Capítulo XII

Una tarde, mientras Black Jack estaba ausente, Ámbar fue en busca de Mamá Gorro Rojo. Cuando ésta se encontraba en la casa, lo que no sucedía con mucha frecuencia, estaba eternamente ocupada con su Libro Mayor, llenando columnas enteras de números y extendiendo recibos y pagarés por docenas, de modo que no le gustaba ser interrumpida. Cuando Ámbar se acocó a ella sin hacer ruido, le hizo señas para que esperara unes minutos y prosiguió en su tarea de escribir y anotar, moviendo los labios mientras lo hacía; por último, computó el total y se volvió hacia la joven.

—¿Qué ocurre, querida? ¿Puedo serviros en algo?

Ámbar había preparado y ensayado un discurso. Lo único que atinó a hacer fue exclamar precipitadamente:

—¡Oh, sí! ¡Prestadme las cuatrocientas libras que necesito para salir de aquí! ¡Oh, por favor, Mamá Gorro Rojo! ¡Os las pagaré, lo prometo!

Mamá Gorro Rojo la observó unos instantes con frialdad, pero luego sonrió.

—¿Cuatrocientas libras, señora Channell? Es una suma muy grande. ¿Qué garantías podríais ofrecer?

—¡Caramba…! Éste… Yo podría firmaros un compromiso de pago, un pagaré, cualquier cosa que os parezca bien. Y os las devolveré con intereses —agregó, porque sabía que el «Interés» era el dios soberano de Mamá Gorro Rojo—. Haré todo lo que vos queráis. ¡Pero yo necesito ese dinero!

—Me parece que no conocéis bien el negocio de la prestación, querida. Juzgáis que cuatrocientas libras son una insignificancia, y sin embargo, se trata de algo excepcional, de una suma muy grande como para poder entregarla así a una joven sin experiencia y que no ofrece otras garantías que su promesa de pago Yo no dudo de vuestras intenciones, pero me parece que después encontraréis más dificultades para regresar trayendo esas cuatrocientas libras de lo que ahora os parece.

Sorprendida y desengañada, Ámbar no pudo ocultar su fastidio.

—¡Vaya! —protestó irritada—. ¡Pero vos habíais dicho que yo, fácilmente, podría ganarme cien libras!

—Tal vez pudiera ser así. Sin embargo, más de la mitad de esa suma me correspondería por haber arreglado el asunto. Pero, para seros franca, eso no fue sino una idea pasajera. Black Jack me dijo con toda franqueza que pensaba reteneros para él, y creo, querida, que por lo menos le debéis cierta gratitud. Sacaros de la prisión le costó más de trescientas libras.

—¡Trescientas libras…! ¡Cielos! ¡Yo no sabía nada de eso!

—Por eso creo que mientras Jack el Negro esté aquí, deberíais permanecer a su lado…

—¿Mientras esté aquí? ¿Es que tiene que ir a alguna parte?

—Espero que no sea muy pronto. Pero algún día le harán subir a Tyburn Hill en una carreta… y nunca más volverá a bajar.

Ámbar la miró espantada. Sabía que le habían grabado a fuego el pulgar de la mano izquierda, advertencia de que su próxima fechoría lo habría de conducir a la horca. Había escapado a despecho de ello, y además poseía una audacia inaudita que lo hacía casi invulnerable. Más ahora debía pensar en ella y no en él.

—¡Eso es lo que nos sucederá a todos nosotros! ¡Lo sé! ¡Todos nosotros vamos a morir colgados!

Mamá Gorro Rojo arqueó las cejas.

—Puede ser —respondió, serena—, pero es más seguro que muramos de consunción aquí, en «Alsacia».

Levantó su pluma y se engolfó de nuevo en sus cuentas. Ámbar se quedó allí todavía unos minutos, esperando; por último, se dio cuenta de había sido despedida. Salió y, con toda la prisa de que fue capaz, ascendió por la escalera.

Se sentía descorazonada, pero no vencida. Se prometió a sí misma que escaparía, no importaba cómo, confortándose con el pensamiento de que había salido de Newgate, lo que era mucho más difícil.

