Capítulo XLIII

Lime Park, la propiedad del conde de Radclyffe, había sido construida más de cien años antes, con anterioridad al cisma de la Iglesia anglicana, y cuando los orgullosos Mortimer estaban en su apogeo. Su austera grandeza expresaba claramente aquella fuerza y aquella soberbia. Las piedras, de color gris, habían sido combinadas inteligentemente y en perfecta simetría con los ladrillos rojos, destacándose el juego de las ventanas, puertas y salientes. Tenía cuatro pisos con tres buhardas que sobresalían del techo, en el que se advertían también muchas chimeneas equidistantes entre sí, con cuadrados y redondos entrepaños alineados en tres secciones en la fachada. Una terraza de ladrillos, de más de setenta pies de largo, daba a un magnífico jardín italiano. En marcado contraste con el ruinoso edificio de la ciudad, Lime Park había sido cuidadosa y escrupulosamente conservado: cada arbusto, cada fuente, cada adorno estaban en perfecto estado.

Los coches dieron una vuelta al frente del edificio y se dirigieron al patio posterior, en cuyo centro se alzaba una soberbia fuente. La mansión era muy vasta, tenía varios cientos de varas de frente. A alguna distancia, hacia el oeste, se veía un gran palomar de forma circular, construido de ladrillos; hacia el norte estaban las caballerizas y las cocheras, con sus edificios de ladrillos y madera de encina. Una doble escalera conducía de allí al segundo piso, y el primer coche se paró justamente al pie.

Primero bajó Su Señoría y luego, galantemente, estiró su brazo para que en él se apoyara su esposa. Ámbar, a quien se había despojado de sus ligaduras y que estaba completamente repuesta de los efectos del soporífero, salió del vehículo con semblante hosco. No hizo caso de Radclyffe, como si no existiera, pero sus ojos recorrieron el edificio con admiración e interés. En ese preciso instante se abrió la puerta principal y una joven salió corriendo, dirigiéndose hacia ellos. Al llegar, se detuvo, arrojando una tímida mirada a Ámbar, y luego hizo una profunda y humilde cortesía al conde.

—¡Oh, Señoría! —exclamó, confundida—. ¡No os esperábamos y Philip salió de caza en compañía de sir Robert! ¡Y no sé cuándo regresará!

Ámbar imaginó que debía de ser Jennifer, la hija política de Su Señoría, de dieciséis años de edad, aunque Radclyffe apenas había mencionado su nombre. Era una joven delgada, de fisonomía sencilla. Sus cabellos, rubios, ya comenzaban a oscurecerse en gruesas rayas. No cabía duda que se sentía turbada por la presencia de los inesperados huéspedes.

«¡Pardiez! —díjose Ámbar con impaciencia—. ¡A eso conduce vivir como una campesina! Seguramente no transcurrió mucho tiempo antes de que a ella le pareciera haber pasado toda su vida en el campo, y de ahí sus torpes modales.» Radclyffe se mostró afable.

—No te preocupes por eso, querida. Partimos inesperadamente y no hubo tiempo de mandar un mensaje. Madame… —se volvió hacia Ámbar—, ésta es Jennifer, la esposa de mi hijo Philip, de quien ya os hablé. Jennifer, ¿me permites presentarte a Su Señoría? —Jennifer echó otra asustada miraba a Ámbar, y se inclinó, cortés.

Luego las dos se abrazaron y besaron convencionalmente y Ámbar pudo sentir que las manos de la muchacha estaban heladas y un poco temblorosas.

—Su Señoría no se ha sentido bien durante el viaje —prosiguió el conde. Al oírlo, Ámbar le arrojó una mirada de indignación—. Creo que le gustará descansar. ¿Están listas mis habitaciones?

—¡Oh, sí, Señoría! Siempre han estado dispuestas.

