Capítulo VII

Al día siguiente de la partida de Lord Carlton, Ámbar se trasladó a la posada de «La Rosa y la Corona», en el callejón Fetter. No podía sufrir la vista de las habitaciones donde habían vivido, la mesa donde habían comido y la cama donde solían dormir. La mirada llena de simpatía de Mr. Gumble, la doncella, e incluso la perra y sus cachorrillos la llenaban de tristeza y pesadumbre, haciéndole sentir todo el peso de su soledad. Había querido alejarse de todo eso, así como deseaba evitar la posibilidad de ver al conde de Almsbury o cualquiera de los otros amigos de Su Señoría. Las promesas de amistad y el ofrecimiento que Almsbury le había hecho de ayudarla en cualquier apuro o necesidad, no tenían significado en el presente caso, ya que su presencia habría servido sólo para hurgar en su miseria y su vergüenza. Quería estar sola. Por espacio de varios días permaneció encerrada en su nueva habitación.

Estaba convencida de que su vida había terminado y que el futuro que tenía por delante era árido y sin luz. Deseaba no haber visto nunca a Bruce; y olvidando la gran parte de la culpa que tenía en lo que había sucedido, responsabilizaba a él sólo de todas sus molestias y disgustos. Olvidaba cuán ansiosamente esperó quedar encinta, y lo odiaba por haberla dejado en este estado, atemorizada al ver que su vientre crecía más y más. Llegaría un día en que no podría ocultarlo. Y… ¿qué sucedería entonces? Olvidaba que había despreciado a Marygreen, desesperada por dejarlo cuanto antes, y ahora lo acusaba por haberla traído a la gran ciudad, donde no tenía amigos y donde cada rostro parecía ser el de un enemigo. Más de cien veces se repitió que debía volver a su casa, pero no se atrevió. Porque aun cuando habría podido explicárselo a Sara, pidiendo perdón por todo lo ocurrido, sabía que su tío se negaría a tenerla en su casa. Y, ciertamente, podía perder toda esperanza de que quisiera admitirla al saber que tendría un hijo.

Ámbar se sentía abrumada con todos estos problemas que, al parecer, no tenían solución ni fin. Nunca volvería a ser joven, alegre y libre. Y todo por causa de él.

Pero a despecho de sí misma —y más a menudo a medida que los días iban pasando—, Lord Carlton se le hacía presente, perdiendo sus atributos de diablo. Todavía estaba locamente enamorada y sentía una dolorosa y apasionada nostalgia. La antigua y ferviente admiración subsistía, pese a sus esfuerzos por olvidar.

El tiempo transcurría gradualmente y, a pesar de su resentimiento primero, Ámbar fue tomando interés por todo lo que la rodeaba, por la vida que bullía en torno suyo y de la cual formaba parte. Del mismo modo fue apeteciendo más y más las comidas. En Londres había viandas exquisitas y que ella no conocía: dulces conocidos con el nombre de mazapanes, aceitunas importadas del continente, queso parmesano y jamón de Bayona. También empezó a manifestar interés por el novedoso y secreto funcionamiento de su grávido cuerpo. Al mismo tiempo, comenzó a preocuparse por su aspecto exterior. Primero se animó perezosamente a ponerse polvos y luego fue tomando sus botes y frasquitos, uno por uno, hasta quedar completamente emperifollada. Al verificar los resultados, quedó ampliamente satisfecha.

Lamentaba ser tan bonita y verse obligada a pasar sola y abatida el resto de su vida.

Sus ventanas daban a la calle; eso, en cierto modo, la ayudaba en su cura de salud, pues generalmente aquélla se veía concurrida por una elegante multitud. Fue gustándole más y más quedarse allí, observando todo lo que ocurría: ¿Quién sería la agraciada dama que salía de su coche ayudada por cuatro gentiles jóvenes? ¿Y quién el caballero de buena apariencia que al pasar la miraba intensamente? ¿Qué pensaría de ella? Londres era siempre excitante y ahora, como nunca.

«Pero voy a tener un hijo», pensaba.

Y esa reflexión marcaba la diferencia. Eso tendría más trascendencia que la misma partida de Bruce.

Pero era injusto permanecer indefinidamente enclaustrada. Un día —apenas habían transcurrido quince desde la ida de Lord Carlton— se vistió y acicaló con prolijidad y se aprestó a salir. No tenían ningún plan determinado. Simplemente, quería salir de su habitación y recorrer en el coche las calles para sentir de algún modo la evidencia de que formaba parte del mundo.

