Capítulo XXVII

Nunca más volvió a mencionarse, en presencia de míster Dangerfield, la actuación de su esposa en el teatro.

A la mañana siguiente del día en el que Lettice hiciera la sensacional revelación, su padre la había llamado a sus habitaciones privadas para decirle que el asunto le había sido explicado a su satisfacción, que no se consideraba obligado a dar una explicación a su familia, y que deseaba que el mismo no se mencionara más entre ellos ni, mucho menos, que se dejara traslucir fuera. A Henry se le dio a escoger entre seguir visitando el teatro o dejar la casa. Y, según las apariencias, todo quedó como había estado siempre.

La primera vez que Ámbar reapareció —en el almuerzo del día siguiente— tenía el acostumbrado aspecto, tan compuesto y natural como si nadie supiera lo que había sido. Su cinismo y sangre fría fueron considerados esta vez como una demostración descarada de lo que todavía podía hacer. Nunca la perdonarían por no haber bajado la cabeza delante de ellos, avergonzada y confundida.

Ámbar sabía lo que estaban pensando, pero no le importaba un bledo. Había convencido a míster Dangerfield de que era completamente inocente, víctima de la mala suerte que la obligó a llegar hasta el teatro, aunque sin ser contaminada física ni moralmente por la perversión que allí reinaba. Su afecto por ella crecía más y más, su lealtad era inmensa, de modo que ninguno se atrevía a criticarla delante ni siquiera por interferencia. Más todavía; por orgullo de familia y por respeto y cariño a su padre, se veían obligados a defenderla de los extraños. La murmuración se había extendido entre sus numerosísimas relaciones —cosa inevitable— y se decía que el viejo Dangerfield se había casado con una actriz, y no de muy buena reputación. Ellos la defendían con tal ardor, que Ámbar terminó siendo aceptada hasta por las más recalcitrantes damas de su círculo.

Si bien el resto de la familia consideraba un deshonor el estar emparentado, aunque sólo fuese por el matrimonio, con una exactriz, entre ellos había uno que creía que era la cosa más maravillosa de la tierra. Era Jemima. Constantemente la asediaba para que le contara las cosas de que había sido testigo en el teatro: los comentarios de los caballeros, el aspecto de lady Castlemaine cuando se sentaba en su palco, la impresión que se tenía al encontrarse frente a las mil personas que la miraban a una. Y quería saber también si era cierto que una actriz era una mujer impúdica, como había dicho Lettice. Jemima estaba intrigada. ¿Qué quería decir exactamente eso de impúdica? Sonaba, en verdad, como algo excitante.

Ámbar respondía a sus preguntas, pero solamente en parte. Describió a su hijastra todo cuanto se refería al bullicio, el brillo y la alegría… omitiendo todas esas cosas sórdidas que ella conocía tan bien. Para Jemima, la magnificencia de los caballeros y de las damas se cifraba en sus ropas lujosas, su amaneramiento distinguido y sus títulos. No le habría gustado que la desilusionaran.

A pesar de todo cuanto Lettice decía o hacía, Jemima empezó a imitar a su madrastra.

Su escote se abrió, sus labios se encendieron, empezó a oler a azahares y a llevar el cabello en espesos y undosos bucles sujetos atrás con cintas. Ámbar, por pura diablura, la alentaba en toda forma. Le dio un frasquito con su propio perfume, botes de pinturas para los labios, una cajita de polvos perfumados y peinetas para hacer los rizos y hacerlos parecer más gruesos. La niña hasta osó llevar dos o tres lunares postizos.

—¡Dios santo, Jemima! —dijo Lettice a su hermana, un día que ésta apareció a la hora del almuerzo con un vestido de raso verde de mangas abullonadas y que dejaba desnudos parte del pecho y de los hombros—. ¡Comienzas a tener el aspecto de una buena pieza!

—¡Disparates, Lettice! —replicó Jemima airadamente—. ¡Estoy aprendiendo a parecerme a una dama!

—¡Nunca creí ver el día en que mi propia hermana se pintaría!

Sam puso una mano alrededor de la brevísima cintura de Jemima.

—¡Deja a la muchacha, Lettice! ¿Qué importa que lleve un lunar o dos? Parece así una bonita estampa.

Lettice echó una furiosa mirada a su hermano.

—¿Sabes tú dónde aprendió todo eso?

Jemima salió al instante en defensa de su madrastra.

