Capítulo XIX

Ámbar abrió la puerta y comenzó a subir los escalones de dos en dos. Ansiaba mirarse en el espejo, porque estaba segura de haber cambiado mucho en unas pocas horas. Ya casi había llegado al término de la escalera cuando se abrió la puerta de su departamento y apareció Rex. La luz daba sobre su espalda, lo que le impedía verle el rostro. Pero el tono de voz delataba su cólera.

—¿Dónde demonios has estado? —preguntó el capitán—. ¡Son las dos y media!

Ámbar se detuvo una fracción de segundo, sorprendida, contemplándolo casi como a un extraño. Luego terminó de subir los peldaños y, levantando orgullosamente la barbilla, avanzó. Habría pasado de largo sin una palabra si él no la hubiera tomado de un brazo, atrayéndola hacia sí. Sus ojos tenían el resplandor peligroso que viera otras veces cuando estaba dominado por los celos.

—¡Respóndeme, so descarada ramera! ¡Los juegos escénicos en Whitehall han terminado a las once! ¿Con quién has estado desde entonces?

Por unos instantes se contemplaron el uno al otro. Ámbar retrocedió con los labios trémulos.

—Me estás lastimando, Rex —balbució.

El rostro de Morgan se suavizó. Dudó unos segundos y, por último, la dejó libre. Pero, justamente cuando ella se retiraba, cayó de su manguito una pesada bolsa que, por su sonido metálico, sólo podía contener dinero. Los dos amantes se contemplaron con distinta expresión. Ámbar levantó la mirada hacia él y vio que sus pupilas se habían empequeñecido y que brillaban en forma siniestra; las venas de su cuello estaban hinchadas.

—Dios te confunda, grandísima zorra —dijo sordamente.

La asió por los hombros y comenzó a sacudirla con furor creciente. Ámbar sintió que todo daba vueltas; le parecía que su cabeza iba a salir de quicio.

—¿Quién fue? —gritaba él—. ¿Quién ha estado contigo? ¡Dímelo, o por Dios que te retorceré el pescuezo!

—¡Rex! —imploró Ámbar. Logró soltarse y empezó a recobrar los sentidos. Una tremenda ira la iba poseyendo a su vez hasta culminar en un ciego odio.

—¡Estuve con el rey! —estalló—. ¡Allí era donde estaba! —Empezó a frotarse el cuello—. ¿Qué tienes que decir ahora?

Unos instantes la contempló él, incrédulo. Lentamente, paulatinamente, vio ella venirse abajo su ilusión y su confianza.

—No es cierto —murmuró él débilmente—. No te creo.

Ámbar comenzó a arreglarse el cabello donde se había soltado. Le dirigió una cruel sonrisa de suficiencia.

—¡Oh! ¿No lo crees, eh?

Pero ella sabía que lo creía.

Sin una palabra más, el capitán Morgan tomó su capa, su espada y su chambergo de la silla donde los había dejado y atravesó la habitación. Antes de salir, le echó una mirada de inconmensurable desprecio. Ámbar se contentó con enarcar fríamente las cejas. Sonó un portazo. Ámbar crujió los dedos, giró sobre sus talones y corrió hacia su alcoba, a mirarse en el espejo.

Porque seguramente una mujer a quien un rey había hecho el amor no tendría la apariencia de una mortal común. Esperaba que su piel y su cabello y su cuerpo todo irradiaran luz. Sufrió un desencanto. Su apariencia era la misma de siempre, excepto su cabello, ligeramente revuelto y sus ojos, orlados por grandes ojeras.

«¡Pero no soy la misma! —se aseguró triunfalmente—. ¡Ahora soy alguien! ¡Soy la amante del rey!»

Cuando Lan trató de hacer que se levantara al día siguiente, le gritó que se fuera al diablo y la dejara tranquila; afirmó que no quería saber nada del ensayo y que dormiría cuanto le viniera en gana. Revolvióse en el lecho, dando vueltas sobre sí misma. Se levantó casi a mediodía; el ensayo, seguramente, habría terminado mucho antes. Bostezó y se estiró en el lecho, y apartó las pesadas colgaduras. El lecho había estado tan abrigado que se sentía toda sudorosa; de súbito recordó algo. Introdujo la mano debajo de la almohada, sacó la bolsa y vació su contenido en la cama. Contó las monedas.

