Introducción

En la pequeña habitación impregnada de humedad hacía calor. Los cristales de las ventanas se estremecían con violencia por el furioso retumbar de los truenos, mientras los rayos parecían zigzaguear dentro del aposento mismo. Nadie se atrevía a decir lo que estaba pensando: que la tormenta, demasiado violenta aún para el mes de marzo, era un mal presagio.

Era costumbre que los dormitorios tuvieran más bien apariencia de cámaras, y a aquél lo habían despojado de la mayor parte de sus muebles. Quedaban solamente el lecho de cuatro columnas y baldaquín con cortinas de lino, media docena de taburetes y una silla de parturienta de respaldo inclinado, apoyos para los brazos y asiento recortado en círculo. Cerca de la chimenea había una mesa, sobre la cual se veían una palangana, cuerdas, un cuchillo, botellas, botes con ungüentos y ropa blanca amontonada. Junto a la cabecera del lecho se veía también una cuna tapada, vacía aún, cuyo aspecto evidenciaba un largo uso.

Las aldeanas, en silencio, rodeaban el lecho mirando, con semblantes ansiosos y tensos, lo que allí sucedía. La expresión de aquellos rostros eran de angustiosa simpatía, de compasión y aprensión. Sus ojos iban con inquietud desde la sonrosada carita del recién nacido a la sudorosa y abotagada faz de la comadrona, que, inclinada sobre el lecho, manipulaba todavía bajo los cobertores. Una de las mujeres, en estado de gravidez, se inclinó sobre la criatura, visiblemente asustada. En aquel preciso momento el recién nacido emitió un sonido gutural, lanzó un estornudo y, abriendo la boca, comenzó a chillar. La mujer suspiró, aliviada.

—Sara… —dijo quedamente la comadrona.

La mujer encinta se volvió hacia ella. Entre las dos cambiaron algunas palabras en voz baja y luego, cuando la partera se acercó a la chimenea para bañar a la criatura en la palangana llena de vino caliente, la otra metió sus manos bajo las mantas de la cama y, con suavidad, comenzó un masaje en el abdomen de la parturienta. Su semblante mostraba una expresión de extrema ansiedad, lindante con el espanto. Pero la expresión desapareció cuando la enferma abrió lentamente los ojos y la miró.

El rostro aparecía macilento y desencajado debido al reciente y prolongado sufrimiento; sus ojos estaban hundidos en las oscuras cuencas. Solamente su cabellera, ligeramente rubia, que se esparcía en una ajada mata alrededor de la cabeza, parecía vivir todavía. Cuando habló, lo hizo con voz apagada y entrecortada, más un susurro que otra cosa.

—Sara… Sara, ¿está llorando mi hijo?

Sara asintió con la cabeza sin dejar de trabajar, aunque se esforzó por sonreír amablemente.

—Sí, Judith. Es tu hija la que está llorando…

Los coléricos berridos de la recién nacida llenaban la habitación.

—¿Mi… hija? —Exhausta como estaba, su desengaño fue evidente—. Una niña… —prosiguió diciendo, con cansada y monótona voz—. Pero yo quería un hijo… También a John le habría gustado un hijo.

Las lágrimas se agolparon en sus ojos y luego empezaron a correr por las mejillas y las sienes. Volvió la cabeza, abrumada, como si hubiera querido escapar a los gritos de su hija.

Pero estaba demasiado agotada para preocuparse mucho tiempo por ello. Una especie de relajación soñolienta la fue poseyendo. Era algo casi agradable, algo que la alejaba más y más, con insistencia, tanto en mente como en materia. Se rindió voluntariamente a esta laxitud, porque parecía aliviarla de la agonía experimentada en los dos días pasados. Podía sentir el luminoso y rápido latir de su corazón. Ahora se sentía caer en una vorágine, en un remolino que aumentaba en velocidad a cada vuelta y, mientras giraba de esa suerte, le pareció que se separaba de sí misma y que salía de la habitación… huyendo majestuosamente del tiempo y el espacio…

… Claro que a John le hubiera gustado una niña. La habría querido lo mismo —los varones vendrían después— que a los otros hijos. Y a otras mujeres también, ¿por qué no? Después del primer hijo, sería mucho más fácil. Esto era lo que su madre le había dicho a menudo, y su madre había tenido nueve hijos.

