Capítulo XXV

Bárbara apoyaba su cabeza en el hombro de James Hamilton.

Los dos descansaban acostados, hablando a ratos, dormitando, los ojos cerrados, los rostros apacibles. De súbito, Bárbara se incorporó. Dilató las aletas de su nariz, aspirando para tratar de determinar aquel olor. «¿De dónde vendrá ese olor?», pensaba intranquila. Como un rayo llegó la respuesta.

¡Humo!

¡La habitación se estaba incendiando!

Se sentó de golpe y, echando un vistazo circular, advirtió que ardía una colgadura. Había tocado, indudablemente, una de las bujías. Se llevó los puños a la boca y lanzó un grito.

—¡James! ¡La habitación está ardiendo!

El hermoso coronel se sentó y con aire soñoliento miró alrededor. Dio un brinco.

—¡Cielos!

Ya Bárbara lo empujaba fuera de la cama, al mismo tiempo que metía los pies en las pantuflas y se envolvía en su négligé. Hamilton corrió hacia el otro extremo de la habitación y de un violento tirón arrancó la colgadura de su varilla, tratando de apagar las llamas. Pero éstas se habían extendido ya a una silla y de allí a la alfombra.

Bárbara corrió hacia él con las ropas en la mano.

—¡Toma! —se las arrojó—. ¡Póntelas pronto! ¡Ve por esa escalerilla antes que llegue nadie! ¡Socorro! ¡Socorro! —gritó—. ¡Fuego! ¡Fuego!

James Hamilton salió de la habitación en el preciso instante en que Bárbara abría la puerta a media docena de sirvientes. Las llamas lamían las paredes, todas las colgaduras se habían incendiado y el aposento estaba lleno de humo; se respiraba con dificultad.

—¡Haced algo! ¡Idiotas! ¡Haced algo! —gritaba Bárbara.

La habitación estaba llena de lacayos, pajes, negros y doncellas; también habían entrado algunos cortesanos que pasaban cerca y oyeron sus voces de auxilio. Nadie atinaba a apagar el fuego. Todos se quedaron allí durante unos minutos que parecieron eternos, aturdidos y esperando que alguien dijera lo que había que hacer.

Entonces dos lacayos aparecieron llevando dos cubos llenos de agua, que vaciaron en el lugar donde las llamas eran más voraces. El agua provocó una densa humareda, pero las llamas se extinguieron en parte. Todo el mundo se replegó, tosiendo y con los ojos llorosos. Algunos corrieron a buscar más agua.

Los perros ladraban; un mono saltaba sin concierto de un lado a otro, y mordió la mano a una de las mujeres que quiso apartarlo. Era una barahúnda infernal. Muchos corrían trayendo agua en cuanto recipiente encontraban a mano, pero había muchos otros que corrían sin hacer nada. Bárbara trataba de dar órdenes a todos a la vez, y nadie le prestaba atención. De pronto, tomó de un brazo a uno de los pajes que salía con un balde en cada mano.

—¡Eh, muchacho! Espera… ¡Quiero hablar contigo! —El joven se detuvo y la miró sorprendido; tenía los ojos enrojecidos y la cara llena de tizne. La Castlemaine bajó la voz—. Allí hay un estuche… Es pequeño y está en el rincón de este lado, tapado con una guitarra. Ve a traerlo y te daré veinte libras.

Los ojos del muchacho quisieron salirse de las órbitas. ¡Veinte libras, cuando su paga de un año eran tres! Debía de ser algo infinitamente precioso para ella.

—¡Todo ese lado está ardiendo, Señoría!

—¡Cuarenta libras entonces! ¡Pero corre, apresúrate! —Y al decir esto, le dio un empujón.

Dos o tres minutos más tarde regresaba trayendo un estuche muy pequeño. Uno de sus lados estaba chamuscado y, al ir a entregárselo, se abrió y algunas cartas se desparramaron por el suelo. El muchacho se agachó con intención de recogerlo, pero ella le gritó:

—¡Déjalas! ¡Las recogeré yo! ¡Vuelve a tu trabajo!

