Capítulo XX

Bruce levantó la cabeza y sus ojos se encontraron. Ámbar se quedó inmóvil, con un brazo apoyado en el marco de la puerta, mirándolo embobada: Sintió que su cabeza comenzaba a dar vueltas y su corazón a palpitar con tal violencia que le parecía que sus latidos retumbaban en toda la pieza. Pero allí se quedó, paralizada, incapaz de moverse o hablar. Lord Carlton le hizo un saludo; se quedó como estaba, pálida y presa de un temblor invencible, maldiciéndose por ser tan necia, completamente desvalida.

El conde de Almsbury acudió en su ayuda. Cruzó la habitación, la besó ligeramente y luego deslizó un brazo alrededor de su cintura.

—¿Qué pensáis de esto, querida? ¡El muy bribón llegó ayer!

—¡Ah, sí! —atinó a decir, débilmente.

Bruce se sonrió y sus ojos recorrieron escrutadoramente todo su cuerpo.

—El marino retorna al hogar.

—¿Para quedarse?

—No… Al menos, no por mucho tiempo. Ámbar, ¿puedo hoy salir contigo?

Ámbar miró llena de sorpresa no a él, sino a Almsbury. No recordaba haberle comunicado sus planes para el día del cumpleaños de su hijo.

—Sí, claro que sí. ¿Queréis esperar a que me vista?

Seguida de Nan entró en el dormitorio y, cuando se cerró la puerta, se dejó caer contra ella con los ojos cerrados, pálida y agotada como si hubiera acabado de hacer un esfuerzo sobrehumano. La doncella la miró, alarmada.

—¡Dios mío, señora! ¿Qué ocurre? ¿Estáis indispuesta? ¿Es él vuestro marido?

—No. —Movió la cabeza y caminó trabajosamente en dirección a su tocador; parecía como si las piernas se le hubieran adormecido—. ¿Quieres sacar ese vestido nuevo que ha mandado madame Delincourt?

—Pero, señora, ¡está lloviendo otra vez! ¡Se echará a perder!

—¡No te importa! —prorrumpió Ámbar—. ¡Haz como te digo! —Al instante se disculpó—: ¡Oh, Nan! Lo siento. No sé qué me pasa.

—Ni yo tampoco, señora. Supongo que desearéis que hoy os deje sola…

—No, hoy no. Creo que es mejor que te quedes aquí y limpies la vajilla de plata… Anoche la vi un poco oxidada.

Se pintó delante del espejo y la doncella la peinó. A poco renació su calma. La sangre pareció retornar a las venas y una felicidad sin nombre reemplazó a la primera sacudida, sumergiéndola en un mar de aturdimiento. Lo había visto más hermoso que nunca y sólo su vista la llenaba de la misma desmedida e irracional excitación que había experimentado la primera vez que lo vio. Los dos años y medio transcurridos se desvanecieron. Su vida actual no tenía ya importancia para ella.

En la confección de su nuevo vestido se había empleado terciopelo color chartreuse y los zapatos y las medias hacían juego con él. Su capa y el capuchón eran de terciopelo color topacio, casi del mismo tono Ámbarino de sus ojos y cabellos. Alrededor del cuello llevaba la cadena de oro con el corazón que lucía incrustado el soberbio topacio obsequio de Rex Morgan. Tomó su gran manguito de piel de visón y se dispuso a salir, pero Nan la detuvo.

—¿A qué hora regresaréis a casa, señora?

Ámbar trató de responder lo más tranquilamente que pudo.

—¡Oh, no lo sé! Quizá venga un poco tarde.

Leyó desaprobación en los ojos de Nan. Sabía que estaba celosa en favor de Rex; pensaba seguramente que ella no debía salir con otro hombre, sobre todo, si la impresionaba tanto.

—¿Qué digo al capitán Morgan?

—¡Al diablo el capitán Morgan! —masculló Ámbar, y salió en busca de Almsbury y Bruce.

Cuando se acomodaron en el coche, lleno de paquetes, Almsbury se dio una palmada en la pierna.

—¡Por Cristo! ¡Tenía una partida de tenis con Sedley a las once! ¡Maldita sea! ¡No me acordaba! —Diciendo esto, salió nuevamente del coche haciéndoles muecas desde la puerta. Bruce rió y le dio un apretón de manos. Ámbar le envió un beso con los dedos y el coche partió.

Detrás de ellos, el conde y Nan cruzaron miradas.

—Y bien —dijo Su Señoría—: no hay mejor amigo para el amor que un largo viaje por mar. —Trepó a su propio coche, que partió en dirección opuesta.

Ámbar se volvió instantáneamente hacia Bruce.

—¡Oh, Bruce! ¡Eres realmente tú! Ha pasado tanto tiempo… ¡Oh, querido, dos años y medio!

Se acercó a él mirándolo con arrobamiento; sus ojos parecían nadar en luz cuando él la rodeó con sus brazos, inclinó la cabeza y la besó. Ámbar devolvió el beso con un olvido total, estrechándose como si anhelara incrustarse en él, formar un solo cuerpo con el suyo. Cuando él la apartó suavemente, se sintió desilusionada; le pareció que la habían despertado en medio de un hermoso sueño. Bruce le sonrió y con sus dedos le acarició tiernamente la cara.

—¡En qué maravillosa criatura estás convertida! —le dijo muy bajito.

—¡Oh, Bruce! ¿Lo soy? ¿Te parece que lo soy? ¿Has pensado siempre en mí… allí lejos? —Su rostro era grave.

—He pensado en ti muchas veces… más de lo que yo esperaba.

Y también me sentía fastidiado. Abrigaba el temor de que alguien pudiera haberte arrebatado el dinero…

—¡Oh, no! —protestó ella inmediatamente. Habría muerto si Bruce hubiera sabido las que había pasado—. ¿No tengo buen aspecto? —Con un ademán señaló sus lujosas ropas y el coche que los conducía, como una demostración de su triunfo sobre el mundo—. ¡Puedo manejarme por mí misma, te lo aseguro!

Lord Carlton hizo un gesto; si se dio cuenta de su superchería, no dio muestras de ello.

—Así parece. Pero me habría gustado saberlo todo. Has obtenido las más codiciadas comodidades que el mundo puede ofrecer… Bastarían a diez mujeres.

