Capítulo LI

Londres parecía una muchacha histérica que padeciera de clorosis. Su vida en los últimos años se había visto herida por el dolor y la tragedia, demasiado turbulenta y convulsiva. Sentíase inquieta, nerviosa, en un permanente estado de preocupación y temor. Ninguna perspectiva era demasiado triste, ninguna posibilidad demasiado remota… todo podía suceder, y probablemente sucedería.

El nuevo año se había iniciado desalentadoramente, con miles de hombres, mujeres y niños sin hogar y viviendo precariamente en pequeñas chozas levantadas de cualquier modo en el lugar donde antes estuvieron edificados sus hogares. O todavía estaban en las calles donde habían buscado un refugio, huyendo del fuego, o se guarecían dentro de las paredes que habían quedado en pie, pagando exorbitantes alquileres. En un invierno de frío riguroso y pocas veces visto, era lógico que el carbón alcanzara precios fabulosos que muy pocos podían pagar. La mayoría de las gentes creía, con bastante razón, que Londres jamás volvería a ser reconstruida, y aquellos que no tenían fe en el presente no veían esperanzas en el futuro.

Un genio maléfico parecía haberse cernido sobre Inglaterra.

La deuda nacional nunca había sido tan grande, el Gobierno estaba cerca de la bancarrota. La guerra, iniciada bajo tan buenos auspicios, resultaba francamente impopular. En la mente de las gentes estaba vinculada con los desastres sin precedente de los últimos años. Los marinos al servicio de la flota real se habían amotinado, y los hombres yacían en el patio de las oficinas navales muriéndose de hambre. El Parlamento había rehusado aprobar el presupuesto de gastos que demandaba el alistamiento de una nueva escuadra, y los comerciantes, por su parte, se negaban a aprovisionar los barcos si no se les pagaba en efectivo y por adelantado. El Consejo había decidido —contra el juicio y la opinión de Carlos II, Albemarle y el príncipe Ruperto— dejar tranquila la flota e iniciar las negociaciones de paz por vías secretas.

Pero la Corte no se molestaba en considerar la gravedad de tales problemas. A pesar de la desesperada situación de la hacienda pública, se exhibía una riqueza jamás vista… Cualquier persona de empresa y algún capital, podía invertir dinero en mercaderías y, en muy poco tiempo, éste se multiplicaba varias veces. Y tampoco se temía a los holandeses, pues la mayoría sabía que Inglaterra había firmado convenios secretos con Francia para que ésta impidiera que la flota de los Países Bajos se hiciera a la mar. Según ellos, los franceses jamás habían estado interesados en la guerra, ni Luis XIV ambicionaba cruzar el canal. Había que dejar que la gente ignorante pensara y creyera lo que le viniera en gana… Los palaciegos tenían otras cosas en que ocuparse. Más les interesaban las escapadas del duque de Buckingham o el rumor de que Frances Stewart estaba encinta, rumor que comenzaba a tomar cuerpo un mes después de su precipitado matrimonio.

A fines de abril llegaron las inquietantes noticias de que veinticuatro naves holandesas de guerra merodeaban por la costa.

El pueblo se puso frenético. El terror, la sospecha y el resentimiento se propagaron con la celeridad de las llamas. ¿Qué había ocurrido con las negociaciones de paz? Alguien los había traicionado, vendiéndose al enemigo.

Todas las noches se esperaba oír el tronar de los cañones, los gritos de hombres y mujeres pasados a degüello, y el resplandor de los incendios… Pero, aun cuando los holandeses continuaban merodeando por la costa, no osaban acercarse.

A Ámbar le importaba muy poco la guerra, los amenazantes holandeses, la fuga de Buckingham o el hijo de la Stewart. Todo su interés radicaba en un hombre: lord Carlton.

El rey Carlos había concedido a éste veinte mil acres más. Se necesitaban grandes extensiones de terreno, pues el tabaco agotaba el suelo en tres años y resultaba más económico limpiar nuevas tierras que fertilizar las viejas. Mantenía una flota de seis barcos, porque era una práctica común de los comerciantes y plantadores subestimar cada cosecha con el resultado de que las bodegas resultaban siempre escasas. Sus servicios eran requeridos con frecuencia y hacía poco había enviado a Francia un gran cargamento. Aunque ilegal, el contrabando era una práctica común y necesaria para la subsistencia de las plantaciones, dado que Virginia producía más cantidad de tabaco que la que podía consumir Inglaterra.

Bruce pasaba los días comprando provisiones, tanto para sí como para los vecinos que se las habían encomendado. Ordinariamente, los encargos se hacían a un comerciante que, o bien enviaba artículos que no eran satisfactorios, o bien lograba exorbitantes ganancias a expensas de los colonizadores.

La casa de lord Carlton en Virginia no estaba aún completamente terminada, en parte porque el año anterior había estado muy ocupado desbrozando tierras y sembrando tabaco, y en parte porque era todo un problema contratar los servicios de los obreros. La mayoría de los que iban a América creían a pie juntillas que se harían ricos en cinco o seis años a lo sumo, de modo que era difícil inducirlos a prestar servicios de esa clase. Él tenía pensado llevarse algunos criados sin pretensiones que le ayudaran a terminar el edificio y que hicieran el trabajo de las plantaciones. Compraba vidrios, clavos y ladrillos en grandes cantidades —todo ello muy escaso en América— y, como muchos emigrados, llevaba también plantas inglesas para adornar los jardines.

Mostraba un apasionado entusiasmo por Virginia y por la vida que allí llevaba.

Le describió a Ámbar muchas veces los compactos bosques de encina, pino y laurel, y los tupidos almácigos de violetas, rosas, margaritas y de infinidad de plantas a cual más decorativa y fragante. Le explicó que los peces eran tan abundantes, que cualquier hombre los cogía en gran cantidad con sólo introducir una red en los ríos. Había asimismo profusión de tortugas, cangrejos y ostras de hasta un pie de largo. Le habló de las aves que llegaban en septiembre, oscureciendo el cielo en nubes, y que se alimentaban con el apio silvestre y con la avena que crecía a la vera de los ríos. Igualmente abundaban los cisnes, los gansos, los pavos, las avefrías y los patos, algunos de los cuales pesaban setenta libras. Jamás había visto una tierra tan pródiga.

En los bosques vivían caballos cimarrones y su captura constituía uno de los principales deportes del país. Los pájaros de brillantes colores eran un regalo para los ojos… Los animales, mansos y abundante, estorbaban, obligando a colocar trampas para darles caza. Sabiendo que le gustaban las pieles, Bruce había traído a Ámbar algunas para que adornara su capa de invierno y para que se hiciera manguitos.