Se arrodilló y empezó a reunirías rápidamente. De pronto, una mano se alargó y se apoderó de una carta. Ella levantó la vista y vio la inconfundible faz del duque de Buckingham, que le sonreía irónicamente. Sus pupilas se contrajeron y apretó los dientes.

—¡Dadme eso!

El duque continuaba con su perenne mueca sardónica.

—Encantado, querida, pero después que le haya echado una ojeada. Si hay algo de importancia para vos, puede ser también importante para mí.

Durante unos segundos se miraron: ella, todavía arrodillada; él, inclinado hacia delante, sordos ambos al tumulto que los rodeaba. Bárbara dio un salto de fiera pero él había esperado tal reacción y con una mano la rechazó mientras levantaba la otra sosteniendo en alto la carta. Luego le pareció más seguro meterla en el bolsillo de su jubón.

—No seáis tan impulsiva, Bárbara. Ya os la devolveré, perded cuidado.

Ella le arrojó una mirada de odio y masculló una palabrota; le constaba que tendría que esperar a que la leyera. Se volvió despectivamente y marchó a dar instrucciones a los lacayos y demás sirvientes. Entretanto, el fuego había hecho grandes progresos; se habían sacado los muebles que todavía no habían sido tocados por las llamas. Todo el departamento estaba lleno de humo. Se abrieron las ventanas para ventilar las habitaciones. Era una noche lluviosa. La Wilson trajo a Bárbara una de sus capas de invierno para que se la pusiera sobre su salto de cama.

Cuando todos se hubieron ido, regresó al lugar donde había dejado a Buckingham. Lo encontró pulsando inocentemente una guitarra. Bárbara estaba iracunda.

—Vamos, George Villiers… ¡entregadme esa carta!

El duque hizo un gesto.

—¡Vaya, querida prima, siempre la misma impulsiva! Escuchad esta tonada que compuse el otro día… Podría ser una bonita melodía. ¿No os parece? —Sonrió de nuevo.

—¡Al diablo vos y vuestras malditas tonadas! ¡Dadme la carta!

Buckingham suspiró, dejó la guitarra sobre una butaca y sacó la carta del bolsillo. Cuando la extraía del sobre, Bárbara avanzó hacia él.

—Quedaos donde estáis, o me iré a leerla a otra parte.

La Castlemaine optó por obedecer. Allí se quedó, con los brazos cruzados y taconeando nerviosamente. El crujir del papel resonó en la callada habitación, y mientras los ojos del duque recorrían rápidamente la carta, una sonrisa corrosiva distendió su faz.

—¡Por Cristo! —dijo entre dientes—. Nunca esperé que el viejo Rowley escribiera cartas de amor como el mismísimo Aretino. —«Viejo Rowley» era el apodo de Su Majestad.

—¿Ahora me daréis esa carta?

Sin hacer caso, el duque se la metió nuevamente en el bolsillo.

—Hablemos un momento sobre esto. He oído decir que Su Majestad os escribió algunas cartas después que os conocisteis. ¿Qué pensáis hacer con ellas?

—¿Y qué os importa a vos eso?

El duque se encogió de hombros y se encaminó a la puerta.

—Hablando estrictamente, supongo que nada. Bien…, una hermosa dama me ha dado una cita y me disgustaría desilusionarla. Buenas noches, madame.

—¡Buckingham! ¡Aguardad un momento! Sabéis tan bien como yo lo que quiero hacer con esas cartas.

—¿Tal vez darlas a la publicidad algún día?

—Tal vez.

—He oído decir que lo amenazasteis ya dos o tres veces.

—¿Y qué, si lo hice? Él sabe bien cómo quedaría ante el pueblo si se leyeran sus cartas. A la sola mención de ellas, puedo hacerlo saltar por encima de un arco como a un mono —rió con crueldad.

—Quizás una o dos veces, pero no siempre. No, si decidís conservarlas siempre.

—¿Qué queréis decir? ¡El tiempo no les quitará su valor! ¡Por el contrario; diez años las valorizarán más!