«Alsacia» estaba situada, precisamente, al lado delos jardines del Temple, y podía llegar hasta ellos bajando por una estrecha y rota escalinata. Situada a bajo nivel y muy próxima al río, esa zona de la ciudad estaba perpetuamente cubierta por una espesa, aceitosa y amarillenta niebla, que parecía infiltrarse en las casas y en los huesos y que hasta dificultaba la respiración. El callejón Ram, donde quedaba la casa de Mamá Gorro Rojo, olía a comida y al jabón antiséptico empleado por las lavanderas que habían hecho de las calles su taller.

En los callejones y patios de Whitefriars pululaban mendigos, ladrones, criminales, deudores y prostitutas, una primaria y acosada canalla que vivía en una constante guerra sin cuartel, pero que invariablemente se hermanaba cuando la amenazaba la justicia, en la persona de alguaciles y corchetes. Pilluelos desharrapados vagaban por todas partes, casi tan numerosos como los cochinos y los perros, buscando algo que llevarse a la boca, criaturas raquíticas y de ojos hundidos, que gritaban y se insultaban con voces chillonas. Ámbar apartó la vista de tales infelices con manifiesto disgusto, con miedo de que su propio hijo • adquiriera esa apariencia debido a la impresión que al verlos recibía. Discurría que, viviendo allí, permanecería alejada del mundo, el único mundo que a ella le importaba, donde podría encontrar a Bruce.

Michael Godfrey, contratado por Mamá Gorro Rojo para que la enseñara a hablar como una londinense de alto rango, le hizo entrever destellos de la vida que su subconsciente anhelaba.

Godfrey era un estudiante de «Middle Temple»; en ese lugar se podía encontrar a los hijos de las más acaudaladas familias de Inglaterra que deseaban dar a sus vástagos una educación liberal, y que no escatimaban esfuerzos por verlos manejar pronto sus haciendas y presidir las reuniones al entrar en posesión de sus bienes. La mayoría de esos jóvenes, sin embargo, se pasaban la vida en las tabernas derrochando su dinero en mujeres en vez de comprar libros. Como lo habían hecho los más valientes, Michael se había atrevido a entrar en el Friars impelido por la curiosidad y el deseo de ver y observar la vida del bajo fondo. Y también, como muchos otros cuando se alteraba su modus vivendi y los agobiaban las deudas, había llegado a tomar dinero en préstamo, conociendo de ese modo a Mamá Gorro Rojo, la hechicera de ficción del reino de «Alsacia» Quince días después de la llegada de Ámbar, comenzó a ejercer su cargo de mentor.

Michael Godfrey contaba veinte años. Tenía estatura mediana, rostro simpático, cabellos castaño claro, rizados naturalmente, y ojos azules. Su padre era un caballero residente en Kent, con dinero suficiente como para dar al hijo todas las acostumbradas ventajas de su clase. Michael ingresó en el «Colegio de Westminster» para aprender latín y griego; a los dieciséis años, la edad apropiada para entrar en la Universidad, fue enviado a Oxford para iniciarse en la literatura romana y perfeccionarse en el griego, amén de estudiar Historia, filosofía y matemáticas. Se pensaba entonces que con tres años de estudio sería suficiente, puesto que los verdaderos caballeros no estudiaban más, y hacía un año que se había inscrito en «Middle Temple». Dos años todavía, y estaría en condiciones de salir al extranjero para completar su educación.

Una tarde, mientras caía una llovizna persistente que calaba hasta los huesos —duraban algunas veces semanas enteras, a principios del invierno—, él y Ámbar estaban sentados delante del hogar, en la sala, bebiendo ponche y conversando. Ella le escuchaba, entusiasta y voraz, aquilatando todos sus gestos, fascinada por todas las cosas que él le describía.

Solía reír como un cascabel al enterarse de cómo Godfrey y algunos de sus amigos habían «cometido algún desaguisado», como decían metafóricamente cuando se embriagaban; esa vez habían acogotado a un viejo sereno que dormitaba ante una casa de mancebía, en Whetstone Park, y luego habían roto todos los vidrios de las ventanas. Por último habían desnudado en plena calle a una mujer que regresaba a su casa en compañía del marido. Bandas de jóvenes aristócratas efectuaban sus andanzas durante la noche, convirtiéndose en la pesadilla de los burgueses honrados y pacíficos, sobre los cuales caían como si en verdad fueran criminales, degolladores y ladrones. Michael refería los detalles de estas hazañas con una sencillez y gracejo tales, que en sus labios no parecían otra cosa que inocentes e inofensivas travesuras juveniles.

