Capítulo XXXIII

Los muelles estaban repletos de una multitud de marineros que iban de un lado a otro, llevando grandes cargas y fardos sobre las espaldas.

Infinidad de barcos de todo calado, con los mástiles desnudos, se mecían en las aguas. Muchos de los marineros, que poco antes estuvieron comprometidos en lucha mortal con los holandeses, estaban al presente ocupados en la limpieza de los mismos, o remendando las velas o componiendo el cordaje y cubriéndolo con lienzos alquitranados. Estibadores y viejos lobos de mar transportaban los tesoros tomados al enemigo, en los cuales tenían participación. Las banderas y los trofeos holandeses habían sido apiñados en un solo haz. Se veían, asimismo, muchos inválidos y heridos unos yaciendo sobre cubierta, otros sentados o recostados. Nadie reparaba en ellos. La Marina no había sido pagada todavía y algunos de los hombres no tenían qué comer.

Ámbar saltó de su carruaje y, acompañada de Tempest y Jeremiah, recorrió uno de los muelles a lo largo, protegiéndose con una mano de los rayos solares. Algunos pordioseros trataron de llamar su atención mientras pasaba; los marinos silbaron ruidosamente e hicieron picantes comentarios, pero Ámbar ni siquiera se dio por enterada. Marchaba completamente ensimismada. Su única preocupación consistía en encontrar a Bruce.

—¡Allí está! —exclamó de pronto y empezó a correr—. ¡Oh, Bruce!

Se acercó a él, forzando una sonrisa, perdido el aliento, esperando ser abrazada y besada. Pero, en lugar de hacerlo, Carlton se volvió hacia ella con ceño. Ámbar vio únicamente fatiga en su rostro, bañado por el sudor.

—¿Qué diablos estás haciendo aquí?

Al decir esto, miró furiosamente a los hombres que no le quitaban la vista de encima. Su capa se había entreabierto, dejando ver su vestido de raso, su prendedor de esmeraldas, sus aretes y sortijas. Desilusionada y ofendida por ese tono, sintió impulsos de replicarle airadamente. Pero su agitación era verdadera y se compadeció. Lo observó con inquietud y solicitud maternales. Muy pocas veces lo había visto realmente cansado, y ahora no deseaba sino tomarlo entre sus brazos, hacer desaparecer a fuerza de besos su fastidio y fatiga… Su amor por él rayó en ese instante en una intensidad dolorosa.

—¡Vaya! —exclamó, desentendiéndose de su demostración de desagrado—. Pues he venido a verte, querido. ¿No estás contento?

Bruce dulcificó su expresión, como si estuviera avergonzado de su mal humor, mientras con el dorso de la mano se limpiaba la frente, sudorosa.

—¡Claro que me alegro! —La analizó con la mirada—. ¿Nació el niño?

—Sí…, fue una niña. Se llama Susanna… ¡Oh! —recordó, sintiéndose culpable—. Míster Dangerfield murió.

—Lo sé. Me lo dijeron esta mañana. ¿Y por qué no estás fuera de la ciudad?

—Te esperaba.

—No debías haberlo hecho… No hay seguridad en Londres. ¿Dónde está la niña?

—La envié al campo con Nan, Tansy y la nodriza. Nosotros, podemos ir ahora a reunimos con ellos… —Lo miró aprensivamente, temiendo que le dijera que tenía ya otros planes.

Bruce la tomó de un brazo y la llevó de regreso al coche. Mientras caminaban, le iba hablando.

—Tienes que irte de aquí, Ámbar. No deberías haber venido. La peste la traen los barcos, ya lo sabes.

—¡Oh! Eso no me importa. Tengo un amuleto: el cuerno de un rinoceronte.

—¿El cuerno de un rinoceronte? —Rió de buena gana—. ¡Por Cristo! ¿No has encontrado nada mejor?

Llegaron hasta el lugar donde esperaba el carruaje y él la ayudó a subir. Se quedó con un pie en el estribo y con el codo apoyado en una de las rodillas. Ella se acomodó en el asiento y él le habló con una voz que parecía un murmullo.

—Tienes que irte de aquí tan pronto como puedas. Algunos de mis hombres ya están apestados.

Ámbar ahogó un grito de espanto, pero sacudió negativa y enérgicamente la cabeza.

—¡Oh, Bruce! —susurró—. ¡Entonces tú también puedes caer enfermo!