Ámbar no estaba cansada ni quería descansar. Quería más bien recorrer la casa, los jardines, las caballerizas, el invernadero, la casa de verano y las grandes habitaciones que daban al extremo noroeste de la galería.

—¡No estoy cansada! —protestó, dirigiéndole una mirada provocativa—. ¿Cuánto tiempo tendré que estar encerrada aquí?

—Hasta que ceséis de mostrar ese enfurruñamiento, señora. Vuestra opinión no me interesa en absoluto… pero no permitiré que mi hijo o los criados se percaten de que mi esposa se conduce como una moza de aldea. Podéis escoger.

Ámbar lanzó un suspiro de resignación.

—Muy bien. No creo que sea capaz de convencer a nadie de que os amo… pero, por lo menos, trataré de demostrar lo mejor que pueda que soporto resignadamente y del mejor modo la vida a vuestro lado.

Philip estuvo de regreso al caer la tarde y Ámbar lo vio a la hora de la cena. Era un mocetón tosco y de modales torpes, de unos veinticuatro años, de aspecto saludable, y de una sencillez totalmente exenta de amaneramiento. Su vestir era descuidado, su comportamiento era más bien propio de un campesino, y parecía que todas sus dotes intelectuales las concentraba en la cría de caballos y en el adiestramiento de gallos de pelea. «¡Gracias a Dios —pensó Ámbar—, no se parece en nada a su padre!» Pero, con la consiguiente sorpresa, comprobó que aun cuando el joven no se parecía en nada al conde, éste profesaba un profundo afecto al muchacho… Era algo que no había pensado encontrar en el viejo, solitario, adusto y soberbio conde.

Ámbar pasó varios días recorriendo Lime Park.

Había cuartos por docenas, todos ellos llenos de muebles, pinturas y objetos traídos de todas partes del mundo, los cuales, debido a la pericia del conde como coleccionista de objetos de arte, armonizaban perfectamente. Los jardines, de estilo italiano, eran muy extensos; se llegaba a ellos por dos grandes terrazas que daban al sur y al este del edificio, comunicadas entre sí por medio de escaleras de mármol y amplios senderos de grava. Las largas y sombreadas avenidas habían sido plantadas con cipreses, tejos y podados limeros. Ánforas de piedra, cubiertas de flores y plantas aromáticas, se alineaban en las escaleras y en los senderos o exornaban las balaustradas. En ninguna parte se veían muros desconchados ni hierbas parásitas. Hasta los establos y cobertizos estaban inmaculados, recubiertos interiormente con tilo holandés y recién lavados, procedimiento que se hacía todas las mañanas bien temprano. Había, además, un naranjal, varios henares y una bonita casa de verano.

No era de maravillarse, se decía ella, que el conde hubiera contraído deudas. Pero, ahora que le era dado ver en qué forma había sido invertido su dinero, se sintió menos resentida, ya que la apreciaba con el crítico ojo del propietario. No hubo objeto acerca del cual no adoptara decisión de conservarlo o venderlo cuando llegara la ocasión. Ciertamente, no valía la pena conservar tantas cosas maravillosas en la campiña, donde ninguno de los cortesanos y nobles las verían jamás. Las obras de arte merecían estar en Londres, tal vez en algún departamento privado de Whitehall o en alguna elegante casa de Piccadilly o St. James Park.

Al principio, Jennifer se mostró reservada con ella. Ámbar —que permanecía ociosa y que, además, experimentaba cierta lástima por la joven—, se esforzó porque la tratara como amiga. La muchacha respondió con calurosa gratitud. Habíase criado en medio de una familia numerosa, y en Lime Park se sentía sola y abandonada. Pese a los doscientos sirvientes que tenía la casa, le parecía vivir en un rincón desierto, sórdido y tremendamente vacío.