Fue él también quien le dijo que unos tres o cuatro meses atrás habían comenzado a aparecer mujeres en los teatros de Londres, y que ahora tomaban parte en las comedias varias actrices que demostraron tener gusto y arte, algunas de las cuales habían llegado a convertirse en amantes de los nobles. Le contó asimismo cómo habían sido exhumados los despojos de Cromwell, Ireton y Bradshaw y colgados cargados de cadenas en Tyburn Hill, y encurtidas las cabezas, colocadas en picas y expuestas a la curiosidad pública en las siete puertas de la ciudad. Y le dio cuenta de los proyectos de la coronación del rey, que tendría lugar en abril y que sería, sin duda, más brillante que todas cuantas la precedieron en la historia de Inglaterra; le prometió describirle todo lo que ocurriera: cada traje, cada joya expuesta, cada palabra pronunciada y hasta los gestos hechos durante la ceremonia.

Mientras tanto, Ámbar iba perdiendo su acento aldeano. Tenía el oído alerta y buena retentiva; la mímica era en ella una cosa natural y ponía de su parte una apasionada solicitud por aprender. Dejó de pronunciar incorrectamente algunas palabras, tal como se acostumbraba a desvirtuarlas en las ciudades y pueblos de la campiña. Desechó para siempre sus «Géminis» y otras lindezas por el estilo, aprendiendo en su lugar imprecaciones y juramentos elegantes. Godfrey le enseñó la forma correcta de hacer las presentaciones, y unos cuantos vocablos y modismos franceses, pues estaba de moda intercalarlos en las conversaciones. La vulgaridad, por entonces, hacía furor en Whitehall; ahora se procuraba deslizar palabras ambiguas en las charlas de la aristocracia o, simplemente, se decían otras que traducían con franqueza lo que se pensaba. Ámbar se fue imbuyendo de todas ellas, además de las que inconscientemente iba asimilando de la jerga que se hablaba en «Alsacia».

Michael Godfrey, que había terminado por enamorarse de la joven, quiso saber su verdadero nombre, quién era y de dónde venía. Ella rehusó decirle la verdad, pero le contó algo de lo ocurrido con Sally Goodman, aunque arreglando las cosas a su modo. Ahora la tenía por lo que ella le dijo ser: una heredera provinciana que había huido con el hombre que amaba, al cual no aceptaba su familia, y que había concluido por abandonarla. Se mostró indignado y lamentó que una muchacha de su clase tuviera que vivir rodeada de miserables de baja ralea, terminando por ofrecerle ponerse en contacto con su familia. Pero Ámbar rechazó el ofrecimiento, asegurándole que sus parientes jamás vendrían en su ayuda y, mucho menos a Whitefriars.

—Entonces, venid conmigo —arguyó él—; yo me haré cargo de vos.

—Gracias, Michael, me gustaría hacerlo. Pero no puedo…, al menos hasta que haya tenido mi hijo.

Además… ¡Oh, Dios! ¡Si yo os siguiera, no pasarían horas antes de que vos cayerais bajo el puñal de la venganza!

Michael Godfrey rió de buena gana y poco después le hizo eco la muchacha, aunque sin comprender bien por qué se reía.

—Me han amenazado una docena de veces, pero me río de las amenazas. «Portaos bien, malandrín, u os despachurramos» —hizo un gesto dramático, imitando una expresión torva; luego se inclinó hacia ella y la tomó de una mano—. Pero, por favor… después… ¿vendréis conmigo?

—Creedme que nada me gustaría más. Pero ¿y los alguaciles? Si me echan mano, me llevarán de nuevo a Newgate.

Michael vivía de la pensión que le había asignado su padre, de modo que jamás habría podido pagar su deuda.