Veía el rostro de John, conmovido por la sorpresa, cuando le dijera que había sido padre y, luego, su repentina explosión de felicidad y orgullo. Sonreía ampliamente; sus blancos dientes se destacaban nítidos en su faz, tostada por el sol, y sus ojos la contemplaban con adoración, justamente como lo había hecho la última vez que lo viera. Lo que primero recordaba de él, siempre, eran sus ojos: tenían el color del ámbar, como un vaso de rubia cerveza vista a través del sol, con diminutos puntos verdes y castaños en las negras pupilas. Eran unos ojos extremadamente dominantes, como si todo su ser se hubiera concentrado en ellos.

Durante el período de su gravidez había alimentado la esperanza de que su hijo tendría los mismos ojos de John, y esa esperanza fue de tan apasionada intensidad, que estaba segura de que resultaría cierta.

Desde su infancia, Judith había tenido la certeza de que alguna vez se casaría con John Mainwaring, heredero del Condado de Rosswood. La familia de ella era una de las más antiguas de Inglaterra; su apellido, que había sido Marisco cuando el primer antepasado llegó con los conquistadores normandos, se había convertido en Marsh, con el curso de los años. Los Mainwaring, por su parte, habían adquirido gran preponderancia durante el último siglo; políticamente defendían los postulados de la Iglesia anglicana. Sus tierras eran vecinas de las suyas, y durante tres generaciones las dos familias habían mantenido una estrecha amistad. Por consiguiente, nada podía parecer más natural que el primogénito de los Mainwaring se casara con la mayor de las Marsh.

John era mayor que ésta ocho años, y durante muchos le había dispensado escasa atención. Eventualmente hacía la gran concesión de considerar la probabilidad de sus futuros esponsales; el contrato de matrimonio había sido firmado cuando John no era sino un niño y Judith apenas una criatura. Durante todos esos años crecieron juntos. Ella lo veía frecuentemente, porque a menudo venía a «Rose Lawn» a practicar equitación, a cazar y a divertirse con sus cuatro hermanos mayores. Pero él no se interesaba más por ella que por sus propias hermanas, concretándose a tolerar, con indulgente indiferencia, su temerosa admiración. Partió él al colegio, primero a Oxford, luego a Inner Temple, por un año o dos, y finalmente fue a Europa a conocer mundo. Cuando regresó, la encontró hecha una señorita, con sus dieciséis años bien cumplidos, hermosa como jamás lo hubiera creído. No tardó en enamorarse perdidamente de ella. Y ya que Judith lo había amado siempre y sus familias habían concertado su matrimonio mucho antes no vieron la razón de seguir esperando. La boda fue fijada para agosto, y en agosto comenzó la guerra.

El padre de Judith, Lord William Marsh, se declaró inmediatamente partidario del rey, pero el conde de Rosswood —como muchos otros— pasó muchas semanas indeciso para, finalmente, unirse a los parlamentarios. En los dos años últimos, Judith los había oído discutir muchas veces sobre política. Con frecuencia se encolerizaban hasta el punto de gritar y mostrarse airadamente los puños, pero terminaban siempre por beberse unas copas de vino, pasando amigablemente a otros temas. Nunca hubiera creído ella que sus controversias podrían cambiar el curso de su existencia.

El conde de Rosswood había proclamado centenares de veces que él defendería el absolutismo de Carlos I, pero no la política religiosa de Laud, mientras Lord Marsh estaba convencido de que su amigo, cuando llegaría el momento crucial, entraría en buen juicio y se pondría del lado del rey. Pero cuando llegó la ocasión y Rosswood no lo hizo, si bien al principio se mostró incrédulo, se sintió luego poseído por la amargura y el odio. Judith no llegó a darse cuenta de que se trataba de una verdadera contienda hasta que su madre le dijo, con frialdad, que no debía pensar más en John Mainwaring, y que la boda no tendría lugar nunca.