A fines de abril el tiempo se hizo cálido y agradable. Retornaron los ruiseñores, los cerezos y ciruelos se llenaron de follaje y los jardines embalsamaron el ambiente con la dulce fragancia de las lilas. Jennifer y Ámbar, conversando y riendo alegremente, paseaban por los campos herbosos, senderos y avenidas, cogidas del brazo, en medio de un frufrú de sedas y rasos, admirando todo cuanto veían: plantas, flores, arboles, pájaros, mariposas. No pasó mucho tiempo sin que se hicieran las mejores amigas.

Ámbar hablaba de Londres como una mujer enamorada; Jennifer no había estado nunca en la ciudad. Le describió los teatros y las tabernas, Hyde Park, el Pall Mall y Whitehall, el juego en el salón de la reina, los bailes, la caza con halcones. Para ella, Londres era el centro del orbe y todo cuanto estaba alejado de esa ciudad lo consideraba como una estrella remota e inalcanzable.

—¡Oh! ¡No hay nada más hermoso —exclamó un día, entusiasmada— que ver a la Corte entrar en el Círculo! Todo el mundo se saluda y abundan las cortesías y sonrisas. Su Majestad se quita el sombrero cada vez que ve una dama, y algunas veces las llama en voz alta. ¡Oh, Jenny, vos debéis ir a Londres! —Seguía hablando como si todavía estuviera allí.

Jenny había escuchado siempre con gran interés y acosándola a preguntas. Ahora se concretó a sonreír humildemente, como si quisiera pedir disculpas por lo que iba a decir.

—Todo eso parece muy hermoso, pero… Bueno, me parece que es mejor que solamente oiga hablar de ello a que lo vea personalmente.

—¿Cómo? —exclamó Ámbar, desagradablemente impresionada al oír esta blasfemia—. ¡Pero si Londres es el único lugar de la tierra donde una debe estar! ¿Por qué no queréis ir?

Jenny hizo un vago geste suplicante. Siempre se había sentido dominada por la pujante personalidad de Ámbar, de modo que se mostraba aturdida cada vez que tenía que emitir una opinión.

—No lo sé. Me parece que allí me sentiría una extraña. ¡Es tan grande, hay tanta gente, tantas grandes damas magníficamente vestidas!… Yo estaría allí fuera de mi centro, me sentiría perdida —su voz tenía una entonación tímida y casi desesperada, como si ya se viera realmente perdida en medio del torbellino de la gran urbe.

Ámbar rió y rodeó con uno de sus brazos su cintura.

—¡Vaya, Jenny, con un poco de pintura, algunos lunares y un vestido escotado, estaréis vos tan bonita como cualquiera de ellas! Os garantizo que los galanteadores no os dejarán un minuto tranquila… estarán detrás día y noche.

Jenny rió entrecortadamente y su faz se sonrojó.

—¡Oh, Señoría! ¡Bien sabéis que no podría soportarlo! ¡Ni siquiera sabría qué decirles!

—Claro que lo sabéis, Jenny. Vos sabéis lo que tenéis que decir a Philip, y eso es suficiente, pues todos los hombres son iguales. Para ellos, sólo hay un tópico interesante cuando hablan con una mujer.

Jenny se puso francamente colorada.

—¡Oh! Yo estoy casada con Philip y él… este… —se apresuró a cambiar el tema de la conversación rápidamente—. ¿Es realmente cierto lo que se dice de la Corte?

—¿En qué sentido?

—¡Oh, vos lo sabéis bien! Se dicen cosas que espantan. Se dice que allí se bebe y se blasfema sin descanso, que hasta la reina juega los domingos. Se dice que el rey no ve a su esposa durante meses enteros y que todo ese tiempo está demasiado ocupado con sus… sus damas.

—¡Disparates! La ve todos los días y se muestra tan cariñoso y amante como debe ser… Siempre dice de ella que es la mejor esposa del mundo.

Jenny respiró.

—¿No es cierto, entonces, que le es infiel?