—¿Cómo? —preguntó Ámbar, poniendo cara de ingenua.

—Que te condenen si no sabes bien lo que es, y no voy a lisonjearte más. Dime, Ámbar. ¿Qué aspecto tiene? ¿Es grande?

—¿Quién? —inquirió sorprendida, creyendo que se refería a Rex Morgan. Los dos rieron a carcajadas—. ¡Oh, el niño!… ¡Oh, Bruce, espera hasta que lo veas! Está tan crecido que apenas si puedo levantarlo. ¡Y qué hermoso es! Se parece mucho a ti… Sus ojos son del mismo color y su cabello se está oscureciendo cada vez más. ¡Lo adorarás! Pero si lo hubieras visto primero… ¡Oh, Dios, era un espantajo! Casi me sentía alegre de que no estuvieras allí.

Puso su mano sobre la de él y su voz desbordó ternura.

—No te aborrezco, Bruce. Te amo y siempre te amaré. Me sentí dichosa de tenerlo… Era parte de ti mismo que se quedaba conmigo, y mientras estaba con él no me sentía tan sola y abandonada. Pero no quiero más niños…; requieren mucho tiempo. Tal vez cuando sea vieja y no me importe mi apariencia tenga algunos más.

Bruce Carlton sonrió.

—¿Y cuándo será eso?

—¡Oh! Cuando ya esté en los treinta. —Lo decía como si pensara que nunca llegaría a esa edad—. Pero dime, cuéntame lo que has estado haciendo durante todo este tiempo… ¿Te gusta América? ¿Dónde vivías? Quiero saberlo todo.

He vivido en Jamaica. Es una isla, pero también viajaba al continente. Es una tierra maravillosa, Ámbar…, montaraz, desierta e intacta, lo que no ha ocurrido con Inglaterra desde hace miles de años. —Se acomodó bien. Hablaba en voz baja, casi consigo mismo—. Es tan grande que nadie la conoce completamente. En Virginia las plantaciones parten de la costa hacia el interior y abarcan cientos de miles de acres. Y todavía sobra tierra. Hay allí caballos cimarrones y manadas de animales chucaros que pertenecen a quien se tome el trabajo de cogerlos. Los bosques están llenos de ciervos y cada año nubes de palomas oscurecen el cielo. Hay más alimentos en Virginia de los que se precisarían para los habitantes de Inglaterra durante años enteros, mucho mejor nutridos de lo que están ahora. La tierra es tan fértil que cualquier cosa que se plante crece como hierba mala. Es algo que sólo una imaginación ardiente podría concebir… algo que tú no has soñado jamás… —La miró con ojos resplandecientes de entusiasmo apasionado.

—¡Pero no es Inglaterra!

Carlton rió. Tornaba a ser el mismo, desaparecida la tensión que lo había transformado por unos instantes.

—No —aceptó—. No es Inglaterra.

En lo que a Ámbar concernía, era todo cuanto quería saber. Tocaron el tema de sus andanzas en el mar. Él le explicó que tal vida había sido desagradable, ya que nada peor podía ocurrir a un hombre que permanecer preso en un barco durante semanas enteras en compañía de otros hombres; en cambio, no era nada peligrosa, y sí el camino más seguro para que un hombre amasara fortuna. Por eso muchos marinos preferían alistarse con los corsarios antes que sentar plaza en la Marina inglesa o en la flota mercante. En ese momento el Támesis estaba atiborrado con el botín tomado al enemigo, que cada día iba en aumento.

—Entonces ya debes de ser un hombre rico.

—Sí; no niego que mi fortuna ha aumentado considerablemente —admitió él.

Tardaron hora y media en llegar a Kingsland; el camino no estaba pavimentado y las recientes lluvias lo habían convertido en un fangal. Tempest y Jeremiah tuvieron que bajar a desencallar las ruedas por lo menos una docena de veces.

Por fin llegaron. Inmediatamente se dirigieron a la parte posterior de la bonita casa de mistress Chiverton, donde estaba la cocina. Allí estaba la buena mujer limpiando la vajilla usada al mediodía. Ámbar le hacía frecuentes obsequios en dinero, porque deseaba que su hijo creciera en un hogar confortable. La pequeña casa de campo tenía un aspecto grato y acogedor que no había conocido en otras épocas.

El niño descansaba en su cuna, que le resultaba casi estrecha. Dormía de espaldas y respiraba sonoramente. Ámbar se puso un dedo en la boca en señal de silencio. Entraron de puntillas y se inclinaron sobre la cuna para contemplarlo a sus anchas. El chiquitín tenía las mejillas arreboladas y había una tenue humedad en sus pestañas. La respiración era quieta y regular. Durante unos minutos Bruce y Ámbar lo contemplaron en silencio. Luego sus ojos se buscaron sonrientes; tácitamente expresaban orgullo y satisfacción. Se alargaron los recios brazos de lord Carlton y tomaron al niño, levantándolo hasta poner su carita junto a sí.

La criatura despertó y empezó a bostezar. Luego miró al hombre que lo sostenía con cierto asombro, como preguntándose quién sería. Entonces se dio cuenta de la presencia de la madre y estiró sus bracitos.

—¡Mamá!

La señora Chiverton insistió en servirles dos escudillas repletas de avena con leche. Inmediatamente procedieron a desenvolver los regalos del niño. Entre variados juguetes, tambores y soldados, había un monigote singular. Era un José-en-el-Púlpito, vestido a la usanza de los puritanos y colocado dentro de algo semejante a un pulpito; accionándolo con una cuerda se movía cómicamente de un lado a otro. Ámbar no había olvidado llevar una muñeca rubia para la hija de la nodriza, de unos cinco años de edad. Se quedaron allí hasta media tarde; luego se levantaron y se aprestaron para el regreso. El niño lloró y quiso ir con ellos. Ámbar le prodigó sus mimos, tratando de consolarlo, y Bruce puso cincuenta libras en manos de mistress Chiverton: era su recompensa por haber cuidado bien a su hijo.

Llovía de nuevo. Ámbar conversó incesantemente en el viaje de vuelta. No podía ocultar el orgullo que le inspiraba su niño. Había recibido una agradable sorpresa al encontrarse con que Bruce —a quien había juzgado un padre indiferente— amaba al niño casi tanto como ella. Pero, incluso al tratar el tema del hijo, sintió Ámbar que volvía a renacer entre ellos, la salvaje e incontrolada pasión de antaño, acallada durante las horas que permanecieron en la casita de campo. Resurgía con idéntica violencia —o mayor, quizás— exigiendo imperativa, determinada a borrar dos años y medio en unos pocos y maravillosos minutos de loca comunión.