—Bárbara, querida prima, para mujer intrigante sois extremadamente simple. ¿No se os ha ocurrido que si deseáis darlas a la publicidad a lo mejor no las encontráis más?

Bárbara emitió un grito ahogado. No había pensado en ello; las guardaba bajo llave y hasta esa noche nadie sabía dónde estaban.

—¡No podría hacer eso! ¡No podría robarlas! ¡De cualquier modo, las conservo bien ocultas!

Buckingham rió.

—¡Ah, sí!… Me parece que tomáis al viejo Rowley por más tonto de lo que es. El palacio está lleno de hombres y mujeres que hacen su negocio buscando todo lo que pueda tener valor. Si él lo quisiera realmente, esas cartas desaparecerían ante vuestras mismas narices.

Bárbara se sintió súbitamente aturdida.

—¡Oh, él no podría hacer eso! ¡No podría jugar de modo tan sucio! Realmente no iréis a creer eso, George…

El duque reía ahora abiertamente, gozando con su inquietud.

—Claro que lo creo realmente, puesto que sé que lo haría. ¿Y por qué no? Darlas a la publicidad no sería comportarse con decencia, ¿no os parece?

—¡Al diablo la decencia! ¡Estas cartas son importantes para mí! Si él me repudia, yo veré la forma de que se me proteja a mí y a mis hijos… ¡Y vos tenéis que ayudarme, George! ¡Sois un hombre ducho en estas cosas! ¡Decidme qué puedo hacer con ellas!

Buckingham se apartó de la pared donde se había apoyado indolentemente.

—Sólo hay un camino —pero, en cuanto vio que ella se aproximaba, hizo un ademán y negó con la cabeza—. ¡Oh, no, querida! Vos misma tenéis que resolverlo. Después de todo, últimamente no os habéis conducido como una buena amiga mía… a no ser que haya oído mal.

—¡Que no he sido vuestra amiga! ¡Ajá! Y vos ¿qué habéis hecho en mi favor? ¡Oh, no creáis que no sé qué vos y vuestro famoso comité decidieron traer a Frances Stewart!

George Villiers se encogió de hombros.

Madame, un hombre debe servir a su rey… para escalar más rápidamente posiciones. Sin embargo, todo eso puede quedar en la nada. Y eso que la muchacha es una mujer muy lista, si es que alguna vez he visto una.

—Bien —dijo Bárbara, empezando a contemporizar—… si tal cosa sucediera en mi provecho, me parece que vos y yo podríamos hacer causa común, Buckingham —se refería al canciller Clarendon.

—¡Claro que podemos, querida, claro que podemos! Mi más ferviente deseo es que ese incapaz pierda el favor del rey… Y más me alegraría si viera su cabeza en una pica sobre el Puente de Londres. Es ya tiempo de que los jóvenes gobiernen el país —sonrió forzadamente; había desaparecido de su rostro toda traza de malicia—. Espero que siempre no nos tratemos como dos extraños, Bárbara. Tal vez ello se haya debido, paradójicamente, a que vos tenéis sangre de los Villiers en vuestras venas. ¡Pero, vamos!… De una vez para siempre debemos ser amigos. Si vos cumplís, yo procuraré que tornen a vos los favores de Su Majestad.

—¡Oh, Buckingham, si lo hicierais! ¡Si vos supierais! Desde que se restableció la reina, no hace otra cosa que correr detrás de esa azucarada de Frances. ¡He estado a punto de volverme loca!

—¿Ah, sí? Pues me habían dicho que os consolaban varios caballeros… el coronel Hamilton, Berkeley y Henry Jermyn y…

—¡No me importa lo que os hayan dicho!… ¡Habíamos quedado en que seríamos amigos, pero teníais que dudar de mi reputación y en mi propia cara!

El duque hizo una profunda cortesía.

—Mis más humildes excusas, madame. Era sólo una broma.

