Capítulo XXXIX

El almuerzo se atrasó media hora para que Ámbar se acicalara y vistiera de nuevo, haciendo desaparecer de su rostro toda huella de lágrimas. Cuando concluyó de arreglarse, colocó una capa sobre sus hombros y bajó al salón. En invierno era prudente llevar una capa sobre los hombros al pasar de una habitación a otra. Y el año era tan crudo, que se hacía imprescindible llevarla puesta todo el tiempo.

Almsbury y su invitado estaban sentados frente al hogar. Lady Emily se había acomodado cerca, en un amplio sillón; trabajaba en un bordado y casi no prestaba atención a lo que decían los dos hombres. Estos se volvieron cuando Ámbar hizo su entrada y Almsbury efectuó las presentaciones. Mientras aquélla hacía la reverencia de estilo, de una ojeada consideró críticamente al conde de Radclyffe. Su juicio fue lacónico —«¡Qué feo es!»— e inmediatamente decidió que por nada del mundo se casaría con él. Poco después se sentaban a la mesa.

Edmund Mortimer frisaba en los cincuenta y siete años, pero aparentaba por lo menos cinco más. Era tal vez algunas pulgadas más alto que Ámbar, pero, como ésta llevaba zapatos de tacón, alcanzaba exactamente su misma estatura. Era de constitución endeble y enfermiza, de hombros estrechos y piernas delgadas. Su cabeza parecía demasiado grande para su frágil esqueleto, y la lujosa peluca que llevaba aumentaba la desproporción. Su rostro era severo y ascético. Al hablar, mostraba unos dientes amarillos en ruinas, aunque al hacerlo separaba muy poco los delgados y contraídos labios. Sólo sus ropas contaron con su aprobación; eran de las más finas telas y hechas magníficamente, evidenciando prolijidad y esmero en todos los detalles. Los jóvenes que había conocido no vistieron jamás ropas tan bien confeccionadas. Sus maneras, aunque frías y calculadas, eran igualmente impecables.

—Su Señoría —informó Almsbury mientras almorzaban— ha estado viajando por el continente durante los últimos tres años.

—¡Ah, sí! —dijo Ámbar políticamente. No tenía deseos de comer y pensaba que mejor habría hecho en quedarse en sus habitaciones. Se obligaba a tragar los bocados y la garganta le dolía debido al esfuerzo—. ¿Y cómo se os ocurrió volver precisamente ahora… cuando la peste hace de las suyas?

La voz del conde de Radclyffe era cortante como la del hombre que no está acostumbrado a perder tiempo con naderías ni a tolerar descuidos.

—Ya no soy joven, señora. La enfermedad y la muerte ya no me atemorizan. Además, mi hijo se casa dentro de quince días y he venido a presenciar la ceremonia.

—¡Ah! —fue su único comentario.

No le pareció que el conde estuviera interesado por ella, como había dicho Almsbury. Se sentía desilusionada y fastidiada. Prestó muy poca atención al resto de la conversación y, tan pronto como concluyó el almuerzo, corrió a encerrarse en sus habitaciones.

El departamento que ocupó con Bruce durante más de un mes estaba desierto, y el hecho de haber estado él allí la noche anterior, lo hacía parecer a sus ojos más desolado. Vagó de habitación en habitación, encontrando en cada una recuerdos de Bruce. Allí estaba, por ejemplo, el libro que estuvo leyendo, abierto sobre una silla. Lo levantó y leyó su título: Historia de Enrique VII, de Francis Bacon. En el dormitorio vio un par de botas enlodadas y, más allá, el sombrero que acostumbraba ponerse cuando iba de caza.

Se dejó caer sobre sus rodillas, teniendo el sombrero en sus manos, y estalló en un llanto desgarrador. Nunca se había sentido tan desamparada, triste y sola.

Dos o tres horas más tarde, cuando Almsbury golpeó la puerta y entró, la encontró indolentemente echada de bruces sobre la cama, con la cabeza entre las manos, sin llorar pero con los ojos enrojecidos.

—Ámbar… —dijo él en voz baja. ¿Estaría dormida?

Se volvió.

—¡Oh, Almsbury…! Entrad.

El conde se sentó a su lado. Ella se enderezó y lo miró inquisitivamente.