La frase había quedado truncada. Ámbar se quedó contemplándolo. Bruce sacó la cabeza por la ventanilla y golpeó la parte exterior de la portezuela para llamar la atención del cochero.

—Estamos llegando a Hoxton —explicó a Ámbar—. Conozco una buena posada cerca de aquí. ¡Eh! —Alzó la voz para que el cochero lo atendiera—. ¡Pare un poco más allá, en «La Estrella y la Liga»!

Ámbar llegó esa noche a su casa después de las nueve. Encontró a Nan sentada al lado de la chimenea recosiendo una camisa de Rex, mientras éste, parado cerca de ella, balanceábase con las manos en los bolsillos y ceñudo. Ámbar se detuvo en la entrada. Ahora le parecía casi un extraño… Rex cruzó la habitación y la tomó de las manos.

—¡Cristo! ¿Qué te ha pasado, querida? ¿Qué ha sucedido? ¡Ya iba a salir en tu busca!

Trató de esbozar una sonrisa.

—No sucedió nada, Rex. El niño no quería dejarme partir y me quedé algún tiempo más… y luego el coche se empantanó varias veces y una de ellas estuvimos a punto de volcar. —Se acercó a besarlo en la mejilla, con un infinito pesar por haberlo engañado. Él la miraba con adoración no exenta, sin embargo, de ligera sospecha—. No debes preocuparte por mis tardanzas, Rex.

—No puedo evitarlo, querida. Bien sabes cuánto te amo.

Se hizo a un lado para escapar al examen de sus ojos. Vio en los de Nan una mirada de desaprobación; parecía estar resentida.

Al día siguiente, por la mañana temprano, estando las dos solas, Ámbar preguntó a Nan si había hablado a Rex de la visita de Almsbury y lord Carlton. La doncella hacía la cama en ese momento, y respondió sin volver la cabeza:

—No, señora, no se lo dije. ¡Dios mío! ¿Qué pensaríais vos si yo metiera la nariz en vuestros asuntos? Nunca lo hice, lo que es más, no diría ni por mil libras a ese buen capitán que le estáis jugando sucio. ¡Sería destrozarle el corazón! —Se volvió y las dos mujeres quedaron mirándose frente a frente; los ojos de Nan estaban humedecidos de lágrimas.

—No te mostraste tan remilgada cuando le jugué sucio con el rey…

—Eso era diferente, señora. Eso era servir a la Corona. Pero esto… esto… es inicuo. El capitán Morgan os ama más que a su vida… Eso es… no portarse bien con él.

Ámbar lanzó un suspiro.

—No, Nan, ya sé que no es portarse bien. Pero no puedo evitarlo. Amo a lord Carlton, ¡lo amo locamente, Nan! ¡Él es el padre de Bruce! No es mi marido… Me casé con Luke después que lord Carlton se fue a América. ¡Oh, Nan, tienes que ayudarme! Tienes que ayudarme a impedir que se entere Rex. ¡Mientras esté aquí, tengo que verlo… lo veré! Porque se irá pronto, dentro de un mes o dos. Cuando se vaya, Rex quedará satisfecho… me casaré con él. ¡Tienes que ayudarme, Nan! ¿Me lo prometes?

Mientras Ámbar hablaba, mudó el expresivo rostro de Nan y sus ojos se iluminaron como aguas mansas cuando les da el sol. Finalmente, corrió a echarse en sus brazos.

—¡Oh, señora, cuánto lo siento! No sabía… no podía adivinar… Aunque, si bien se mira, se trata de un caballero como sólo podía impresionar a usted. —Sonrió ampliamente, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡De modo que él es el padre de Bruce! ¡Oh, claro, por supuesto! ¡Qué necia soy! ¡Si se parecen tanto! —Lanzó un grito ahogado—. ¡Cielos! ¡Es una suerte que el capitán no os haya visto nunca con lord Carlton! ¡Si os ve!…

Carlton estaba alojado en la casa de Almsbury. Dos días más tarde, Ámbar envió invitación a él, Almsbury y su esposa, para una función teatral —atosigó a Killigrew hasta conseguir cuatro asientos situados frente al palco del rey— suplicándoles que luego cenaran con ella en su departamento. Lord y lady Almsbury servirían de justificativo para el caso de que el capitán Morgan llegara de improviso.

Aquéllos aceptaron y, en las veinticuatro horas subsiguientes, Ámbar anduvo completamente afanada con los preparativos. Había hecho que una mujer fuera a ayudar a Nan en la limpieza, de modo que hasta la más pequeña partícula de polvo desapareció de los muebles y adornos. Los limpiaron con aceite y los pulieron hasta que quedaron como nuevos. Ella en persona fue al Cambio Real a comprar flores artificiales de seda, pues no se podían encontrar flores naturales debido a que todavía no era la estación; además obligó a madame Delincourt a que terminara un vestido varios días antes de lo fijado. Consultó con el cocinero mayor del Chatelin acerca de la sopa y los vinos, tratando de recordar los gustos de Bruce. Poco antes de salir para el teatro, dio a Nan las últimas instrucciones, hasta en sus más mínimos detalles.

A medio bajar la escalera, se detuvo, y subió a la carrera.

—¡Nan! ¡No te olvides poner una ampolla con agua en la cubeta del brandy! ¡A lord Carlton le gusta así!

Llegó al teatro más temprano que de costumbre. Al instante se vistió y pintó. Luego bajó al patio de platea para pasearse entre los espectadores. Podía ser que la viera lord Carlton y se impresionara y hasta —¿por qué no?— se sintiera un tantico celoso al comprobar cuán popular era entre ellos. Pero eran ya las tres y media y hubo de subir a situarse entre bastidores. Una vez detrás de los cortinajes, vio que llegaba él en compañía de sus amigos.

Lord Almsbury, del brazo de su esposa, iba delante. Tomaron asiento en el palco que les escogiera Ámbar. Al pasar Bruce, una de las damas sentadas en el mismo le tomó de la mano, sonriéndole. Con el consiguiente estupor, Ámbar vio que su amado se inclinaba y atendía lo que ella susurraba en su oído, entrecerrando los ojos con aire de complicidad y apretándole la mano como si hiciera mucho tiempo que lo conocía.