Del mismo modo habían reñido y reconciliádose docenas de veces; eran demasiado versátiles, demasiado vehementes y voluntariosos ambos para asociarse en cualquier empresa. Pero ahora ella deseaba realmente que la ayudara en el asunto de las cartas. Le sonrió afablemente y lo perdonó.

—La maledicencia hará siempre de las suyas en Whitehall, aun en el caso de una mujer intachable —suspiró.

—¡Oh, sí! Y ése es precisamente vuestro caso.

—Buckingham… ¿Qué hago con las cartas? Vos sabéis que soy una mujer muy simple; en cambio, vuestro ingenio es notorio. Decidme, pues, lo que debo hacer.

—¡Caramba! Si me lo pedís de modo tan gentil, es claro que puedo aconsejaros. Pero es tan sencillo que me avergüenzo de decíroslo: quemadlas.

—¡Quemarlas! ¡Oh, vamos! ¿Por ventura me habéis tomado por una necia?

—Pero ¡Bárbara! ¿Qué cosa más lógica que ésa? Mientras existan, él puede apoderarse de ellas en cualquier momento que se le ocurra. Pero si las quemáis, en vano hará revolver el palacio de arriba abajo; nunca las encontrará… Y, mientras tanto, vos reiréis a vuestro sabor y placer.

Instantáneamente desapareció su escepticismo. Sonrió.

—En verdad, sois un hombre muy taimado, George Villiers —tomó un candelabro de encima de la mesa y encaminóse a la chimenea. Allí quemó, una por una, las cartas que tenía en las manos. Se volvió.

—Dadme esa otra.

El duque se la alargó y Bárbara la acercó a la llama. El papel ardió en una esquina y la llama fue creciendo, mientras la cera crepitaba. El fuego disminuyó poco a poco y finalmente se extinguió. Quedaba sólo un montoncillo de cenizas. Bárbara miró por encima del hombro a Buckingham. Estaba parado a su lado, contemplando el fuego con una sonrisa de esfinge. Por unos instantes sintió recelo, preguntándose qué estaría pensando. Pronto pasó esta impresión y se puso de pie en silencio. Al deshacerse de las inquietantes cartas, se había quitado de encima un peso enorme.

Una semana más tarde, casi toda la Corte concurrió al estreno de la comedia de John Dryden La Reina Soltera.

El teatro estaba lleno cuando llegaron los nobles, un poco retrasados. La algarabía era ensordecedora. Los pisaverdes reían, charlaban, gritaban y subían a los bancos sin la menor consideración. Dirigíanse pullas más o menos ingeniosas, mientras las mujeres se inclinaban sobre los balcones. Una de ellas, con toda deliberación, dejó caer su abanico cuando el rey, que no dejó de advertir la maniobra, pasaba debajo. Lo tomó en el aire y lo devolvió a la dama en cuestión con una sonrisa cortés, mientras la concurrencia entera prorrumpía en aplausos.

El rey, el duque de York y el joven duque de Monmouth ostentaban vestiduras reales —largas y purpurinas capas— en honor de la duquesa de Saboya.

Monmouth, un hijo bastardo de catorce años de edad y fruto de un viejo amor del monarca, había llegado con el séquito de Henrietta María un año y medio antes. Las malas lenguas aseguraban que no era realmente hijo suyo, pero por lo menos tenía el físico de los Estuardo y Carlos II estaba convencido de que era su padre. Desde el día de su llegada le había demostrado el más cálido afecto y, como resultado del título que le confiriera, gozaba de precedencia sobre toda la nobleza, menos sobre York y el príncipe Ruperto. El año anterior lo había casado con Anne Scott, de once años de edad y una de las más ricas herederas de Inglaterra. Ahora el muchacho comenzaba a aparecer en público llevando vestiduras reales… para asombro y escándalo de aquellos que veneraban los antiguos principios y creían que los vínculos de sangre no podían ser reales a menos que fueran legítimos.

En uno de los extremos de la platea uno de tantos petimetres comentó:

—¡Por Cristo! Su Majestad quiere al chico como si fuera su propio engendro.