—No os encontrarán. Yo me encargaré de eso. Os tendré bien guardada…

Ámbar se despertó la mañana del 5 de abril con un dolor punzante en la espalda. Cambió de lado para ponerse más cómoda, cuando repentinamente se dio cuenta de qué se trataba. Dio un empujón a Black Jack, que dormía a su lado.

—¡Jack! ¡Despierta! ¡Ve y dile a Mamá Gorro Rojo que llegó la hora! ¡Que mande a buscar a la comadrona!

—¿Qué?

Refunfuñó medio dormido, deseando no ser molestado. Pero cuando ella lo volvió a sacudir vigorosamente —había oído decir que algunos niños nacían antes de que se tuviera tiempo de hacer nada—, despertó por fin, la miró unos instantes lleno de sorpresa y, recobrándose en seguida, comenzó a vestirse apresuradamente.

Mamá Gorro Rojo vino a verla y luego salió para realizar sus operaciones financieras, convencida de que no ocurriría nada hasta después de algunas horas. Más tarde llegó la comadrona seguida de dos ayudantes, la examinó y se sentó a esperar. Colombina Bess entró a ver lo que ocurría, pero la despacharon. Existía la firme creencia de que una mujer a quien no quisiese bien la parturienta, no debía estar presente en el parto, pues habría impedido que todo saliera bien. Black Jack, aunque sudaba copiosamente y parecía sufrir tanto como ella, se quedó a su lado, bebiendo copa tras copa de brandy.

A eso de las cuatro de la tarde comenzó a hacer su aparición la cabeza de la criatura, arrugada y roja como una manzana, y pocos minutos después nacía el niño. Tras el esfuerzo supremo, Ámbar se dejó caer, completamente rendida, sin sentir otra cosa que una indescriptible beatitud.

Se mostró descontenta por la criatura, porque resultó delgada, larguirucha y con escasas probabilidades de parecerse a su hermoso padre, si bien Mamá Gorro Rojo le aseguró que se pondría bonita en un par de meses. Pero ahora su delgada carita se deformaba toda en un continuo berrido; estaba hambrienta. Ámbar expresó su deseo de amamantar al niño —en la campiña las aldeanas no se preocupan por aparentar ser doncellas una vez que se habían casado—, pero Mamá Gorro Rojo se mostró horrorizada al oír esto; no podía imaginar una señora encopetada que estropeara su figura de ese modo. Ya buscaría una ama de leche que se hiciera cargo del recién nacido. La vanidad de Ámbar no necesitaba ser acuciada mucho tiempo, de modo que optó por acceder de inmediato. Entretanto, le permitieron aplacar el hambre de su hijo.

Pasaron cuatro días antes de que se pudiera encontrar una nodriza que satisficiera los deseos de Mamá Gorro Rojo. Después de eso, el niño quedó contento y pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo en la cunita contigua a la cama. Ámbar experimentaba una honda ternura por él, un afecto más grande del que había esperado o creído posible. Sin embargo, se dijo que no volvería a tener niños.

Se restableció muy pronto. Cuando llegó el ama de leche, ya estaba ella sentada en el lecho, apoyada contra las almohadas que habían puesto a su espalda, y usando una de las camisas de Black Jack; se suponía entonces que una camisa de hombre hacía secar rápidamente la leche de los pechos. Michael Godfrey estuvo a visitarla, trayendo como obsequio el ropaje bordado del bautismo; también recibió otros similares. Aparentemente, se había hecho de más amigos en el Friars, de lo que ella se percatara.

Uno de ellos, por ejemplo, era Penélope Hill, mujer de vida airada, que vivía en la casa de enfrente. Se trataba de una joven alta y huesuda cuyas pretensiones de belleza cifrábanse en una espesa madeja de cabellos de un rubio claro y brillante y en un busto bien moldeado. No obstante verse su traje más bien ajado y sucio, con grandes manchas de decoloración debajo de las mangas, todo su cuerpo se ofrecía en una extraña y promisoria invitación.

Mostraba una expresión desfalleciente y sensual, no exenta de cinismo, y consideraba a todos los hombres con una especie de mofa. Mas era manifiesto que se trataba de una mujer inteligente; había dicho a Ámbar que una mujer no tenía probabilidades de triunfar en el mundo de los hombres, a menos que convirtiera su propia debilidad en una fuerza.