—Solamente se han producido tres casos. La enfermedad se presentó en uno de los barcos holandeses que capturamos. Al saberlo, lo hundimos con todo lo que llevaba a bordo, pero tres de mis marineros cayeron enfermos desde entonces. Fueron sacados del barco anoche y no se ha vuelto a presentar otro caso hasta hoy.

—¡Bruce, querido! ¡No puedes quedarte aquí! Tienes que irte lejos… Dime, querido, ¿no tienes un amuleto o alguna otra cosa que te proteja? ¡Tengo tanto miedo!…

Bruce le echó una mirada de exasperación y respondió, haciendo caso omiso de la última pregunta:

—No puedo irme ahora… No podré hacerlo hasta que no se haya descargado y almacenado todo. Pero tú sí tienes que irte. Por favor, Ámbar, escúchame. He oído decir que las autoridades tienen la intención de cerrar las puertas de la ciudad e impedir que salga nadie. Vete mientras es tiempo.

—No quiero irme sin ti —repuso con tenacidad.

—¡Por Dios, Ámbar, no seas terca! Ya te buscaré después…

—No tengo miedo a la peste… Nunca enfermaré. ¿Cuándo terminarás de descargar?

—No podré hacerlo antes de la noche.

—Entonces regresaré al atardecer. Nan y la niña están en Dunstable y allí las encontraremos. Ya no vivo en la casa de los Dangerfield… Tengo mis habitaciones propias en St. Martin’s Lane.

—Entonces vete y espérame allí. No salgas a la calle y no hables con nadie.

Se despidieron y lord Carlton se alejó; antes de perderse entre la multitud, se volvió y le hizo un cariñoso ademán. Segundos más tarde, mientras ella estaba todavía allí con la nariz pegada al cristal de la ventanilla, con una expresión infantil impresa en el rostro, entró en el muelle y se perdió de vista.

Ámbar no se quedó en la casa, como él le dijo que hiciera.

Sabía que Bruce se mostraba escéptico respecto de muchas grandes cosas en las que ella creía, y el cuerno de rinoceronte era una de ellas. Llevándolo prendido en su camisa, se sentía perfectamente segura mientras salía a hacer los preparativos para la comida. Calculaba que al día siguiente tendrían que salir muy temprano. Ordenó la comida en «Las Campanas Azules», una elegante taberna francesa de Lincoln’s Fields, y luego regresó a disponer la mesa ella en persona. Toda su vajilla de plata estaba puesta en custodia en la casa del joyero Newbold, pero en la cocina había suficiente vajilla de estaño que podía reemplazarla. Pasó entretenida más de una hora haciendo figuras caprichosas con las servilletas. En el pequeño jardín de la casa cortó algunas rosas amarillas y las arregló con gusto en un búcaro de cristal de roca, que luego colocó en el centro de la mesa.

Se deleitaba atendiendo hasta los menores detalles, pensando que haciéndolo o arreglándolo de este u otro modo, le agradaría más a él. Su único aliciente era la esperanza de una sonrisa como premio. La peste casi se había constituido en una bendición en ese momento, ya que le permitiría estar en su sola compañía durante semanas enteras, tal vez meses… quizá para siempre. Creía que nunca había sido tan feliz o, por lo menos, que nunca había tenido motivos para sentirse tan feliz.

Al finalizar los preparativos para la comida, se acicaló con pulcritud delante del espejo. Pasó el cepillo por el pelo con más cuidado que nunca, se peinó, hizo brillar sus uñas y se dio color, aun cuando muy superficialmente; no quería ver esa sonrisa maligna que parecía querer decirle siempre lo necia y exhibicionista que era. Estaba parada delante de la ventana ajustándose un brazalete, cuando vio un cortejo fúnebre dar vuelta a la esquina. Había algunos estandartes; individuos y bestias iban solemnemente tocados de negro, y aunque todavía había bastante luz, los deudos del difunto llevaban las hachas encendidas de rigor. Se volvió con desagrado, disgustada por la intromisión de la muerte en su felicidad. Tomó su capa y salió de la casa.

El muelle estaba casi desierto. Su coche avanzó, haciendo un ruido desproporcionado. Vio a lord Carlton conversando con dos hombres y, aun cuando él la miró y le hizo una leve inclinación de cabeza, ni le sonrió siquiera y Ámbar notó que parecía absolutamente deshecho. Poco después los tres regresaron a uno de los barcos, perdiéndose de vista.