Corinna, su esposa, se había establecido en Jamaica el año anterior. Juntos habían decidido el nombre que pondrían a su casa: Summerhill. En un par de años, decía Bruce, harían una visita a Inglaterra y Francia, y entonces comprarían sus muebles. Corinna había dejado su patria en 1665 y no la había visto desde entonces. Como todo inglés arraigado en el extranjero, no veía ni la hora del retorno, aunque sólo fuera para hacer una corta visita.

Ámbar anhelaba saber y lo asediaba a preguntas, pero cuando él las satisfacía se sentía dolorida y celosa.

—¡Hombre! ¡No sé cómo puedes pasar el tiempo en un lugar como ése! ¿O es que trabajas todo el día?

El trabajo no era considerado digno para un caballero, y la sola pronunciación de esa palabra le parecía una blasfemia.

Una brillante y calurosa tarde de mayo bogaban en una embarcación por el Támesis, con destino a Chelsea, distante unas tres millas y media de la casa de los Almsbury. Ámbar había comprado la embarcación; lujosamente acondicionada, tenía todo el aspecto de un pequeño yate, y ni siquiera faltaban almohadones de terciopelo verde con borlas de oro. Ámbar insistió hasta que Bruce hubo de convencerse de que no tenía más remedio que hacer el primer viaje en su compañía. La joven, recostada a la sombra de la marquesina, se había adornado primorosamente el cabello con rosas blancas y extendido el amplio vuelo del vestido de seda verde alrededor de sus piernas. Protegía su cara con un gran abanico verde. Los hombres de a bordo, con libreas verdes bordadas en oro, descansaban, conversando. La embarcación era grande, de modo que, sentados donde estaban, no podían oír ni una palabra de lo que se decían los dos amantes.

Se veían muchísimas otras naves por el río, conduciendo enamorados, familias, grupos de hombres y mujeres que salían de excursión al campo o de paseo por el río. Los primeros días de primavera infundían a todos el deseo de salir. Aquéllos eran todavía los tiempos en que Londres y el campo eran una sola cosa y los londinenses tenían un corazón que apreciaba los encantos de la vida rural.

Bruce se había sentado frente a ella, y el reflejo del sol le obligó a hacer un guiño para protegerse.

—Admito —dijo— que no pasamos las mañanas leyendo billetes amorosos, las tardes jugando y las noches bebiendo en las tabernas y holgando en las casas de mancebía. Pero tenemos nuestras diversiones. Vivimos en los ríos, y los viajes no son dificultosos. Cazamos, bebemos, bailamos y jugamos como los demás. La mayoría de los plantadores son caballeros y han llevado con ellos sus hábitos, así como sus muebles y los retratos de sus antepasados. Un inglés, como bien sabes, se aferra fieramente a sus viejas costumbres, como si de ello dependiera su vida misma.

—Pero ¡allí no hay ciudades, teatros ni palacios! ¡Oh, Señor! ¡Yo no podría soportarlo! ¡Supongo que a Corinna le gustará esa vida sórdida! —agregó Ámbar contrariada.

—Creo que así es. Ha vivido muy feliz en la plantación de su padre.

Ámbar creía tener una noción completa de la clase de mujer que sería Corinna. La imaginaba como otra Jenny Mortimer o como lady Almsbury, candorosas y tímidas criaturas que no se preocupaban de otra cosa en el mundo que de sus hijos y de su marido. Si la campiña inglesa proporcionaba tales mujeres ¡cuánto peor sería en aquellas desiertas tierras del otro lado del océano! Probablemente sus vestidos habían pasado de moda hacía más de un lustro, y jamás se pintaría o pondría un lunar. Nunca había visto una comedia ni paseado a caballo por Hyde Park, ido a una cita o almorzado en una taberna. En suma, jamás debía de haber realizado algo por lo cual pudiera conceptuársela como una mujer interesante.

—Bueno… puede que se sienta contenta. No ha conocido otra vida. ¡Pobre infeliz! ¿Cómo es? Supongo que será rubia —su tono implicaba que ninguna mujer que alimentara pretensiones de belleza, podía tener otro color de cabello.

Bruce movió la cabeza negativamente, divertido.

—No. Su cabello es muy negro… más negro que el mío.

Ámbar abrió desmesuradamente sus ojos de topacio, conmovida a su pesar, como si le hubiera dicho que tenía los labios hinchados o que fuese patizamba. En una dama, el cabello negro no estaba de moda.

—¡Oh! —exclamó con simpatía—. ¿Es portuguesa? —recordaba perfectamente que él le había dicho que era inglesa, pero en Inglaterra las portuguesas eran consideradas muy feas. Tratando de parecer indiferente, se inclinó e hizo un ademán en el aire para atrapar una mariposa.

Bruce Carlton se reía francamente.

—No, Ámbar. Es inglesa, su piel es blanca y sus ojos son azules.

No le gustaba el modo con que hablaba de ella… había algo en el sonido de su voz y en la expresión de sus ojos. Empezó a sentirse nerviosa, y le atacó un dolor en la boca del estómago.

—¿Qué edad tiene?

—Dieciocho años.

Al oírlo, tuvo la impresión de haber envejecido una docena en sólo pocos segundos. Las mujeres tienen una casi trágica conciencia de la edad, y una vez que han pasado de veinte, todo conspira para hacerlas sentirse más viejas. Ámbar contaba veintitrés años y dos meses exactamente, y tuvo la impresión de estar ya vieja y decrépita. ¡Cinco años de diferencia! ¡Caramba, cinco años eran una eternidad!

—¿Dijiste que es bonita? —murmuró, con voz apagada y llena de desaliento—. ¿Es más bonita que yo?

—¡Vamos, Ámbar! ¡Qué pregunta para un hombre! Me pones en un aprieto. Bien sabes que eres hermosa. Por otra parte, no soy tan intolerante como para creer que sólo puede haber una mujer hermosa sobre la tierra.

—¡De lo que se infiere que la consideras más bonita! —exclamó ella, resentida.

Bruce le tomó una mano y se la besó.

—No, querida. Te juro que no. Tú no tienes parangón… pero las dos me parecéis encantadoras.

—¿Y tú me amas?

—Y yo te amo.

—Entonces ¿por qué…? ¡Oh, muy bien! —concluyó con aire de petulancia, pues comprendiendo su mirada, cambió de tema—. ¡Bruce! ¡Tengo una idea! Cuando termines tus asuntos, podemos tomar el yate de Almsbury y navegar río arriba una semana. Él me dijo que, si queríamos, podíamos usarlo cuando nos viniese en gana. ¡Oh, Bruce! ¡Sería maravilloso!

—¡Hum! Temo tener que irme de Londres. Si los holandeses se dan cuenta de nuestras condiciones, pueden invadirnos de un momento a otro y llegar en un santiamén hasta las escaleras privadas de palacio.

Ámbar se burló.