El cochero que Lord Carlton contrató había caído enfermo de viruela, apenas tres días después del viaje de Su Señoría, y Ámbar le había pagado el salario de un año, despidiendo, al mismo tiempo, al lacayo por temor al contagio. El mesonero de «La Rosa y la Corona» le buscó otros dos hombres en su lugar. Esperaba su coche, parada en la puerta de la posada y poniéndose los guantes, cuando acertaron a pasar dos petimetres que la llenaron de galanterías, mientras seguían su camino, volviendo la cabeza hasta que pareció que se torcerían el cuello. Estaba segura de que la consideraban una persona fina. Entonces, para su gran sorpresa, oyó que la llamaban por su nombre, lo que la hizo dar un salto. Volviéndose rápidamente, vio a una mujer desconocida que se acercaba a ella.

—Buenos días, Mrs. St. Clare. ¡Oh, lo siento mucho! No tuve el propósito de asustaros, Madame. Sólo quería saber cómo os encontrabais, pues el patrón me dijo que os habíais resfriado. Mi departamento está justamente al lado del vuestro. Tengo un preparado de hierbas que obra milagros sobre el catarro…

Su sonrisa era amistosa; contemplaba a Ámbar como si admirara su traje y su belleza. Agradecida por esto y contenta de tener con quien hablar aunque sólo fuera por un momento, la joven le hizo una pequeña reverencia.

—Dios os guarde, Madame, y os pague por vuestra bondad. Pero creo que mi catarro ya está curado.

En ese instante apareció el coche y se detuvo delante de la puerta. El lacayo bajó del pescante, abrió la puerta, bajó los estribos ajustables, y todo quedó listo. Ámbar dudó unos segundos. Su confianza en sí misma se había visto sacudida y había pasado casi dos semanas encerrada en su habitación, lo que la hizo un tanto desconfiada y astuta. Pero estaba desesperadamente sola, ¡y aquella señora tenía tan buen parecer…! Y no sería una crítica demasiado severa. Se habría sentido recelosa de una de esas mujeres brillantes de su propia edad, de voz chillona y cáustica, que había visto —con frecuencia y aun admirado, y a quienes, casi inconscientemente, había comenzado a imitar. Pero no estaba en condiciones de pensar ni decir nada, de modo que hizo una pequeña cortesía y se aproximó al carruaje.

—¡Hola! —exclamó de pronto la desconocida—. ¿Es ése el escudo de vuestra familia?

Se refería al escudo de armas de Bruce, que Ámbar olvidó hacer quitar de la portezuela.

—Sí —respondió sin vacilación.

Esperaba que la mujer no le pidiera que le explicara uno por uno los dibujos. Para ella, al menos, no eran otra cosa que un conglomerado de figuras absurdas: leones de grandes zarpas con caras de perros, escaques y franjas.

—¡Caramba! ¡Entonces quiere decir que conozco a vuestro padre! Mi pueblo está cerca de Pickering, en Yorkshire.

—Yo vengo de Essex, señora. Vivo cerca de Heathstone —estaba empezando a desear no haberle mentido nunca, porque parecía que la iba a descubrir sin remedio.

—¡Claro, por supuesto, señora St. Clare! ¡Qué estúpida soy! Pero vuestro escudo es parecido a uno que había visto cerca de mi pueblo… aunque, ahora que lo miro con más detención, observo que hay una pequeña diferencia. ¿Me permitís que me presente yo misma? Soy Mrs. Goodman.

—Me alegro de conoceros, señora —se inclinó, pensando para sus adentros que se comportaba como una verdadera dama gracias a las lecciones de su profesor francés, y también a haber visto cómo se conducían las señoras en los teatros y otros lugares de reunión elegantes—. ¿Quizá podría llevaros conmigo?

—¡Oh, claro que sí, querida, aunque me disgustaría causaros alguna molestia! Iba a recoger una fruslería en el «Cambio».

Ámbar sabía que el «Cambio» era una tienda cara, lugar de reunión de caballeros y damas de la Corte; ahora le parecía un lugar de paseo como otro.

—Precisamente iba yo allí, señora. Acompañadme, pues, os lo suplico.