Había cincuenta libras. Sólo pensar en ello… ¡cincuenta libras de obsequio por el más grande honor a que una mujer podía aspirar!

Antes de ir al teatro tomó las monedas para ir a depositarlas a casa de Shadrac Newbold. Llegó al teatro pasadas las dos. Como lo esperaba, su aparición provocó revuelo. Todas las mujeres comenzaron a hablar con volubilidad y simultáneamente. Beck corrió a arrojarse en sus brazos.

—¡Ámbar! ¡Creíamos que ya no vendrías! ¡Pronto! ¡Dinos todo cuanto ocurrió… estamos muriendo por saberlo! ¿Cómo fue?

—¿Cuánto dinero te dio?

—¿Qué te dijo?

—¿Cuánto tiempo estuviste con él?

—¿Qué te hizo?

—¿Es diferente a los otros hombres?

Era la primera vez que el Rey Carlos había enviado a buscar a una comediante; el sentimiento de esas mujeres vacilaba entre el celo personal y el orgullo profesional. Pero la curiosidad estaba por encima de todo.

Ámbar no se mostró reservada; respondió de buen talante a todas las preguntas. Describió las habitaciones de Edward Progers, donde había sido recibida primero; la aparición del rey, envuelto en su robe de chambre de brocado; los cachorros recién nacidos dormían al lado de la madre sobre un almohadón de terciopelo, cerca de la chimenea. Les dijo también que se había mostrado bondadoso y asequible, tan gentil con ella como si se hubiera tratado de una dama de preclaro abolengo. No dijo que había estado tan asustada que casi se desmayó. En cambio, dio a entender que se le había hecho un presente de doscientas libras.

—¿Cuándo irás de nuevo? —preguntó por último Beck, mientras la Croggs ayudaba a Ámbar a desnudarse.

—¡Oh! —exclamó ésta, como si el asunto estuviera desprovisto de trascendencia—. Supongo que será pronto. Tal vez la próxima semana.

No había estado más de una hora en compañía del rey, habíase despedido con el sentimiento de que las otras mujeres con quienes el monarca estuviera antes seguramente le habían proporcionado mayor placer. No se le ocurrió que tal vez aquellas mujeres tuvieran el mismo pensamiento.

—¡Bien, madame! —La voz estentórea de Tom Killigrew tenía una entonación helada e irónica. Su dueño procuraba abrirse paso a través de las apiñadas mujeres que llenaban el camarín de Ámbar—. ¡De modo que por fin os habéis dignado venir!

Ámbar, un si es no es asombrada, le sonrió amistosamente.

Había decidido no mostrarse diferente a lo acostumbrado, a despecho del cambio de su status… al menos hasta estar segura de su nueva condición.

—Me retrasé un poco —admitió, metiendo la cabeza en el vestido que la Croggs sostenía.

—Me parece que no asististeis al ensayo de esta mañana, ¿eh?

—No. —Metió los brazos en las mangas, mientras la Croggs bajaba la falda del vestido, descubriendo de nuevo su cabeza—. Pero eso no importa. He representado esa parte una docena de veces… Conozco bien mi papel sin necesidad de ensayarlo.

Tomó el espejo y comenzó a mirarse el rostro, examinando la pintura; quitó de sus mejillas un poco de colorete que al ponerse el vestido se había emborronado.

—Con vuestro permiso, madame St. Clare, soy yo quien debe decidir si alguien puede ensayar o no. He dado vuestro papel a Beck Marshall… Es incuestionable que vos estáis en condiciones de desempeñar el papel de mujer ligera sin necesidad de ensayarlo, pero…

Había en todo aquello una concertada befa. Ámbar echó una rápida mirada a Beck y sorprendió en sus ojos un trazo de malicia. Estuvo a punto de echarlo todo a rodar, pudiera o no representar el papel, pero se dominó, respondiendo casi humildemente:

—¡Pero si os digo que conozco ese papel! Sé cada una de sus líneas y podría repetirlas sin necesidad de ensayar. ¡Y la otra es una parte muy pequeña!

—Tal vez lo sea, madame, pero los que están ocupados en otros menesteres, deben aprender a contentarse con papeles más reducidos… o a no tener nada. —Echó una ojeada a su alrededor, mirando los chispeantes rostros que ocultaban malamente la satisfacción que experimentaban—. Y aconsejo a todas vosotras que recordéis esto… pudiera ser que otra cabeza importante se dignara miraros desde un elevado sitial. Buenas tardes… —Giró sobre sus talones y abandonó la habitación.