—¡Vamos, eso es ridículo! ¡No se atreverían! Además, el tratado de paz está a la firma. Se lo oí decir a Su Majestad anoche. Están navegando por nuestra costa sólo para atemorizarnos y hacernos pagar lo que les hicimos el verano pasado. ¡Oh, por favor, Bruce!

—Tal vez vayamos… cuando los holandeses regresen a su casa.

Pero los holandeses no se fueron a su casa. Durante seis semanas recorrieron la costa con una flota de cien barcos —a los cuales Francia agregó veinticinco—, mientras que Inglaterra no disponía de ninguno, viéndose forzada a llamar para su defensa a unos cuantos barcos mercantes que trabajaban en las islas. El ejército francés estaba apostado en Dunkerque.

Consecuentemente, Bruce, a pesar de cuanto lo abrumó y fastidió Ámbar para realizar el viaje de placer, se negó firmemente a salir de Londres. Le explicó que, si los holandeses desembarcaban, no alimentaba el menor propósito de estar varias millas río arriba, muellemente recostado como un irresponsable sultán turco. Sus hombres, bien pagados, podrían contribuir a defender sus barcos.

Y una noche que los dos estaban en cama, Bruce dormido y Ámbar luchando todavía con el sueño, un sonido extraño disipó su somnolencia. Se quedó ella escuchando, preguntándose de dónde provendría. Mientras, el sonido aumentaba en intensidad. De pronto la noche se llenó con un furioso clamor… Los tambores atronaron las calles cada vez con más violencia. Ámbar se incorporó rápidamente en el lecho, sacudida por un temblor nervioso.

—¡Bruce! ¡Bruce, despierta! ¡Los holandeses han desembarcado!

Su voz tenía una vibración histérica. Todas aquellas semanas de inquietud y desesperante espera la habían afectado más de lo que ella supusiera. La noche embozada en sombras amenazantes y el repentino y ominoso batir de los tambores, le hicieron creer que los holandeses ya habían penetrado en la ciudad… Los parches eran golpeados locamente. Se oían exclamaciones masculinas, histéricos gritos femeninos y medrosos chillidos infantiles.

Bruce se levantó de un salto. Sin decir una palabra, apartó las colgaduras del lecho y voló hacia la ventana con la camisa en la mano. Ámbar hizo lo propio y, poniéndose un salto de cama, corrió en pos de él. Bruce gritó:

—¡Eh! ¿Qué ha ocurrido? ¿Han desembarcado los holandeses?

—¡Han tomado Sheerness! ¡Es la invasión!

Al redoble de los tambores se unió el tañido de las campanas; un coche pasó por la calle como una exhalación, haciendo retemblar el pavimento. Siguióle poco después un jinete solitario. Bruce cerró la ventana y comenzó a vestirse.

—¡Jesús Santísimo! ¡Pronto estarán aquí! —Ámbar dejó caer lágrimas de desesperación.

Afuera, los tambores y las campanas batían encarnizadamente, acompasando la noche a un ritmo anunciador de calamidades. Las gentes abrían ventanas, puertas y por doquier escuchábanse gritos y más gritos. Nan golpeaba la puerta, rogando ser admitida.

—¡Entra! —le gritó Ámbar. Luego se volvió a Bruce—. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Adónde vas? —temblaba como una azogada y sus dientes castañeteaban, aunque la noche era bastante calurosa.

Nan entró llevando una bujía y procedió a encender los candelabros. En cuanto la habitación se llenó de luz, desapareció el terror de Ámbar.

—¡Voy a Sheerness!

Bruce se anudaba el corbatín; ordenó a Nan que fuera a traer un par de botas de viaje de su habitación. Ámbar tomó el jubón y la casaca, sosteniéndolos mientras Bruce metía los brazos en las mangas.

—¡Oh, Bruce! ¡No te vayas! ¡Probablemente son millares de enemigos! ¡Te matarían, Bruce! ¡No te vayas! ¡No puedes irte! —lo tomó de un brazo, como si estuviera determinada a no dejarlo salir.

Bruce libertó su brazo, se abotonó el jubón y la casaca, y luego se calzó las botas. Se ajustó la espada y Nan corrió a buscar su sombrero y su capa.

—Toma a los niños y sal de Londres —le dijo, mientras se ponía el sombrero—. ¡Vete tan pronto como puedas!

Nan corrió a ver quién llamaba a la puerta de la antesala, y Almsbury y Emily entraron agitados, el conde ya vestido, su mujer envuelta en un salto de cama.

—¡Bruce! ¡Los holandeses han desembarcado! ¡Tengo ya listos los caballos!

—Pero ¡tú no puedes irte, Bruce! ¡Oh, Almsbury! Él no puede ir… ¡tengo miedo!

Almsbury le echó una mirada de enojo.

—¡Por el amor de Cristo, Ámbar! ¡El país está amenazado!

Los dos hombres salieron rápidamente de la habitación, seguidos por las tres mujeres.

El ball y la galería estaban llenos de criados, hombres y mujeres que iban de un lado a otro, algunos todavía en camisón. Las mujeres no lograban dominarse. Todos hablaban con excitación. En el preciso instante en que los señores salían del departamento de Ámbar, llegó lady Stanhope sin aliento. Un gorro de noche cubría en parte su cabello, envuelto en rizadores de papel y atado con cintillos de lino, pero no había descuidado ponerse los guantes; toda su rolliza carne temblaba, atacada por los nervios. Se prendió de lord Carlton como de un salvador.

—¡Oh, lord Carlton! ¡Gracias a Dios que vos estáis aquí! ¡Nos han invadido! ¡Oh!, ¿qué hago yo? ¿Qué debo hacer?

Bruce le respondió brevemente, tirando de su brazo para libertarse, a tiempo que él y Almsbury bajaban la escalera:

—Soy de parecer que os vayáis de Londres, madame. Ven conmigo, Ámbar. Quiero hablarte.

Los dos caballeros bajaron la escalera a toda prisa, Ámbar al lado de su amante. La primera impresión de espanto se había borrado, pero el batir de los tambores y el redoblar de las campanas, unidos al clamor y los gritos, la abrumaban con el augurio de un desastre inminente e inevitable. «¡No puede irse! —pensaba—. ¡No puede irse!» Pero se iba, sin remedio.

—Lady Almsbury se va ahora mismo a Baberry Hill —decía Bruce—. Todo ha estado preparado desde hace semanas enteras… Llévate a Susanna y a Bruce. Si algo me sucede, te lo haré saber por medio de un mensaje —abrió ella la boca para protestar, pero Bruce prosiguió, sin darle tiempo—: Si me matan, ¿me prometes escribir a mi mujer?

Habían llegado al patio, donde aguardaban dos caballos ensillados, golpeando los cascos con nerviosa impaciencia sobre el pavimento. Abundaban las antorchas encendidas sostenidas por criados y palafreneros. Algunos perros ladraban, corriendo de un lado a otro. Los tambores taladraban los oídos y repercutían en el corazón. Almsbury montó en seguida, pero Bruce se detuvo, con las riendas en la mano.