—Se dice por ahí que tiene la intención de declararlo legítimo y nombrarlo su heredero, en vista de la esterilidad de la reina.

—¿Quién afirma eso?

—¡Vaya, Tom! ¿Dónde has estado? Lord Bristol ha enviado un par de sacerdotes a Lisboa para probar que Clarendon dio algún tósigo a Catalina para tornarla estéril antes de partir para Inglaterra.

—¡Al cuerno esos enmohecidos chismes sobre Clarendon! Y allí podéis ver a su hija… ¡tan seria y modosilla como si fuera la reina Anne!

Otro de los currutacos, al oír hablar de la reina, se acercó con paso vivo.

—¿Qué pasa? ¿Qué sucede con la reina Catalina?

En todo el teatro había una fuerte corriente de comentarios provocados por la presencia del niño. Mientras, la nobleza se acomodaba en sus asientos. Carlos Estuardo se sentó en el centro, con Catalina a su derecha y el duque de York a su izquierda. Anne Hyde estaba colocada al lado de su marido, y la Castlemaine en un extremo de la fila de la reina. Los rodeaban las doncellas de honor de Su Alteza Real y de la reina. Era un grupo de bonitas, vivarachas y risueñas jóvenes de blanco cutis, ojos zarcos y rizos de oro. Las amplias faldas de raso y tafetán crujían cuando ellas arreglaban sus pliegues o se movían para abanicarse o conversar queda y animadamente con sus compañeras. Todas habían llegado a la Corte el año anterior. Todas eran encantadoras, como si la misma naturaleza hubiera querido agradar al rey creando en su obsequio una generación de mujeres bonitas.

A la derecha de Bárbara se sentaba una de las doncellas de honor de la reina, mistress Boynton, una joven vivísima a quien le gustaba afectar un aire de extrema languidez y que se desmayaba tres o cuatro veces diarias cuando había caballeros presentes. Bárbara le hablaba muy bajo, indudablemente con el propósito de que no la oyera Frances Stewart, sentada detrás de ellas.

—¿Habéis caído en que la señora Stewart ostenta hoy un deplorable aspecto? Juraría que su cutis tiene un tinte verdoso.

Era bien sabido que en los últimos días Frances Stewart sentía celos a causa de la sensación creada por la reciente llegada de mistress Jennings, una rubia de quince años admirada por todos los hombres y criticada por todas las mujeres. Bárbara se sentía sumamente complacida de que hubiera alguien que hiciera padecer a la Stewart lo que ella misma padeciera cuando su rival llegó a la Corte el año anterior.

La Boynton agitó lentamente su abanico, con los párpados medio cerrados, y contestó arrastrando las palabras.

—A mí no me parece que su cutis esté verde. Tal vez haya algo, más bien, en los ojos de Vuestra Señoría.

Bárbara le echó una mirada que antes la hubiera inquietado, pero que entonces no produjo a la Boynton ninguna impresión. Lady Castlemaine se volvió con enfado a Monmouth, el cual se inclinó hacia delante con gran interés, casi ávidamente, prendado sin duda alguna de la amante de su padre. Monmouth era alto y bien desarrollado para su edad, físicamente precoz como lo fuera el rey y tan extraordinariamente hermoso que las jovencitas bebían los vientos por él. No solamente tenía la belleza de los Estuardo, sino también su encanto, ese gentil y amable continente que llamaba la atención dondequiera que fuese.

La Boynton echó una lánguida mirada por encima de su hombro y sonrió desmayadamente a Frances, la que se inclinó hacia adelante, susurrando detrás de su abanico.

—Acabo de ver que Su Alteza ha deslizado otro papelito en la mano de la Jennings. Espera un momento y veremos cómo lo rompe.

Mistress Jennings había sido durante algunos días el blanco de la diversión de la Corte, al rechazar los requerimientos del duque de York; convertirse en su amante era el oficio que generalmente implicaba ser nombrada doncella de honor de su esposa. La joven rompía las esquelas delante de quienquiera que fuese y arrojaba los pedazos en el mismo salón de Su Alteza. Y ahora, como lo predijera Frances, la rasgó en menudos pedazos que luego lanzó al aire, haciéndolos caer sobre la cabeza y hombros del duque.