—¡Hola! —oyó Ámbar que Beck exclamaba a sus espaldas—. ¿Quién es ese apuesto caballero con quien lady Southesk está combinando una cita? —El marido de la Carnegie había heredado recientemente el condado de Southesk.

—¡Es lord Carlton y no se está citando con ella!

Beck la miró con sorpresa y luego sonrió.

—Bueno… —subrayó lentamente—, si es o no es así… ¿qué te importa a ti, prenda?

Ámbar se detestó por su necedad. Sabía que, muy a despecho de la amistad que las unía, nada hubiera agradado más a Beck que un acontecimiento cualquiera que provocara un rompimiento con Rex Morgan.

—¡Si a mí no me importa! Pero sucede que me he enterado de que él tiene puesto su afecto en otra.

—¡Oh! De modo que tiene amistades en otra parte ¿eh? —La voz de Beck tenía una vibración musical y sus ojos blanqueaban de malicia—. ¿Y se puede saber dónde?

—¡En milady Castlemaine! —saltó Ámbar, aunque se hubiera quemado la lengua por decirlo. Después se alejó.

En ese momento deseaba no haber invitado a Bruce a que fuera al vestuario después de la función —sabía que Beck estaría observando— y poco antes del último acto le envió una esquela, en la que le rogaba la esperaran más bien en el coche de los Almsbury. Ella no tomaba parte en la última escena, de modo que aprovechó para ir a desvestirse y salir antes de que lo hiciera el público.

Partió antes de que las otras llegaran y se encaminó en derechura al coche de Almsbury, donde ya la esperaba Bruce con la puerta abierta.

—¡Bruce! ¡Estoy muy contenta de verte! —Bajó la voz y miró recelosamente en derredor; no quería ser vista ni oída por nadie que conociera a Rex—. Te envié esa nota porque creía…

Bruce Carlton sonrió comprensivamente.

—No te preocupes, Ámbar. No son necesarias las disculpas. Me parece que sé lo que creías. ¿Me permitís presentaros a lady Almsbury? —agregó luego en voz alta, dirigiéndose a la dama que aguardaba sentada en el interior del coche.

Ámbar lo miró con indignación. Hubiera deseado que él no comprendiera sus motivos tan fácilmente o que, por lo menos, se ofendiera al conocerlos. Pero no parecía afectarse por ellos en lo más mínimo. Con toda tranquilidad la tomó del brazo e hizo las presentaciones de estilo.

Como Ámbar advirtió al punto, Emily, lady Almsbury, no era lo que se dice una belleza. Su cabello, sus ojos, hasta su ropa, mostraban un vago tinte indefinido. No había nada anormal en sus facciones, que eran correctas. En el conjunto se destacaba una dentadura blanca y pareja. Un poco de colorete, unos cuantos rizos, carmín en los labios y un escote un poco más pronunciado la habrían convertido en otra mujer. También se dejaba ver que estaba encinta.

«¡Dios mío! —pensó—. Resulta un verdadero desastre ser esposa de un hombre.»

Marido y mujer siguieron en su carruaje; Bruce y Ámbar treparon al de esta última, escoltados por un negrito de no más de cinco o seis años, muy pequeño todavía para llevar la capa de su amo y que, sin embargo, la llevaba en sus brazos haciendo verdaderos esfuerzos por evitar que las puntas arrastraran por el suelo enlodado. Su faz era absolutamente negra y brillante, destacándose nítidamente en su centro la claridad de las córneas. Correspondió a la sonrisa de Ámbar con una contorsión facial desprovista de gracia que deseaba vanamente parecerse a una sonrisa.

—Se llama Tansy —explicó Bruce—. Lo compré en Jamaica hace un año.

Algunos miembros de la nobleza tenían sirvientes negros, pero Ámbar nunca había visto uno tan cerca. Lo examinó con atenta curiosidad, como si se hubiera tratado de algún objeto raro o de un perrito; observó las palmas de sus manos y admiró la lustrosa blancura de sus dientes. Vestía un traje de raso azul zafiro y en la cabeza llevaba un turbante de tela plateada sujeto por medio de un alfiler con cabeza de rubí. Los zapatos que usaba eran de lana artificial y demasiado grandes para él y de ese modo, al caminar, pisaba siempre una de las puntas con el otro pie.

—¡Oh, Bruce, qué bonito trebejo éste! —exclamó Ámbar—. ¿Puede hablar? —Y, sin aguardar respuesta, preguntóle—: ¿Por qué te llaman Tansy?

—Porque mi madre comió budín de tanaceto antes que yo naciera.

Tenía una voz fluida que le resultaba extremadamente difícil de comprender. Ahora estaba parado en el coche, apoyado de codos en el asiento, al lado de Bruce, y no se molestó ni una vez en mirar por la ventanilla las calles atestadas de gentes.

—¿Qué hace? ¿Para qué sirve?

—¡Oh! Es un hombrecito muy útil. Toca el merry-watig —una especie de guitarra que tienen los negros— y hace café. Y claro está que baila y canta. Pensé que quizá te gustaría tenerlo.

—¡Oh, Bruce, es para mí! ¡Lo has traído desde el otro lado del océano para mí! ¡Oh, gracias!… Tansy, ¿te gustaría quedarte aquí, en Londres, conmigo?

El negrito miró alternativamente a su amo y a ella y sacudió la cabeza con energía.

—No, sir, mam. Tengo que regresar a ver a la señorita Leah.

Ámbar miró interrogativamente a Bruce y captó una sonrisa fugaz.

—¿Quién es la señorita Leah?

—Mi ama.

Una instantánea sospecha brotó en ella.

—¿Es también negra?

—No; es cuarterona.

—¿Y qué diablos es eso?

—Es una persona que tiene una cuarta parte de sangre negra y tres cuartas de blanca.

Ámbar hizo un burlón movimiento de horror.

—Deben de ser un hato miserable y horrible.

—No lo creas. Algunas de ellas son muy hermosas.

—¿Y a todas ellas las llaman «señoritas» —interrogó sarcásticamente—, o solamente a tu ama?

Bruce Carlton se sonrió.