Transcurrido un cuarto de hora sin que volviera a verlo, Ámbar empezó a sentir impaciencia. «¡Justamente ahora tiene que suceder! ¿Qué lo retendrá? No me ha visto durante meses y ¿qué es lo primero que hace? ¡Seguramente ir a beber con esos otros!» Empezó a taconear, abanicándose nerviosamente. De rato en rato suspiraba y ponía ceño; luego componía su semblante, tratando de ocultar su fastidio. El sol se había hundido ya en las aguas tornasoladas como un rojo disco incandescente, y ahora soplaba una suave brisa refrescante. Era grato sentir su caricia después de un día caluroso como aquél.

Media hora completa pasó antes de que por fin él apareciera. Para entonces la expectación de Ámbar se había trocado en rabioso resentimiento. Bruce entró en el coche y se sentó pesadamente a su lado. Lo miró de reojo y exclamó con ironía:

—¡Por fin habéis llegado, lord Carlton! Pero, por favor, no posterguéis algún asunto importante por causa mía…

—¡Oh, Ámbar! Lo siento. Todo el día he estado condenadamente ocupado y…

Al ver sus verdes ojos completamente enrojecidos y los hilillos de sudor que corrían por su frente —había refrescado—, Ámbar se arrepintió instantáneamente. Nunca lo había visto tan cansado. Cariñosamente, lo tomó de una mano.

—Yo lo siento más, querido. Sé que no me has hecho esperar a propósito. Pero ¿por qué tuviste que trabajar tanto? Seguramente esos hombres son unos brutos que no pueden descargar por sí mismos.

Bruce Carlton sonrió débilmente y acarició sus dedos.

—¡Oh! Lo habrían descargado solos y se hubieran alegrado de hacerlo. Pero ese botín pertenece al rey y sabe Dios cuánto lo necesita. Los marineros que no han recibido su paga y ahora se niegan a seguir trabajando por papeles que no tienen valor… Los contratistas no quieren entregar más provisiones si previamente no se les paga lo adeudado. ¡Por Cristo! Tú no sabes lo que es estar horas oyendo una interminable retahíla de historias que harían llorar a un leguleyo. Y debo decirte que los tres hombres que enfermaron ayer han muerto y que un cuarto caso se ha presentado hoy.

Ámbar lo miró con seriedad.

—¿Y qué hicisteis con ellos?

—Enviarlos al hospital de los apestados. Alguien me dijo que ahora están custodiando las puertas y que nadie puede salir de la ciudad sin poseer un certificado de buena salud.

—Es cierto, pero no te preocupes. Tengo un certificado para ti; lo saqué cuando fui a buscar los nuestros. ¡Trabajo me costó conseguirlos! La gente formaba cola hasta media milla de distancia de la casa del Lord Mayor. Creo que todos los habitantes de la ciudad están saliendo.

—Si expiden certificados de personas a quienes jamás han visto, no hay duda de que muy poco se hará en bien de la seguridad general.

Ámbar retiró la mano y, haciendo un sugestivo movimiento con el pulgar y el índice, dijo:

—Con dinero se puede conseguir hasta el certificado de buena salud de un muerto. Ofrecí cincuenta libras por todo el lote y no me hicieron ninguna pregunta —hizo una pausa—. Ahora soy extremadamente rica, no lo olvides.

Lord Carlton se había dejado caer en el asiento, como si todos sus músculos estuvieran deshechos por la fatiga. Consiguió sonreír sin fuerzas.

—Sí, ya lo eres. ¿Y has encontrado la satisfacción que esperabas?

—¡Oh, mucho más! ¡Señor, es de ver cómo todos quieren casarse ahora conmigo! Buckhurst, Talbot y qué sé yo cuántos más. ¡Con cuánto placer me río en sus caras! —Rió gozosa al recordarlo; en sus ojos había un destello de malicia. ¡Oh, qué gran cosa es ser rico!

—Sí —asintió él—. Así parece.

Permanecieron un rato en silencio y luego él dijo:

—Me pregunto cuándo irá a terminar esta peste.

—¿Por qué?

—Porque esperaba hacerme a la mar el mes próximo… Pero los hombres no quieren firmar ahora. Y, de cualquier modo, sería descabellado que lo hicieran… Todos los barcos holandeses que se capturan tienen a bordo algún muerto de peste.

Ámbar no respondió; se hacía la reflexión de que, si no se hubiera presentado la peste, no disfrutaría la ventaja de tenerlo a su lado.