—¡Si quieres decir que lo aprendí de madame, sí, es verdad! ¡Y deberías cuidarte de que papá no te oiga hablar de ella con ese tono!

Lettice lanzó un triste suspiro y movió la cabeza.

—A lo que hemos llegado los Dangerfield… cuando los sentimientos de una vulgar actriz son…

—¿Qué quieres decir con eso de «vulgar actriz», Lettice? —exclamó Jemima—. ¡Ella no es vulgar! ¡Es una dama de calidad! ¡De mejor clase que los Dangerfield, si quieres que te lo diga! Su padre, que era un caballero, para que lo sepas, la arrojó del hogar porque se casó con un hombre a quien él no apreciaba. Y cuando su esposo murió, ella se encontró sin un centavo. Tom Killigrew, que la vio un día por la calle, le ofreció hacerla trabajar en el teatro. ¡Y así tuvo que hacerlo!… ¡para no morirse de hambre! ¡Pobrecita! Y tan pronto como el padre de su esposo murió dejándole algún dinero, se retiró y fue a Tunbridge Wells, donde pensaba vivir tranquilamente retirada… ¡Vaya!… ¿De qué os reís tan estúpidamente?

Sam se compuso; era de opinión que Jemima resultaría menos afectada por la sociedad de aquella mujer, si no sabía quién era realmente.

—¿Es ésa la historia que ha referido a nuestro padre?

—¡Sí, ésa es! Tú la crees, ¿no es cierto, Sam? ¡Oh, Lettice, me tienes enferma!

Levantó su falda y subió a toda prisa la escalera, mostrando sus medias, de seda verde. Sam y Lettice cambiaron miradas.

—¿Será posible que él haya creído ese cuento? —preguntó Sam.

Lettice se había vuelto suspirante.

—Me consta que sí. Y si él cree que nosotros no… Pero, nunca debe sospechar, eso es todo. No sé qué le habrá pasado, que de tal modo lo ha cambiado, mas lo cierto es que ocurrió algo. Pero nosotros debemos ocultar nuestros sentimientos y pensamientos por consideración a él. Todavía lo queremos incluso si… incluso si… —Se apartó, bajando modosamente la cabeza; Sam tuvo tiempo de presionar afectuosamente su brazo cuando se alejaba.

En ese momento míster Dangerfield y su esposa entraron en la habitación, con Jemima triunfalmente del brazo de su madrastra.

Corría el mes de junio. Ámbar, que todavía no estaba embarazada, empezó a sentir una gran desazón. Porque Samuel, ella lo sabía, estaba ansioso de tener un hijo, y más —sospechaba ella— para justificar su matrimonio a los ojos de su familia y a los suyos propios. También ella deseaba uno, por su parte. Ya le había asignado él una tercera parte de su fortuna, pero si tenían un hijo tal vez le concediera más. Ahora abrigaba una inclinación casi cómica hacia los niños, considerando que su primera esposa le había dado dieciocho herederos. Y perpetuamente consciente de la hostilidad de sus hijos y nietos, creía que un niño la habría protegido más que cualquier otra cosa.

Envuelta en una capa y con la cara cubierta por espeso velo, fue a consultar con casi todas las comadronas, charlatanes y médicos de Londres, solicitando consejo. Tenía un armario lleno de ungüentos, bálsamos y hierbas de toda clase, y el trabajo de untar y reuntar le robaba buena parte de su tiempo. La alimentación de míster Dangerfield incluía particularmente ostras, huevos, caviar y mollejas de ternera… Pero el desconcertante hecho persistía: no estaba encinta. Finalmente optó por concurrir a casa de un astrólogo para que leyera sus estrellas y se sintió muy alentada cuando le dijo que pronto debería comenzar a preparar una canastilla.

Un día caluroso de fines de junio, ella y Jemima regresaron de una visita realizada al Cambio Real y entraron en su habitación a servirse sorbetes de naranja. Con aquel calor bochornoso, las calles estaban polvorientas y las gentes malhumoradas. En la casa había muchas moscas y Tansy estaba sumamente atareado en matarlas dondequiera zumbaban o se posaban. Ámbar arrojó su abanico, sus guantes y su capucha y se dejó caer en un sofá, desanudando el corpiño de su vestido.