No obstante, ese consejo filosófico tuvo para Ámbar menos valor que otra información práctica que le suministró. Por ella supo que existían procedimientos factibles para evitar la concepción. Ámbar se preguntó cómo no los había adivinado. Eran de una extrema sencillez.

Cuando la criatura tuvo quince días, la bautizaron con un solo nombre: Bruce. Se acostumbraba que los bastardos llevaran el apellido de la madre, pero ella no usaba el suyo y tampoco quería que le pusieran el de Channell. Después del bautizo ofreció una fiesta, a la que concurrieron Mamá Gorro Rojo, Black Jack, Colombina Bess, Michael y Penélope; un noble italiano que había huido de su país por causas que no explicó y que no hablaba una palabra de inglés; el falsificador de monedas y su esposa, que vivían en el tercer piso de la casa, y dos hombres que acompañaban a Jack en todas sus correrías de la ciudad —Jimmy Bocazas y John el Piel Azul—, amén de muchos carterista, falsificadores y deudores. Mientras los hombres bebían o jugaban a las cartas, las mujeres conversaban sobre temas femeninos con el mismo interés con que lo hacían en Marygreen, interés matizado, en este caso, con gruesos trazos de licencia.

Una semana más tarde vino la nodriza en busca del niño. Se trataba de Mrs. Chiverton, esposa de un aldeano de Kingsland, pequeña aldea situada a unas dos millas de Londres, pero a más de cuatro de Whitefriars. Ámbar confió en ella a primera vista; se trataba de una mujer de aspecto bondadoso y apacible, como las que había visto en su propia aldea. Convinieron en que le pagaría diez libras anuales por la alimentación y el cuidado del niño, pero le dio otras cinco para que se lo trajera cuando tuviera tiempo.

No quería separarse del todo de su hijo, y lo habría tenido con ella a no ser por el temor de que enfermara y muriera, como le había dicho Mamá Gorro Rojo que ocurría con los niños que se criaban en «Alsacia». Lo amaba porque era suyo… Pero tal vez más porque era de Bruce Carlton. Hacía ya más de ocho meses que él se había ido y, a despecho del amor que por él experimentaba, todo le parecía ahora una cosa irreal. Ese hijo suyo era, pues, una prueba viviente de su existencia; la convencía de que, a pesar de todo, lo había conocido y amado. Mas, no obstante eso, tenía la impresión de haberlo visto sólo en sueños. Un deseo que se había hecho corpóreo por un instante y que luego se había esfumado en la bruma del tiempo.

—Hacédmelo saber inmediatamente si llega a caer enfermo, ¿queréis? —dijo ansiosamente cuando lo ponía en brazos de la señora Chiverton—. ¿Cuándo me lo traeréis para verlo?

—Cuando digáis vos, Madame.

—¿El próximo domingo? ¿Os parece bien?

—Está bien, Madame.

—¡Oh, por favor, traedlo! Mantenedlo siempre abrigado y nunca dejéis que tenga hambre, ¿queréis?

—Sí, Madame. Haré como vos decís, Madame.

Black Jack salió en persona a buscar un carruaje de alquiler, donde hizo que se acomodara la nodriza. A su regreso encontró a Ámbar sola, sentada en una silla delante de una mesa, mirando llorosa el cielo raso y suspirando. Se sentó a su lado y la tomó de las manos; le habló con voz tierna y afectuosa.

—Vamos, querida. ¿Qué significan ese abatimiento y esos suspiros? El muchacho está en buenas manos, ¿no te parece? ¡Cristo! No querrás que se quede aquí, ¿eh?

Ámbar lo miró con los ojos empañados en lágrimas.

—No, Jack, por supuesto que no… Bien… —trató de esbozar una sonrisa.

—¡Vamos! ¡Así está mejor! Mírame, ¿sabes en qué día estamos?

—No.

—Hoy es la víspera de la coronación del rey. Carlos II cruzará la ciudad en su viaje a la Torre. ¿Te gustaría ir a verlo?

—¡Oh, Jack querido! —toda su faz se iluminó, denunciando la ilusión que la animaba, pero se dejó caer nuevamente, desalentada—. Pero no podemos —experimentaba la misma sensación que cuando estuvo en Newgate; le parecía estar presa también aquí, en Whitefriars.