Ámbar no podía consolarse de que hubiera osado tratarla de ese modo. Logró acallar su tumulto interior prometiéndose que algún día se verían frente a frente. «Obtendré su patente y lo arrojaré del teatro; eso es lo que haré.» En beneficio de los otros, se contentó con encogerse de hombros.

—¡Puaf! ¡Para lo que me importa! De cualquier modo ¿a quién le gusta ser comediante?

Los días pasaron lentamente y, para su desgracia, no se vio requerida de nuevo por el soberano. Continuó desempeñando papeles sin importancia y aguardando otra invitación que no llegaba nunca. Nadie olvidaba que había sido solicitada una vez y que esperaba serlo de nuevo. Las demás mujeres, algunos actores y los galanteadores que no faltaban, lo sabían y la vejaban arteramente. Parecían haberse puesto más insolentes que nunca. Ámbar trataba de responder o esquivar las pullas; reía descaradamente o contestaba con alguna impertinencia de su cosecha. Íntimamente se sentía desalentada, frustrada, miserable y desgraciada. Le parecía que después de toda su presunción moriría de vergüenza si el rey no la mandaba a buscar.

En un principio había creído que no se le daría una higa si no volvía a ver a Rex. Se sorprendió a sí misma echándole de menos. No había pasado una semana desde que se separaron cuando Beck le comunicó que el capitán había obsequiado con un anillo de diamantes a la señora Norris, actriz de un teatro rival, y que ésta andaba diciendo por ahí que Rex había ofrecido darle su protección.

—¿Y qué me importa a mí eso? ¡Valiente cosa sería que yo tuviera que preocuparme porque regale anillos de diamantes a todas las prostitutas que merodean por Whetstone Park!

Pero todo eso no pasaba de una bravata.

Ahora comprobaba que Rex Morgan era más importante para su felicidad de lo que ella hubiera sospechado. Nunca se había dado cuenta de ello, pero ahora sabía que la había protegido de muchas cosas desagradables. Los pisaverdes de las antesalas, por ejemplo, nunca se habían atrevido a tratarla con arrogancia ni a atormentarla como lo estaban haciendo. Sin él sentía que había sido arrojada de pronto a un mundo hostil que la odiaba y que no deseaba otra cosa que su desgracia. No había bondad ni simpatía en ninguno de ellos… gozaban con su fiasco, se solazaban con su humillación y se divertían cuando ella no podía ocultar su desagrado y su cólera por el fracaso.

Una vez más empezó a desear no haber conocido nunca a lord Carlton y no haber llegado jamás a Londres.

Sin embargo, Nan seguía optimista; habían transcurrido ya diez días. Muy razonablemente pensaba que el rey debía de estar ocupado y que quizá no tuviera ni para estar un rato a solas.

—No desesperéis, señora —la exhortaba—. ¡Oh, Señor, cómo se toma el tiempo de una… todo por ser rey!

Pero Ámbar se resistía a ser consolada. Hundida en su sillón, cerca del hogar, murmuraba con aspereza:

—¡Oh, no disparates, Nan! ¡Sabes tan bien como yo que si le hubiera agradado habría mandado por mí hace mucho tiempo!

Una noche Nan estaba sentada a su lado sobre un banquito, cerca del fuego, bordando en una pieza de satén todo un jardín de flores. Pensaba obsequiar a su ama para que la usara como enagua. Las dos estaban cavilosas. Nan exhaló un profundo suspiro; empezaba a descorazonarse también ella. Pocos minutos después, se oyó un golpe en la puerta. Nan se levantó de un salto y corrió a abrirla.

—¡Ahí está! —exclamó triunfalmente—. ¡Ese debe de ser!

Volviéndose a medias en el asiento, Ámbar se concretó a mirar esperando ver a alguno de los presumidos que la asediaban, o tal vez Hart o Kynaston. Pero cuando Nan abrió la puerta vio a un joven que llevaba una librea desconocida, el que preguntó:

—¿Mistress St. Clare?

—¡Yo soy mistress St. Clare! —exclamó desde su asiento. Se puso de pie y corrió hacia él—. ¿Qué se os ofrece?

—Me envía míster Progers, señora. Mi amo os presenta sus respetos y pide tengáis la bondad de ir a verlo en su casa esta noche a las once y media. ¡Era la cita real!