Cuando llegaron a su casa, subió la escalera corriendo adelante, poseída de una nerviosa excitación. Le parecía que aquello la compensaba de los largos períodos de separación. Experimentaba una ventura ilimitada, un éxtasis que era casi un tormento, un placer que torturaba y la dejaba exhausta… No ocurría aquello todos los días, no importaba con cuánta intensidad se amase. Se había alimentado de soledad y anhelo, pero felizmente ambos habían llegado a su término.

Abrió la puerta y se volvió, buscando a Bruce. Este se hallaba todavía por la mitad de la escalera, ascendiendo penosamente con torpes pasos de plomo. Cuando llegó al rellano, se detuvo y estiró el brazo como buscando apoyo en ella, pero no lo hizo y entró como aturdido en la sala. Un escalofrío recorrió la espalda de Ámbar mientras cerraba la puerta. Se volvió lentamente, a tiempo de ver que él se desplomaba sobre una silla. Todos sus sentimientos personales murieron estrangulados por el terror.

«¡Está enfermo!»

Al instante ahuyentó todo infernal pensamiento, disgustada consigo misma por haberle dado cabida en su mente. «¡No! —pensaba furiosamente—. ¡No está enfermo! ¡No puede estar enfermo! Lo que pasa es que se encuentra cansado y hambriento. Cuando descanse un poco después de comer, estará sano y fuerte como siempre.»

Resuelta a todo trance a portarse de modo que él no sospechara el traidor pensamiento que se le acababa de ocurrir y el indigno miedo que experimentaba a pesar de todo su amor, lo miró afectuosamente y sonrió. Se quitó la capa y la arrojó sobre un sofá. Bruce la miró como si fuera a preguntarle algo, pero se quedó callado, exhalando un involuntario suspiro.

—Bien, Bruce… —dijo—. ¿No me vas a decir si te gusta mi departamento? Todo está a la última moda… aunque no sea inglés. —Hizo un cómico gesto mientras con la mano señalaba los objetos que los rodeaban, pero sus ojos traslucían una inequívoca ansiedad al fijarse en él.

—Todo es muy bonito, Ámbar. Perdona mis malos modales. A decirte verdad, estoy cansado, terriblemente cansado… Toda la noche la pasé en vela.

Sintió un enorme desahogo. ¡Conque había permanecido despierto toda la noche! Entonces, quería decir que no estaba enfermo. ¡Oh! ¡Gracias a Dios… gracias a Dios!

—Precisamente estaba pensando en eso. Vamos, querido, permíteme tu sombrero y tu capa… y tu espada también. Te sentirás más cómodo sin ella.

Se habría inclinado a aflojarle la hebilla si él no se hubiera apresurado a hacerlo, entregándosela. Luego lo dejó todo encima de una silla cercana y trajo una bandeja con dos vasos de cristal conteniendo agua y brandy. Bruce sonrió agradecido y tomó el vaso de brandy. Ella se dirigió al dormitorio a desvestirse.

—Estaré de vuelta en un santiamén. Y comeremos en seguida. Todo está dispuesto.

Diciendo esto se metió en su dormitorio —habitación contigua a la sala— dejando la puerta de comunicación abierta. Mientras se quitaba el vestido y deshacía su peinado, hablábale sin interrupción esperando todavía que no estuviera tan cansado como parecía. ¡Oh! ¿Por qué no se levantaba y venía a abrazarla?

Mas Bruce siguió sentado, bebiendo su brandy y contemplándola. Ámbar se quitó el vestido, desató los lazos de sus zapatos y se quitó las medias. Luego dejó que sus enaguas se deslizaran hasta el suelo y se inclinó a recogerlas.

—Para la cena tengo todo lo que te gusta: jamón westfaliano, pavo al horno, budín de almendras y champaña. No es fácil conseguir vinos franceses desde que comenzó la guerra. ¡Oh, Dios! ¡No sé de dónde vendrá la moda si entramos en guerra con Francia! ¿Crees que eso sucederá? Buckhurst, Sedley y algunos otros dicen que es seguro… —Hablaba con locuacidad, para evitar que ninguno de los dos se detuviera a pensar. Desapareció unos segundos y luego apareció llevando un sutil negligé y un par de chinelas plateadas.

