra parte. Afortunadamente, es otro nuestro caso.

Esta era la más franca declaración de sentimientos que pudiera haberle hecho. Algunas veces le había hablado con cierto resentimiento e imperio, pero ella lo había atribuido a pasajeros enojos. Tampoco ahora creía que estuviera hablando seriamente.

—¿Queréis decir, Sire —preguntó en voz baja—, que no me amáis ya?

Carlos Estuardo sonrió.

—¿Por qué preguntan siempre esto las mujeres si de antemano conocen la respuesta?

Bárbara lo contempló sinceramente azorada, sintiendo una fuerte opresión en la boca del estómago. La misma postura del cuerpo de él denotaba aburrimiento y cansancio, y su rostro expresaba bien a las claras la finalidad del hombre que comprende sus sentimientos cabalmente. ¿Era posible? ¿Era cierto que se había cansado de ella? Ya, desde hacía cuatro años, había tenido muchas insinuaciones en este sentido, emanadas de él mismo y de los otros, pero se había obstinado en no darlo por cierto, rehusando creer que pudiera desechar su amor como había desechado el de las otras.

—¿Qué iréis a hacer? —su voz apenas se oía.

—De eso, precisamente, he venido a hablar. Desde que no nos amamos…

—¡Pero, Sire! —se apresuró a protestar ella—. ¡Yo os amo! Sois vos quien…

Le echó una mirada de franco disgusto.

—Bárbara, por amor de Dios, dejad esa cantinela. Supongo que vos creeréis que yo estaba convencidísimo de que me amabais… No, no es así, y siento desengañaros. Cuando os encontré, ya estaba yo muy lejos de la edad en que tales ilusiones germinan en el corazón de los hombres. Y si una vez os amé, lo que creo que es cierto, ya no os amo. Esto está bastante claro y me parece que ha llegado el momento de que lleguemos a un nuevo arreglo.

—¿Un nuevo…? ¿Por ventura abrigáis intenciones de despedirme?

Lanzó él una breve y desagradable carcajada.

—Eso sería algo así como arrojar el conejo a los sabuesos, ¿no es cierto? Os destrozarían en dos minutos —sus negros ojos recorrieron su semblante, entre divertidos y despreciativos—. No, querida. Seré generoso. Tendremos que llegar a un acuerdo de otra clase.

—¡Oh! —Bárbara se sintió profundamente aliviada. Eso era ya otra cosa. Todavía deseaba él portarse «generosamente» y llegar a un «acuerdo». Ahora sabría cómo manejarse—. No tengo otro deseo que obrar conforme a vuestra voluntad, Sire. Pero os suplico me concedáis un par de días para pensarlo. Debo pensar en el futuro de mis hijos. No me importa cuánto me suceda a mí, pero quiero que ellos no vayan a…

—Nos haremos cargo de ellos. Estudiad entonces vuestras condiciones… Volveré aquí el martes a esta misma hora, para que lo arreglemos definitivamente.

Se levantó, le hizo una cortesía, con los dedos llamó a los perros y salió de la habitación sin dignarse mirar atrás. Bárbara se sentó al pie de la cama, anonadada. De pronto oyó en la antecámara la voz del rey, al que respondió una risita entrecortada de la Wilson. Saltó de la cama y gritó:

—¡Wilson! ¡Wilson, venid aquí! ¡Os necesito!

El martes la encontró él en la puerta de su alcoba, acicalada y pintada, luciendo un vestido nuevo. Había esperado encontrarla en un mar de lágrimas y presa de histerismo, pero no se sorprendió verla sonriente y encantadora, actitud que no le había visto desde hacía mucho tiempo. Las doncellas fueron despedidas y los dos se sentaron frente a frente, hablando con gran mesura. Bárbara se dio cuenta inmediatamente de que no había cambiado de propósito, como ella lo esperó durante el breve intervalo.

Lady Castlemaine le entregó un papel, escrito con minuciosa especificación de detalles y cantidades, y clavó las uñas en el brazo del sillón mientras él lo leía. Su Majestad recorrió la hoja de una ojeada, enarcó las cejas y emitió un suave silbido. Sin mirarla, comenzó a leer detenidamente.

—Veinticinco mil libras para cubrir las deudas. Diez mil libras para sí. Un ducado para sí y condados para sus hijos…

Levantó la vista, con un expresión de burla y fastidio.