—Oh, sí, claro que lo es. Todos los hombres son infieles a sus esposas… ¿Acaso dejarían de serlo si se les presentara alguna oportunidad? —pero Jenny la miró de tal modo conmovida que se sintió pesarosa y rápidamente agregó—: Excepto los hombres que viven en la campiña… ésos son diferentes.

Y al principio había creído que en realidad Philip era diferente. Cuando la vio por primera vez, sus ojos habían brillado de admiración…, pero allí estaba su padre y todo eso se desvaneció. Después se encontraron muy raras veces, generalmente a la hora del almuerzo o la comida, y en ese caso le prestaba las atenciones debidas a la esposa de su padre. La trataba con una política que deseaba dar a entender que la consideraba más próxima a la edad de su progenitor que a sus veinticuatro años. Ámbar se dio cuenta finalmente, y sin temor a equivocarse, que la temía.

Predispuesta por el aburrimiento, el agravio y el deseo de vengarse de Radclyffe, comenzó a maniobrar de modo que Philip se enamorara de ella. Conocía demasiado al conde para saber que tenía que proceder con infinita cautela y aprovechar circunstancias muy especiales, para poder tener la satisfacción de engañar a su marido con su propio hijo. Porque, si el conde sospechaba o adivinaba… ¡Oh, no! No; rehusaba pensar en ello pues no habría habido crueldad o violencia a la que vacilara en llegar. Pero Philip era el único ejemplar masculino cuya juventud y virilidad la atraían en Lime Park y se sentía como siempre que un hombre la halagaba con su adoración.

Una mañana en que llovía torrencialmente se encontraron por casualidad en la galería, deteniéndose unos minutos a hablar del tiempo. El joven se habría marchado casi en seguida de no haber sido porque Ámbar le pidió jugar al tejo. Trató él en vano de encontrar una excusa aceptable para retirarse, pero ella le hizo sentar a la mesa de juego. A partir de entonces, se encontraron en algunas oportunidades para jugar a los bolos o los naipes, y un par de veces, aparentemente por casualidad, se encontraron en las caballerizas y salieron juntos a caballo. Jenny estaba encinta y no podía participar en tales correrías.

Pero Philip continuaba tratándola como a su madrastra, y hasta parecía tenerle un recelo rayano en el pánico, emoción que no estaba acostumbrada a despertar en los hombres, ya fuesen jóvenes o viejos. Se dijo que el muchacho debía de haber olvidado ya todo cuanto había aprendido en su viaje de perfeccionamiento y estudio por el extranjero.

No veía al conde de Radclyffe más a menudo que en la ciudad. Siempre estaba supervisando los detalles referentes a la marcha de Lime Park y en los cuales no tenía injerencia el mayordomo (era contrario a la idea de que una mujer manejara su casa); proyectó y llevó a cabo nuevas refecciones en los jardines, dirigió a los obreros, y pasaba, según su costumbre, horas enteras en el laboratorio o en la biblioteca. Nunca salía a dar un paseo a caballo, jugaba a las cartas o tocaba algún instrumento. Si salía, era siempre por algún motivo importante y nunca por ociosidad; una vez cumplido su cometido, estaba de regreso. Escribía incansablemente. Cuando Ámbar le preguntó en qué se ocupaba, se lo explicó. Estaba escribiendo la historia detallada de cada uno de los objetos de arte que formaban su colección, de modo que su familia supiera exactamente cuál era el valor intrínseco y monetario de cada uno. También componía poemas, pero nunca le leyó ninguno ni ella le pidió que lo hiciera. Consideraba que era una ocupación muy sórdida esa de encerrarse en una habitación oscura y estar siempre con la nariz metida entre papelotes, si afuera el sol brillaba esplendorosamente y las violetas perfumaban el ambiente, los durazneros estaban de fiesta y las cercanas colinas se veían envueltas en una bruma azul.