—¿Me lo prometes, Ámbar?

Apenas pudo asentir con un movimiento de cabeza. Salió de su estupor y consiguió asirlo de la casaca.

—Te lo prometo, Bruce. ¡Pero no permitas que te suceda nada! ¡No permitas que te hieran!

—Trataré de impedirlo, no te preocupes.

Inclinó la cabeza y la besó ligeramente. Luego montó con presteza y, segundos más tarde, los dos partían al galope. En el momento en que cruzaron los portones de entrada, se volvió y le hizo un ademán de despedida. Con un repentino sollozo, Ámbar avanzó con los brazos hacia delante, pero los jinetes desaparecieron en la oscuridad. Pudo oír el ruido de las herraduras sobre el empedrado y, al cabo de contados minutos, este sonido se perdió.

La casa era un pandemónium. Algunos criados transportaban muebles y los dejaban en el patio, volviendo en seguida por otros. Las mujeres gemían, oprimiéndose las manos con desesperación. Otras, ya vestidas y con algunos bultos a la espalda, huían a las calles sin rumbo determinado. Ámbar se recogió las faldas y, a toda prisa, subió las escaleras, tropezando con varias personas, ciega a causa de las lágrimas. Fue en derechura a la habitación de los niños.

Las puertas estaban abiertas de par en par y en su interior varias doncellas aterrorizadas erraban de un lado a otro, tratando de vestir a los chiquillos. Emily, impasible y serena, las instruía sobre lo que debían hacer y a veces las ayudaba. El pequeño Bruce, ya vestido, vio entrar a su madre y fue a su encuentro inmediatamente. Ámbar se arrodilló, llorando y apretando contra su pecho a su hijo. Mas éste se desprendió y la miró con aire de reto.

—No llores, madre. ¡Esos condenados holandeses nunca llegarán hasta aquí, mucho menos ahora que papá ha ido a pelear!

Susanna lloraba y gritaba a todo pulmón, dando golpes con los pies a la niñera que trataba de vestirla; se había puesto las regordetas manitas en los oídos para no oír el fragor de los tambores. Desde la mesa donde la habían dejado, vio a su madre y a su hermano abrazados y lanzó un grito de protesta:

—¡Mamá!

Ámbar se puso de pie y se dirigió hacia ella. El pequeño Bruce iba a su lado, como si quisiera protegerla.

—Vamos, querida, debes dejar que Harmon te vista. No tienes por qué llorar. Mira… yo no lloro —abrió los ojos para que Susanna los viera, pero se veían enrojecidos y con los párpados hinchados. Susanna le echó los brazos al cuello y lloró con más estruendo que antes. Por último, Ámbar le dio un empujón no muy vigoroso—. ¡Vamos, Susanna! —La cabeza de Susanna negó con energía, y la niña miró a su madre con asombro, entreabierta la sonrosada boquita—. ¡Deja de llorar de ese modo! ¡Nadie te va a hacer daño! Vamos, déjate poner el vestido. Tenemos que hacer un viaje.

—¡Yo no quiero hacer ningún viaje! ¡Está oscuro!

—¡No te preocupes por eso! Nos vamos. ¡Déjate poner el vestido, o te doy una azotaina!

Dejó a Susanna en manos de la niñera y cruzó la habitación en busca de lady Almsbury, ocupada a la sazón con sus cuatro hijos. En aquel momento estaba arrodillada delante del mayor, anudando su corbatín.

—Emily… vengo a deciros que no voy con vosotros…

Lady Almsbury la miró atónita y se puso de pie.

—¡Que no venís con nosotros! ¡Oh, Ámbar, debéis hacerlo! ¿Imagináis lo que podría ocurriros si los holandeses y franceses llegan hasta aquí?

—No han llegado todavía y no quiero irme a la campiña. Allí no sabría nada de Bruce. Si es herido, me necesitará.

—Pero ¡si él dijo que debíais marchar también vos!

—Ya lo sé, pero he resuelto quedarme. Pero Susanna y Bruce deben irse…, ¿queréis llevarlos con vos, y a Nan también?

—Es claro que sí, querida. Pero sigo creyendo que será una locura quedaros… Lord Carlton quería que os fuerais, pues ya muchas veces habíamos discutido sobre lo que había de hacer en caso de ataque…

—¡Oh! No os aflijáis. Aquí estaré segura. Si vienen, me iré a Whitehall. No se atreverán a atacar el palacio. Yo cuidaré de vuestras cosas… entregadme la llave de la habitación más segura y haré que trasladen allí los objetos más valiosos.

En ese momento, entró Nan agitadamente.

—¡Oh, amita! ¡Os he buscado por todas partes! ¡Vamos, venid, poneos vuestras ropas! Están ya encima de nosotros… ¡oigo los mosquetes! —todo su vestido se veía ajado, no se había peinado y ni siquiera puesto las medias. Tomó a su ama de una mano y se la llevó consigo.

Las dos siguieron por el hall lleno de gente, donde todos pretendían entenderse a gritos. Ámbar se vio forzada a gritar también para que Nan la oyera.

—¡Yo no voy, Nan! Pero tú sí puedes irte… acabo de pedírselo a…

Nan ahogó un grito. En su imaginación, el ejército francés estaba desembarcando en ese momento y la Marina de guerra anclaba en el mismo Pool.

—¡Oh, amita! ¡No podéis hacer eso! ¡No podéis!… ¡Dios mío! ¡Atravesarán con sus espadas a cuantos encuentren! Os abrirán el vientre, os sacarán los ojos y…

—¡Santísima madre de Dios! ¿No es ésta la cosa más horrible que podía suceder? —era lady Stanhope, ahora vestida, aunque no podía dejar de observarse que lo había hecho bastante aprisa, que se acercaba seguida de dos criadas, cargando bolsas y cajas—. ¡Ahora mismo me voy a Ridgeway! ¡No debía haber salido jamás de mi casa! ¡Horrible ciudad!… ¡Siempre ocurre algo! ¿Dónde está Gerry?

—No lo sé… Vamos, apresúrate, Nan… Lady Almsbury partirá dentro de algunos minutos —se volvió hacia su suegra—. Hace tiempo que no lo veo.

—¿Que no lo habéis visto? ¡Oh, Señor! ¿Dónde está entonces? ¡Me dijo que todas las noches las pasaba con vos! —de súbito, con ceño, la miró detenidamente y con los ojillos brillantes—. Y, a propósito, madame… ¿No fue lord Carlton a quien vi salir de vuestro departamento hace poco?

Ámbar se encaminó a sus habitaciones.

—¿Y qué hay con eso?

Lady Stanhope tardó unos segundos en recobrarse, pero luego corrió detrás de ella, jadeante.