Mrs. Goodmann no vaciló un segundo en decidirse. Las dos se acomodaron en el coche, recogiendo sus faldas y agitando sus abanicos, mientras comentaban acerca del calor que se sentía. El coche cruzó calles y más calles, balanceándose ruidosamente en los desnivelados pavimentos. A veces se veían detenidas por alguna interrupción del tránsito; en esas oportunidades, los dos sirvientes hacían gala de su lengua soez, llenando de dicterios a los aurigas y lacayos de otros carruajes cuando discutían acerca de la mano que debían tomar, o cuando tenían que esperar que pasaran los coches carboneros puestos en fila y que avanzaban con una lentitud desesperante. Ámbar y Sally Goodman conversaban con animación. Aquélla había olvidado casi que había sido plantada por su amante y que llevaba un hijo sin nombre en las entrañas.

Sally Goodman era una mujer rolliza, de rosados brazos carnosos y senos que abultaban desproporcionadamente bajo un vestido de amplio escote. Su cutis estaba picado de viruelas, aunque había tratado de disimularlo mediante la aplicación de un cosmético blancorrosado. Su cabello tenía dos o tres matices de amarillo; resultaba evidente que también allí ayudaba a la Naturaleza. Admitía veintiocho de sus treinta y nueve años, y por esta razón trataba de aparentar ser más joven de lo que era. Sus vestidos no estaban desprovistos de elegancia, aunque un ojo experto habría advertido muy pronto que estaban hechos de materiales de segunda clase y por una modista también de segunda. A decir verdad, a esta clase pertenecían sus modales y persona. Pero, en cambio, era dispuesta, jovial, afectuosa y divertida.

Mrs. Goodman le hizo saber que era una persona de categoría y de recursos y que debía quedarse en Londres por algún tiempo, mientras durara la ausencia de su esposo, retenido en el extranjero por cuestiones de negocios. Era evidente que, juzgando a Ámbar por su acento, sus vestidos y su coche, la había tomado por una heredera de la campiña que visitaba la ciudad. Ámbar, complacida al verse juzgada de tal modo, convino en que así era.

—Pero, ¡por Dios, querida! —exclamó Mrs. Goodman—. ¿Estáis completamente sola? ¿Una joven tan hermosa como vos? ¡Caramba, en la ciudad hay docenas de hombres perversos que precisamente están esperando una oportunidad como ésta!

La misma Ámbar se sorprendió de la facilidad con que dio su respuesta.

—Estoy visitando a mi tía… Es decir, estoy… Debo ir a visitarla en cuanto regrese. Se encuentran todavía en Francia… Estaba allí con la Corte de Su Majestad.

—¡Oh, claro, ahora comprendo! —asintió Mrs. Goodman—. También mi esposo estuvo allí por algún tiempo, pero el rey creyó que era más conveniente que estuviera aquí, organizando su regreso. ¿Dónde vive vuestra tía, querida?

—Vive en el Strand… ¡Oh, es una casa hermosa de verdad!

Almsbury la había llevado en cierta oportunidad hasta allí para mostrarle su casa, que todavía no le habían devuelto.

—Espero que llegue pronto. Vuestros padres podrían sentirse inquietos al saberos sola, y quizá por mucho tiempo. Supongo que no estaréis casada…

Al oír esta pregunta, Ámbar sintió que se le agolpaba la sangre en la cara y se apresuró a protegerse con el abanico. A despecho de su desconcierto, le fue fácil encontrar una nueva mentira.

—No…, no lo estoy, pero lo estaré pronto. Mi tía se ha fijado en un hombre para mí… un conde, me parece. Él está viajando ahora, pero regresará con ella. —Luego recordó lo que Almsbury le había dicho de los padres de Bruce, y agregó—: Mis padres han muerto. Mi padre murió en Marston Hoor y mi madre en París, hace diez años.

—¡Mi querida niña! ¿De modo que no tenéis a nadie que os cuide?

—Cuando está aquí, mi guardiana es mi tía. He estado viviendo con otros parientes desde que ella se fue al extranjero.

Mrs. Goodman movió la cabeza, conmovida, y presionó la mano de Ámbar. Ésta, por su parte, se sentía igualmente conmovida por esa muestra de aprecio y comprensión, pero más aún por el hecho de tratarse de mi ser humano con quien podía conversar, con quien podía compartir pequeñas experiencias… Siempre se había sentido desdichada y perdida cuando se encontraba sola.