Anonadada, Judith inclinó la cabeza en señal de sumisión, pero en su fuero interno esperó que las cosas no quedarían así. La guerra terminaría —le decía su padre— en tres meses, y cuando esto sucediera, se harían amigos nuevamente y volverían a sus antiguos proyectos. La tal guerra no sería sino un breve y desagradable episodio en sus vidas, un cambio sin importancia que no destruiría los bellos planes concebidos ni las viejas costumbres familiares. Realmente, no afectaría ni a ella ni a nadie que ella conociera.

Pero cuando John acudió a despedirse antes de partir para incorporarse al Ejército, Lord William salió a su encuentro en forma amenazadora y le ordenó que saliera inmediatamente de sus dominios. Al enterarse del incidente, Judith lloró horas enteras. Él había partido sin poder darle siquiera un beso de despedida.

Pocos días después Lord William y sus cuatro hijos partieron a reunirse con el rey, y con ellos, la mayoría de los hombres de la hacienda y de la aldea que estaban en condiciones de ir a la guerra. Empezaba ésta y cada vez se hacían más evidentes sus estragos. Entonces comenzó a odiarla, resentida por su macabra intrusión en su vida, hasta hacía poco apacible y feliz.

Como Lord William había predicho, los primeros éxitos fueron de los realistas. El sobrino de Su Majestad, el gigantesco y hermoso príncipe Ruperto, obtenía victoria tras victoria, hasta que casi toda Inglaterra, excepto el sector Sudeste, quedó en manos del rey. Pero los rebeldes no cejaron y, pasados unos meses, volvieron al ataque.

Judith pasaba sus días muy ocupada; como los hombres habían partido, había mucho que hacer. No tenía tiempo como otrora para practicar el baile o el canto, para bordar o tocar la espineta. Pero el trabajo no importaba: ella continuaba soñando con John Mainwaring, preguntándose cuándo regresaría, formulando planes para un futuro libre del azote de la guerra civil. Su madre, que adivinaba fácilmente el motivo de su preocupación, le ordenó con impaciencia que olvidara a su amado. Le dio a entender que ella y Lord William proyectaban otro y más ventajoso matrimonio, con un hombre cuya lealtad era incuestionable.

Pero Judith no quiso ni intentó olvidar. No podía resignarse a considerar como esposo al primer extraño que apareciera de pronto en su vida.

Habían transcurrido cinco meses desde la partida de John, cuando éste hizo lo imposible para hacerle llegar una nota, en la cual le aseguraba que se encontraba bien y le decía cuánto la amaba. «Nos casaremos, Judith, cuando termine la guerra… No importa lo que digan nuestros padres.» Agregaba que tan pronto como pudiera, iría de cualquier modo a verla.

Llegó el mes de junio antes que se hallara en condiciones de cumplir su promesa. Entonces, pretextando una ocupación cualquiera, Judith partió en busca de su amado, reuniéndose con él en un paraje situado a orillas de un riachuelo que limitaba las dos propiedades. Era la primera vez en su vida que se encontraban juntos, absolutamente solos y libres. Si bien Judith estaba interiormente nerviosa, bajó del caballo y se arrojó en los brazos de John sin una muestra de vacilación o recelo. Nunca se había sentido tan segura, tan contenta y sin temor.

—No tengo mucho tiempo disponible, Judith —dijo él rápidamente, besándola—. Mi permanencia será muy breve, pero ¡de todos modos tenía que verte! Vamos… déjame que te mire. ¡Oh, cuán bonita estás… más hermosa que nunca!

Ella se abrazó a él desesperadamente, pensando que nunca más lo dejaría ir.

—¡Oh, John! John, querido… ¡cómo te he echado de menos!

—¡Es maravilloso oírte decir eso! He tenido un temor… Pero eso no importa. ¿Es cierto que nuestros padres han reñido? Si así fuera, no debemos preocuparnos. De todos modos, nos amamos lo mismo…

—¿Dices lo mismo, John? —exclamó ella en medio de sollozos entrecortados, llorando de felicidad y temor—. ¡Oh, John! ¡Nos amamos mucho más! Yo no sabía cuánto te amaba hasta que te fuiste y me quedé temblando por tu suerte… ¡Oh, esta terrible y espantosa guerra! ¡La odio! ¿Cuándo terminará, John? ¿Será pronto?