Tenía el cabello revuelto y los ojos hinchados; un persistente dolor de cabeza embotaba sus facultades. La bondadosa faz rubicunda de Almsbury estaba grave.

—¡Oh, Ámbar, tenéis que ser comprensiva! ¡No os atormentéis más de este modo!

Al sonido de su voz, nuevas lágrimas desbordaron incontenibles. Ámbar se mordió los labios, determinada a no llorar más. Durante algunos minutos luchó por conseguirlo, mientras el conde le acariciaba la frente con sus manazas.

—Almsbury —dijo ella por último— ¿Bruce se ha ido sin mí porque tiene intenciones de casarse?

—¿Casarse? ¡Gran Dios! ¡No sabía yo nada de eso! ¡Vamos, querida, otra ocurrencia vuestra! Os aseguro que no fue por eso.

Lanzó ella un suspiro y miró a lo lejos, a través de las ventanas.

—Pero algún día se casará… Lo dijo cuando me explicó que tenía el propósito de nombrar heredero a nuestro hijo —miró de nuevo al conde, esta vez con ojos duros y llenos de resentimiento—. No quiere casarse conmigo… pero quiere que mi hijo sea su heredero. ¡Qué bonita treta! —Su boca se torció amargamente, y dio una furiosa patada a la cama.

—Pero vos aceptaréis ¿no es cierto? Después de todo, será lo mejor para el niño.

—¡No, no se lo permitiré! ¿Acaso estoy obligada a hacerlo? ¡Si quiere a Bruce, tiene que casarse conmigo!

Almsbury la contempló por espacio de algunos minutos. Finalmente, decidió cambiar de tema.

—Decidme, ¿cuál es vuestra opinión acerca del conde de Radclyffe?

Ámbar hizo un gesto demoledor.

—¡Un indecente y enclenque viejo! Lo odio. Además, no parece que se haya interesado por mí. ¡Vaya! Apenas si se dignó mirarme una vez.

—Olvidáis, querida, que el conde pertenece a una edad muy diferente a la nuestra —sonrió—. La Corte de Carlos I fue muy morigerada y las gentes muy discretas… Allí no se acostumbraba comerse a nadie con los ojos, no importaba cuán hermosa fuera la dama y cuánto la admirara el caballero.

—¿Es rico?

—Por el contrario, es muy pobre. Las guerras arruinaron a su familia.

—¡Ahora me doy cuenta por qué cree que soy hermosa!

—No es eso solamente. Dice que sois la mujer más bella que ha visto en cuarenta años… Vos le recordáis, según dice, a una dama que conoció cierta vez, hace ya mucho tiempo.

—¿Y se puede saber quién era ella?

El conde de Almsbury se encogió de hombros.

—No lo dijo. Alguna amante que habrá tenido, me parece. Los hombres, en su mayoría, muy raras veces recuerdan a sus esposas.

Ámbar vio al conde otra vez en el almuerzo del día siguiente, pero había dos invitados más: una prima de Emily, lady Rawstorne, y su esposo. Lord Rawstorne era un hombre membrudo, casi de la misma estatura de Bruce, pero mucho más corpulento. Reía con risa tonante, tenía el rostro congestionado y olía a establos. Desde que miró a Ámbar, pareció extremadamente alegre y no le quitó la vista en todo el almuerzo.

Su esposa parecía disgustada; lo había visto comportarse del mismo modo durante años, pero no se había acostumbrado ni resignado. Y el conde de Radclyffe, aunque deliberadamente trataba de ignorar a Rawstorne y a su persistente y descarada contemplación de mistress Dangerfield, era evidente que estaba muy irritado. La mayor parte del tiempo permaneció sentado, con la vista fija en su plato, considerando a los alimentos con la expresión del que piensa que sólo le acarrearán futuras enfermedades. Este giro de los acontecimientos divirtió a Ámbar, que encontró cierto morboso placer en coquetear abiertamente con Rawstorne. Le sonreía sin tapujos, lo miraba con arrobo y se contoneaba en forma provocativa. Pero no era una diversión muy grande, después de todo. La soledad y el fastidio continuaban burlándose.

En el momento en que se levantaba de la mesa, vio que Rawstorne se dirigía hacia ella, haciendo caso omiso de las señas que le hacía su esposa. Antes de que pudiera lograr su objeto, se interpuso el conde de Radclyffe. Hizo una profunda venia, con todas las trazas de un títere cuyas junturas no hubieran sido aceitadas durante años.