—¿Queréis decir, so desvergonzada, que Su Señoría ha estado solo con vos… a una hora en que toda mujer honrada debe estar con su marido?… ¿Quiere decir entonces que habéis estado engañando a mi Gerry?… ¡Vamos, respondedme! —Tomó de un brazo a Ámbar y trató de hacerla volver.

Ámbar se detuvo, absolutamente inmóvil unos segundos, pero luego se volvió y enfrentó con Lucilla.

—¡Quitad vuestras manos de mí, vieja coqueta!… ¡Sí, estuve con lord Carlton y con él me entretengo cuando me place, y me importa un bledo que vos lo sepáis! ¡Ya habríais querido vos entreteneros con él, si Bruce se hubiera dignado miraros siquiera!… ¡Ahora, largaos y buscad a vuestro Gerry, si queréis, pero dejadme en paz!

—¡So impertinente ramera! No me gritéis así… ¡Esperad a que Gerry sepa esto! Esperad hasta que yo se lo diga…

Pero Ámbar se apartó y se alejó a toda prisa, dejándola en medio del hall profiriendo maldiciones. La baronesa se quedó dudando entre darle alcance y propinarle su merecido, o partir para su casa y salvarse.

—Bien… ¡ya me encargaré de ella más tarde! —echó una última mirada a Ámbar y barbotó—: ¡Ramera!

Iracunda y seguida de las dos criadas, salió de Almsbury House.

Ámbar, con una capa puesta sobre su bata de casa, bajó al patio a despedir a los viajeros. Tanto Emily como Nan le suplicaron que las acompañara, pero Ámbar rehusó con firmeza, insistiendo en que estaría perfectamente segura. En efecto, todo su temor había desaparecido; el golpeteo incesante de los tambores, el galope desenfrenado de los caballos, los gritos y las campanas le infundían energías.

Los niños habían sido alojados en un solo carruaje e iban a cargo de dos niñeras. Todos, incluso Susanna, pensaron que, después de todo, el viaje constituiría una distracción. Ámbar besó a sus hijos.

—Cuida de tu hermana, Bruce. No dejes que tenga miedo o se quede sola.

Susanna empezó a gimotear al saber que su madre no los acompañaría y, mientras lloraba ante la ventanilla con las manos apoyadas en el cristal, el coche partió. Ámbar les hizo un último saludo de despedida y regresó a la casa. Tenía muchas cosas que hacer.

El resto de la noche lo pasó en vela, vigilando el traslado de los efectos más valiosos de los Almsbury a la habitación que ofrecía mayores seguridades. La vajilla de oro y plata con que el rey Carlos I en persona obsequió al padre de Almsbury por haber éste fundido la suya como contribución de guerra, las joyas de los condes y las suyas propias fueron guardadas en una cripta de piedra situada en los sótanos. Cuando todo estuvo puesto a buen recaudo, se vistió, bebió una humeante taza de chocolate y, a las seis de la mañana, se dirigió a la casa de Shadrac Newbold, situada en Lombard Street, calle adónde muchos joyeros se habían trasladado después del incendio.

Desde el Strand, era un largo trayecto a través de la destruida City. Los escombros obstruían el tránsito, pese a que varios edificios habían sido puestos nuevamente en pie; algunas de las calles reconstruidas se veían totalmente desiertas. A pesar del tiempo transcurrido, todavía humeaban algunos sótanos y el olor a carbón de leña mojado saturaba la atmósfera. En ciertos lugares, la tierra se había acumulado sobre las cenizas, dando lugar a que surgieran pequeñas plantas de flores amarillas, jaramagos londinenses que elevaban tímidamente sus tallos a través de la espesa niebla que, a modo de sudario, cubría la ciudad.

Ámbar, fastidiada, iba sentada mustiamente en el bamboleante coche. Le dolía el estómago y le zumbaba la cabeza. Se iban acercando a la casa de Newbold, cuando vio una fila de coches en la calzada amén de una multitud de hombres y mujeres aglomerados en la esquina del callejón Abchurch. Exasperada, se inclinó hacia delante, y con el abanico golpeó la ventanilla del coche, ordenando a John Waterman:

—Di al cochero que lleve el coche hasta St. Nicholas Lane y se detenga allí.

Bajó y, acompañada por John y otros dos lacayos, se dirigió por el estrecho callejón hasta la puerta trasera de la casa del joyero. Estaba cerrada y custodiada por dos centinelas armados con mosquetes.

—Lady Danforth desea ver a míster Newbold —dijo uno de los lacayos.

—Lo sentimos mucho, Señoría. Tenemos orden de no dejar pasar a nadie.

—Vamos, dadnos vía libre —espetó Ámbar brevemente— ¡o haré que os corten la nariz!

Intimidados, fuese por la amenaza o por la corpulenta figura de John, que se aproximó a ellos como un gorila, obedecieron con prontitud.

Un criado corrió a llamar a míster Shadrac Newbold, quien apareció en seguida, con aspecto de fatiga y aburrimiento. Se inclinó ante ella políticamente.

—Me he tomado la libertad de entrar por la puerta trasera, míster Newbold. He estado despierta toda la noche y no podía seguir esperando.

—Me place sobremanera veros, madame. ¿Queréis pasar a mi oficina?

Con verdadero alivio, se dejó caer en la silla que le ofreció el joyero. Le ardían los ojos terriblemente y la flaqueaban las piernas. Exhaló un suspiro y apoyó la cabeza en una mano, cual si no pudiese sostenerse por sí misma. Míster Newbold escanció una copa de vino, se la ofreció y ella aceptó gustosa. Experimentó una sensación de temporal y engañosa euforia.

—¡Ah, señora! —exclamó él—. ¡Este es un día aciago para Inglaterra!

—Mister Newbold, he venido por mi dinero. Lo quiero todo… ahora mismo.

El joyero sonrió levemente mientras con aire reflexivo limpiaba sus gafas. Suspiró.

—Así me han dicho todos, madame —y señaló la ventana, desde donde se divisaba parte de gente apostada en la calle—. Cada uno quiere lo mismo. Algunos han depositado veinte libras… Otros, como vos, grandes sumas. Dentro de algunos minutos los recibiré, y les diré lo que a vos: No puedo entregarlo.

—¡Cómo! —exclamó Ámbar, estupefacta. Desapareció al instante toda la fatiga—. ¿Queréis decir que…? —Se levantó a medias de la silla.

—Un momento, madame, por favor. Nada ha sucedido a vuestro dinero. Pero debéis comprender que es humanamente imposible que yo o cualquiera de los joyeros en cuya casa se ha depositado dinero, podamos devolverlo de un momento a otro… —Esbozó un ademán de impotencia—. Repito que es imposible, señora, y vos bien lo sabéis. Vuestro dinero está seguro, pero no en mi poder, excepto una pequeña parte. El resto ha sido invertido en propiedades, mercaderías y otra clase de empresas que vos conocéis, para que pueda rendir intereses. No puedo tener guardado vuestro dinero sin provecho alguno, como tampoco el de los demás. Por eso no puedo devolvéroslo ahora mismo. Dadme veinte días, y entonces, si todavía lo deseáis, volverá a vuestro poder. Esos veinte días nos permiten retirar el dinero invertido. Pero es casi seguro que eso creará una condición de anarquía monetaria que puede llevar a la catástrofe a la nación entera.