Jemima estaba menos interesada por el calor que por la extraordinaria aventura que habían corrido. Dos apuestos y gentiles caballeros habían detenido a su madrastra en uno de los pisos del Cambio y uno de ellos, con encantadora osadía, pidió ser presentado a la «jovencita de los ojos azules», refiriéndose a Jemima. Luego la había besado en la mejilla y retirádose después de saludarla muy galantemente, no sin antes invitarlas a dar un paseo por Hyde Park y tomar un refresco de naranja helada.

—¡Imaginaos! —exclamó, divertida, Jemima—. ¡Mister Sidney me dijo que, después de encontrarme, el día parecía más caluroso! —Hizo una mueca y bebió su refresco—. ¡Oh! Nunca he visto caballeros tan hermosos… al menos durante mucho rato. Y el otro, el coronel Hamilton, es el amante de lady Castlemaine, ¿verdad?

Le parecía quimérico que el amante de Su Señoría hubiese puesto sus ojos en ella. La fama de Bárbara cobraba categoría de mito, conocida incluso por adolescentes ingenuas como Jemima.

—Así se dice —respondió Ámbar indolentemente.

—¡Y, claro! Sé que hicisteis muy bien al no aceptar la invitación… pero ¡parecían tan hermosos, tan gentiles, tan educados! ¡Oh! ¡Nos hubiéramos divertido bastante!

Ámbar cambió una mirada de inteligencia con Nan, que estaba detrás de la muchacha.

—Sin duda —admitió, levantándose para ir a cambiarse. Los Dangerfield tenían muchos motivos de resentimiento, especialmente desde que míster Dangerfield se mostraba tan ansioso por agradar a su mujer, pues su principal distracción consistía en cambiarse un vestido tras otro.

—¿Sabéis? —dijo Jemima, sin mirar a su madrastra y contemplando pensativa su vaso—. Me parece que ha de ser maravilloso tener un amante… Siempre que fuera un caballero, quiero decir. ¡Odio a los jóvenes vulgares! Todas las damas de la Corte tienen amantes ¿no es verdad?

—¡Oh! Supongo que algunas. Pero, a decir verdad, Jemima, no creo que agrade a Lettice oírte hablar de ese modo.

—¡Mucho me preocupa a mí que Lettice se muestre descontenta con lo que digo o hago! ¡Bah! ¿Qué sabe ella de estas cosas? El único hombre que ha conocido es John Beckford… ¡y se ha casado con él! Pero con vos es diferente… Vos lo sabéis todo, y puedo hablar con libertad, porque sé que no me diréis nunca que soy una indecente. Los maridos son siempre muchachos tontos… y los caballeros nunca se casan, ¿no es así?

—No, mientras puedan conseguir… este… mientras puedan evitarlo —enmendó.

—¿Y por qué hacen eso?

—¡Oh! —se encogió de hombros detrás del biombo—. Dicen que para no perder su reputación de hombres cuerdos. Vamos, Jemima, dejemos este tema. Espero que desees casarte lo más pronto posible con Joseph Cuttle.

Jemima hizo un violento gesto de protesta.

—¡Joseph Cuttle! ¡Quisiera que vos vierais!… Aunque, esperad… debéis recordarlo. Estaba aquí la semana pasada. ¡Tiene los dientes salidos, las piernas raquíticas y la cara llena de pecas! ¡Lo odio! ¡No quiero casarme con él!… ¡No me importa que digan lo que digan!

—Bueno —dijo Ámbar sentenciosamente—. No creo que tu padre quiera casarte con él si no te gusta.

—¡Dijo que tengo que casarme! ¡Si lo han estado planeando desde hace años! ¡Pero, oh, yo no quiero! ¡Ámbar! —exclamó de pronto y corrió a ponerse de rodillas delante del asiento donde su madrastra estaba sentada, acariciando a un gato que ronroneaba mimosamente—. ¡Papá hace cuanto vos le decís! Tenéis que hacer que prometa no casarme con Joseph Cuttle. ¿Sí? ¡Hacedlo, Ámbar, por favor!

—¡Oh, Jemima! —protestó Ámbar—. No debes decir semejante cosa. Tu padre no hace lo que yo le digo, después de todo. —Sabía que a míster Dangerfield le disgustaba que dijeran que era un calzonazos—. Pero le hablaré en tu favor…

—¡Oh, si hicierais eso! ¡No puedo casarme con él! ¡No puedo! Listo y… ¿Queréis saber algo, Ámbar? ¡Estoy enamorada!

Ámbar pareció escasamente impresionada, pero hizo la esperada pregunta:

—¡Ah, sí! ¿Y cómo es él? ¿Es bien parecido?