—¡Sí! —exclamó Ámbar, presa de profunda alegría—. ¡Sí, claro que iré y con mucho gusto!

Regaló una moneda al lacayo y, cuando éste se hubo marchado, se echó en brazos de Nan.

—¡Oh, Nan! ¡Le gusto! ¡Me recordó! ¡Pensó en mí! ¡Esta noche iré a palacio!

Hizo una pausa y se inclinó respetuosamente, remedando al lacayo. «¿Mistress St. Clare? Mi amo os presenta sus respetos y os pide tengáis la bondad de ir a verlo en su casa esta noche a las once y media.» Luego inició una danza por la habitación, riendo y sintiéndose feliz. En medio de un giro se detuvo, poniéndose grave.

—¿Qué vestido llevaré?

Las dos mujeres corrieron hacia el dormitorio. El reloj de la chimenea marcaba las nueve de la noche.

Esta vez estuvo segura de haberle agradado.

Algo de su temor y recelo anteriores desaparecieron, ahora conversaron y rieron como dos viejos amigos. Estaba cierta de que era el hombre más fascinador que había encontrado después de lord Carlton. Cuando se despedía, el rey le dijo, como la vez anterior:

—Buenas noches, querida, y que Dios te bendiga —y le dio una palmada en las caderas y un nuevo bolso con dinero.

Tempest y Jeremiah la estaban esperando en la puerta de Holbein. En cuanto ella subió, el coche partió a toda prisa, dando barquinazos y en medio de un rechinar de hierros y maderos que llenó de ruidos las silenciosas calles.

Pero no bien el coche hubo dado la vuelta metiéndose en el Strand, una partida de jinetes salió de la oscuridad y rodeó el vehículo. Antes de que Ámbar se diera plena cuenta de lo que estaba sucediendo, Tempest había sido arrancado de su asiento y Jeremiah yacía inconsciente en el suelo. Los caballos piafaron, encabritándose. Ámbar miraba en torno suyo, preguntándose qué podía hacer, cuando la puerta se abrió de golpe. Un hombre enmascarado se inclinó hacia ella y la tomó de una muñeca, atrayéndola hacia sí. Ámbar chilló y quiso defenderse, aunque de antemano sabía que nada conseguiría con ello.

El enmascarado le dio un brusco empujón.

—¡Callad! No quiero haceros daño… si me entregáis ese bolso con dinero que Su Majestad acaba de daros. ¡Rápido!

Ámbar lo golpeaba sin consideración, con pies y manos, tratando de desasirse de la férrea presión de los dedos que lastimaban su muñeca. Se inclinó para morderle la mano; el hombre le dio tal empellón que la arrojó al otro extremo del coche, entre el asiento y el suelo. Desde esa posición, gracias al pálido reflejo lunar, divisó el brillo siniestro de una pistola.

—¡Dadme esa bolsa, madame; si no, os mato! ¡No tengo tiempo para entretenerme con juegos escénicos!

Ámbar vacilaba, esperando ser de algún modo rescatada. Pero cuando oyó montar el gatillo del arma no tuvo más remedio que sacar la bolsa de su manguito y arrojársela. El hombre la alcanzó en el aire, le hizo una reverencia y se retiró. Mas, en el preciso instante en que iba a cerrar la puerta, Ámbar oyó la risa injuriosa de una mujer:

—Muchas gracias, madame ¡Su señoría apreciará vuestra caridad! ¡Os prometo que vuestro dinero será empleado en una buena causa!

La puerta del coche dio un portazo. En seguida pudo percibirse el ruido de los herrajes de muchos caballos que partieron al galope por King Street, en dirección a palacio…

Ámbar se quedó por unos momentos sin movimiento, anonadada.

«¡Esa voz! —pensaba—. ¡La he oído antes en alguna parte!» Y de súbito lo recordó: era la misma risa, la misma voz de registro agudo y timbre agresivo, la voz femenina inconfundible que aquella noche oyera desde el «Real Sarraceno»… ¡Era Bárbara Palmer!

Esa fue la última visita de Ámbar a Whitehall.