—Allí la denominación de «señorita» se da a todas las jóvenes decentes que todavía no están casadas, y no como ocurre aquí, que sólo llaman así a las prostitutas.

Ámbar le echó una mirada de soslayo que dejaba traslucir celos y desconfianza. Hubiera deseado preguntarle a quemarropa si la tal mujer era su amante, pero todavía le parecía un tanto irreal y no se atrevió a decir nada. «Se lo averiguaré a Tansy —pensó—; ya urdiré el modo de hacerlo.» En ese momento el coche se detuvo delante de su casa. Bruce la ayudó a bajar y nada pudo decir de cuanto había preparado porque en ese momento llegó el coche de los Almsbury, que había seguido al suyo. Ella y la condesa subieron primero, conversando sobre el tiempo, la comedia y los concurrentes. Ámbar se sorprendió al comprobar que le gustaba por su sencillez, su bondad y su generosidad. Aparentemente, no sentía envidia ni la juzgaba con malicia, como ocurría por regla general con las demás mujeres.

La comida fue todo lo que Ámbar había querido que fuera.

Había una espesa sopa vaporosamente fragante de guisantes y puerros, con tajadas de jamón y pequeñas albóndigas de carne flotando en su superficie; pavo relleno con ostras, nueces y cebollas; setas fritas; bizcochos dulces y un budín de naranja cubierto por una escamosa capa de hojaldre y adornado con caramelos. Ordenó además que prepararan un buen pote de café, porque sabía que a Bruce le gustaba. Era la bebida de moda, pero todavía una bebida lujosa. Los hombres alabaron y se mostraron satisfechos. Ámbar se sintió tan contenta como si ella hubiera preparado la comida.

Cuando terminó la cena, pasaron a la sala. Ámbar y la condesa tomaron asiento en el sofá, delante del fuego, y los hombres en sillas, a los lados. Durante unos momentos las dos mujeres hablaron de modas —los vestidos se estaban haciendo con colas de un metro de largo— y Almsbury y Carlton hablaron de la guerra holandesa, que estaban seguros sobrevendría muy pronto. En seguida Ámbar se cansó del juego. No había invitado a Bruce para que conversara con Almsbury.

—Dijisteis que no os quedaríais, milord —preguntó, volviéndose hacia él—. ¿Qué pensáis hacer?

Bruce, que descansaba apoyado de codos en sus piernas y retenía su copa de brandy con las dos manos, miró a Almsbury antes de responder.

—Volveré a Jamaica.

—Por amor de los cielos, ¿por qué allí, precisamente? He oído decir que es un lugar horrible.

—Horrible o no, es un buen lugar para mis propósitos.

—¿Y cuáles son vuestros propósitos, si puede saberse? —Estaba pensando en la señorita Leah.

—De dinero.

—¿Un poco más? ¿No tenéis bastante?

—¿Por ventura se llega alguna vez a ser bastante rico? —quiso saber Almsbury.

Ámbar no le hizo caso.

—¡Y bien, no creo que abriguéis la intención de ser pirata toda la vida! —Sabía muy bien cuál era la diferencia que existía entre un pirata y un corsario, pero quería significar que tanto la una como la otra eran profesiones desacreditadas.

Bruce sonrió.

—No. Un año o dos más, tal vez; eso depende de la suerte que tenga… Luego me retiraré.

El semblante de Ámbar se iluminó.

—¿Os quedaréis aquí, entonces?

Bruce hizo un visaje poco amable, vació su copa y, mientras se ponía de pie, respondió: —Entonces pienso ir a América a plantar tabaco.

Ámbar lo miró, anonadada.

—¡Ir a América! —exclamó, y luego agregó furiosa—: ¡A plantar tabaco! ¡Caramba, debéis de estar loco! —Se levantó y lo siguió. Bruce se sirvió una nueva copa de brandy— ¡Bruce, estáis bromeando!

—Veamos, ¿por qué no puedo hacer eso? No tengo la intención de quedarme aquí a jugar a cara o cruz con los políticos durante los próximos treinta años.

—Pero ¿por qué precisamente América? ¡Está tan lejos! ¿Por qué no plantáis tabaco aquí, en Inglaterra?…

—Por una razón: existe una ley que prohíbe su plantación en Inglaterra. Y aunque no fuera así, sería impracticable. La tierra no es apropiada y el cultivo del tabaco requiere mucho campo; extenúa la tierra rápidamente y es preciso buscar más para desarrollarlo.

—Pero ¿y qué lograréis con eso? ¡No necesitáis más dinero del que entonces habréis acumulado… y el dinero es inútil si no se sabe gastarlo!

Lord Carlton no pudo responder. En aquel preciso instante se abrió la puerta y entró Rex Morgan. Se detuvo cerca del umbral, sorprendido de encontrarla tan cerca de un hombre y mirándolo tan intensamente, un hombre a quien él no había visto en su vida. Ámbar, desilusionada y asaz fastidiada, preguntóse cuál habría sido la expresión de su cara cuando entró el capitán. Se repuso y casi inmediatamente corrió a darle la bienvenida, tomándolo de la mano alegremente.

—¡Entra, querido! ¡No te esperaba a comer, de modo que no queda nada, salvo cáscaras de nueces! Vamos… te presentaré a mis invitados…

Rex había visto ya al conde de Almsbury, pero nunca a la condesa ni a Bruce. Una vez que se hicieron las presentaciones, Ámbar propuso que jugaran a las cartas. No quería dar lugar a que los hombres conversaran. Se sentaron, pues, alrededor de una mesa y se pusieron a jugar a cinco manos. Mientras Almsbury barajaba los naipes, Ámbar pudo observar que Rex y lord Carlton cambiaban miradas que le hicieron correr frío por la espalda.

«¡Oh, Dios mío! —pensaba—. ¡Si lo supiera!»

Ámbar jugó mal, incapaz de concentrarse. La habitación le parecía demasiado estrecha y cerrada. Bruce no le prestaba atención particular y aparentaba ser más bien un amigo de los Almsbury invitado por casualidad. Por su parte, Ámbar trataba por todos los medios de convencer a Rex de que su interés estaba puesto en su persona. Coqueteaba con él tan flagrantemente como si entonces dieran comienzo a sus relaciones; le interrogaba sobre asuntos baladíes, llamaba a Nan para que llenara su copa vacía y apenas concedía alguna mirada a Bruce. Este todavía no le había dicho nada que la indujera a prescindir de Rex Morgan.