Lo miró como una niña que pidiera un favor con sus grandes ojos azules llenos de lágrimas.

—¿Pronto dices, Judith?

El semblante de John se oscureció irnos instantes. Mientras, ella lo contemplaba ansiosamente, poseída de un terrible espanto.

—¿No será pronto, John?

Éste deslizó un brazo alrededor de su cintura y empezaron a caminar lentamente hacia el río. Veíase el cielo azul, cubierto en parte por nubes semejantes a vellones de corderos, como si las hubiera limpiado un chubasco; el aire estaba impregnado de humedad y de un suave olor a tierra mojada. A lo largo de las orillas se levantaban delicados alisos y sauces, y los blancos cornejos daban su floración.

—No creo que sea pronto, Judith —dijo él finalmente—. Puede transcurrir un largo tiempo hasta entonces… tal vez años enteros.

Judith detuvo su paso y lo miró con incredulidad. Para sus diecisiete años, seis meses eran un período larguísimo; un año, la eternidad. Ella no podía ni quería afrontar la posibilidad de esos años de separación.

—¿Años enteros, John? —exclamó—. ¡No puede ser! ¿Qué haremos mientras tanto? ¡Seremos viejos antes de haber empezado a vivir! John… —De pronto, lo tomó por los brazos—: ¡Llévame contigo! Podemos casarnos ahora. ¡Oh, no me importa cómo tenga que vivir…! —dijo tan rápidamente como si él hubiera querido interrumpirla—. ¡Otras mujeres van al campo de batalla, lo sé, y yo también puedo ir! No tengo temor de nada y puedo…

—Judith, querida… —Su voz era suplicante; sus ojos tenían una tierna expresión llena de angustia—. No podemos casarnos ahora. Por ti no lo haría. Es claro que hay mujeres que siguen a los hombres al campo de batalla… pero no mujeres como tú, Judith. No, querida, no nos queda otro recurso que esperar… Esto terminará algún día… No puede durar siempre…

De súbito, todo cuanto había sucedido durante el pasado año le pareció a Judith real y se le hizo patente con su terrible significado. John tendría que partir pronto, aquel mismo día… ¿y cuándo lo volvería a ver de nuevo? Tal vez durante años… tal vez nunca. Admitiendo la posibilidad de que él muriera… Se conmovió, sacudida por un temblor ante este solo pensamiento, no atreviéndose a admitir semejante probabilidad. Ya no podía permanecer indiferente por más tiempo. La guerra era una cosa real. Estaba afectando sus vidas. Ya había cambiado y trastornado todo cuanto ella esperaba confiada… Y todavía amenazaba su futuro, negándole sus más simples necesidades y deseos.

—Pero… ¡John! —exclamó ella, entristecida y en son de protesta—. ¿Qué nos sucederá ahora? ¿Qué haremos si gana el rey? ¿Y qué haremos si triunfan los parlamentarios? ¡Oh, John, estoy asustada! ¿Cuándo irá a terminar esto?

Él volvió la cabeza, dejándola caer sobre el pecho.

—Sólo Dios lo sabe, Judith. ¿Qué hará la gente y qué se hará de sus vidas cuando termine la guerra? Supongo que, de cualquier modo, seguiremos trabajando.

De pronto, Judith se cubrió el rostro y empezó a llorar; toda la soledad del pasado y la que tendría que soportar en adelante la invadieron, dominándola y haciéndole perder la serenidad. John la tomó de nuevo en sus brazos, tratando de aliviarla y confortarla.

—No llores, Judith querida; regresaré. Algún día tendremos nuestro hogar y nuestra familia. Algún día seremos el uno para el otro…

—¡Algún día, John! —Sus brazos lo rodearon desesperadamente. Su rostro mostraba una expresión de mortal desesperanza—. ¡Algún día! ¡Pero ese algún día no llegará nunca!