—A vuestros pies, señora.

—A vuestro servicio, sir.

—Tal vez recordéis, señora, que ayer lord Almsbury mencionó el hecho de que yo hubiese traído algunos objetos de interés y valor del extranjero. Algunos de ellos estaban en mi coche y los desempaqueté anoche en la esperanza de que os dignarais verlos. ¿Tendríais la bondad, madame?

Ámbar estuvo a punto de rechazar este galante ofrecimiento, pero reflexionó que si no aceptaba, no tendría más recurso que retirarse a sus habitaciones y pasar la tarde llorando.

—Sois muy gentil, caballero. Nada me gustaría más.

—Están en la biblioteca, madame.

La gran habitación que hacía las veces de biblioteca permanecía en la penumbra. Delante de la chimenea encendida, sobre una mesa, había varios objetos, alumbrados por un gran candelabro. Su luz no alcanzaba a iluminar las estanterías, atiborradas hasta el cielo raso de libros, cuyos lomos, sumergidos en la sombra, se veían difusamente. Almsbury no era un lector muy asiduo, de modo que el lugar apestaba a moho y a polvo.

Se acercó a la mesa sin ningún interés, pero al punto su indiferencia se trocó en alegría. Había allí infinidad de piezas raras y preciosas: una estatuilla de mármol; una Venus con el cuello roto; un negro tallado en ébano, con una esmaltada falda de plumas de avestruz y joyas verdaderas en el turbante y los musculosos brazos; un artístico guardapelo; joyeros de concha de tortuga; botones de diamantes; frascos de exóticos y exquisitos perfumes. Cada uno era perfecto en su género, seleccionado por un hombre cuyo gusto no lo había traicionado jamás.

—¡Oh, qué hermoso!… ¡Oh! ¡Mirad esto! —se volvió a mostrarle uno de aquellos objetos, con ojos fulgurantes de genuina admiración—. ¿Puedo levantarlo?

El conde sonrió e hizo una cortesía.

—Ciertamente, madame. Por favor, contempladlos a gusto.

Olvidándose de que el hombre no le gustaba, empezó a hacerle preguntas. Le explicó él dónde los había comprado, cuál era la historia de cada uno, por qué manos había pasado antes de llegar a su poder. La historia que más le gustó fue la del negro de ébano.

—Hace doscientos años vivió una dama veneciana muy hermosa, como lo son todas las damas de leyenda, dueña de un hermoso esclavo negro. Su esposo creía que era un eunuco, pero no resultó así. La dama dio a luz un hijo negro y se vio obligado a hacerlo desaparecer y suplantarlo por otro blanco. La comadrona, por celos o venganza, dio cuenta al esposo de la infidelidad de su mujer y aquél dio muerte al esclavo en presencia de su ama, quien mandó hacer la estatua en recuerdo de su amante.

Por último, cuando no hubo nada más que decir, ella le dio las gracias, y se apartó de la mesa con un suspiro.

—¡Son maravillosos! ¡Os envidio, milord! —No podía ver una cosa bonita sin desear que fuera suya.

—¿Me permitís, madame, ofreceros uno como recuerdo?

Ámbar se volvió rápidamente.

—¡Oh, Señoría! ¡Debe de haberos costado mucho adquirirlos!

—Así es, madame, debo admitirlo. Pero vuestra apreciación es tan justa, que me consta que cualquier cosa que os llevéis estará tan bien cuidada como en mis propias manos.

Durante algunos minutos los apreció en forma concienzuda, determinada a hacer una elección de la cual no tuviera luego que arrepentirse. Tomó un objeto primero y luego otro; se detuvo ante la mesa, con el cuerpo doblado, golpeándose la barbilla con el abanico, totalmente absorta. Advirtió que el conde no quitaba la vista de ella, y le echó una rápida mirada de soslayo, para sorprender la expresión de su rostro antes de que pudiera mudarla. Como había sospechado, dirigió prestamente la vista hacia otro lado, evitando sus ojos. La mirada que sorprendió en su semblante tenía algo, algo que hacía que la natural y franca lascivia de lord Rawstorne pareciera a su lado candorosa. La repugnancia que experimentó la primera vez que lo vio, renació más potente. «¿Cómo será este viejo? —meditaba—. Es un ente extraño… extraño y deshonesto.» Por último, se decidió y levantó el negro de ébano —era muy pesado y de casi setenta centímetros de alto— y se volvió hacia el conde. Esta vez encontró un rostro frío, inexpresivo y político, austero como el de un anacoreta.