El «Cambio Real» estaba situado en la unión de Corn Hill y Threadneedle Street, no muy lejos de la posada del «Real Sarraceno». El edificio era un vasto rectángulo completamente rodeado; su patio y galerías estaban divididos en pequeñas tiendas donde atendían hermosas jóvenes que exclamaban en cuanto alguien se acercaba:

—¿Qué necesitáis, caballero? ¿Qué es lo que precisáis vos, Madame? Perfumes, guantes, cintas…

Los galanes deambulaban por aquí y por allá, requebrando a las vendedoras, o bien permanecían indolentemente apoyados en los pilares, viendo pasar a las mujeres. En el patio había una nutrida concurrencia, compuesta en su mayor parte por comerciantes bien vestidos y que lucían joyas de gran valor. Conversaban acerca de mercaderías, pagarés y amortizaciones en alta mar.

En cuanto llegaron al interior y comenzaron a subir por la escalera, Ámbar, aunque no muy a gusto, siguió el ejemplo de Sally Goodman y dejó caer su velo. ¿De qué servía que una mujer fuera bonita si no podía exhibir su rostro? En cambio, dejó que su capa flotara libremente mostrando su figura. Pero, con velo y todo, era evidente que llamaba la atención. Mientras avanzaban por las galerías, deteniéndose de rato en rato para ver un par de guantes, algunas cintas bordadas, algún encaje, la seguían entusiastas comentarios.

—Que me condenen si no es hermosa… ¡muy hermosa!

—¡Qué ojos matadores!

—Una bonita muchacha, tal como desearía un hombre de gusto, para distraerle una quincena o algo más…

Ámbar comenzó a inflarse. Con el rabillo del ojo trató de ver cuántos hombres la miraban y si tenían buen aspecto. Mrs. Goodman, sin embaído, tomó desde otro punto de vista esos cumplimientos. Chascó su lengua y movió la cabeza con desaprobación:

—¡Señor, cuán indecentes son los jóvenes de hoy!

Algo corrida, Ámbar dejó de mirar, frunciendo los labios para demostrar también su desagrado. Pero su enfurruñamiento no duró mucho. Se sentía embriagada por los suspiros y las palabras que oía.

En seguida quiso comprar casi todo lo que veía. Demostró tener muy poco discernimiento: sus instintos adquisitivos eran fuertes y se sentía inmensamente rica. No veía la razón por la cual no pudiera comprar cuanto deseaba. Al final se detuvo delante de un puesto que atendía una mujer regordeta de ojos negros; este puesto estaba rodeado por innumerables jaulas pintadas de todos colores, en cada una de las cuales se veían vistosos pájaros: había canarios, papagayos, cacatúas y guacamayos traídos por la «East India Company» o por algún barco mercante.

Mientras hacía su selección, incapaz de decidirse entre una pequeña gura y un gran pájaro de color verde que graznaba ruidosamente, oyó que alguien decía a sus espaldas:

—¡Por Cristo, es atormentadoramente hermosa! ¿Quién crees que pueda ser?

Ámbar se volvió disimuladamente para ver si era de ella de quien hablaban, sorprendiendo al otro que respondía:

—Nunca la he visto en la Corté. Por supuesto, tampoco parece una dama de la campiña. ¡Por Cristo, me haré su amigo, aun cuando sea la última cosa que haga en la vida!

Casi inmediatamente el hombre se puso a su lado; se quitó el sombrero con soltura e hizo una galante inclinación:

—Madame, si me lo permitís tendré sumo placer en obsequiaros con ese pájaro, que es, permitidme decirlo, menos vistoso que vos misma…

Ámbar le sonrió deleitada, y casi se iba a inclinar a su vez, cuando se oyó la voz de Mrs. Goodman que cortaba a secas:

—¿Cómo os atrevéis a importunar a una dama, Sir? ¡Tened la bondad de retiraros antes que llame a un alguacil y os detenga por vuestra impertinencia!

El caballerete arqueó una de las cejas, visiblemente sorprendido, dudando, pero el rostro de la señora Goodman se alteró de tal modo que optó por inclinarse profunda y ceremoniosamente ante Ámbar, retirándose luego con su amigo. Mientras se alejaba, ésta oyó una despreciativa observación:

—Lo que yo pensaba. Una indecente con su protegida. Sin duda la reserva para algún duque gotoso.

Con eso se dio por enterada de que se había mostrado demasiado ansiosa por trabar conocimiento con extraños; empezó a abanicarse rápidamente.