Una hora más tarde él se había ido y Judith regresaba a su casa, pacificada y alegre como no lo había estado en su vida, porque ahora —no importaba lo que hubiese sucedido, no importaba quién ganara o perdiera la guerra— estaban seguros el uno del otro. Podría mediar la distancia entre ellos, pero nunca estarían alejados en realidad. La vida parecía sencilla y perfecta.

Al principio tuvo vergüenza de ver a su madre, de mirarla frente a frente. Sentíase confusa y atemorizada, como cuando era una niña y Lady Anne se daba cuenta —incluso sin mirarla— de si había hecho alguna travesura. Pero después de los primeros días de incertidumbre, Judith se dejó llevar por el placer de los recuerdos. Cada sonrisa, cada beso, las palabras de amor, los fue retrotrayendo una y otra vez como preciosos presentes que la solazaban en las horas quietas y apacibles, confortándola y desvaneciendo sus ocultos temores.

Sólo un mes más tarde llegaron noticias del gran triunfo realista de Roundway Down, y Lord William escribió a su esposa diciendo que la paz se firmaría de un momento a otro… Las esperanzas de Judith se vieron colmadas de salvaje optimismo. No prestó atención a las amenazas de Lady Anne, que le prevenía que ni John Mainwaring ni ningún miembro de su familia volverían a poner los pies en «Rose Lawn». Si la guerra terminaba, no importaba cómo, ellos podrían resolver sus problemas de cualquier modo. John lo había dicho así.

Y entonces comprendió que estaba encinta.

Desde hacía algunos días había estado experimentando extraños síntomas y, aunque en un principio creyó que solamente se trataba de alguna indisposición pasajera, finalmente se dio cuenta de su estado. La certidumbre la tuvo virtualmente enferma varios días. No podía comer, y se puso pálida y delgada. Cuando su madre entraba en su aposento, la miraba con enfermiza aprensión, temiendo cada mirada, cada frase, segura de ver la sospecha en sus ojos y de percibir el desprecio en su voz. No se atrevía a pensar en lo que sucedería cuando se enteraran. Sabía que el carácter violento y los prejuicios de su padre seguramente lo impulsarían a buscar y matar a John. Sea como fuere, antes de que se dieran cuenta de lo que pasaba, debía irse… buscar a John, no importaba dónde estuviese. Ella no debía dar a luz un hijo ilegítimo; eso habría significado manchar el honor sin tacha de su familia.

Lord William regresó en setiembre, alegre con las novedades de los triunfos realistas.

—No podrán resistirnos un mes más —afirmaba.

Judith, que no había oído decir ni una palabra respecto de John, escuchaba a su padre con ansiedad. Esperaba oír por lo menos una mención de su nombre, alguna insinuación de que estaba vivo y a salvo. Pero si Lord William sabía algo acerca de él, no lo dijo, y su madre se mostró igualmente hermética. Ambos pretendían no darse por enterados de la existencias de John Mainwaring.

Fue entonces cuando le dijeron que se le había destinado otro esposo.

Se trataba de Edmund Mortimer, conde de Radclyffe. Judith lo había conocido un año y medio antes, con motivo de una visita que hiciera a «Rose Lawn». Tenía treinta y cinco años y, viudo no hacía mucho, era padre de un niño. Lo único que recordaba de él era que no le gustaba. No medía más de cinco pies y unas seis pulgadas de estatura, tenía aspecto enfermizo y su cabeza era demasiado grande para sus estrechos hombros y delgado cuerpo. Poseía facciones aristocráticas, nariz aguileña y labios gruesos. Sus ojos, duros y fríos, reflejaban una austera y disciplinada inteligencia. Éstas no eran cualidades recomendables ante una muchacha de diecisiete años, con un corazón lleno de nostalgia por un hermoso, viril y galante joven. Y algo del conde —ella no sabía con exactitud qué— le resultaba repulsivo. No habría deseado casarse con él aun cuando no hubiera conocido nunca a John Mainwaring.

—No quiero casarme —respondió en aquella ocasión, sorprendida de su propia audacia.