—Este es el que me gusta —dijo.

—Perfectamente, señora —respondió el conde. Le pareció que sus labios se contraían ligeramente en una sonrisa, pero no estaba segura. ¿Era que su selección le regocijaba, era sólo su imaginación, tal vez un juego de luz?—. Pero si sois de naturaleza tímida, tal vez fuera más prudente escoger otra cosa. Una vieja leyenda afirma que esa estatua está maldita y lleva la desgracia y la mala suerte a quien la posee.

Ámbar lo miró vacilante, momentáneamente alarmada; era supersticiosa por naturaleza y lo sabía. Pero al instante se dijo que no se desharía del negro, que estaba tratando de atemorizarla para que escogiera algo menos valioso. Lo tendría, a despecho de las mil maldiciones que le hubieran echado encima. Lo miró, pues, muy dueña de sí.

—¡Bah, milord! ¡Esos son cuentos para asustar a los niños y a las viejas! ¡A mí no me hacen mella! Eso… a menos que tengáis alguna otra razón… Si no, me llevaré esto.

El conde se inclinó, y esta vez estuvo segura de que se sonreía, aunque muy veladamente.

—Protesto, señora. No tengo ninguna objeción que oponer… y sé que sois una persona de mucho talento para alarmaros por esas necedades.

El conde de Radclyffe partió al siguiente día. Tres días más tarde llegó una carta suya para Ámbar, quien la mostró a Almsbury la misma mañana, cuando éste vino a conversar con ella mientras Nan le cepillaba el cabello. El negro de ébano estaba sobre el tocador.

Almsbury hizo un amplio gesto.

—De modo que los pensamientos del viejo vuelan a vos como hacia la más perfecta creación de la belleza…

Ámbar dispuso un lunar en un lado de la boca.

—Desde que estoy convertida en una viuda rica, me entero de que mis atractivos han aumentado en un ciento por ciento.

—Sólo en lo que respecta al matrimonio, querida. Por lo demás, siempre habéis sido una mujer hermosa, con belleza suficiente como para dar ciento y raya a una docena de mujeres… Pero en el mundo no es suficiente tener un rostro bonito para llegar a ser algo. Ahora sois rica, además, y podéis escoger entre una veintena de destinos —se interrumpió, e inclinándose cerca de su oído, agregó en voz baja, para que no lo oyeran las doncellas—. Si no fuera casado, yo mismo os haría una formal proposición de matrimonio.

Ámbar rió alegremente, creyendo que el conde se burlaba.

Almsbury se inclinó más todavía, hasta el punto de que casi besó su mejilla, y le susurró algo en el oído. Ella musitó una respuesta, cambiaron una mirada de inteligencia en el espejo y el conde salió. Lord Carlton formaba el pivote de su mutuo afecto: Ámbar gustaba de Almsbury porque era amigo de Bruce, y Almsbury la quería porque era la amante de su amigo y madre de sus hijos. Y, ¡cosa curiosa!, ninguno de los tres consideraba extraño y desleal que en ausencia de Carlton el conde le hiciera alguna vez el amor.

Pocos días más tarde, Ámbar tuvo nuevas noticias del conde de Radclyffe. Le envió una luna de Florencia con un artístico marco de plata repujada. La misiva que acompañaba el presente decía que este espejo había reflejado una vez el rostro más encantador de Italia, pero esperaba que ahora reflejara el rostro más hermoso de Europa. Menos de una semana más tarde llegó un cesto de naranjas —una gran rareza, con la guerra y en pleno invierno— y, oculto entre las frutas, un collar de topacios.

—Bueno; ahora sé que tiene intenciones de casarse conmigo —dijo Ámbar al conde de Almsbury—. Ningún hombre hace obsequios tan valiosos, a menos que sepa que van a volver a su poder más tarde.

Almsbury no pudo menos que reírse.

—Creo que tenéis razón, querida. Y si os hace una proposición seria ¿qué haréis? ¿La aceptaréis?

Ámbar alzó los hombros y lanzó un suspiro.