Avanzó hacia Bruce lentamente y los verdes ojos de él se ensombrecieron; ella no esperaba esa reacción. Lord Carlton apuró su copa de un trago y se puso de pie. Por unos instantes se quedaron mirando de frente, pero él no hizo ningún movimiento para acercarse. Ámbar esperó aún, casi sin atreverse a respirar, pero cuando Bruce se volvió, con ceño, levantó la bandeja y dijo quedamente:

—Prepararé la mesa.

Entró en la cocina, donde encontró calientes las viandas que había traído el muchacho de la posada. Una vez que hubo servido la sopa se sentaron a la mesa y, aunque los dos se esforzaron por hablar, la conversación languideció visiblemente.

Le refirió él que había tomado cinco barcos holandeses, todos ellos con preciosas cargas. Le dijo también que Inglaterra y Francia nunca irían a la guerra, porque ésta no deseaba que Inglaterra adquiriera un predominio absoluto en los mares y obtuviera una victoria decisiva. Francia preferiría siempre proteger a Holanda y patrocinar una alianza con España. Ámbar, por su parte, le dio cuenta de algo que ella había oído comentar a Buckhurst y Sedley: que la victoria de Lowestok hubiera sido aplastante sin la intervención de Henry Brouncker, quien había dado órdenes en nombre del duque de York para que cesara la persecución, permitiendo que de ese modo escapara una gran parte de la escuadra holandesa. Y —cosa que a ella le parecía sensacional— le contó que el conde de Rochester había deshonrado a una gran heredera, mistress Mallet, siendo encarcelado en la Torre por semejante atentado.

Bruce fue del parecer que la comida era excelente, pero apenas si comía. Fuera de toda duda, se sentía inapetente. Por último apartó su plato.

—Lo siento, Ámbar, pero no puedo comer. No tengo hambre.

Se levantó ella de la mesa y se le acercó solícita; sus temores se iban confirmando. No tenía ahora el aspecto de estar cansado, sino enfermo.

—Tal vez fuera mejor que durmieras un poco, querido. Después de haber estado en vela toda la noche…

—Ámbar, creo que estoy enfermo. He contraído la peste. Al principio, creí que era sólo necesidad de dormir. Pero en estos últimos momentos he experimentado síntomas que he observado en mis hombres enfermos: falta de apetito, dolor de cabeza, vahídos, sudor frío y ahora náuseas —hizo a un lado su servilleta, retiró la silla y se puso de pie trabajosamente—. Me temo que tengas que irte sola, Ámbar.

—¡No me iré sin ti, Bruce y eso lo sabes bien! —Lo miró con fijeza—. Yo estoy segura de que no es la peste. ¡No puede ser! Estás bien y fuerte como siempre… Cuando se ha pasado la noche en vela, uno nunca se siente bien.

—No, Ámbar; estás equivocada. No permita Dios que te haya expuesto. Por eso no quise besarte. Temía… —Miró en derredor—. ¿Dónde están mi sombrero y mi capa?

—¡Tú no te vas a ninguna parte! ¡Tienes que quedarte aquí, conmigo! ¡Vaya! Yo me he sentido tan mala como tú cientos de veces, y al día siguiente estaba tan campante. ¡Ahora todo el mundo cree tener la peste en cuanto siente dolor de cabeza! Si no estás enfermo, partiremos mañana por la mañana. Y si lo estás… pues te quedas aquí y yo te cuidaré.

—¡Oh, Ámbar, querida mía…! ¿Crees que puedo permitirlo? ¿Y si muriera?

—¡Bruce! ¡No digas eso! Si se trata de la peste, yo te cuidaré y haré que te pongas bien. Yo aprendí de tía Sara a cuidar enfermos.

—Pero esta enfermedad es muy contagiosa… También puedes adquirirla. Y es altamente mortal. No, querida; de ningún modo. Debo irme. Dame mi sombrero y mi capa… pronto…

La expresión de enojo y fastidio que había tratado de ocultar, se mostró plenamente. Su rostro estaba empapado de sudor y algunas gotas se deslizaban por su barbilla. Se movía como un hombre borracho y sus músculos parecían haberse aflojado. Tenía punzadas en los senos frontales y un dolor sordo en la espalda le iba desde los riñones hasta las pantorrillas. Se estremecía involuntariamente, como si tuviera frío, y no podía vencer las náuseas.

Ámbar lo asió, decidida a retenerlo aunque tuviera que darle un golpe. Porque, si salía a la calle, sabía que cualquier corchete lo detendría por borracho —equivocación en que se había incurrido con dolorosa frecuencia— o en su defecto sería enviado al hospital de los apestados. Si estaba enfermo —y ahora sabía que lo estaba— se haría cargo de él.