—Es que la nación está ya en plena bancarrota. Nada peor que la invasión podía sucedemos. Bien, míster Newbold… comprendo perfectamente vuestras razones. Guardasteis celosamente mi dinero durante la peste y el incendio, y no tengo duda de que también ahora sabréis hacerlo.

Ámbar regresó a su casa e hizo lo posible por dormir. Al cabo de cuatro horas se levantó, almorzó y salió en dirección a palacio. A lo largo del Strand tropezó con la larga fila de coches y carros cargados de bultos de los que trataban de huir de la ciudad tan pronto como fuese posible. En los patios de Whitehall Palace se veían también muchos otros carros cargados. La gente se congregaba para escuchar el tronar de los cañones. No se hablaba de otra cosa que de la invasión. Todos trataban de salvar sus caudales, de ocultar algunos efectos personales y de hacer testamento. Entre los voluntarios que partieron con Albemarle a Chatham o con el príncipe Ruperto a Woolwich, contábanse muchos gentileshombres de la Corte. De unos pocos cientos de hombres dependía el porvenir de Inglaterra.

Ámbar se vio detenida por los excitados cortesanos casi a cada paso. Inquirían sobre lo que tenía pensado hacer y, sin aguardar respuesta, pasaban a dar cuenta de sus propios disgustos. Todo el mundo se mostraba pesimista y sombrío. Comentábase que las defensas y fortificaciones habían sido destruidas, que en ellas no había hombres ni armas y que todo el país se encontraba indefenso ante el invasor. Condenaban únicamente a los joyeros que no querían devolverles su dinero y juraban que jamás volverían a tener trato con ellos. No faltaban quienes proyectaban marcharse a Bristol o a cualquier otro puerto, y allí embarcar con destino a América. Inglaterra era un barco que zozobraba y no querían hundirse con él.

Las cámaras de la reina estaban atiborradas de gente que hablaba en todos los tonos. El calor era sofocante. Catalina se abanicaba, tratando por todos los medios de mostrarse tranquila, pero los rápidos y ansiosos movimientos de sus ojos delataban su incertidumbre y desasosiego. Ámbar se aproximó a hablarle.

—¿Cuáles son las últimas noticias, Majestad? ¿Han avanzado los invasores?

—Se dice que los franceses están en Mounts Bay.

—Pero no vendrán aquí, ¿no es cierto? ¡No; no se atreverán!

Catalina sonrió y se encogió de hombros.

—Tampoco creíamos que osaran esto. La mayoría de mis damas están saliendo de la ciudad, madame. Vos también deberíais iros. La evidencia del presente es triste y cruel. No lo esperábamos y, por tanto, no estábamos preparados.

De pronto, sobre el murmullo general, se alzó la aguda e impertinente voz de lady Castlemaine, parada a solo unos cuantos metros de distancia, hablando con lady Southesk y Bab May.

—¡Alguien va a salir ahumado de todo esto, estad seguras! ¡El pueblo ha montado en cólera! Han derribado algunos árboles de la casa de Clarendon, roto sus ventanas a pedradas, y escrito alusiones en su puerta en las cuales se expresan los sentimientos que lo animan. Pueden leerse tres protestas: ¡Dunkerque, Tánger y una reina estéril!

Lady Southesk le dio un codazo con disimulo para hacerle notar que la escuchaban, y Bárbara miró alrededor, como presa de horrorizada sorpresa, llevándose una mano a la boca. Pero el brillo de sus ojos dejaba transparentar su aleve intención. Sin importársele que Catalina la observaba, se encogió de hombros con descaro, hizo una seña a Bab May y juntas salieron de la habitación.

«¡Maldita perra! —pensó Ámbar—. ¡Cómo me gustaría romperle la crisma!»

—… Y una reina estéril… —hizo eco Catalina, las delgadas y pálidas manos temblando sobre el abanico—. ¡Cuánto deben de odiarme por eso! —Miró a Ámbar directamente a los ojos— ¡Y cómo me odio yo misma!

Ámbar sintió una repentina congoja. ¿Sabría la reina, acaso, que ella misma estaba encinta de un hijo del rey? Impulsivamente tomó la mano de Su Majestad y, sonriente, la apretó con simpatía, pero se sintió aliviada cuando vio que la Boynton se acercaba a ellas agitando nerviosa su abanico y a punto de desmayarse.

—¡Dios mío, Majestad! ¡Estamos perdidos! ¡Acabo de enterarme de que el ejército francés está cerca de la costa, en Dover, dispuesto a desembarcar!

—¿Cómo? —gritó una mujer—. ¿Decís que los franceses han desembarcado? ¡Oh, buen Dios! —Y salió como una flecha. En contados segundos la habitación se convirtió en un maremágnum de faldas… Hombres y mujeres se empujaban sin consideración, en su afán por llegar a la puerta de salida.

Ese rumor, como otros muchos, probó ser infundado.

Los parches de los tambores llamaron toda la noche a las armas. El estampido de los mosquetes podía oírse desde el puente de Londres. Olas de enfermiza alarma y airado pesimismo barrían la ciudad. Todo aquel que poseía objetos de valor los enterraba en el patio trasero de su casa, o los enviaba fuera de la ciudad, al cuidado de la esposa o de los criados. Algunos seguían fastidiando a los joyeros, y otros redactaban su última voluntad. Se decía sin recato que el país había sido traicionado por la Corte… y la mayoría se imaginaba que iba a morir bajo la punta de una espada holandesa o francesa. Posteriormente arribó la infausta nueva de que los holandeses habían superado el obstáculo que se levantara en el Medway para impedirles el paso, que habían incendiado seis buques de guerra, tomando el Royal Charles, y que saqueaban la zona ocupada.

El rey ordenó que se echaran a pique varios barcos en Barking Creek para bloquear el río e impedir su avance. Desgraciadamente, en la excitación del momento, alguno entendió mal y varios barcos con preciosas provisiones a bordo fueron hundidos por error. La décima noche después del ataque a Sheerness, era posible ver el rojo destello de los barcos incendiados. Río arriba, hasta Londres, flotaban cuerpos de ovejas descompuestos. La aterrorizada población era sacudida una y otra vez por espasmos de alarma; todas las transacciones comerciales se habían paralizado; la absorbente preocupación era salvarse, salvar la familia y sus pertenencias.