—No lo sé. De nada vale ser rica si no se tiene también un título —hizo un visaje—. Pero no me gusta nada ese viejo truhán…

—Entonces, casaos con un joven.

Ámbar le echó una mirada de indignación.

—¡Nunca! ¡Preferiría que me enterraran viva antes que casarme con uno de esos pisaverdes afrancesados del Covent Garden! Sé perfectamente lo que eso significa. La llenan a una de hijos y luego la despachan al campo, a criar a sus vástagos, mientras ellos se quedan en Londres derrochando el dinero y divirtiéndose en los encuentros de boxeo y en las riñas de gallos, o cortejando a las actrices y a las mujeres del Cambio. No, gracias; no es para mí. He visto bastante de eso para no haber aprendido la lección. Si tengo que obtener un título, prefiero casarme con un viejo a quien aborrezco y no con un joven a quien también aborrezco. Al menos, queda la perspectiva de librarse más pronto de él.

El conde rió estruendosamente. Ámbar lo miró entre asombrada y molesta.

—¿Se puede saber, milord, por qué os reís de ese modo?

—Vamos querida, ¡es que sois ocurrente! Nadie adivinaría al oíros que sólo seis años atrás erais una garrida moza aldeana, tan virtuosa que me abofeteó cuando le hice una honrada oferta de mis afectos. Me pregunto qué habrá ocurrido con esa inocente y bonita muchacha que una vez encontré en Marygreen.

Ámbar se mostró petulante. ¿Por qué no podía estar él satisfecho con el cambio? Le gustaba pensar y creer que Almsbury era uno de los hombres que la aceptaban tal como era en realidad y que aprobaban todo cuanto decía o hacía.

—Yo no sé —dijo evasivamente—. Me parece que se ha ido… si es que alguna vez existió en realidad. No podía quedarse mucho tiempo en Londres.

El conde le apretó una mano, comprensivo.

—No, querida; no podía hacerlo. Pero, hablando seriamente, me parece que cometeríais una equivocación si os casarais con Radclyffe.

—¡Ah, sí! ¿No fuisteis vos quien lo sugirió?

—Lo sé, pero entonces sólo quería ocupar vuestra mente con algo aparte de Bruce. En primer lugar, el individuo está lleno de deudas. Para pagarlas, tendría que emplear la mitad de vuestra fortuna…

—¡Oh! Ya lo tengo todo planeado. En el contrato matrimonial se dejará expresamente establecido que yo sola manejaré mis fondos.

—Cosa que él nunca aceptará —dijo el conde moviendo la cabeza—. No querrá casarse con una imposición como ésa… como no lo haríais vos si él dijera que no podríais llevar el título. No; si os casáis con Radclyffe, tendrá que ser sobre la base de la entrega de vuestro dinero, si no directa, indirectamente. ¿Vos creéis que podríais soportar la vida en la misma casa… para no decir nada de que tengáis que compartir el lecho?

—¡Bah! En Londres no me importará donde esté él, puesto que por mi parte pasaré los días en la Corte… y puede que algunas noches también —agregó, haciendo un gesto significativo.

No había abandonado nunca su ambición de convertirse algún día en amiga del rey… y siempre que Bruce se marchaba, el proyecto rejuvenecía.

Ser la amiga del rey, una gran dama, temida, envidiada y admirada. Ser contemplada y señalada en las calles, observada en las galerías de palacio, saludada ceremoniosamente y servida con diligencia en los salones particulares del monarca. Ser suplicada para conceder mercedes, halagada por el favor de una sonrisa… Retener en las manos el éxito o el fracaso de docenas, e incluso cientos de hombres y mujeres. Ese era el súmmum de su ambición; más alta que la reina, más poderosa que el canciller, más grande que cualquier noble, hombre o mujer, de la nación. Y una vez presentada en Whitehall, tener el derecho y el privilegio de frecuentar las habitaciones reales, ver al rey todos los días… Ámbar no dudaba de que algún día podría ocupar el lugar de que la Castlemaine estaba siendo despojada.

Tales pensamientos obraban en su mente, cuando —precisamente pocos días después de Navidad— aceptó la proposición matrimonial del conde de Radclyffe.