—¡Oh! —suspiró Jemima cerrando los ojos— ¡Es el hombre más hermoso que he visto en mi vida! Es alto, de cabellos negros, y sus ojos… Bueno; he olvidado de qué color son, pero cuando me miran me producen un cosquilleo. ¡Oh, Ámbar, es maravilloso! ¡Es todo cuanto admiro en el mundo!

—¡Vamos, vamos! —dijo Ámbar—. ¿Y dónde se puede ver a esa maravilla?

Jemima se puso triste.

—No está aquí… en Londres. Al menos por ahora, porque espero que regrese pronto. Lo he estado esperando durante trece meses y una semana… Y nunca amaré a otro hombre mientras él pueda volver.

Ámbar estaba asombrada del entusiasmo juvenil de Jemima, considerando que la muchacha sólo sabía lo que significaba el amor en sus primeras fases. Besos castos y relumbrón de sentimientos componían toda su experiencia.

—¡Vaya, Jemima! Espero que regrese pronto. ¿Sabe él que lo estás esperando?

—¡Oh, no! ¡Si apenas sabe que vivo! Lo he visto solamente dos veces… una noche que vino a cenar aquí y otra que Sam, Bob y yo fuimos a ver sus barcos, poco antes de que zarpara para América.

—¡Antes de que zarpara para América! ¿Quién es ese hombre? ¿Cómo se llama?

La voz de Jemima era un susurro.

—Si os lo digo ¿me prometéis no decirlo a nadie? Todos se reirían de mí. Es un noble… lord Carlton… ¡Oh! ¿Qué pasa? ¿Acaso lo conocéis?

Fue como si repentinamente le hubieran arrojado agua fría a la cara. El miedo que la poseyó dio paso a una profunda cólera. «¿Por qué habría de tener miedo? —se dijo, fastidiada por su falta de confianza—. Esta mocosa no puede significar nada para él… ¡Si apenas ha dejado el biberón! Además, no es tan bonita como yo… ¿O lo es?» Los ojos de Ámbar recorrieron detenidamente el cuerpo de la muchacha y por último se posaron en su cara. Como resultado de su examen, se dijo que no tenía por qué preocuparse; Jemima no era una amenaza para su felicidad. «¡Y no seas necia! —pensó iracunda—. ¿Quieres que lo adivine?…» Sólo segundos habían transcurrido desde que Jemima hiciera su alarmante pregunta. Respondió aparentando indiferencia.

—Me parece haberlo visto una vez en el teatro. Pero ¿cómo llegaste a tener amistad con un lord y a visitar sus barcos?

—Lord Carlton tiene negocios con mi padre… aunque no sé cuáles son.

Ámbar enarcó las cejas.

—¿Samuel asociado con un pirata?

—¡Él no es un pirata! Es un corsario… ¡Hay un mundo de diferencia entre ellos! Los corsarios son los que han conseguido que Inglaterra domine los mares… ¡no la Marina de Su Majestad!

—Hablas ya como una comerciante, Jemima —dijo Ámbar agriamente, pero al instante se reprendió por estar perdiendo de nuevo los estribos. Sonrió con una de sus estudiadas sonrisas—. De modo que estás enamorada de un noble… Por consideración a ti, espero que vuelva pronto a Inglaterra.

—¡Oh, yo también lo espero así! ¡Daría todo por verlo de nuevo! Vos sabéis… —dijo, con una súbita confianza y un destello de malicia en los ojos—. En la víspera de San Jerónimo, Anne, Jane y yo hicimos cocer una torta. Anne soñó esa noche con William Twopeny… ¡y ahora está casada con él! ¡Yo soñé con lord Carlton! ¡Oh, Ámbar! ¿Creéis que podrá enamorarse de mí? ¿Creéis que algún día se case conmigo?

—¿Por qué no? —espetó Ámbar—. En todo caso, llevarías al matrimonio una dote muy importante. —En cuanto pronunció estas palabras, se maldijo a sí misma y rápidamente agregó—: Eso es siempre lo que buscan los hombres, ya lo sabes.

En menos de una hora rompió la promesa hecha a Jemima. Al entrar míster Dangerfield, no pudo resistir a la tentación de hablarle de Bruce. Empezó por decir inocentemente:

—Hoy he oído decir en el Cambio que Holanda ha asegurado a Su Majestad que la flota holandesa sirve sólo para proteger su comercio de pesca y que el rey Carlos se enfurece a la sola idea de que lo tomen por tan necio…

Mister Dangerfield, que se estaba quitando las ropas rió alegremente al oír eso.