Por último, los holandeses se retiraron a la boca del río y se reiniciaron las conversaciones de paz. Esta vez los ingleses se mostraron menos reacios en ciertas cuestiones y la conferencia progresó.

Junto con aquellos que se alistaron voluntariamente para defender el suelo natal, regresaron Carlton y Almsbury, cansados y con el rostro bruñido por el sol, pero con bonísimas disposiciones después de la aventura. Ámbar estuvo a punto de sufrir un shock nervioso debido a las preocupaciones y al prolongado insomnio. A la vista de un ensangrentado vendaje en el brazo de Bruce, se desató en sollozos.

Bruce la tomó en sus brazos como si fuera una niña, acariciando sus cabellos y besando sus humedecidas mejillas.

—¡Vamos, querida! ¿Cuál es la causa de tu quebranto? Docenas de veces he sido herido de peor forma.

Ámbar apoyó la cabeza contra su pecho y sollozó desesperadamente. No quería ni podía dejar de llorar.

—¡Oh, Bruce! ¡Podías haber muerto! ¡Temía tanto!…

Lord Carlton la tomó en sus brazos y subió la escalera con ella.

—¡Niña traviesa y contradictoria! —murmuró—. ¿No te dije que salieras de Londres? Si los holandeses hubieran querido, podrían haber ocupado todo el país… Nosotros no habríamos podido detenerlos…

Ámbar estaba sentada en la casa, arreglándose las uñas y esperando que Bruce terminara de escribir una carta a su sobrestante. Como de pasada, dijo él:

—Cuando regrese, quiero llevarme a Bruce.

Lo miró ella, presa de horrorizada conmoción. Bruce se levantó, se quitó su ropón y se inclinó a apagar la única bujía encendida. Mientras hablaba, la había estado mirando con los ojos entrecerrados, esperando. Ella le hizo un lugar en el lecho y se acostó.

Durante algunos momentos, Ámbar no pudo replicar. Ni siquiera se metió en la cama, sino que se quedó sentada como estaba, mirando fijamente la oscuridad. Bruce, tranquilo, seguía esperando.

—¿No quieres que se venga conmigo? —decidió interrogar, en vista de que no obtenía respuesta.

—¡Claro que no quiero que se vaya! ¿Acaso no es mi hijo? ¿Crees que yo deseo que se marche, sea conquistado por otra mujer, y me olvide? ¡No lo permitiré! ¡Es mi hijo y tiene que quedarse aquí, conmigo! ¡No quiero que me lo quite… esa mujer con quien te casaste!

—¿Has trazado algún otro proyecto acerca de su porvenir? —Estaba tan oscuro que ni siquiera podía ver su cara, pero el tono de su voz era tranquilo y razonador.

—No… —se vio obligada a admitir—. ¡No, por supuesto que no! ¿Por qué tendría que pensar ya en eso? ¡Apenas tiene seis años!

—Pero no siempre tendrá seis años. ¿Qué harás cuando empiece a crecer? ¿Quién le dirás que es su padre? Si yo me voy y no regreso en muchos años, olvidará incluso mi existencia. ¿Qué apellido le darás? Es diferente el caso de Susanna… Se cree que es hija de Dangerfield y lleva su apellido. Pero Bruce no tiene apellido, a menos que yo le dé el mío, y no puedo hacerlo si se queda a tu lado. Yo sé que lo quieres, Ámbar, y sé también que él te quiere. Eres rica y gozas del favor del rey… y tal vez puedas conseguirle algún título tarde o temprano. Pero si él se va conmigo, será mi heredero; tendrá todo lo que yo pueda darle… y jamás sufrirá la humillación de saber que no es nada más que un bastardo…

—¡De cualquier modo, es bastardo! —exclamó Ámbar, asiéndose a la primera excusa que pudo encontrar—. ¡No puedes hacer de él un lord con sólo decir que lo es!

—Es que él no vivirá en Inglaterra. En aquella tierra nada importará todo eso. Y, por lo menos, mejor estará allí, donde nadie sabrá si lo es o no.

—¿Y qué piensa de ello tu mujer? ¿Qué dirá cuando lo vea y sepa que es un hijo tuyo extramatrimonial?

—Ya le expliqué que antes fui casado. Está esperando que esta vez lo lleve conmigo.

—¡Oh!… Os tenéis mucha confianza entrambos, ¿no es así? ¿Y qué ocurriría si de pronto se presentara la madre del niño? —Se detuvo, sintiéndose descompuesta—. ¡Le dijiste que yo estaba muerta! —Bruce no replicó nada a esta acusación y ella insistió—: ¿Lo has hecho?

—Sí, claro. ¿Qué otra cosa podía decirle? ¿Que era bígamo? —Su voz acusaba impaciencia—. Bien, Ámbar, no quiero quitarte el niño a la fuerza. Puedes meditarlo. Pero cuando te decidas, trata también de pensar un poco en él…

Ámbar se sintió tan lastimada al solo pensamiento de colocar a su hijo bajo la tutela de otra mujer, de que se desarrollara mental y físicamente lejos de ella y sin acordarse siquiera de su existencia, que durante varios días se negó a pensarlo siquiera. Y Bruce Carlton no volvió sobre el tema.

La flota holandesa continuaba anclada en la desembocadura del Támesis y ninguna nave inglesa podía entrar o salir. Consecuentemente, Bruce, que ya estaba casi listo para partir en el momento del ataque, se vio obligado a esperar mientras se llevaban a cabo las negociaciones. Pero eludía la compañía de Ámbar, pues abrigaba la intención de partir inmediatamente después que el tratado se hubiese concertado. Pasaba la mayor parte de su tiempo cazando con el rey. En otras oportunidades, él y su hijo paseaban a caballo o ayudaba al niño en sus lecciones de esgrima. También bogaban por el Támesis en el yate Sapphire de Almsbury, y en esas ocasiones Ámbar iba con ellos. No podía verlos juntos sin sentir el tormento de los celos y de la ansiedad… El corazón le decía que si el niño se iba con su padre, la olvidaría. No tenía inconveniente de entregárselo a Bruce, mas no podía soportar el pensamiento de la otra mujer.

Una mañana, ella y el niño paseaban por el jardín, esperando a Bruce, que iría a buscarlo para practicar remo. Estaban a mediados de julio, y era un día caluroso y brillante. De los senderos recién regados brotaban columnitas de vapor que se elevaban al cielo. Los limeros estaban cuajados de flores y las abejas revoloteaban sin descanso alrededor de sus corolas amarillo-verdosas. Monsieur le Chien corría delante de ellos, husmeando, y con las orejas sucias de barro; había saltado una fuente y luego las había arrastrado por tierra.

El jardinero obsequió a cada uno con una pera madura que, al morderla, sabía a vino añejo.

—Bruce —dijo ella de pronto— ¿echarás mucho de menos a tu padre cuando se vaya? —Ya estaba dicho; permaneció expectante, aguardando la respuesta.