Siempre que Ámbar reñía con él respecto del regreso, le decía brutalmente que se había conducido como una necia y que no volvería a ver nunca un lugar donde se viera tentada. Le repitió que si deseaba irse sola, él permitiría que lo hiciera, pero que en ese caso debería entregarle todo el dinero… menos las diez mil libras estipuladas en un principio. Ella le gritó llena de odio, diciéndole que jamás le haría entrega de su dinero, así tuviera que sepultarse toda su vida en medio del campo.

Por consiguiente, convencida de que se quedaría allí mucho tiempo, envió a buscar a Nan, Susanna y John. Nan se hallaba encinta de un hijo de John y, aunque era ya su quinto mes —Ámbar le pidió que no fuera si creía que el viaje podía hacerle daño— a la siguiente quincena estuvo a su lado.

Como siempre, tenían muchas cosas que decirse; las dos estaban interesadas en las mismas cosas, y murmuraban, parloteaban y cambiaban detalles íntimos sin vacilar y sin ambages. La inocencia de Jenny había comenzado a fastidiar a Ámbar, de modo que se sintió aliviada al tener con quien hablar francamente, al confiar a alguien que sabía perfectamente quién y cómo era ella y que no se preocupaba lo más mínimo por eso. Cuando le confesó a Nan que abrigaba la intención de enamorar a Philip, el hijo de su marido, Nan rió y comentó el caso jovialmente, diciendo que no había trabas para una mujer desesperada y obligada a vivir en el campo. Porque, ciertamente, el joven era una insignificancia comparado con Carlos II o lord Carlton.

A mediados de mayo, Philip comenzó a obrar con más decisión, buscándola abiertamente.

Estaba ella una mañana esperando que le ensillaran su bayo favorito, cuando oyó su voz detrás.

—¡Caramba, Señoría! ¡No esperaba encontraros aquí tan temprano! Buenos días —trató de aparentar sorpresa, pero ella se dio cuenta que había salido ex profeso a su encuentro.

—¡Buenos días, Philip! Sí, pensé que podía dar un paseo, y nada mejor que hacerlo temprano, pues así puedo beneficiarme con el rocío de mayo. Se dice que es la cosa más maravillosa del mundo para la constitución de una mujer.

Philip se encendió, hizo un gesto y comenzó a golpear nerviosamente su rodilla con el sombrero.

—Vuestra Señoría no necesita nada de eso.

—¡Qué galante estáis hoy, Philip!

Lo miró, a la sombra de su sombrero de amplias alas, sonriendo para infundirle ánimos.

«Él no lo quiere —pensó—, pero se está enamorando lo mismo.»

La yegua, ya ensillada con una hermosa montura de terciopelo verde recamado en oro, saltó conducida por un palafrenero. Ámbar habló al animal, palmeándole el cuello y ofreciéndole un terrón de azúcar. Philip se adelantó para ayudarla a montar. Ella dejó que la ayudara, aunque era una amazona consumada.

—Podemos ir juntos —ofreció ella—, a menos que vos tengáis pensado ir a alguna parte para hacer una visita.

El joven aparentó sorprenderse.

—¡Oh, no! No iba a ninguna parte. Sólo quería dar un paseo. Mil gracias, Señoría, por vuestra bondad. Nada me gustaría más.

Partieron juntos, dirigiéndose hacia una pradera. Al poco rato se perdieron de vista. La hierba estaba húmeda; a lo lejos se veía un rebaño de vacunos pastando tranquilamente. Por algún tiempo ninguno de los dos dijo una palabra, pero, finalmente, Philip exclamó, alborozado:

—¡Qué mañana más hermosa! ¿Por qué la gente vivirá en las ciudades, existiendo el campo?

—¿Y por qué la gente vivirá en el campo cuando existen las ciudades?

Primero la miró lleno de sorpresa; luego hizo un incrédulo visaje, mostrando sus blancos dientes.

—¡No querréis decirlo seriamente, milady…, porque de lo contrario no os encontraríais aquí, en Lime Park!

—Venir a Lime Park no fue idea mía. Fue de Su Señoría.