La Boynton y Frances no pudieron reprimir sus carcajadas; York miró y vio los papelitos sobre sus hombros. Frunciendo el entrecejo, se deshizo de ellos. La Jennings seguía sentada muy tiesa, como si nada hubiera sucedido, con la vista clavada en el escenario. La representación de la comedia había comenzado pocos minutos antes.

—¡Caramba! —exclamó el rey Carlos, al ver que su hermano se sacudía los papelitos; luego rió apagadamente—. ¿Otra calabaza, James? ¡Pardiez! Creía que a estas horas habrías comprendido la insinuación.

—Me parece que tú tampoco haces caso de insinuaciones, permíteme que lo diga, Carlos —murmuró con mal humor el duque. Su real hermano se concretó a sonreír de muy buen talante.

—Es que los Estuardos somos muy tozudos, creo. —Se inclinó cerca de su oído y le susurró con voz apenas inteligible—: Te apuesto mi poney turco contra cualquiera de tus caballos a que romperé ese cerco antes que tú.

El duque de York enarcó las cejas con incredulidad.

—Apostado, Sire —los dos hermanos se estrecharon las manos y Carlos concentró su atención en la comedia.

Durante dos actos Bárbara permaneció quieta. Sonrió a Buckingham y a otro caballero sentados en la platea. Retorció sus perlas y se echó viento de un modo que parecía que iba a romper el abanico. Varias veces se llevó las manos a la cabeza para arreglarse el peinado. Se miró una y otra vez en el espejo, enderezó de nuevo un rizo y devolvió el espejo a la Wilson. Estaba ostentosamente fastidiada. Pero durante todo el tiempo, y a pesar de sus visibles y audibles movimientos, él apenas si se había dado por enterado de su proximidad. Ni siquiera se dignó mirarla una vez. Por último, sin poder soportarlo más, dislocando su rostro en una amable sonrisa, se inclinó por encima de la reina y tocó a Carlos Estuardo en el brazo.

—Es una representación desastrosa, ¿no os parece, Sire?

El rey la miró con frialdad.

—Yo no lo creo así. Por el contrario; me estoy divirtiendo bastante.

Los ojos de Bárbara se ensombrecieron y la sangre se agolpó en sus mejillas. Al cabo de unos momentos logró recobrarse. Se levantó sonriendo melosamente, y avanzando por detrás de Catalina fue a forzar un asiento entre el rey Carlos y su hermano. Los dos la miraron con enojo, aunque en seguida se hicieron a un lado para dejarle sitio. La Castlemaine se sentó con el rostro impasible y duro, como de piedra.

Sin embargo, la humillación la estaba haciendo transpirar. Por un momento creyó que su corazón iba a estallar: tal era la fuerza con que palpitaba.

Con el rabillo del ojo miró a su real amante y vio que tenía tensos los músculos de la barbilla. Tuvo impulsos de inclinarse y desgarrar con sus uñas la atezada y lustrosa piel de sus mejillas, hasta que la sangre corriera libremente… Haciendo un esfuerzo consiguió dominarse y, apartando la vista de él, la fijó en el escenario. Todo lo veía y oía como entre sueños, sin entender nada. Veía caras, caras y más caras, caras odiosas que reían y le hacían gestos y se burlaban de ella… Todo un mar de caras enemigas. Las odiaba con un odio feroz y mortal que casi la hacía enfermar.

Le parecía que la comedia no iba a terminar nunca y que no podría permanecer sentada un minuto más. Al fin terminó. Esperó un momento, so pretexto de ponerse los guantes, todavía espiando a Carlos y esperando que la invitara a ir en su carruaje. Pero el rey salió con Harry Bennet a hacer una visita al canciller, que se encontraba en cama con un nuevo ataque de gota.