—Échate un momento en el sofá cerca de la chimenea, y descansa mientras te preparo una infusión de hierbas. En el estado en que te encuentras, ni siquiera podrás dar un paso. Yo haré que te pongas bien, te lo juro y no tardaré mucho…

Lo tomó de un brazo y lo llevó al sofá situado frente a la chimenea. Todavía se mostraba reacio a quedarse, pero gradualmente iba perdiendo la noción de las cosas y ya no podía tomar decisiones. Cada minuto transcurrido aumentaba su debilidad e inconsciencia. Se dejó caer como un fardo sobre el sofá, sin ánimos siquiera para apoyar la cabeza en el almohadón. Arrojó un profundo suspiro, que más bien era un quejido, y cerró los ojos. Tenía escalofríos, pero transpiraba copiosamente y tenía mojadas la espalda y las ropas que llevaba puestas. Ámbar lo acomodó y corrió al dormitorio. Regresó con una cobertura de raso y lo abrigó.

Luego, segura de que no se levantaría y de que probablemente se dormiría, fue a la cocina y buscó en los armarios las hierbas que Nan había almacenado. A medida que iba encontrando las que necesitaba, las metía en un recipiente: pelosilla, cinoglosa y romanza para el vómito; clavelón y verdolaga para la fiebre; eléboro, espicanardo y dulcamara para el dolor de cabeza. Todas estas hierbas habían sido reunidas de acuerdo con las tablas astrológicas, bajo las influencias planetarias más precisas, y ella tenía una inquebrantable fe en su eficacia.

Vació un poco de agua en el recipiente y lo colocó encima de un hornillo, pero el fuego casi se había apagado. Agregó algunos carbones y sopló con fuerza. Una ligera llama coronó sus esfuerzos y, después de cerciorarse de que no se volvería a apagar, corrió a la sala para ver si todo marchaba bien. No había percibido ruido alguno.

Bruce estaba acostado, pero la cobertura se había caído y él se removía incansablemente. Todavía tenía los ojos cerrados y su rostro estaba horriblemente contorsionado. Al inclinarse sobre él para cubrirlo de nuevo, abrió pesadamente los ojos y la miró. De súbito la tomó de una muñeca, dándole un violento tirón.

—¿Qué estás haciendo? —Su voz era baja y bronca y las palabras, apenas inteligibles. Sus verdes ojos centelleaban y lo devoraba la fiebre—. ¡Te dije que te fueras de aquí!… ¡Vamos, vete! —Gritó casi las últimas palabras, mientras la sacudía sin misericordia.

Ámbar se dio cuenta de que estaba perdiendo el sentido, pero se esforzó por responderle con voz pausada y tranquila.

—Estoy preparándote una infusión de hierbas, y la tendré lista dentro de algunos minutos. Luego te irás, Bruce, pero mientras tanto descansa…

Pareció volver a la realidad.

—¡Ámbar…, por favor! ¡Por favor, vete y déjame solo! ¡Probablemente mañana estaré muerto… y si tú te quedas a mi lado, correrás igual suerte! —Hizo un esfuerzo sobrehumano para sentarse, pero ella lo obligó a echarse, empujándolo suavemente. Forcejeó un poco, pero concluyó por dejarse caer sobre los almohadones.

«Al menos —pensaba ella—, por el momento soy el más fuerte; ahora no puede irse.»

Aguardó ansiosamente, inclinada sobre él, pero como no hizo ningún movimiento y pareció haberse tranquilizado, se dirigió de puntillas a la cocina. Se sentía nerviosa, que sus manos y rodillas temblaban. Trató de levantar un pichel de metal y lo dejó caer en el suelo con sonoro ruido. Al inclinarse para recogerlo, oyó ruidos en la sala. Remangó sus faldas y salió disparada. Encontró a Bruce de pie en medio de la habitación. Su rostro no parecía humano.

—¡Oh, Bruce! ¿Qué estás haciendo?

Bruce le echó una desafiante mirada y estiró un brazo para apartarla. Profería maldiciones inaudibles. Logró asirlo de un brazo, pero él le dio un empellón que casi la hizo caer. Ámbar volvió a la carga, pero, mientras él trataba de salir de la habitación la iba arrastrando consigo. Dio un traspié, y al tratar de evitar la caída, manoteó en el aire, mas en vano. Ambos cayeron estrepitosamente al suelo, Ámbar casi debajo de él. Bruce permaneció con los ojos y la boca abiertos, sumido en la inconsciencia.