Todo su ser se había convertido en una hipersensible masa de nervios; pronto comenzaron a dolerle los músculos de la espalda. Así, pues, sintió un enorme alivio cuando Almsbury, pretextando el estado de su esposa, pidió permiso para retirarse. Le regaló una mirada de gratitud.

Nan trajo las capas y los sombreros de los caballeros; Ámbar entró con lady Emily en la alcoba. Le reiteró su satisfacción por haberla conocido y le sostuvo la capa y el abanico. Al devolvérselo, deliberadamente lo cambió por el suyo. La condesa de Almsbury no se había percatado de la maniobra; regresaron conversando animadamente. Los tres hombres tomaban una última copa y parecían estar en las mejores relaciones. Rex los invitó para otra futura ocasión.

En la escalera, Nan los precedió alumbrándolos con una bujía, y Ámbar se quedó esperando.

—¡Oh! —exclamó de pronto—. ¡He cambiado el abanico de lady Almsbury! —Y antes que Rex, que había entrado en el comedor a servirse un trozo de budín, se ofreciera a llevárselo, corrió escalera abajo.

Les dio alcance en el preciso momento en que llegaban al término de la escalera. Emily caminaba extremando los cuidados a causa de su estado. Todos festejaron con risas el cambio de abanicos. Antes de regresar, echó una rápida ojeada y cuchicheó, dirigiéndose a Bruce:

—Iré a la casa de Almsbury mañana por la mañana, a las ocho.

Y sin que él hubiese podido replicar u oponer reparos, ella subió a toda prisa.

La mayor parte del tiempo, Bruce estaba ocupado.

Pasaba los días en los muelles, vigilando la limpieza y reparación de los navíos, lo mismo que la carga y el enrolamiento de nuevos hombres. Mantenía largas conversaciones con los comerciantes que le proveían, muchos de los cuales participaban monetariamente en la empresa. El corso era el negocio más lucrativo de la nación, y no solamente el rey y los cortesanos sino la mayoría de los banqueros y comerciantes se vinculaban cuantitativamente; dinero contante y sonante era generalmente la participación obtenida en esa clase de aventuras. Por las noches Bruce iba a Whitehall, jugaba a las cartas allí o en el Groom Portes Lodge, o asistía a los bailes y a las recepciones que se sucedían interminablemente.

Ámbar lo veía una o dos horas al día y eso por las mañanas, cuando ella iba de visita a la casa de los Almsbury, y sólo algunos días y cuando podía, porque a menudo Rex, cuando no estaba de servicio, se quedaba para acompañarla al teatro. Por lo que ella sabía, hasta entonces no había sospechado nada y mucho menos se había enterado de que había vuelto a ver a lord Carlton después de aquella noche. Estaba decidida a hacer las cosas de modo que nunca trascendiera nada.

Pero contra su determinación de ser precavida y cautelosa, conspiraba su encendida pasión por Bruce, que la hacía temeraria a despecho de sí misma. Le había rogado que la llevara consigo cuando partiera de nuevo, a lo cual se había negado él muy gentilmente. Sus lágrimas y sus palabras, ya imperiosas, ya suplicantes, no lograron doblegarlo. Acostumbrada a Rex, a quien generalmente conseguía convencer con unas lagrimitas o unos arrumacos, su negativa la llenó de furia impotente.

—¡Me ocultaré en uno de tus barcos, verás! —le dijo un día medio burlándose, pero pensando que si ella se resolvía él no podría impedirlo. Una vez allí, no la arrojaría por encima de la borda.

—Te enviaré de vuelta, no importa a qué distancia estemos de Inglaterra —sus ojos tenían la dureza del acero—. El corso no es para mujeres de salón.

Él fastidio de Ámbar provenía de la certidumbre de su próxima partida. Ya no le vería, tal vez durante años enteros. ¿Por qué, entonces, estaban sólo una hora o dos juntos, ahora que podía tenerlo durante días a su lado, si lo deseaba? Anhelaba fervorosamente pasar en su compañía días y noches completos, sin la interrupción de sus obligaciones o las de ella. De tanto pensarlo, descubrió una solución. Se trataba de un plan tan simple, que se maravillaba y le parecía increíble no haber dado con él, semanas atrás. Un viaje al campo, los dos juntos; eso era todo.

—¿Y el capitán Morgan? —quiso saber Bruce—. ¿Irá también con nosotros.

Ámbar no pudo menos de reírse.

—¡Claro que no! Y no te preocupes por Rex. Yo lo arreglaré, ya verás. Yo sé lo que tendré que decirle… y nunca sospechará nada. ¡Oh, por favor, Bruce! ¿No quieres ir?

—Querida, nada me gustaría más que eso. Pero me parece que vas a correr un gran riesgo por un pequeño premio. Suponte que él…

Pero ella no lo dejó proseguir.

—¡Oh, Bruce, él no! Yo conozco a Rex mejor que tú… ¡creerá todo cuanto yo le diga!

Bruce Carlton sonrió brevemente.

—Querida, los hombres no son siempre tan bobos como creen las mujeres.

Finalmente aceptó partir por cinco o seis días, después que hubiese finiquitado todos sus asuntos. Se sabía que una flota española había zarpado del Perú con un rico cargamento de oro y plata. Bruce planeaba avistarla para fines de mayo, lo cual quería decir que debía llevar anclas a mediados de ese mes.

Y, lo mismo que le ocurriera cuando le pidió que la llevara a Londres consigo, Ámbar pensó que lo había convencido. Todavía no comprendía que su egoísmo y su cinismo le hacían contemplar con indiferencia todo lo que a ella pudiera ocurrirle. Como antaño, la había puesto sobre aviso, pero ella no creía que no quisiera o no pudiera protegerla de los riesgos y de su tozudo temperamento.

Ya en viaje, tomaron el camino principal en dirección a la costa, luego de haber atravesado Surrey. Como en Londres, allí también llovía, lo cual sucedía ininterrumpidamente desde hacía mes y medio. Así, se vieron obligados a viajar con lentitud y haciendo frecuentes altos para sacar el coche de los pantanos. Los caminos se veían completamente desiertos. A pesar de todos los inconvenientes, la campiña era hermosa. Hallábanse en la región agrícola por excelencia, y por todas partes se veían prósperas granjas y grandes áreas cultivadas; algunas estaban cercadas; pero, en general, parecían formar una sola heredad. Las casas de campo y las haciendas estaban construidas con ladrillos rojos y encina color de plata. Admiraba la profusión de jardines embellecidos por la pompa de las violetas, los tulipanes, las rosas y otras mil variedades vegetales.