Llegó después de una semana de impaciente espera. En un principio experimentó una enorme repulsión por el conde —sentimiento que no había desaparecido—, pero todos sus afanes radicaban ahora en llegar a ser una condesa, y el matrimonio con aquel sujeto detestable no parecía un precio muy elevado a cambio de ese honor. Había regresado el conde a Barberry Hill con el propósito de «rendir homenaje a mistress Dangerfield», pero poco hubo de su parte que pudiera conceptuarse como cortejo. Ámbar ni siquiera lo sorprendió atisbándola con aquella expresión de la biblioteca.

La víspera de su partida a su propiedad de Lime Park, situada treinta millas al norte, los dos estaban sentados en la galería, jugando una inocente partida de cartas. La galería, que ocupaba el segundo piso de la residencia, era más bien un inmenso hall que comunicaba con los patios exterior e interior y tenía grandes ventanales por los que entraba la luz. De las artesonadas paredes colgaban docenas de retratos y el cielo raso estaba pintado de azul pálido, con magníficas guirnaldas de rosas. Radclyffe llevaba puesto su sombrero y los dos se arropaban en sus capas. Un brasero con carbones encendidos templaba la zona donde ellos estaban sentados y la chimenea, con grandes troncos ardientes, era un verdadero horno. A pesar de todo, sentíase un frío estremecedor.

Ámbar mostró una carta e hizo una baza, que añadió a las que ya tenía. Luego esperó, mirando con aire distraído al conde, quien parecía haber olvidado que era su turno. No pudo menos de decirle:

—Jugáis vos, milord.

El conde la estudió, no como un hombre que mira a una mujer, sino como un hombre que mira un cuadro.

—Sí —respondió pausadamente, sin apartar los ojos de ella—; lo sé. —Ámbar devolvió la mirada—. Señora…, no estoy seguro de que sea propio pedir la mano de una dama a sólo nueve meses de haber quedado viuda. Y, sin embargo, el premio es tan alucinador que no vacilo en desafiar al decoro. Madame, os lo pido solemnemente, ¿queréis concederme el honor de ser mi esposa?

Ámbar respondió en el acto.

—Con todo mi corazón, caballero. —Pensaba ella que desde el primer momento los dos sabían perfectamente lo que querían, y juzgaba absurdo andar con melindres y remilgos, como una pareja de bailarines en la feria de San Bartolomé.

Una vez más le pareció vislumbrar el destello de una sonrisa, pero no quedó muy segura.

—Gracias infinitas, madame —replicó el conde—. Vuestra bondad me hace el hombre más feliz de la creación. Debo regresar a Londres inmediatamente después de Año Nuevo y, si no tenéis inconveniente, podemos casarnos entonces. Tengo entendido que la peste ha disminuido y que la ciudad comienza a poblarse de nuevo.

Era obvio que antes de contraer enlace, deseaba cerciorarse de que su fortuna no había sufrido merma con el flagelo, pero Ámbar estaba cansada del campo y no veía la hora de regresar.

Partieron en el coche de él el dos de enero, envueltos en pieles y mantas de lana. Hacía tanto frío, que el aliento, al hablar, se hacía visible. Los caminos estaban helados y habría sido posible viajar ligero, pero a las cuatro de la tarde tuvieron que detenerse en una posada porque el conde se ponía malo con las sacudidas.

El contrato matrimonial había sido firmado en Barberry Hill y Ámbar supuso que el conde aprovecharía esa ventaja, como era costumbre, para entrar como dueño y señor en su cámara. A las ocho, sin embargo, le hizo una profunda cortesía, le deseó las buenas noches y se retiró a su dormitorio. Ámbar y Nan lo vieron alejarse con el estupor reflejado en el semblante. Una vez que se hubo cerrado la puerta detrás de él, se miraron la una a la otra y estallaron en risas ahogadas.

—¡Debe de estar muy viejo! —susurró Nan.

—¡Así lo espero!

Al atardecer del quinto día llegaron a Londres. Ámbar sentía que se apoderaba de ella una espantosa aprensión a medida que se acercaban a la ciudad; pero, en cuanto cruzaron las primeras calles, ese sentimiento desapareció. No se veían carros fúnebres y quedaban muy pocas cruces rojas. Las fosas comunes de los cementerios y alrededores de la ciudad, se habían cubierto ya de verde vegetación… Los cien mil muertos, identificados con la naturaleza, se purificaban. Las tabernas estaban de nuevo brillantemente iluminadas, repletas como siempre de multitudes heterogéneas que entraban y salían; las calles principales se veían atestadas de coches y alegres jóvenes de ambos sexos que pasaban con aire indolente. De todas las casas salían rumores de música.