Ella quedó atontada, pero luego procuró zafarse y se puso de pie. Se inclinó de nuevo y, tomándolo por debajo de los brazos, intentó arrastrarlo hasta el dormitorio. Pero Bruce era un pie más alto que ella y pesaba ochenta libras más, de modo que no pudo moverlo. Tiró de él como una loca, sin resultado, y tuvo que dejarlo caer. Ya empezaba a llorar presa del terror y la desesperación, cuando recordó que Tempest y Jeremiah debían de estar en su desván.

Salió por la cocina, tomó por la escalera de servicio y entró como una bala en la buhardilla donde el cochero y el lacayo fumaban tranquilamente, acodados en el pretil de un ventanuco. Se apartaron, sorprendidos de verla entrar sin haber llamado.

—¡Tempest! ¡Jeremiah! —gritó—. ¡Venid conmigo!

Con los dos hombres pisándole los talones, bajó volando la escalera. Al pasar por la cocina, los criados dejaron sus pipas y penetraron seguidamente en la sala, donde encontraron a Bruce de pie, medio inclinado y balanceándose con las piernas abiertas, como si no pudiera guardar el equilibrio. Ámbar corrió a sostenerlo, pero los dos sirvientes se quedaron tímidamente a unos pasos de distancia, sin atreverse a intervenir. Bruce avanzó hacia ellos, profiriendo juramentos de amenaza, como si quisiera abrirse paso. Tenía todo el aspecto del borracho perdido: la mirada vidriosa y la boca retorcida, llena de saliva amarillenta.

Ámbar quedó horrorizada al ver el cambio que se había operado en él. Bruce avanzó y ella fue retrocediendo. Por último lo dejó libre, pero tendiéndole los brazos, pues parecía que se derrumbaría de un momento a otro. El enfermo traspuso el umbral de la puerta, pasó por la antesala y llegó al pasillo. Allí se detuvo, mirando con aire embrutecido la escalera. Parecía un coloso vencido, con el cuerpo doblado hacia delante. Avanzó todavía uno o dos pasos, pero trastabilló y lanzó un rugido, tratando de apoyarse en la barandilla. Ámbar gritó y los dos criados corrieron en su auxilio para evitar que rodara por la escalera. Lo sujetaron por los dos brazos, y no opuso resistencia cuando lo metieron de nuevo en el departamento. Su cabeza había caído sobre uno de los hombros y una vez más parecía estar sumido en una especie de estupor.

Ámbar les ordenó que lo llevaran al dormitorio. Preparó rápidamente la cama e hizo que lo acostaran sobre las blancas sábanas. En seguida procedió a descalzarle y notó que su transpiración tenía un extraño color amarillento y que olía desagradablemente, cosa inusitada en él. Desató la faja que llevaba arrollada alrededor de la cintura y en seguida lo despojó del jubón. Entonces recordó que Tempest y Jeremiah estaban allí. Se volvió y los vio pálidos y con la boca abierta, el espanto estampado en el rostro. ¡Se habían dado cuenta de que no habían socorrido a un ebrio, sino a un hombre atacado por la peste!

—¡Salid de aquí! —les gritó Ámbar, furiosa al verlos tan estúpidamente poseídos por el terror. Siempre boquiabiertos, salieron de estampía, dando un violento portazo.

La camisa de Bruce estaba tan mojada por el sudor que se pegaba a la piel. Ámbar recogió la suya, abandonada en el suelo, y lo limpió con ella. Cuando lo hubo desnudado por completo, lo cubrió con una de las sábanas. Luego le quitó las almohadas; recordaba que jamás las había usado. Bruce descansaba tranquilo, pero mascullando, de rato en rato, palabras ininteligibles.

Lo dejó solo y corrió a la cocina. El cocido de hierbas había hervido un poco, pero no lo suficiente. Para entretener la espera, se puso a requisar en los armarios las provisiones que habían quedado. Como permanecer en Londres no figuraba en sus planes y todas sus comidas las hacía traer de la taberna, sólo encontró budines de naranja, cerezas, varias botellas de vino y una de brandy. Hizo una lista mental de las cosas que necesitaba y vigiló la infusión, los oídos alerta a cualquier ruido delator. Por último, le pareció que había hervido lo suficiente y vació el contenido de la olla en un pichel de metal preparado al efecto. El olor del cocimiento era pestilente; tapó el pichel con una servilleta y regresó al dormitorio.