Su padre la contempló con ojos amenazadores. En el momento en que abría la boca para hablar, Lady Anne le ordenó que abandonara la habitación, agregando que ya conversarían más tarde. La huraña obstinación de Judith sorprendió e irritó a sus padres. Sin embargo, decidieron llevar adelante sus planes para la boda, sin consultarla. Estaban convencidos de que pronto accedería a casarse y que con el tiempo olvidaría a John, lo que redundaría en beneficio de todos.

Su traje de novia, confeccionado un año y medio antes para su matrimonio con John, fue sacado del baúl, limpiado, planchado y colgado en su habitación. Era de raso blanco bordado con aljófares. El cuello y las bocamangas llevaban lazos crema, y la falda, cortada por delante, formaba artísticos pliegues hacia atrás, sobre una enagua de luciente y recamada tela de color de plata. Había sido hecho en Francia, y era un hermoso y costoso vestido en un principio adorado por ella. Ahora ni siquiera quería mirarlo, e impetuosamente decía a su nodriza que más bien podrían emplearlo pronto para su mortaja.

En varias ocasiones estuvo el conde de visita. Si bien se había prevenido a Judith que le mostrara respeto y afecto, ésta se negó. Lo evitaba cuando podía, le hablaba con frialdad y pasaba horas enteras en su habitación, llorando inconsolable. El cuarto mes de su embarazo había pasado ya. Experimentaba el constante temor de ser descubierta, aunque sus amplias faldas ocultarían su falta todavía muchas semanas. Sin embargo, la constante ansiedad le hizo perder peso; se erguía nerviosamente al escuchar cualquier sonido inesperado por leve que éste fuera. Habíase tornado silenciosa y meditabunda, a causa de su tremenda excitación.

«¿Qué irá a sucederme?», pensaba desoladamente mientras permanecía cerca de la ventana, esperando, rogando ver a John o algún mensajero enviado por él que subiera la colina y viniera a salvarla. Pero no llegaba nadie. No tenía noticias de él desde junio. Ni siquiera sabía si estaba vivo o muerto.

Sabiéndose culpable, su alivio fue inmenso cuando, a menos de una quincena de la proyectada boda, llegaron noticias de que los parlamentarios habían atacado una gran mansión situada a unas veinte millas hacia el Sudeste, y que el conde se había visto obligado a acudir en su defensa, en compañía de Lord William.

«Rose Lawn» estaba situada sobre la frontera que separaba el territorio realista del retenido por los parlamentarios. Las noticias de un próximo ataque asumían una ominosa significación. La casa había sido preparada contra cualquier posible peligro desde la iniciación de la guerra, y ahora, siguiendo las instrucciones de su esposo, Lady Anne empezó a hacer los preparativos para resistir el sitio. No era nada extraño que las mujeres e incluso los ancianos se alistaran en las fuerzas armadas para resistir los ataques del enemigo durante semanas y hasta meses, y nadie que conociera a Lady Anne podría dudar de que si «Rose Lawn» era sitiada, ella lo defendería hasta que el último niño y el último perro hubiesen muerto de hambre.

La noche siguiente se escuchó la repentina alarma de uno de los centinelas. Las mujeres comenzaron a gritar aterrorizadas, creyendo que había llegado el temido momento; los niños chillaron y los perros ladraron; en alguna parte se disparó un mosquete. Judith saltó del lecho, se puso un vestido cualquiera y corrió en busca de su madre. La encontró en el gran hall conversando con un aldeano, y en cuanto apareció, Lady Arme se volvió hacia ella y le alargó una carta sellada. Judith lanzó un grito ahogado, y su rostro se puso pálido, pero bajo los fríos y reprobadores ojos de su madre no pudo demostrar la apasionada gratitud y el alivio que experimentaba. Debía ser carta de John. Mientras rasgaba sobre y sello y empezaba a leer, Lady Anne despidió al rústico.