«Nunca sucedió en la realidad —pensaba ella—. Todo ha sido una atroz pesadilla.» Experimentaba una profunda sensación de alivio, como si hubiera tenido un sueño horrible, y al despertar comprobara con alegría que sólo había sido eso: un sueño.

La mansión de los Radclyffe estaba situada en Aldersgate Street, sobre St. Anna Lane, y justo dentro de las puertas de la City. La calle era amplia y a su vera se alineaban edificios de imponente aspecto. El conde le explicó que la calle más parecía una avenida italiana que una calle londinense. Era el único lugar de la metrópoli donde todavía residían las grandes y antiguas familias.

La casa había estado virtualmente desocupada durante veinticinco años, pero en ese lapso había sido cuidada por algunos sirvientes. Sin embargo, casi todas las ventanas tenían los vidrios rotos. El aspecto exterior era lamentable, pero el interior lo era más aún. Todo estaba oscuro y polvoriento; los muebles estaban cubiertos de una gruesa capa blanca de polvo y, como quiera que la casa no había sido visitada durante más de cinco lustros —desde que fuera construido el edificio—, eran todos anticuados. Cada habitación comunicaba con otra de idéntico aspecto, en una suerte de laberintos, y, con excepción de la gran escalera central, todos los pasadizos y escaleras restantes eran angostos y oscuros. Ámbar se alegró al encontrar que, por lo menos, las habitaciones que se le habían asignado eran limpias y aireadas, aunque no estaban en mejores condiciones que las demás.

A la mañana siguiente, muy temprano, fue a casa de Shadrac Newbold y se halló con que su dinero había sido guardado escrupulosamente. (Le dijo él que lord Carlton había partido para América dos semanas antes.) Cuando Ámbar comunicó al conde que su dinero estaba intacto, Radclyffe sugirió la conveniencia de que se celebrara la boda tan pronto como estuvieran terminados los preparativos. El conde era católico y el matrimonio se celebraría en los dos servicios, como se hacía entonces, pues sólo el servicio católico podía ser anulado.

—Tengo el propósito —le dijo ella— de hacerme confeccionar un vestido de novia por una de mis modistas. No tengo nada nuevo… y creo que estaría lista en un término de diez días.

—No me parece prudente, señora…, porque la peste no ha desaparecido todavía completamente. Pero si dejáis el asunto en mis manos, acaso yo pueda solucionarlo. Tengo un vestido de novia que he guardado celosamente, y me haríais extremadamente dichoso si quisierais usarlo…

Algo sorprendida, preguntándose si no guardaría un vestido para los matrimonios inesperados, Ámbar asintió. Parecía una petición tan simple e inofensiva…

Ya al declinar el día, llegó hasta su habitación, llevando en sus brazos un vestido blanco de raso, bordado todo él con aljófares. Cuando lo desplegó ante sus ojos, no pudo menos de observar que tenía profundas arrugas, como si hubiera permanecido guardado por espacio de muchos años. Advirtió, además, que era un vestido confeccionado hacía tiempo, pues el color se había tornado casi amarillento y el corte y el estilo habían pasado de moda. La línea de la cintura era alta, con cuatro grandes pliegues; el escote tenía cuello de encaje, y también había encaje en las bocamangas. Al abrir la falda, pudo entreverse delante un viso de tela de plata.

El conde de Radclyffe sonrió al observar su asombro.

—Como podéis ver, no es un traje nuevo. Pero todavía es hermoso y me sentiré muy complacido si lo lucís.

—Estaré muy contenta de hacerlo, caballero —dijo Ámbar, recibiendo la prenda en sus manos.

Más tarde, ella y Nan lo examinaron a conciencia.

—Debe de tener unos veinte años, quizá más —opinó Nan—. Me pregunto quién lo habrá usado.

—Tal vez su primera esposa —replicó Ámbar, encogiéndose de hombros—. O tal vez alguna vieja conocida suya. Algún día se lo preguntaré.

Para su gran sorpresa, el vestido le sentaba a las mil maravillas, a su justa medida y tamaño, como si realmente hubiera sido hecho para ella.