Ámbar y Bruce iban sentados muy juntos, con las manos entrelazadas, mirando por la ventanilla y conversando quedamente. Como siempre, la presencia de él la saturaba de un sentimiento de frivolidad. Sentíase invadida por la certidumbre de que era todo cuanto ella solicitaba de la vida, y que duraría eternamente.

—Me hace pensar que estoy en mi aldea —dijo ella, señalando el villorrio por el cual pasaban—. Quiero decir Marygreen.

—¿Marygreen? ¿Acaso piensas en tu casa? ¿Te gustaría volver?

—¿Volver a Marygreen? ¡No! ¡Es la apariencia de ese pueblo lo que me hace recordar!

La primera noche se detuvieron en una pequeña hostería y, como la lluvia continuaba cayendo pertinaz, decidieron quedarse. El hostelero era un veterano de las guerras civiles, un hombre ya entrado en años que se ponía a hilvanar memorias cada vez que veía a Bruce, pues éste le traía reminiscencias del príncipe Ruperto y de Marston Moor. Ellos eran sus únicos huéspedes.

La semana que Ámbar había esperado pasar en una especie de éxtasis supremo, transcurría con una celeridad pasmosa; las horas y los minutos parecían escurrírsele materialmente de las manos. Hacía desesperados esfuerzos por fijarlos, retenerlos. Pronto terminaría… Él tendría que partir…

—¿Por qué el tiempo transcurre tan rápido, cuando precisamente debiera ir despacio? —exclamó un día—. ¡Alguna vez el reloj tendría que suspender su marcha, no caminar más!

—¿Todavía no has aprendido a dominar tus deseos?

Pasaban los días perezosamente, quedándose hasta muy tarde en la cama por las mañanas y yéndose a dormir temprano. En vista que continuaba la persistente llovizna, solían sentarse frente al hogar y jugaban a las cartas. Siempre ganaba Bruce y, ¡cosa extraordinaria!, sabía cuándo estaba ella haciendo trampas. Si por las noches hacía buen tiempo, como ocurrió dos o tres veces, salían a pasear por los alrededores.

Habían llevado con ellos al niño, así como a Nan y Tansy. Bruce le dijo que había convenido con Almsbury que el niño viviría con los suyos. Ámbar se sentía felicísima. ¡Amaba tanto al hijo que ella le había dado! Eso le permitía pensar que tarde o temprano daría término a su vida aventurera, y luego se casaría con ella… o la llevaría a América.

Hasta el último momento mantuvo su resolución de no discutir con él. Al final no pudo resistir al deseo de quebrantar su decisión.

—¿Qué puede gustarte en un país donde no hay otra cosa que salvajes negros? Tú mismo dijiste que en toda América no hay una sola ciudad como Londres. ¡Dios mío! ¿Qué puedes hacer allí? ¿Por qué no regresas a Inglaterra y vives de lo que te haya producido el corso?

La lluvia había cesado y un sol esplendoroso iluminaba la tierra, como deseando resarcirse de su prolongada clausura. Habían extendido una manta debajo de un árbol, el más corpulento y frondoso y Ámbar estaba sentada con las piernas cruzadas, mientras Bruce yacía cuan largo era, con las manos anudadas bajo la nuca. Al tiempo que hablaba, ella mantenía el ojo vigilante sobre su hijo. Habíase alejado, corriendo tras un pato que se zambulló en una alberca cercana, seguido de otros patitos; de su manecita pendía un juguete atado a un hilo. Le había prevenido que no se alejara mucho, pero allí se estaba, contemplando maravillado los animalitos y prestando apenas atención a sus padres. Bruce, con una brizna de hierba en la boca y los ojos entrecerrados para evitar el resplandor del sol, hizo una mueca.

—Porque, Ámbar querida, la vida que yo anhelo para mí y mis hijos ya no será posible en Inglaterra nunca más.

—¡Tus hijos! ¿Cuántos bastardos tienes, vamos a ver? ¿O es que te has casado ya? —preguntó enojada.

—No, por supuesto que no —hizo un gesto para que se callara, pues ella iba a seguir con el tema—. Y no hablemos más del asunto.

—¡Oh, lo que es conmigo!… No te lo digo más. ¡Tienes una maldita y alta opinión de ti mismo! ¡Y yo no voy a suplicar toda la vida por un marido, permíteme que te lo diga!

—No —convino él—; supongo que no lo harás. Me sorprende realmente que no te hayas casado todavía.

—Eso se debe a que he sido lo bastante necia para creer que tú… ¡Oh, no tenía intenciones de decirlo! Pero ¿por qué no te gusta Inglaterra? ¡Señor, podías vivir en la Corte y tener la posición más alta a que un hombre puede aspirar!

—Tal vez, pero el precio es demasiado elevado para mis aspiraciones.

—Pero tú serás tan rico que…

—Es que no se trata de dinero. Tú no sabes de la Corte absolutamente nada, Ámbar. Solamente la has visto por el lado de fuera. Has visto los más elegantes vestidos, las más valiosas joyas, las beldades más mentadas. Eso no es Whitehall. Whitehall es como un huevo podrido. Tiene buena apariencia hasta que uno lo rompe… y entonces apesta hasta los cielos…

Ámbar no era de la misma opinión; a punto estaba de argüir cuando oyeron un grito y un chapoteo. El niño acababa de caer dentro del estanque de los patos. Bruce se puso de pie de un salto y se echó a correr, seguido de Ámbar. Cuando el chiquitín estuvo seguro y sin daño en los brazos de sus padres, rieron alegremente los tres. Bruce lo sentó sobre uno de sus hombros y se dirigieron a la posada a cambiarle la ropa.