—¡Cielos! ¡Os juro que creí que se trataba de un joven a quien conocí en casa de mi tía! —se cubrió con la capa y siguió eligiendo con los ojos decorosamente bajos.

Pagó por la dorada jaula y la pequeña gura con una moneda sacada al azar de su manguito. Y una vez más, Mrs. Goodman vino en su ayuda con toda presteza porque, mientras recogía el cambio, le tomó la mano:

—¡No lo retiréis, querida! Me parece que aquí falta un chelín.

La joven que estaba detrás del mostrador quedó abochornada pero, serenándose un tanto, se disculpó diciendo que se había equivocado al contar. La señora Goodmann le echó una severa mirada y luego Ámbar y ella se retiraron.

En el viaje de regreso, Mrs. Goodman emprendió la tarea de prevenir a Ámbar contra los peligros que acechaban a una joven bonita e inexperta en la populosa Londres. Los tiempos eran impíos —dijo— y una mujer virtuosa tenía muchas dificultades en preservar, no solamente su honradez, sino también la apariencia de ella.

—Porque, tal como está el mundo, querida —aseguró solemnemente—, una mujer pierde tanto con las malas apariencias como si realmente hubiera cometido actos culpables.

Ámbar asintió; la conciencia de su propio pecado la hizo sentirse miserable, y se preguntó si su conducta no habría influido para que la puntillosa Mrs. Goodman le echara un sermón. En ese momento, como el coche se detuviera de improviso, sacó la cabeza para mirar, y al mismo tiempo lanzó un grito de horror al ver el espectáculo que tenía ante sus ojos: una mujer avanzaba trabajosamente por la calle, desnuda hasta la cintura y con el largo cabello cayéndole sobre el pecho, profiriendo lastimeros ayes y retorciéndose de dolor cada vez que un hombre con cara patibularia que iba detrás hacía restallar un látigo, descargándolo sobre su espalda. La seguía una multitud de harapientos chiquillos que reían y se burlaban llamándola de mil modos, y de mujeres y hombres que comentaban el espectáculo despectivamente, lanzándole improperios.

—¡Oh! ¡Mirad esa mujer! ¡La están azotando!

Sally Goodman sacó también la cabeza y miró, pero para retirarse casi en seguida, sin que su semblante delatara la menor emoción.

—¡Bah, no vale la pena que os compadezcáis de ella, querida! Miserable criatura… debe de ser la madre de algún hijo ilegítimo. Ése es el castigo común, y el que a mi juicio merecen esas pecadoras.

Ámbar continuaba mirando, fascinada. Cuando el cortejo pasó, volvió la cara. Sobre los desnudos hombros de la infeliz se veían rojas listas de sangre. Fuertemente afectada, la joven cerró los ojos. Por un momento se sintió tan descompuesta que creyó que iba a desmayarse. Pero el temor de lo que pudiera pensar la señora Goodman la hizo tomar valor. Toda su jovialidad había desaparecido, y ahora más que nunca estaba convencida de que había cometido un crimen horrible… un crimen que tenía su castigo.

«¡Santa María! —pensaba con desesperación—. ¡Así estaré yo! ¡Así me castigarán!»

A la mañana siguiente Ámbar se levantó temprano y, envuelta en su robe de chambre, se puso a comer jalea de uva crespa con la esperanza de curar sus náuseas. De pronto se oyó un discreto golpe en la puerta y la alegre voz de Mrs. Goodman, que la llamaba por su nombre. Ocultó rápidamente la jalea debajo de la cama y corrió a abrir la puerta.

—Estaba empezando a peinarme.

Mrs. Goodman la siguió hasta la cómoda.

—Os ayudaré si me lo permitís, querida. ¿Acaso vuestra doncella se ha ido también al extranjero?

Ámbar se dio cuenta de que sus dedos trabajaban diestramente. La vio trenzar el pelo y convertirlo en un moño que acomodó sobre la cabeza, atravesándolo luego con horquillas de cabeza de oro, especiales para peinados, con las cuales sostuvo la pesada mata en su lugar.

—No… tuve que despedirla… Apareció encinta… —fue la primera excusa que se le ocurrió.

Sally movió la cabeza, pero su boca estaba demasiado llena de horquillas para mover la lengua. Luego se las sacó, dijo:

—Es ésta una época impía, os lo juro. Pero, Señor, ¿cómo podéis manejaros sin una doncella?