—¡Qué mentira más ridícula! La flota holandesa tiene un solo propósito: expulsar a Inglaterra de los mares. Han capturado muchos de nuestros barcos, han derrotado a nuestros hombres en las Indias Orientales, colgado a San Jorge debajo de su misma bandera, concedido patentes de corso contra nosotros, y… En fin, han hecho todo cuando les ha venido en gana, menos atreverse a atacarnos.

—Pero nosotros también hemos estado dando patentes de corso, especialmente desde que el rey regresó, ¿no es así?

—Si lo hicimos, no me parece que se sepa… Esas patentes fueron concedidas principalmente con España, aunque no dudo que también los holandeses habrán sido detenidos. Es lo menos que podíamos hacerles. Pero ¿cómo es que conoces tanto de nuestra política, querida?

Parecía tiernamente sorprendido al oír a su esposa discutir asuntos tan serios.

—He estado hablando con Jemima.

—¿Con Jemima? ¡Caramba! Me sorprende saber que ella se interese por esas cosas.

—En lo que respecta a los corsarios, sí lo está. Dice que tienes negocios comunes con ellos.

—Es cierto; con tres o cuatro de ellos. Nunca creí que Jemima pudiera interesarse por mis asuntos —sonrió, mientras se paraba delante de ella con las manos en los bolsillos y la contemplaba admirativamente.

—Ella no está interesada en tus asuntos comerciales, sino en los corsarios…

—¡Oh! Conque ¿ésas tenemos? Vaya, vaya… Supongo que todavía creerá estar enamorada de lord Carlton…

—¿Cómo lo has adivinado?

—No es un secreto… Estuvo a cenar aquí hace un año. Apenas pudo probar un bocado y no habló de otra cosa durante días enteros. Haría mejor en quitárselo de la cabeza.

—Dice que está esperando que regrese.

—¡Qué absurdo! Si ni siquiera sabe él que Jemima existe… Su familia es una de las más prestigiosas y antiguas de Inglaterra, y él se ha hecho inmensamente rico. No irás a creer que pueda interesarle la presuntuosa hija de un comerciante.

Mister Dangerfield no se forjaba ilusiones sobre su situación social comparada con la de la aristocracia. Su familia era nueva, había adquirido poder y riqueza en las dos últimas generaciones y no tenía la desorbitada ambición de comprar un título nobiliario —como lo estaban haciendo algunos que él conocía— al precio de su propio respeto.

—Yo no querría que se casara con lord Carlton ni aunque él se mostrara dispuesto a hacerlo. Como hombre, me gusta y lo quiero, pero como esposo de mi hija… no lo aceptaría aun cuando él me lo pidiera. Y eso es imposible. No; Jemima se casará con Joseph Cuttle y ya puede ir quitándose de la cabeza esas ridículas ideas. Los Cuttle y yo hemos realizado varios negocios durante años, y de todos modos es un matrimonio ventajoso para ella. Yo le hablaré personalmente.

—¡Oh, por favor, Samuel!… ¡No hagas eso! Le prometí que no te lo diría. Pero, por supuesto, quería que lo supieras. ¿Por qué no me dejas que yo le hable?

—Nada me gustaría más, querida. Respeta mucho tus opiniones, mucho más que las de cualquiera —sonrió y le ofreció el brazo—. No quiero forzarla, pero sé que es bueno para ella y para todos nosotros. El muchacho es joven, pero está muy enamorado; es trabajador como el que más y formal. Exactamente la clase de marido que le conviene.

—¡Claro que le conviene! Pero las jóvenes de nuestros días tienen cada idea sobre los hombres… —Salieron de la habitación, y mientras bajaban, Ámbar preguntó como al azar—: A propósito, Samuel: ¿ese lord Carlton llegará pronto a Londres?

—No lo sé. ¿Por qué?

—¡Oh, por nada! Estaba pensando solamente que el contrato matrimonial podría firmarse antes de que lo vuelva a ver; sólo Dios sabe lo que puede ocurrir… Una niña enamorada es capaz de cometer mil tonterías.

—Muy buena idea, querida. Veré a los abogados mañana. Es muy bondadoso por tu parte que te intereses por la familia.

Ámbar sonrió con dulzura.