—¡Claro que podemos! Yo voy a la ciudad siempre que se me antoja. Anda, apresúrate a ponerte los adornos. ¡Lleva el velo y no te olvides de la capa! —le gritó, cuando ella se alejaba a la carrera.

Era la primera vez que Ámbar salía desde su llegada a «Alsacia», dos meses y medio antes; estaba casi emocionada como lo estuvo la primera vez que vio Londres. Tras semanas enteras de lluvia, el cielo se mostraba azul y corría un aire fresco y vivificante, una suave brisa que traía hasta la ciudad la fragancia del campo. Las calles por donde tenía que pasar el rey estaban cubiertas de guijos, y cordones de soldados y milicianos formaban en ambas aceras, conteniendo el empuje de las gentes. Magníficos arcos triunfales se levantaban en la esquinas de las cuatro calles principales, y —como el año anterior— estandartes y bandoleras cubrían los balcones y las fachadas de las casas, mientras las mujeres, apiñadas en las ventanas, arrojaban flores en profusión, prorrumpiendo en vítores.

Black Jack condujo a Ámbar por entre la multitud, apartando a los hombres con los codos y mostrando el puño a los más recalcitrantes, hasta que por fin lograron llegar a las primeras filas. Levantó ella su velo —lo había sujetado por medio de un botón que retenía con los dientes—, casi sin darse cuenta de lo que hacía. Por su parte. Jack ni se fijó en ello.

Cuando llegaron a primera fila, lo primero que se presentó a sus ojos fueron los carruajes magníficamente adornados que precedían el desfile, ocupados por miembros de la nobleza ataviados con esplendidez. Ámbar los contempló con ojos muy abiertos, impresionada como una niñita; sin reparar en ello, comenzó a estudiar sus caras, una por una, pero no encontró la de él. Lord Carlton había entrado el año anterior en el grupo de los leales caballeros que venían con su rey de allende el Canal. Mas cuando la gritería y conmoción de la multitud preanunciaron la aproximación del rey, se olvidó de Bruce.

Su Majestad venía montando a caballo, solo, saludando con la cabeza y levantando la mano, sin dejar de sonreír. La muchedumbre estiraba los brazos en un vano intento de tocarlo. De tanto en tanto su atención se veía atraída por la presencia de una mujer bonita. Y miraba una vez, luego otra, y la muchacha que de ese modo era mirada, no podía menos de sonreír, expresando en sus ojos toda la devota admiración que experimentaba por el rey. Al pasar el monarca cerca de ellos, sonrió a Ámbar con una débil sonrisa que, a pesar de todo su cinismo, era extrañamente dulce. Ella volvió la cabeza, siguiéndolo con la vista, pero el rey pasó.

«¡Oh! —pensaba ella aturdida—. ¡Me ha mirado!

¡Y me ha sonreído! El rey me ha sonreído.» En su excitación, ni siquiera vio el camello enjaezado con gualdrapas de rico brocado y conducido por un muchacho indio que arrojaba a la multitud especias y perlas.

El moreno rostro del rey y la forma de mirarla no se borraron de su mente en horas enteras. Veíalo tan vívidamente como el momento en que había pasado por su lado y le había sonreído. Estaba más disgustada que nunca con la vida que llevaba entre la hez de la sociedad. El mundo que una vez pudo entrever, la llamaba como una vieja y querida melodía, y ella ansiaba seguirla… pero no se atrevía a hacerlo.

«¡Oh! ¡Si de algún modo, si de cualquier modo pudiera salir de allí!»

Aquella noche los cuatro estaban sentados a la mesa. Colombina Bess se mostraba sombría, taciturna y tormentosa, porque ella no había sido invitada al desfile. Ámbar comía con silenciosa preocupación. Black Jack reía sonoramente y mostraba a Mamá Gorro Rojo los cuatro relojes que había hurtado. Ámbar tenía vaga conciencia de la conversación, pero no prestó atención a lo que se decía hasta oír la rabiosa protesta de Colombina.

—¿Y qué piensas de mí, a ver? ¿Qué debo hacer?