Al rey, como era bien sabido, le gustaba vivir en paz y con tranquilidad, y la lengua deletérea y mordaz de una mujer celosa podía hacerlo imposible. Afortunadamente para Ámbar, se esparció el rumor de que el rey Carlos había dicho que le gustaba mucho madame St. Clare… pero no hasta el punto de perder la tranquilidad por ella. Y eso fue lo que la salvó. Sin embargo, la cercaron varios días, picando y mordiendo como insectos malignos, pero al final se cansaron de molestarla y buscaron otra cabeza de turco.

Ya había pasado una quincena. La vida volvía por sus cauces normales. Todo el mundo, menos Ámbar, olvidó que el rey la había enviado a buscar.

Pero ella no lo olvidaba ni tenía intenciones de olvidarlo. Cultivó el nuevo agravio contra Bárbara Palmer tan cuidadosamente como el primero. «Algún día —se prometía a sí misma—, haré que lamente el haber nacido. ¡Ya encontraré algún medio de castigarla, aunque ello sea la última cosa que haga en la tierra!» Empleó mucho tiempo y encontró mucho placer en imaginar su venganza. Pero esas imágenes, como todo lo que ella no podía ver o palpar, gradualmente se fueron deslizando a un compartimiento estanco de su mente, para ser sacadas de allí cuando llegara el momento propicio.

Una noche invitó a cenar a una docena de jóvenes de ambos sexos y se divirtió un buen rato con ellos. Precisamente acababan de irse, dejando la mesa llena de restos de comida, botellas y vasos, el suelo cubierto de cáscaras de nueces y frutas, y una rasgada cubierta de cartas. Las botellas y las copas sólo tenían sedimentos en el fondo; el aire espeso y lleno de humo apenas dejaba respirar; todos los muebles habían cambiado de lugar, y hasta había una o dos sillas volcadas.

Nan apiló la vajilla y comenzó a recoger las cáscaras diseminadas. Ámbar, de pie, con la espalda vuelta hacia el hogar, levantaba las faldas para calentar sus asentaderas. Promediaba diciembre y las calles estaban cubiertas de nieve; era la primera nevada en tres años y hasta el Támesis estaba cubierto de hielo. Conversaron sin mayor interés de los invitados, de si cierta señora andaba en amores con cierto caballero o con otro o con los dos, y de esta guisa hablaron de los vestidos y peinados que llevaban algunas invitadas, en detrimento de cada una de ellas.

Ámbar había terminado por quitarse el vestido. Estaba bostezando y estirándose, abrigada solamente con sus enaguas medio ahumadas, cuando se oyó una discreta llamada a la puerta. Las dos mujeres se miraron sorprendidas la una a la otra, y Ámbar esperó en tensión mientras Nan cruzaba la habitación para ir a abrir. ¿Sería que…?

Era el capitán Morgan, parado en el hueco de la puerta, la amplia capa echada al desgaire sobre los hombros y el chambergo en la mano. Miró hacia el interior y sus ojos, suplicantes, encontraron los de las dos mujeres, con la expresión de un niño que ha hecho novillos y que por fin regresa a la casa. Olvidando instantáneamente que había esperado que fuera un mensajero del rey, Ámbar corrió hacia él y lo estrechó en sus brazos.

—¡Rex!

—¡Ámbar! —La levantó en el aire, besando una y otra vez su cara. Finalmente, estalló en una carcajada jubilosa que a la vez tenía algo de sollozo—. ¡Oh, Cristo! ¡Estoy muy contento de verte! —La puso de nuevo en el suelo, pero reteniéndola por los brazos la acariciaba, pasando ávidamente su mano por los sedosos cabellos y por la espalda—. ¡Oh, querida, no pude soportarlo por más tiempo! ¡Te quiero… oh, Cristo, te quiero mucho!

Sus ojos estaban empañados, pero sonrientes. Detrás de ellos permanecía Nan, que los contemplaba conmovida y contenta, sonándose ruidosamente. Los dos amantes se volvieron a ella y, por último, los tres rieron con alborozo.

—¡Entra, Rex querido! Cierra la puerta. ¡Oh, cuán amable has sido al venir! Caramba… ¿has estado esperando a que los otros se marcharan?

Rex asintió sonriendo.

—Pero ¡si los conoces a todos! ¿Por qué no has entrado? ¡Oh, señor, con el frío que hace fuera!

Dudaba él en responder.

—No estaba seguro de que… me permitirías entrar.

—¡Oh, Rex!

De pronto, Ámbar se sintió terriblemente avergonzada al comprobar cuán generoso y bueno era con ella. Gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.