Habló descuidadamente y, sin embargo, algo del desprecio y el odio que experimentaba por el conde debió de transparentarse en su tono o en la expresión de su rostro, porque Philip replicó prestamente:

—Mi padre quiere a Lime Park… siempre lo ha querido. Nosotros nunca hemos vivido en Londres. Su Majestad Carlos I vistió esto una vez y afirmó que era la mansión más hermosa de Inglaterra.

—¡Oh! Cierto que es una casa muy hermosa, no hay duda —admitió ella, tomando nota del tono de ofensa del joven y de su lealtad a la familia, aunque eso le importaba un comino. Continuaron algún tiempo sin cambiar palabra. Tras un pesado silencio que se prolongó por espacio de considerable trecho, fue ella quien propuso—: ¡Detengámonos aquí! —Sin esperar respuesta, frenó su cabalgadura. Él siguió todavía unos buenos pasos, regresando sobre ellos lentamente.

—Tal vez sea mejor que no. No se ve nadie por los alrededores.

—¿Y qué hay con eso? —replicó con impaciencia.

—Pues… veréis, madame… Su Señoría cree que es mejor no desmontar cuando se sale de paseo. Si nos viera alguien, podría criticar nuestra actitud. A la gente de campo le gusta murmurar.

—En todas partes le gusta a la gente murmurar. Bien, haced como os parezca. Por mi parte, me quedo aquí.

E inmediatamente saltó de su cabalgadura, se quitó el sombrero y dejó que su cabellera fluyera en cascada sobre sus hombros. Él la miró con obstinada expresión, pero finalmente desmontó. Obedeciendo a una sugestión suya, caminaron juntos hasta un cercano arroyo. Este corría murmurando monótono, crecían berros en las orillas y los sauces besaban sus verdosas aguas. A través de los árboles, el sol dejaba colar sus rayos, que incidían sobre la cabeza de Ámbar como la luz que se filtra a través de las vidrieras de una catedral. Podía sentir ella que Philip la contemplaba subrepticiamente, con el rabillo del ojo. Se volvió de súbito y lo sorprendió devorándola materialmente con los ojos.

Sonrió y se le quedó mirando a su vez, con descarada impudencia.

—¿Cómo era la segunda esposa del conde? —le preguntó de sopetón. Sabía que la primera condesa, madre de Philip, había muerto al darle a luz—. ¿Era muy bonita?

—Sí, creo que un poco. Al menos, su retrato lo dice así, pues ella murió cuando yo tenía nueve años… y no la recuerdo muy bien —parecía inquieto de estar a solas con ella. Tenía el rostro grave, pero sus ojos no lograron ocultar sus sentimientos.

—¿Tuvo algún hijo?

—Dos. Los dos murieron de viruelas cuando eran niños… Yo también las tuve, pero sobreviví… —tragó saliva.

—Me alegro de que haya sido así, Philip —dijo quedamente. Continuó sonriéndole, medio en burla, pero sus ojos desbordaban seducción. Nada la había entretenido más durante las últimas cuatro semanas.

Philip, sin embargo, estaba evidentemente desasosegado. Sus emociones lo empujaban en dos distintas direcciones; su deseo por una parte y su lealtad filial por la otra. Abordó un tema impersonal.

—¿Cómo está la Corte ahora? La gente se hace lenguas de su magnificencia… Se dice que hasta los extranjeros se admiran del boato de que se ha rodeado el rey.

—Sí, así es. Todo es allí magnífico. No creo que haya hombres y mujeres más hermosos en ningún otro lugar de la tierra. ¿Cuándo estuvisteis la última vez?