Era ya bien avanzada la noche cuando dejaron a Bruce en la casa de los Almsbury. Una niñera, cuyos servicios ya se habían contratado, vino a hacerse cargo del niño y poco después desapareció en el interior. Por un momento Bruce se quedó junto a la puerta del coche, bajo la lluvia, mientras Ámbar pugnaba por no estallar en sollozos. Esta vez estaba resuelta a que él guardara un recuerdo más favorable; hacía tales esfuerzos, que la garganta le ardía en forma insoportable. Durante todo el trayecto se había repetido que jamás podría soportar la escena de la despedida. Durante horas enteras había estado conversando y obligándose a pensar en otras cosas, pero ya no podía más. Aquello significaba el adiós.

—Te veré cuando regreses, Bruce… —musitó débilmente; no quería que su voz la traicionara.

Lord Carlton se la quedó mirando unos segundos, sin responder Por último dijo:

—He puesto mil libras a tu nombre en casa de Shadrac Newbold… Puedes retirarlas con veinte días de preaviso. Si tienes algún disgusto con Rex Morgan a causa de esto, te servirán para vivir.

Se inclinó y le dio un rápido beso. Luego penetró en la casa. Ella lo vio perderse, tratando de grabar una última visión de él en la noche oscura y lluviosa. No pudo contener su angustia por más tiempo. Lloró perdidamente, desconsoladamente.

Lloraba todavía cuando llegó a su casa. Tenía la punzante impresión de que se había alejado de allí por largo tiempo. La vida a que retornaba le era casi extraña. Subió la escalera con fatigado paso, como si le disgustara hacerlo. Cuando llegó a la puerta de entrada de su departamento, se sorprendió al encontrarla entreabierta. Allí estaba Rex Morgan.

Su semblante era terrible. Sus ojos estaban inyectados en sangre y parecía que no se había afeitado en varios días, ni tampoco dormido. Tenía macilenta la faz y sus ropas se veían arrugadas y sucias. Sorprendida de encontrarlo allí y en esas condiciones, se quedó un minuto sin movimiento. Inadvertidamente se sonó la nariz, aun cuando al verlo había dejado de llorar.

—¡Bien!… —quebró él el silencio. De modo que tu tía Sara ha muerto ¿no? Supongo que sólo eso puede tenerte en semejante estado…

Ámbar se puso alerta; no estaba muy segura de que no hubiese sarcasmo en su voz. No cayó en la cuenta de que —si él sabía dónde había estado—• fingía tranquilidad y calma.

—Sí —replicó—. ¡Pobre tía Sara! Fue un golpe terrible para mí… Fue la única madre que tuve…

—¡Grandísima desvergonzada! No te molestes en mentir. Ya sé dónde has estado y quién estuvo contigo —hablaba entre dientes, arrastrando cada palabra con salvaje encono. No levantaba la voz, pero Ámbar vio que estaba bajo el imperio de una cólera insana, asesina. Abrió la boca para serenarlo con algún nuevo embuste, pero él le cortó abruptamente—. ¿Por qué clase de imbécil necio me has tomado? ¿No se te ocurrió que pudiera maravillarme de que ese rapaz tuyo tuviera su mismo nombre? Pero me habías hecho tantas promesas… ¡Oh, nunca serías infiel al hombre que te amaba, y de quien te burlabas! A todo trance quería creerte y tener confianza en ti. Y hete aquí que, de pronto, los dos salen al mismo tiempo de la ciudad… Desagradecida y sucia mujerzuela… He permanecido aquí cuatro días y cuatro noches, esperando que volvieras… ¿Sabes tú lo que yo he pasado desde entonces? ¡Oh, claro que no! Nunca te has molestado en pensar en los demás sino en ti misma… Jamás te has preocupado si hacías daño a alguien con tal de obtener lo que deseabas… ¡So perjura, mercenaria y grandísima perra! Debería matarte, me gustaría matarte… Me gustaría arrancarte tu último aliento.

Su voz que ya no parecía suya, había bajado hasta convertirse en un sordo murmullo. Su rostro estaba deformado por la ira y los celos. Era un nuevo y horrible Rex; apenas si pudo reconocerlo. Así no lo había visto nunca y, sin embargo, había vivido latente dentro del otro ser, del afable y cariñoso capitán Morgan. Este extraño con trazas evidentes de locura, tenía una tremenda necesidad de matar.

Ámbar, presa de espanto, retrocedió unos pasos, con la intención de huir en cuanto él hiciera el menor movimiento amenazador. Lentamente avanzó él mientras ella retrocedía. Como un animal en peligro, quiso ella ganar la puerta, pero en un segundo el otro estuvo encima y reteniéndola de un brazo la hizo dar vuelta, atrayéndola hacia sí. Ámbar dio un grito de terror, pero él le tapó la boca con una de sus manazas, a tiempo que le daba una tremenda sacudida.

—¡Silencio, miserable cobarde! ¡Que no voy a hacerte ningún daño!

Agotado por los celos y el insomnio, ponía en juego todos sus nervios y músculos, hacía sobrehumanos esfuerzos para contenerse. Ámbar lo miró despavorida, pero él la sujetaba de tal modo que no habría podido intentar el menor movimiento.

—Quiero que vivas… Quiero que vivas deseando la muerte, porque él… —De pronto la apartó.

Ámbar se hizo a un lado, tocándose los magullados brazos. Apenas se había dado cuenta de lo que él le decía, pero al verlo ir hacia la puerta lo comprendió todo.

—¿Dónde vas? ¡Oh, Rex! ¡No querrás ir a provocarlo!

—¡Lo provocaré y lo mataré!

Ya segura de que su vida no corría peligro, Ámbar lo miró con desprecio.

—¡Eres un loco si lo haces, Rex Morgan! ¡Él es mejor espadachín que tú!…

El capitán Morgan se puso el chambergo, levantó su capa y salió de la habitación. En la puerta chocó con Nan, Jeremiah y Tansy, que regresaban trayendo en sus brazos toda la impedimenta del viaje. Pasó de largo sin una palabra de disculpa.

Los claros ojos azules de Nan se abrieron desmesuradamente al verlo bajar en tal estado la escalera.

—¡Oh, ama! ¿Dónde va con tal prisa? —Miró ansiosamente a Ámbar—. ¡Seguro que irá a provocar a lord Carlton!

—¡Será un necio si lo hace! —gruñó Ámbar, y entró en su dormitorio.

Pero Nan corrió escalera abajo detrás del capitán, gritando:

—¡Capitán Morgan! ¡Capitán Morgan! ¡Volved!