Bárbara se puso la capucha, se cubrió el rostro con su velo y, haciendo un imperioso gesto a la Wilson, salió tan precipitadamente como le fue posible. La gente se detenía y le abría paso; su nombre todavía tenía la virtud de apartar las olas. Una vez fuera, se dirigió a su coche y, debido a que el tránsito estaba bloqueado, se resignó a esperar, mientras su cochero llenaba de maldiciones a cuantos se acercaban implorando una limosna. Por último apareció Buckingham.

Venía acompañado de Sedley y Buckhurst. Bárbara hizo una seña a su lacayo para que abriera la portezuela y llamó al duque con descompuestos ademanes. Él se había detenido a conversar con una de las vendedoras de naranjas, una alegre y riente moza que conversaba con los tres grandes hombres como si fueran porteros o lacayos. Por último, completamente exasperada, Bárbara gritó:

—¡Buckingham!

George Villiers la miró indolentemente, levantó una mano y continuó tranquilamente su conversación. Bárbara se abanicó con furia.

—¡Mal rayo lo parta! ¡Le cortaré las orejas por esto!

Finalmente el duque tomó una naranja, besó a la muchacha y metiéndole una moneda en el escote, se dirigió al coche de su prima. Al pasar, arrojó la naranja a un pordiosero.

—Vete a casa en un coche de alquiler —murmuró rápidamente a la Wilson y, mientras la sirvienta salía por una puerta, Su Gracia entraba por la otra.

—Esa moza es la más ladina de todas las jóvenes de Londres —dijo el duque, sentándose a su lado y agitando la mano a la muchacha. Si la mirada de Bárbara hubiera sido un rayo, allí mismo hubiera caído fulminado—. A las seis vende baratijas por las calles y a las doce está en el burdel de mamá Rosa. Ahora la mantiene Hart, pero yo le digo que debe dedicarse al teatro. Se llama Nelly Gwynne y me gustaría…

Bárbara casi no lo había escuchado. Gritó a su cochero que partiera, aun cuando el tránsito seguía embotellado y era completamente imposible moverse.

—¡Al cuerno esas malditas vendedoras de naranjas! —exclamó furibunda—. ¡Qué buen servicio el que me habéis hecho, eh! ¡Nunca me había humillado de ese modo!… ¡Y a la vista de todo el mundo! Lo que habréis hecho en esta semana que no os he visto… ¿Dónde estuvisteis?

Buckingham se puso serio; todo su enorme orgullo se sintió provocado ante aquella desconsiderada forma de tratarlo.

—¿Y qué? ¿Acaso esperáis milagros? Recordad, madame, que os tomó algún tiempo el conseguir el favor de Su Majestad. No puedo hacer que retornéis a él de inmediato. Además, de haberos quedado en vuestro asiento… no habrías tenido necesidad de sufrir esa humillación. Y desde hoy no me esperéis en las esquinas para gritarme como a vuestro lacayo, madame, porque eso no es propio de gentes de nuestro rango…

—¿Cómo? ¡So perro impertinente! Haré que…

—¿Qué haréis, madame?

—¡Haré que os arrepintáis por esto!

—Os pido perdón, madame…, pero no os creéis ilusiones. ¿O es que habéis olvidado que puedo poneros dondequiera que se me ocurra con tal que me tome la molestia? No olvidéis, madame, que sólo vos y yo sabemos que han sido quemadas las cartas de Su Majestad.

Bárbara lo oía con la boca abierta. Permaneció varios segundos mirándolo horrorizada, horror que se convirtió en una rabia impotente. Estuvo a punto de replicar, pero el duque abrió la portezuela y bajó tranquilamente, haciéndole un descuidado saludo con el guante. Lo vio retroceder algunos pasos y subir a otro coche lleno de mujeres que le dieron la bienvenida en un remolino de faldas de raso de colores brillantes, gritos, risas y besos. Los ojos de Bárbara estaban inyectados en sangre y su piel había adquirido un color purpúreo que hacía presagiar un accidente. Mas no ocurrió nada y su carruaje partió sin que el duque se dignara dirigirle la mirada.