Dentro de pocos días atacaremos «Rose Lawn». No puedo impedir el ataque, pero puedo conduciros a ti y a Su Señoría a un lugar seguro. No llevéis nada que pueda dificultar el viaje y esperad en la boca del río que pasa por la casa, mañana por la noche, tan pronto como oscurezca. Me es imposible verte personalmente, pero tengo un sirviente en quien puedo confiar y he hecho arreglos con él para que seáis conducidas hasta un lugar donde yo pueda encontraros.

Judith levantó los ojos hacia su madre y luego, lentamente, como si le repugnara hacerlo, le alargó la carta. Lady Anne le echó una rápida ojeada, cruzó lentamente la habitación y la arrojó en el fuego. Luego se volvió hacia su hija.

—¿Y bien? —dijo por último.

Impulsivamente, Judith corrió hacia ella.

—¡Oh, madre mía, debemos partir! ¡Si nos quedamos aquí, podrían matarnos! ¡Él nos llevará a un lugar donde estaremos seguras!

—No abrigo intenciones de abandonar mi casa en tiempos como éste. Y, ciertamente, no aceptaré jamás la protección de un enemigo. —Sus ojos contemplaron a Judith con frialdad. Su semblante ostentaba una orgullosa y cruel expresión—. Puedes seguir el camino que más te convenga, Judith, pero escógelo cuidadosamente. Porque si te vas, diré a tu padre que has sido capturada, y nunca más volveremos a verte.

Judith, durante un brevísimo instante, experimentó el ardiente deseo de decir a su madre todo cuanto le ocurría. Si de algún modo hubiera podido explicárselo, estaba segura de que habría comprendido, por fin, con cuánta intensidad se amaban ella y John… Resultaba imposible acallar ese amor sólo porque Inglaterra estaba en guerra. Pero mirando los ojos de Lady Anne, se dio cuenta de que su madre nunca habría cedido, que la habría despreciado y condenado. La decisión, por consiguiente, era suya, y no tendría que dar ninguna explicación.

Partió de «Rose Lawn» llevando únicamente un vestido de muda y unas cuantas joyas. Toda la noche ella y el sirviente viajaron con las debidas precauciones y al promediar el día siguiente llegaron a una granja de Essex, situada dentro de los límites del territorio controlado por los parlamentarios. Allí fue presentada a Sara y Matthew Goodegroome como Judith St. Clare, esposa de John St. Clare, quien habría dejado su casa debido a una disputa con la familia de su esposa. Sara sabía que se trataba de una señora de calidad, pero no conocía exactamente su rango. Judith, de acuerdo con las instrucciones de John, no agregó nada más. Ya tendría tiempo de explicarle todo cuando terminara la guerra y John regresara. Mientras tanto, Sara la presentó a las mujeres de la aldea como su propia hermana, que había ido a vivir con ella debido a que los ejércitos enemigos estaban luchando en la hacienda del marido.

Había algo particular: un natural sentido de seguridad en torno a Sara Goodegroome, que despertó en Judith una sensación de tranquilidad y le devolvió su optimismo. Se hicieron muy amigas, y Judith se sintió feliz como no lo había sido en mucho tiempo.

Siempre que podía, John le enviaba un mensaje, asegurándole que se reuniría con ella tan pronto como fuera posible. Una vez mencionó brevemente que «Rose Lawn» resistía aún. Pero su casa, sus padres, el conde de Radclyffe se habían convertido en algo irreal para ella. Toda su existencia se veía absorbida por la granja, por sus nuevos amigos y la pequeña aldea de Marygreen, por sus pensamientos y sueños, por John… Y más que todo, por la tierna criatura que se agitaba en sus entrañas. Ahora que las dificultades y aprensiones habían terminado, pensaba en que algún día se convertiría —estaba segura— en una respetable dama casada, igual que cualquiera de las otras que conocía. Al influjo de este pensamiento se puso más bonita y se sintió cada día más feliz. Parecía que el embarazo le había sentado bien. Ansiosa, aguardaba el día en que pudiera enseñar a John su primer hijo… Nunca se le había ocurrido que ese hijo pudiera ser una niña.