—Tú te quedarás aquí esta noche —replicó Mamá Gorro Rojo—. No hay necesidad de que salgas.

Colombina blandió su cuchillo encima de la mesa.

—¡Una vez hubo necesidad de mí! ¡Ahora que la señora Rabobonito está con nosotros, se me ve como un vaso usado por un enfermo con viruelas! —y al decir esto arrojó a Ámbar una venenosa mirada.

Mamá Gorro Rojo no respondió, sino que se volvió a Ámbar.

—Recuerda las cosas que te he dicho, hija… Y, sobre todo, no te impacientes. Jack estará allí cuando lo necesites. Mantén tu cordura y no habrá posibilidad de equivocaciones.

Las manos de Ámbar se helaron y su corazón comenzó a latir descompasadamente. Durante las discusiones y los ensayos sobre la forma en que tenía que proceder en el asunto, había tenido la impresión de que sólo se trataba de pasar el tiempo, de que nunca llegaría el momento de tener que poner en práctica los consejos. Y, de pronto, cuando menos lo esperaba, resultaba que tenía que hacerlo, que el candidato estaba listo. Mamá Gorro Rojo había hecho todo lo posible para que así fuera. Ámbar se imaginaba ya con la nariz cerca de su cuello.

—¡Dejad que Colombina vaya, si quiere ir! —exclamó—. ¡A mí no me llama esa clase de negocios! ¡Además, anoche soñé con Newgate!

Mamá Gorro Rojo sonrió, comprensiva. Nunca se alteraba su carácter; jamás perdía su sangre fría ni abandonaba sus buenas maneras ni su tono convincente.

—Querida, seguramente sabrás que en la realidad sucede a la inversa de los sueños. Vamos, espero grandes cosas de ti, no solamente porque eres hermosa, sino por tu espíritu, que estoy segura te permitirá ir sin desmayo hacia cualquier aventura…

—¡Espíritu indomable…! ¡Puaf! ¡Mi trasero! —bramó Colombina.

Ámbar le clavó los ojos; pero, como la otra rehusara mirarla de frente, optó por ponerse en pie y salir de la habitación sin decir palabra. Sin prisa alguna subió a la escalera en busca de su capa y su velo. Pocos minutos después bajó, después de empolvarse un poco y de pintarse los labios. Al llegar a la habitación donde habían estado reunidos, se encontró con que Jack y Colombina reñían. La mujer lo llenaba de injurias, mientras Black Jack seguía sentado tranquilamente, sirviéndose una botella de vino que tenía en la mano, sin darse cuenta de la presencia de Ámbar. Cuando finalmente la vio se puso en pie, sonriéndole. Colombina corrió también a su encuentro, pero se detuvo a algunos pasos de distancia.

¡Tú! —exclamó, dando una furiosa y particular entonación a esta palabra—. Tú eres la causa de todos mis disgustos… ¡so grandísima zorra! —De pronto, se acercó a la mesa y, antes que nadie pudiera intervenir, tomó el salero y lo arrojó al suelo—. ¡Ahí está! —gritó triunfante—. ¡Al diablo con ustedes, ahora! —se volvió y a toda prisa salió de la habitación, sollozando como una posesa.

—¡Oh! —gritó Ámbar, contemplando con ojos asustados la sal derramada—. ¡Nos ha maldecido! ¡Ahora no podemos ir!

Black Jack, que había salido corriendo detrás de Colombina, llegó hasta ella y le dio tal guantada que estuvo a punto de hacerla caer.

—¡Maldita mujerzuela! —rugió—. Si nos va mal, te prometo dejarte sin orejas.

Pero Mamá Gorro Rojo se burló de los supersticiosos temores de Ámbar y le aseguró que no significaba mal presagio porque la sal había sido derramada a propósito. Les dio las últimas instrucciones; Jack se tomó una última copa de su brandy y —aunque Ámbar se mostraba todavía molesta y mal dispuesta a salir— no le quedó otro recurso. Poco después subían la escalinata y llegaban a los jardines del Temple. Ya la joven comenzaba a sentirse enardecida por su próxima aventura. Colombina y la sal derramada estaban fuera de su mente.