Ámbar frunció el entrecejo.

—No lo sé. Pero mi tía tiene sirvientas por docenas. Cuando regrese, ya veré cómo me las arreglo.

Mrs. Goodman había terminado. Ámbar peinó las gruesas trenzas que le caían a los lados de la cara, envolviendo sus puntas hasta convertirlas en rizos, que luego dejó caer sobre los hombros.

—Claro, querida, claro. Pero hasta entonces… ¡Cielos! Una dama no puede estar sin sirvienta.

—No —convino Ámbar—, ya lo sé. Pero no tengo idea dónde podré obtener una… Nunca he estado en Londres, y una mujer sola debe cuidarse de los extraños —agregó, juiciosamente.

—Me parece muy bien, querida niña, y ésa es una verdad de peso. Demostráis ser una joven muy sensata al pensar así. Pero tal vez pueda ayudaros. Una íntima amiga mía acaba de irse a su hacienda, en el campo, y ha dejado aquí algunas de sus sirvientas. Hay entre ellas una a quien aprecio en particular: una muchacha limpia, modesta y hacendosa. Si todavía no ha encontrado ocupación, podríamos decirle que se quedara con vos.

Aceptó Ámbar, y la muchacha en cuestión llegó en menos de una hora. Era una joven gruesa, que llevaba un vestido azul de corte sencillo, un delantal arrollado a la cintura y una cofia de lino sobre el cabello, que sostenía con un lazo anudado bajo la redonda barbilla. Hizo una reverencia a Ámbar, mientras bajaba los ojos con humildad. Cuando habló, lo hizo en un tono sumiso, asegurando que nunca disputaría con quienes la tomaran a su servicio. Su nombre era Casta Mills, y Ámbar la contrató por dos libras al año, incluso casa, comida y ropa.

Esto la hizo sentirse una dama de buen tono: tenía una doncella que le cepillara el cabello y la desvistiera, le hiciera recados y caminara detrás cuando ella se animara a dar un paseo. Además, se sentía contenta con la compañía de la muchacha. Casta era de carácter apacible y de muy buena conducta, siempre limpia y de buen talante. Escuchaba interesada todo cuanto decía, su ama, a quien parecía adorar.

Sin embargo, Ámbar recordaba la advertencia de Lord Carlton; guardaba su dinero bien oculto y no le confiaba sus asuntos privados. Las quinientas libras permanecían en su poder. No se había atrevido a depositarlas en manos de Shadrac Newbold, como él le había dicho. Nunca había oído hablar de un joyero y desconfiaba de él porque, a la postre, era un completo desconocido. Ella se sentía muy competente para cuidar de su dinero. Tampoco quiso acudir a ninguna de las dos mujeres que le indicara Bruce. Ya lo haría cuando se viera obligada por su apariencia exterior.

Ámbar y Sally Goodman se hicieron amigas inseparables. Comían juntas, generalmente en sus propios departamentos. Solían pasear por Hyde Park o el Pall Mall, pero sin atreverse a salir del coche, y hacían sus compras en el «Cambio Real». Una vez la joven insinuó la posibilidad de ir al teatro, pero la señora Goodman opuso reparos, y después de eso, Ámbar no se atrevió a hacer más insinuaciones de esa clase.

El esposo de Mrs. Goodman, según decía ésta, se veía obligado a quedarse en el continente por algún tiempo más, porque sus asuntos se habían enredado malamente. Ámbar, por su parte, dijo que había recibido una carta de su tía en la que la enteraba de que no podría embarcarse antes de dos semanas. Si era necesario, ya encontraría otra excusa para entonces. Estaba convencida de que la gente forma mejor opinión acerca de una si se pretende ser más de lo que se es.

Haría unos quince días que eran amigas, cuando Sally Goodman habló a Ámbar de su sobrino. Habían regresado hacía poco de la iglesia —era domingo— y estaban en la habitación de Ámbar comiendo camarones salteados en manteca y bebiendo un excelente vino del Rhin. Casta, por su parte, avivaba el fuego con un fuelle. El día se había hecho frío de pronto y una espesa niebla cubría la ciudad.

—¡Cielos! —exclamó Mrs. Goodman sin levantar la vista; comía prestando atención particular al plato—. En verdad que se necesita haber tenido oídos de judío para oír al simple de mi sobrino hablando de vos anoche. Más de cien veces me juró que erais la criatura más gloriosa que habla visto en su vida.