Ahora trataba de moverse, consciente de una penosa crispación en los músculos de sus brazos y piernas. Todo lo veía sumido en sombras vaporosas, como si sus ojos se hubieran abierto debajo del agua. Y aunque no sabía cuánto tiempo había permanecido inconsciente, sentía a Sara manipulando la piel con sus fuertes dedos, el rostro en tensión y humedecido por la transpiración.

«Debo decirle que se detenga», pensaba Judith soñolientamente. Se sentía muy cansada.

Una vez más oyó el llanto de la criatura y recordó que era una niña. «Nunca he pensado en un nombre de niña. ¿Qué nombre puedo ponerle? Judith… o Anne… tal vez pudiera llamarla Sara…»Luego exclamó con voz perceptible:

—Sara… Pienso llamarla Ámbar… por el color de los ojos de su padre.

Sentía la proximidad de la otra mujer, percibía un alboroto y un movimiento en la habitación; se dio cuenta de que una de aquellas personas se inclinaba hacia ella y le ponía un paño caliente en la frente, al tiempo que cambiaba otro que ya se había enfriado. Estaba cubierta con muchas mantas, pero su rostro continuaba frío y húmedo; sentía la humedad hasta en los dedos. Sentía en sus oídos un persistente campanilleo y la asaltó nuevamente una sensación de caída vertiginosa. Empezó a dar vueltas, a perderse y alejarse hasta no ver sino una borrosa mancha y no oír otra cosa que un confuso balbuceo.

Luego quiso moverse con alguna brusquedad, tratando de aliviar los calambres que agarrotaban sus piernas una y otra vez; Sara vio ese movimiento y, llevándose las manos a la cara, se puso a llorar. Sin un instante de vacilación, otra de las mujeres se inclinó sobre el lecho y comenzó a dar suaves fricciones y masajes.

—Sara… por favor, Sara… —balbuceó Judith, compadeciéndose de ella—. No llores…

Muy lentamente, y con gran esfuerzo, retiró su mano de donde yacía debajo de los cobertores y la levantó hacia ella. Al hacerlo, vio que la palma y los dedos estaban tintos en sangre. Por un momento los contempló como entre sueños, extrañada. Pero pronto comprendió el por qué de aquella rara sensación de alivio, algo así como si se la hubieran sumergido en un baño caliente. Sus ojos se abrieron desmesuradamente por el terror y apenas alcanzó a emitir un apagado grito de queja y rebeldía.

—Sara…

Ésta cayó de rodillas, con el rostro alterado por la angustia.

—¡Sara! ¡Sara, ayúdame! ¡No quiero morir!

Las otras mujeres sollozaban sin consuelo. Sara, dominándose, pudo aventurar una sonrisa.

—No es nada, Judith. No debes temer. Un poco de sangre no significa nada… —Pero pocos instantes después su rostro se distendió bajo el peso de la insoportable congoja que la afligía y dejó caer sus lágrimas libremente, incapaz de dominarse.

Durante varios minutos Judith contempló alelada aquella cabeza gacha y aquellos hombros sacudidos por los sollozos, llenos de salvaje, colérica y desesperanzada protesta. «¡No puedo morir! —pensaba—. ¡No debo! ¡No quiero morir! ¡Deseo vivir!» Trató de hablar de nuevo a Sara, de suplicar su ayuda, exigírsela. «¡Sara! ¡Sara…, no me dejes morir…!» Pero no podía oír sus propias palabras. Ni siquiera podía saber si sus labios las decían.

Luego, lentamente, comenzó a flotar en un mundo agradablemente tibio donde no cabían las amenazas de muerte, donde ella y John se encontrarían de nuevo. Ya no podía ver nada, de modo que cerró los fatigados ojos… El zumbido de los oídos le impedía oír cualquier otro sonido. No quiso seguir batallando por más tiempo; se abandonó voluntariamente, vencida por el intolerable cansancio que la hacía dar la bienvenida a tan dulce promesa de paz. En el mismo instante oyó otra vez el llanto de su hija. Los gritos se repitieron una y otra vez, pero, poco a poco, se tornaron más y más lejanos, como si se perdieran en la distancia, hasta que por último dejó de oírlo todo.