La adivinó en la candorosa sonrisa del niño.

—¡Oh, sí, madre! Mucho. —Pareció dudar un instante, pero luego agregó—: ¿Y tú?

Sorprendida, se le llenaron los ojos de lágrimas, pero el pequeño Bruce tenía los suyos puestos en una hermosa rosa del rosal cercano. Ámbar se acercó a la planta, demasiado alta para el niño, y se la dio.

—¡Claro que lo echaré de menos! Pero suponte, Bruce, suponte… —Debía decirlo—. ¿Te gustaría irte con él?

El niño la miró con verdadera incredulidad. Después, imperiosamente, la tomó de la mano.

—¡Oh, madre!… ¡Qué maravilla! Pero ¿podría?… Madre: ¿me dejarías ir con él?

Ámbar lo miró fijamente, incapaz de ocultar su desilusión; en los ojos del niño había un brillo que jamás sospechó encontrar.

—Sí… puedes. Si quieres, puedes irte con él… Di: ¿quieres irte?

—¡Oh, sí, madre! ¡Lo quiero! ¡Por favor, déjame ir!

—¿Deseas irte y dejarme? —Sabía que obraba de mala fe, pero no pudo evitarlo.

Como lo esperaba, la expresión de felicidad desapareció, y otra de azorado pesar y preocupación tomó su lugar. Por unos momentos permaneció inmóvil.

—Pero ¿es que no puedes tú venir con nosotros, madre? —Su sonrisa resplandeció de nuevo—. ¡Sí, tú vendrás con nosotros! ¡Entonces podremos estar todos juntos!

Los ojos de Ámbar se posaron amorosamente en él, mientras le acariciaba los cabellos con celo maternal.

—Yo no puedo ir, querido. Tengo que quedarme aquí… —Las lágrimas se agolparon de nuevo—. No podrás estar con los dos a la vez.

El niño le asió de nuevo la mano, en una ingenua demostración de simpatía.

—No llores, madre. No te dejaré… Le diré a papá que… que no puedo ir.

Ámbar se odió profundamente.

—Ven aquí —le dijo, siéntate en este banco, a mi lado. Escucha, querido: tu padre quiere que vayas con él. Te necesita allí… para que le ayudes, pues tiene mucho que hacer. Yo desearía que siempre estuvieras a mi lado, pero creo que él te necesita más.

—¡Oh, madre! Realmente ¿lo crees así? —Sus ojos buscaron ansiosamente su rostro, pero ella no tenía necesidad de ocultar su gozoso alivio.

—Sí, querido. Realmente lo creo necesario.

Ámbar levantó la cabeza al oír ruido de pasos y vio que lord Carlton se acercaba por un sendero. El niño volvió la cabeza y, al ver a su padre, corrió a su encuentro. Era siempre mucho más formal con su padre que con ella, no porque Bruce insistiese para que así fuera, sino porqué su educador lo exigía. Antes de hablar, le hizo una cortesía.

—He decidido ir a América con vos, sir —le informó luego solemnemente—. Madre dice que vos tenéis necesidad de mí.

Bruce miró al niño y en seguida a Ámbar. Se miraron rectamente a los ojos, sin pronunciar palabra. Lord Carlton apoyó su mano en el hombro del pequeño, a tiempo que le sonreía afectuosamente.

—Me alegro mucho de que hayas decidido venir conmigo, Bruce. —Juntos se encaminaron hacia Ámbar, la cual se puso de pie. No había quitado los ojos un segundo del semblante de él. Bruce nada le dijo, pero se inclinó y la besó, suave, castamente. Fue casi un beso de esposo.

Al principio, Ámbar tenía la impresión de haber realizado un acto heroico y desinteresado, y con verdadera ansiedad esperaba que Bruce ratificara su juicio. Mas, tenía que reconocerlo, alimentaba también la esperanza de que, teniendo a su lado al niño en forma permanente, grabara en su corazón un indeleble recuerdo suyo, un recuerdo que triunfara sobre cualquier otro motivo. Tal vez de este modo consiguiera vencer a Corinna sin haberla visto jamás.

El Tratado de Breda fue firmado y la noticia llegó a Whitehall a fines de mes. Bruce levó anclas a la mañana siguiente. Ámbar fue al muelle, resuelta a que partieran con un buen recuerdo suyo, aunque tuviera que desgarrarse el corazón. Cuando se arrodilló para besar a su hijo, experimentó una insoportable agonía, y un nudo en la garganta le impidió hablar. Carlton la tomó de un brazo para ayudarla a ponerse de pie; el peso de la angustia se hizo tan abrumador, que estuvo a punto de desplomarse.

—¡No me olvides, Bruce! —pudo articular por fin, implorante.

—¡No te olvidaré, madre! Regresaremos algún día a verte. Papá lo dijo así…, ¿verdad, sir? —Y con la mirada buscó a Baruce, para que confirmara sus palabras.

—Sí, Bruce… regresaremos. Te lo prometo. —Se mostraba inquieto, ansioso por estar a bordo de su barco, por partir. Odiaba los dolorosos preámbulos de la despedida—. Ámbar…, se nos hace tarde.

Ámbar lanzó un gemido y alargó los brazos. Carlton inclinó la cabeza y sus bocas se encontraron. Ella se colgó de su cuello, frenética, inconsciente de la multitud de curiosos que los contemplaba con interés, maravillados y enternecidos ante la despedida de aquellos amantes esposos y de su apuesto y gallardo hijito. Era el momento que tanto había temido. Nunca creyó —ni siquiera la víspera, cuando se enteró de que partirían al día siguiente, temprano— que alguna vez llegaría. Y ahí estaba, como cosa palpable… Ahí estaba, y ella se sentía morir de desesperación.

Bruce la apartó suave, pero firmemente. Con presteza, y antes de que ella pudiera darse cuenta de lo que había sucedido, lord Carlton y su hijo cruzaron la plancha y subieron a cubierta. El barco comenzó a moverse casi en seguida, muy lentamente, mientras las velas se desplegaban, blancas y henchidas por la brisa, que se los llevaba como si hubieran llevado su misma vida, se decía Ámbar. El niño se quitó el chambergo y lo agitó en el aire.

—¡No tardaremos en volver, madre!

Ámbar lanzó un sollozo desgarrador y dio unos pasos con las manos tendidas e implorantes, pero el barco siguió alejándose sin piedad. Bruce, de espaldas, gritaba algunas órdenes a sus hombres, pero casi en seguida se volvió y con un brazo rodeó los hombros de su hijo. Levantó una mano en señal de adiós. Ella levantó la suya para responder, pero terminó por morderse fuertemente un dedo, mientras las lágrimas desbordaban por sus mejillas. Largos minutos se quedó allí, perdida, desamparada. Luego les hizo el último ademán de despedida.