—Hace dos años. Pasé varios meses en Londres, de regreso de mis viajes. Entonces se habían llevado a la Corte muchos cuadros y tapices, pero creo que ahora todo es más hermoso. El rey está más interesado cada día en cosas espléndidas —su lengua hablaba, pero su mente no seguía el curso de la intrascendente conversación. Sus ojos estaban enrojecidos y, cuando tragó saliva una vez más, ella vio cómo subía y bajaba la nuez en su robusto cuello—. Creo que debemos regresar —agregó de pronto—. ¡Se está haciendo tarde!

Ámbar se encogió de hombros, recogió sus faldas y se dirigió, a través de la alta hierba, al lugar donde aguardaban los caballos. Al día siguiente no lo vio, pues para atormentar al joven pretextó una indisposición y almorzó y comió en sus habitaciones. Philip le envió un ramillete de rosas con una lacónica y seria nota en la que hacía votos por su pronto restablecimiento.

Al día siguiente, al bajar, esperó encontrarlo en los establos, aguardando como un estudiantillo que se diera un plantón para ver a la dama de sus sueños… pero se llevó un chasco. No había nadie, lo que le produjo enojo y resentimiento; le había parecido lícito creerlo completamente sometido. Y ella misma había estado paladeando con anticipación el próximo encuentro. Sin embargo, decidió ir por el mismo camino que tomaron la vez anterior. En sólo contados minutos se olvidó completamente de Philip Mortimer y de su padre —este último considerablemente más difícil de apartar de su mente— y todos sus pensamientos se concentraron en Bruce Carlton.

Hacía seis meses que se había marchado y cada vez se iba esfumando más… Era ya como un sueño agradable que se recuerda a mediodía, cuando apenas quedan de él pálidos vestigios. Podía evocar muchas cosas: el extraño color gris-verde de sus ojos; el rictus de su boca, que expresaba mejor que todas las palabras lo que pensaba de algo hecho o dicho por ella; su calma, que presagiaba mejor que nada la promesa y amenaza de una contenida violencia. Podía recordar la última vez que le hizo el amor, y siempre que lo evocaba sentía que un estremecimiento voluptuoso la recorría íntegramente. Tenía un punzante anhelo de sus besos y de sus caricias… No obstante, le parecían algo imponderable, irreal, quimérico, y sus recuerdos poquita cosa comparados con el duro presente. Ni siquiera Susanna podía, como Ámbar deseó y esperó, hacer que Bruce estuviera más próximo a ella, como una tangible realidad.

Ámbar estaba tan ensimismada que, cuando su cabalgadura se encabritó, a punto estuvo de salir rodando por su cabeza. Se recobró rápidamente, miró alrededor para ver cuál era la causa de la nerviosidad del animal y vio a Philip —con faz sonrojada y ojos culpables— detenido junto al caballo, cerca de unos álamos solitarios que se erguían como centinelas en medio de la pradera. Inmediatamente empezó él a pedir excusas por haberla asustado de ese modo.

—¡Oh, Señoría! ¡Os pido mil perdones…! Yo… yo no quise… no tuve intención de asustaros. Me había detenido aquí un momento para gozar de esta espléndida mañana cuando os vi venir… y me quedé a aguardaros. —La explicación tenía tantos visos de verosimilitud que ella no dudó un instante que era una mentira. La esperaba allí porque no quería que su padre los viera salir juntos.

Ámbar retomó las bridas del caballo y rió de buena gana.

—¡Oh, Philip! ¡Sois vos! ¡Justamente en vos pensaba en este momento! —sus ojos brillaron, pero para detener cualquier estúpido comentario, agregó—: ¡Venid! ¡Os desafío a correr hasta el arroyo!

Philip llegó antes. Cuando Ámbar bajó de su montura, él la siguió, sin comentarios esta vez.

—¡Cuán hermosa es Inglaterra en mayo! —exclamó ella de pronto—. ¿Podéis imaginar que haya alguien que quiera irse a América?

—¡Caramba, no! —asintió él, extrañado—. No creo que haya nadie que piense de ese modo.