—¡Vamos, querida! ¿Por qué estás llorando ahora? ¡Vamos! ¡Esta noche hay que celebrarla! ¡Mira esto!… —Y de su bolsillo sacó un estuche.

Ámbar tomó el estuche con parsimonia y Nan se acercó para ver lo que era. En cuanto se abrió la tapa, las dos mujeres lanzaron una exclamación de asombro y regocijo; lucía allí un enorme topacio engarzado en un corazón de otro pendiente de una gruesa cadena también de oro. Miró a Rex inquisitivamente. La joya debía de ser muy valiosa.

—¡Oh, Rex! —musitó quedamente—. Es hermosa… pero…

El capitán levantó la mano, como queriendo adelantarse a sus objeciones.

—He tenido una buena racha de suerte con los dados, eso es todo. Y para vos, Nan, aquí hay también algo.

Nan abrió su estuche y encontró un hermoso par de aros de oro con perlas pequeñas. Con una exclamación de alegría y placer se alzó de puntillas y le estampó un sonoro beso en la mejilla, pues el capitán era mucho más alto que ella. Luego se arrepintió de su arrebato y toda arrebolada corrió a ocultarse en el dormitorio.

—¡Eh! —gritó Rex—. ¡Esperad, Nan! Vuestra ama y yo estamos prendados de ese lugar. —Levantó en sus robustos brazos a Ámbar y la llevó hacia la alcoba—. Esta es una ocasión muy especial, querida.

Los meses transcurrieron velozmente. Ámbar, dichosa al saberse popular, creía que ya era famosa. Ese año, el invierno fue rigurosísimo. Durante los meses de diciembre, enero y febrero cayeron fuertes heladas y nevadas. Pero, por fin, aquél cedió y comenzó el deshielo. Las calles se llenaron de aguanieve y lodo. Ascendió la temperatura y despuntaron los primeros brotes primaverales. Killigrew la había repuesto en sus primeros papeles, y ahora se veía muy ocupada con sus lecciones de canto, danza y vihuela.

Cuando representaban en la Corte o cuando el rey concurría al teatro, Ámbar vio muchas veces a Carlos II. Este se limitaba a saludar, sonriendo algunas veces, pero siempre con reserva. Hasta ella había llegado el rumor de que el soberano estaba menos interesado por la Castlemaine que antes, y que andaba en amores con Frances Stewart, aunque hasta la fecha, según decían, no había conseguido vencer sus escrúpulos. Algunos opinaban que la Stewart era una necia, otros alababan su astucia, pero todos estaban conformes en que había llegado a cautivar al voluble corazón del rey, lo que bastaba para que se hiciera una distinción con ella. A Ámbar no le importaba quién hubiera conseguido rendir al rey, con tal que Bárbara Palmer hubiera perdido su favor.

A mediados de febrero Ámbar se dio cuenta de que estaba de nuevo encinta. Y aunque dudó por algún tiempo, no en decirlo a Rex, sino arguyendo consigo misma si sería conveniente que se casara con él o no, al final se decidió por hacer una visita a la señora Fagg. Esta vez fue algo más que un mero brebaje de hierbas y un galope en un coche de alquiler. Cayó enferma y tuvo que guardar cama casi una semana. Al enterarse Rex de lo que había hecho, montó en cólera, pero luego se aplacó y le suplicó que se casara con él inmediatamente.

—¿Por qué no accedes, Ámbar? Dices que me amas…

—Te amo, Rex, pero…

—¿Pero qué?

—Que si Luke…

—¡Luke no regresará jamás, y eso lo sabes tan bien como yo! Suponte que viniera… No importaría nada. O lo mataría, o encontraría en la Corte alguno que anulara ese matrimonio. ¿Qué te pasa, Ámbar? Algunas veces creo que me rechazas porque esperas que el rey te mande a buscar de nuevo. ¿Es así?

Ámbar estaba sentada en el lecho, pálida, desmoralizada y sin osar replicar.

—No, Rex, no es eso. Y tú lo sabes.

Mentía. Todavía lo esperaba, mas a pesar de ello, tenía la convicción de que si no se casaba con Rex Morgan lo lamentaría en el futuro. ¿Qué importaba si tenía que dejar el teatro? Había estado actuando durante un año y medio y no veía que hubiera sacado algo de provecho. Iba a cumplir diecinueve años dentro de un mes escaso y le parecía que el tiempo pasaba sin que se cumplieran sus esperanzas. Y era cierto —como ya se lo había dicho—, que lo amaba, aunque no conseguía olvidar completamente a Bruce ni dejar de lado sus ambiciones de vivir una vida gloriosa y excitante.