Ámbar, que en ese momento llevaba a la boca un exquisito bocado, la miró escrutadoramente.

—¿Y cuándo me ha visto?

Por su parte, ella no se había enterado de la proximidad de ningún joven, aunque había dado muchas oportunidades. Estaba convencida de que nunca volvería a enamorarse, pero a pesar de ello seguía gustando de la compañía masculina. Estar siempre con una mujer le parecía tan soso e insulso como beber solamente agua. Pero no había visto cerca de ella ningún hombre que tuviera cualidades sobresalientes.

—Ayer, en el patio, cuando bajabais de vuestro coche. Temí que el mentecato cayera de la ventana y se rompiera la mollera. Pero le expliqué que vos estabais prometida a un conde.

La sonrisa de Ámbar se desvaneció.

—¡Oh! ¡No debíais haberle dicho eso!

—¿Por qué no? —La señora Goodmann concedió especial atención a una torta francesa divida en cuadros por tiras de manteca derretida y miel de rosas, y rociada con almendras—. ¿Acaso no es cierto?

—Sí…, si lo es. Pero, después de todo, es vuestro sobrino y… ¡cielos!, podríais haber sido más bondadosa con él, señora Goodman, si manifestaba deseos de conocerme… Decidme, ¿hay algo de malo en ello?

Luke Channell fue por la tarde a visitar a Sally Goodman, y ésta preguntó a la joven si podía presentárselo. Agregó que hacía poco había regresado de sus viajes y que estaba de paso a su país natal, en el Devonshire. Ámbar, muy excitada, esperaba que el tal sobrino fuera hermoso; se cambió de vestido e hizo que Casta la peinara de nuevo. Claro está que no sería un hombre como Lord Carlton; hasta entonces, en todo Londres no había visto siquiera uno que se le pareciera. Pero la perspectiva de hablar de nuevo con un joven y quizá de coquetear un poco, viendo sus ojos brillantes de admiración, era un tónico vigoroso.

Fue un desengaño atroz.

No mucho más alto que ella, Luke Channell tenía aspecto más bien rechoncho. Su nariz era chata y abultada; dos de sus dientes anteriores habían sido hendidos diagonalmente, y una especie de vidrioso y verde liquen le crecía sobre los bordes de la encía. Pero, por lo menos, estaba bien vestido, con profusión de cintas en los codos, caderas y rodillas; sus maneras eran las de un hombre seguro de sí mismo, de lo cual parecía satisfechísimo. No apartaba la vista de Ámbar, cometiendo absurdos en su intento de agradarle, y muchas veces se quedó perdido en el curso de una frase.

Como la mayoría de los jóvenes que habían salido al extranjero, había traído su provisión de giros franceses; durante su conversación intercalaba palabras como Mon Dieu, Mon petit. Le dijo que el «Louvre» era mucho más grande que Whitehall, que las venecianas de vida dudosa caminaban por las calles con el pecho descubierto y que los alemanes bebían más que los ingleses. Cuando se despedía invitó a Ámbar y a su tía para que lo acompañaran al «Mulberry Gardens» el día siguiente, por la tarde. Ámbar, por su parte, aceptó la invitación con mucho agrado.

Apenas se había cerrado tras él la puerta de la habitación, Casta le preguntó:

—Bien, señora, ¿qué pensáis de él? Yo diría que es un joven encantador.

De pronto, Ámbar se sintió fatigada. El mal humor y la melancolía que habían aparecido con su embarazo, empezaron de nuevo a acosarla. Sin escuchar, se encogió de hombros.

—No tanto, hija mía, no tanto.

En ese preciso instante se doblegó bajo el peso de su desengaño y su soledad, ante el doloroso anhelo de estar con Bruce y lo desesperado de su situación. Arrojándose de bruces sobre el lecho, comenzó a llorar con infinito desaliento. Sentía que su condición de madre se imponía avasalladoramente, encerrándola en un cerco que no ofrecía posibilidad de escape. Estaba sobrecogida, como si con ella hubiesen encerrado un monstruo.

«¡Qué haré! ¡Qué haré! —pensaba desesperadamente—. ¡Está creciendo y creciendo, y creciendo dentro de mí! ¡No puedo detenerlo! ¡Cada vez se está poniendo más y más grande, hasta que yo me hinche como un sapo y todo el mundo lo sepa…! ¡Oh…! ¡Quisiera estar muerta!»