—¡Pardiez, Bárbara! Vos debéis de creer que soy el rey Midas. Tened presente que soy el pobrecito Carlos Estuardo… cuyo país ha sido arrasado por las tres grandes calamidades: la peste, el fuego y la guerra, cosa jamás vista en toda su historia, y que debido a ello estoy endeudado hasta las orejas. ¡Condenadamente bien sabéis vos que no tengo medios para satisfacer esto! —Golpeó expresivamente el papel que tenía en la mano y luego lo tiró sobre la mesa.

Bárbara se encogió de hombros sonriendo.

—¡Vaya, Sire! ¿Cómo podía yo saberlo? Otras veces me habéis dado más dinero que ése… y ahora que me despedís, ahora que deseáis deshaceros de mí, aunque no por culpa mía… Vamos, Majestad; aun cuando no sea sino por decencia, debéis darme lo que pido. Tendré necesidad de mucho dinero para hacer frente a un mundo hostil, bien lo sabéis. Quisiera más bien estar muerta que vivir en condiciones humillantes… ¡Mi vida ya no valdrá la pena una vez que me hayáis arrojado de palacio!

—No he tenido ni tengo intenciones de haceros la vida miserable. Pero es necesario que comprendáis que no estoy en condiciones de llegar a acuerdos de esta clase.

—Por otra parte, la madre de cinco hijos vuestros creo que no debe mendigar su subsistencia porque a vos se os ocurra despedirla de pronto, ¿no os parece? ¿Qué diría el mundo de vos, Sire, si supiera que me habéis arrojado de vuestro lado para que perezca en la miseria y el hambre?

—¿Se os ha ocurrido pensar alguna vez que en Francia hay muchos conventos donde una dama de vuestra religión podría vivir cómoda y felizmente con quinientas libras al año?

Por unos segundos, Bárbara Palmer lo miró de frente. De pronto estalló en carcajadas histéricas.

—¡Que me condenen si no tenéis un verdadero sentido del humor! ¡Vamos! ¿Podéis imaginarme en un convento?

Carlos II sonrió a despecho de sí mismo.

—Es cierto que cuesta trabajo imaginaros así —admitió—. Sin embargo, no puedo hacer mercedes como las que solicitáis.

—Entonces… tal vez podamos llegar a otro acuerdo.

—¿Cuál podría ser?

—¿Por qué no podría quedarme aquí? Quizá vos no me queráis ya, pero seguramente no os importaría en absoluto que yo siga viviendo en palacio. No os molestaré… seguiréis vuestro camino y yo el mío. Después de todo ¿no es una villanía hacerme desdichada sólo porque habéis dejado de amarme?

Sabía él perfectamente la parte de sinceridad que había en lo que decía y, sin embargo, comenzó a considerar que tal vez fuera ésa la mejor solución. Nada de separaciones violentas ni desagradables escenas de llantos y recriminaciones, sino todo llevado a cabo pacíficamente y, lo que era mejor, a muy poco costo. Algún día se marcharía por su propia voluntad. Sí, indudablemente eso era lo mejor. De cualquier modo, no tendría él ninguna molestia. Se puso de pie.

—Muy bien, madame. No me molestéis más y seguiréis aquí cuanto os plazca. Vivid como queráis, pero sin alterar los principios de la moral y todo lo más apaciblemente que podáis. Y otra cosa: si no decís a nadie esto nadie se enterará, pues yo no diré una palabra.

—¡Oh, gracias, Sire! ¡Sois muy bondadoso!

Se levantó también y se le acercó, mirándolo profunda y prometedoramente a los ojos. Todavía esperaba que un beso y una media hora de intimidad lograrían cambiar las cosas… desechar la animosidad y la desconfianza que ahora los separaba, permitiendo el retorno de la pasión que los unió en un principio. Carlos Estuardo, por su parte, la contempló firmemente, con una muy velada sonrisa. Hizo un breve ademán y se apartó de ella, saliendo de la habitación en pocos segundos. Bárbara lo contempló estupefacta, como si se hubiera ido después de abofetearla.

Pocos días más tarde se fue al campo. Sabía que un nuevo hijo no sería reconocido por él. Pero se le ocurrió también que quizás algunas semanas de alejamiento podrían inducirlo a olvidar todo cuanto de desagradable mediaba entre ellos; podría ser que la echara de menos… quizá la mandara a buscar, como había hecho otras veces. «Algún día me amará de nuevo —se repetía obstinadamente—. Yo sé que será así. La primera vez que nos encontremos, las cosas serán diferentes.»