—Déjame pensarlo, Rex…, algunos días más.

Su hijo iba a cumplir dos años el próximo cinco de abril. Ese día no tenía asueto, y proyectó visitarlo el primero, llevándole los regalos que había escogido para él. Rex salió a las siete de la mañana; todavía estaba oscuro y los aleros dejaban caer tardías gotas del agua de lluvia caída la noche anterior.

La besó tiernamente al salir.

—Pasarán doce horas hasta que vuelva a verte, querida. Que tengas un buen viaje y besa al niño en mi nombre.

—¡Caramba, Rex! ¡Muchas gracias! —Los ojos de Ámbar brillaron agradecidos. Generalmente Rex esquivaba hablar de sus viajes, así como quería olvidar que ella tenía un hijo. Ahora que tácitamente había convenido en casarse con él, era evidente que había resuelto reconocer a su hijastro antes de que se lo pidieran—. ¡Te traeré uno de él!

El capitán Morgan la besó de nuevo, saludó a Nan Britton y salió. Ámbar cerró la puerta suavemente, apoyándose contra ella unos instantes, sonriente.

—Creo que me casaré con él, Nan —dijo.

—¡Dios mío, señora! ¿Lo hará? Un caballero tan apuesto y bondadoso nunca… Me dolía el corazón sólo pensar de qué modo os quiere. Seréis muy dichosa a su lado, señora, lo presiento…

—Sí —asintió ella—; supongo que seré feliz. Pero…

—¿Pero qué?

—Pero eso es todo lo que yo seré.

Nan se le quedó mirando sin comprender.

—¡Por amor de Dios, señora! ¿Y qué más podríais desear?

Llegó el maestro de canto y, más tarde, el maestro de baile. Este le enseñó los pasos del minué, un nuevo baile francés que todo el mundo estaba aprendiendo. Mientras tanto, Jeremiah entraba y salía con cubos de agua caliente para el baño de su ama.

Nan levantó el cabello de Ámbar y lo cepilló hasta dejarlo seco. Luego le hizo un moño y lo sujetó con alfileres. Eran casi las diez y el sol se había determinado a salir, por primera vez en muchos días. Se sintió contenta cuando, sentada en el baño, sus rayos le acariciaron gentilmente la espalda. Volvía a experimentar, como muchas veces antes, esa alegría de vivir, esa cosa maravillosa de sentirse feliz; suspiró satisfecha y se decidió a concluir su arreglo. Alguien llamó a la puerta.

—¡No estoy en casa! —gritó a Nan, que corrió a ver quién era. No tenía el propósito de cambiar sus planes, viniera quien viniera.

La doncella regresó pocos instantes después.

—Es lord Almsbury, señora.

—¡Oh! Hazlo pasar —Almsbury no se había detenido mucho durante el otoño pasado, pero hacía poco que había llegado para asistir a las sesiones de primavera del Parlamento. La visitaba frecuentemente, pero no le había dado más dinero. A Ámbar no le importaba, porque el conde le agradaba mucho—. ¿Viene solo?

—No, señora, hay otro caballero con él. Nan hizo blanquear sus ojos de admiración; la muchacha se dejaba impresionar fácilmente por los hombres.

—Que esperen en la sala… Estaré allí en un santiamén.

Empezó a secarse con una toalla. De la otra habitación le llegaba el sonido de voces de hombre; de vez en cuando Nan dejaba escapar una risita entrecortada. Ámbar se puso una bata de raso verde, quitó los alfileres que sujetaban sus cabellos, todavía húmedos, los dejó caer sobre sus hombros y los cepilló; luego se calzó unas pantuflas y se dispuso a salir. Regresó de nuevo. Después de todo… podía ser que el otro caballero… trajera consecuencias. Se tocó con un poco de polvos, se perfumó la garganta y los senos y pasó un poco de carmín por los labios. Entonces, abriendo el escote para que se viera parte de los senos, abrió la puerta y salió.

Almsbury estaba parado delante de la chimenea y apoyado en la repisa. Y sonriendo a Nan, cerca de allí, vio a Bruce Carlton.