Bruce se había movido; estaba recostado sobre un lado y apoyado en un codo. La vio acercarse como si estuviera ebrio y, no obstante su estado, se veía claramente que sentía una honda humillación por haber vomitado. La enfermedad lo confundía y estaba contrito como si hubiera cometido un acto vergonzoso. Pareció querer decirle algo, pero no lo logró y se dejó caer sobre la cama, quedando sin movimiento. Ámbar había oído hablar de hombres perfectamente sanos por la mañana que morían por la noche… Hasta ese momento le parecía inverosímil que la enfermedad pudiera hacer tan raudos y terribles progresos.

El convencimiento de su incompetencia para tratar la enfermedad se le impuso con fuerza preponderante.

Sara le había enseñado a curar algún romadizo o, a lo más, viruelas; también le había impartido instrucciones sobre los casos de cólico o insolación. Pero se trataba de una siniestra y misteriosa enfermedad. Algunos creían que se levantaba sobre la tierra como una ponzoñosa exhalación que se infiltraba por los poros de la epidermis, o que se adquiría mediante el contacto personal. Pero nadie sabía o pretendía saber cuál era la causa, el origen de tal flagelo, por qué algunas veces adquiría caracteres de pandemia y cuál era su terapéutica. De lo que Ámbar estaba cierta es que debía recibir ayuda de alguna parte, consejo de alguna persona.

Se arrodilló y limpió el vómito con la camisa de Bruce. «Enviaré a Jeremiah en busca de un médico —pensaba—. Por lo menos, él sabrá mejor que yo lo que debo hacer.»

Cuando trató de hacerle beber la infusión que había preparado, él la rechazó, diciendo:

—¿Es agua?… Tengo sed… Me muero de sed. —Con la lengua, trató de humedecerse los labios. Ámbar vio espantada que se le había hinchado y que tenía la punta enrojecida.

Trajo un pichel con agua fresca y el enfermo bebió tres vasos llenos, tragando ávidamente como si su sed fuera inagotable. Por fin arrojó un profundo suspiro y de nuevo se recostó sobre el lecho. Una vez que se hubo quedado quieto, ella salió y fue por la escalera de servicio a llamar a la puerta de la habitación que ocupaban Tempest y Jeremiah. Nadie respondió. Esperó impacientemente algunos minutos, pero, al no obtener respuesta, se resolvió a entrar.

No había nadie. Unas cuantas prendas de vestir se veían diseminadas por el suelo, y los cajones de la cómoda estaban abiertos y vacíos, lo mismo que un pequeño armario. Se adivinaba que los dos hombres habían liado de cualquier modo sus petates antes de escapar de la casa, ya señalada.

—¡Se han ido! —murmuró Ámbar—. ¡Dios condene a ese par de mal agradecidos! —Dio media vuelta y bajó con premura la escalera. Temía dejar solo a su enfermo, aun cuando fuera por unos segundos.

Lo encontró tal como lo había dejado. A intervalos se debatía como poseído por el delirio, pronunciando palabras incoherentes. Ámbar humedeció un pedazo de tela en el agua fría y le colocó una compresa sobre la frente. A continuación arregló las sábanas desordenadas, sin olvidar de enjugarle el sudor que brotaba de la piel. Se dispuso a limpiar la habitación. Levantó sus propias prendas de vestir y las arrojó lejos. Colocó las de Bruce sobre una silla para que se secaran, trajo una jofaina para tenerla lista la próxima vez que vomitara y un orinal de plata. Quería estar continuamente ocupada para no empezar a pensar.

Eran ya casi las diez de la noche y las calles estaban tétricamente silenciosas. De tiempo en tiempo se oía el ruido de un carruaje o el despreocupado canto de algún pilluelo retrasado. Hubo un compás de espera, que quebró el sereno, agitando su campanilla y gritando:

—¡Son las diez de una hermosa noche de verano… y sin novedad!

Una o dos veces Bruce hizo esfuerzos para vomitar. Cada vez que eso ocurría, Ámbar acercaba la jofaina y ponía una toalla limpia bajo su barbilla. Al fin consiguió hacerlo. Trató de incorporarse, pero ella lo obligó a estar quieto, trayéndole el orinal. Entonces comprobó que en la ingle tenía un tumor rojizo: era la evidencia incontrovertible de que estaba apestado. Su última esperanza murió quietamente.