—Me parece que haríamos mejor sentándonos. ¿Queréis extender vuestra capa, Philip, para que no me ensucie el vestido? —miró alrededor, buscando un sitio apropiado—. Sí, allí contra ese árbol estaremos bien.

Con un despliegue de gran galantería, hizo un remolino de su capa de viaje y la extendió sobre el césped mojado. Ella se dejó caer, apoyando la espalda contra el tronco de un abedul, con las piernas extendidas y cruzadas en los tobillos. Se quitó el sombrero y lo puso a su lado.

—Vamos, Philip. ¿Cuánto tiempo pensáis estar así, parado? Venid sentaos… —le indicó un lugar al lado suyo.

Philip dudó unos segundos, visiblemente turbado.

—¡Caramba!…, no sé… —luego, con rápido impulso, agregó casi bruscamente—: Gracias, Su Señoría —y se sentó frente a ella, con las manos puestas en las rodillas.

Pero, en vez de mirarla, se entretuvo en contemplar una abeja que iba de flor en flor, acariciando apenas la superficie de cada una, deteniéndose algunas veces para extraer la última gota de néctar. Ámbar se dio a arrancar perezosamente algunas margaritas que crecían por allí en abundancia y a deshojarlas una tras otra, hasta que llenó su falda de pétalos maltrechos.

—No sé —dijo Philip, finalmente, y ahora la miró de frente—, a qué se debe esta impresión mía, pero me parece que vos no sois mi madrastra. He tratado de convencerme de mil modos, con distantes reflexiones… pero todo ha sido en vano. Me pregunto por qué será —parecía verdaderamente asombrado, disgustado y cómicamente serio, según pudo observar Ámbar.

—Quizá sea porque vos no queréis admitirlo —sugirió ella, al descuido.

Había empezado a tejer una guirnalda de flores para su cabello, doblando los tallos con sus dedos, de uñas afiladas.

Philip consideró que debía poner fin a tan embarazoso silencio.

—¿Cómo fue que decidisteis casaros con mi padre? —preguntó en forma inesperada.

Ámbar estaba cabizbaja, aparentemente absorta en su trabajo. Se encogió de hombros.

—Él quería mi dinero. Yo, su título —cuando levantó la vista le vio ceñudo—. ¿Qué os pasa, Philip? Todos los matrimonios son de conveniencia… Yo tengo esto, tú tienes aquello, de modo que podemos casarnos. ¿No fue así como os casasteis con Jenny?

—¡Oh, claro, por supuesto! Pero mi padre es un hombre extremadamente pulcro… bien sabéis eso —parecía que trataba de convencerse más a sí mismo que a ella; la miraba ahora con evidente ansiedad.

—¡Oh! Extremadamente pulcro —dijo Ámbar con sarcasmo.

—También os quiere mucho.

Ámbar lanzó una impolítica carcajada.

—¿Qué diablos os hace creer eso?

—Él me lo dijo.

—¿Os dijo también que os apartarais de mí?

—No. Pero yo sé que debo… de hacerlo. Nunca debí venir en vuestra busca… —estas últimas palabras las pronunció de prisa, como si quisiera descargarse de un peso, y volvió la cabeza a otro lado. De pronto se puso de pie. Ámbar estiró el cuerpo y lo tomó de la mano, atrayéndolo con suavidad.

—¿Por qué queréis huir de mí, Philip? —murmuró.

Philip, medio arrodillado como estaba, la contempló respirando fatigosamente.

—¡Porque… porque debo hacerlo! Debo irme ahora antes de que…

—¿Antes de qué? —El sol que se filtraba a través de la fronda del abedul, llenó de luces y sombras su hermoso rostro y su ebúrnea garganta. Tenía los labios húmedos y entreabiertos, como ofreciéndose, mostrando unos dientes pequeños como perlas. Sus ojos, del color del ámbar, parpadearon con insistencia, clavados en los de él—. Philip, ¿qué es lo que teméis? Queréis besarme… ¿por qué no lo hacéis?