Joseph Cuttle figuraba entre los invitados aquella noche. Ya ella lo había visto, pero no lo recordaba. Era un muchacho alto y desgarbado, con una cara que parecía inconclusa. Sus maneras eran torpes y embarazadas, como si siempre sintiera deseos de correr a ocultarse. Parecía fuerza de razón que Jemima tuviera que casarse con tan desmañada criatura.

Ámbar lo buscaba con la vista y él hacía verdaderos esfuerzos para dominarse y tranquilizarse. Por último, ante las reiteradas sonrisas de ella, lo consiguió, y poco después charlaban los dos como viejos amigos. Le confió él sus preocupaciones y le suplicó su ayuda. Ámbar le prometió que lo haría, insinuando de paso que la muchacha quizá lo quisiera y que por natural pudor no deseaba hacerle conocer sus sentimientos. En una ocasión sorprendió los ojos de Jemima clavados en ella, expresando un doloroso y acusador asombro. Poco después la joven se levantó, pretextando un dolor de cabeza, y se retiró a sus habitaciones.

A la mañana siguiente entró como una tromba en el dormitorio de Ámbar. Esta yacía muellemente cubierta por las sábanas de seda, contemplando distraída las colgaduras de raso del baldaquín. Mejor dicho, estaba soñando despierta, evocando escenas vividas por ella y Bruce Carlton. Hacía mucho tiempo que le había perdonado la muerte del capitán Morgan y estaba segura de que, por su parte, él la había perdonado también. Y desde el momento que Jemima le había hablado de él, le parecía más cercano de lo que lo había estado en los últimos meses. Incluso era posible que lo viera dentro de muy poco. La presencia de Jemima la sacó de sus voluptuosos ensueños.

—¡Cielos, Jemima! ¿Qué es lo que ocurre? —se incorporó en el lecho.

—¡Ámbar! ¿Cómo es posible que anoche os comportarais así con ese imbécil de Joseph Cuttle?

—Después de todo, no me parece que sea tan imbécil, Jemima. Es un muchacho de buenos sentimientos y te adora.

—¡No me importa! Es feo y necio, además… ¡Y yo le odio! ¡Y vos me habíais prometido que me ayudaríais! —se echó a llorar.

—No llores, Jemima —dijo Ámbar, más bien con disgusto—. Te ayudaré, si puedo. Pero tu padre me dijo que le hablara y no pude excusarme.

—¡Os habríais excusado si lo hubierais querido! —insistió Jemima, limpiándose las lágrimas—. Lettice dice que él hace lo que vos le mandáis… ¡Como un mono amaestrado!

Ámbar reprimió las carcajadas; en cambio, dijo severamente:

—¡Lettice está muy equivocada! ¡Y tú harías mejor no diciendo esas cosas, Jemima! Pero tranquilízate… Te ayudaré todo lo que pueda.

Jemima sonrió, consolada. Sus lágrimas habían desaparecido sin dejar huella.

—¡Oh, gracias! Sabía que no podríais volveros contra mí. Y cuando lord Carlton venga… me ayudaréis entonces, ¿no es cierto?

—Claro que sí, Jemima. Haré todo lo que pueda.

Ámbar cruzaba el patio exterior para ir a tomar su coche, cuando se detuvo al ver ante la puerta un carruaje que le era muy familiar: el de Almsbury. Y puesto que el conde no tenía ninguna clase de negocios con míster Dangerfield, eso quería decir que Bruce Carlton estaba de vuelta. ¡Allí estaba, en ese mismo momento, dentro de la casa!

Por unos segundos se quedó parada, anonadada, mirando el escudo de armas. Mas, decidiéndose, giró sobre sus talones y a toda carrera cruzó el patio de vuelta. Había estado tres o cuatro veces en las oficinas de míster Dangerfield; todos los empleados la habían mirado con curiosidad. Ahora ocurrió lo mismo, mientras con paso apresurado se dirigía a la oficina privada de su marido. Sin detenerse a reflexionar ni un segundo sobre lo que diría o haría, preocupándose tan sólo de su buen aspecto, abrió la puerta de golpe.

La habitación era grande y estaba elegantemente arreglada con mesas talladas de encina, sillas y taburetes del mismo estilo, ricas colgaduras de terciopelo rojo y oscuro y numerosos candelabros de pared encendidos. Míster Dangerfield y lord Carlton estaban de pie ante un mapa del Nuevo Mundo. Aquél estaba de frente, y Bruce de espaldas. Lucía éste una de esas nuevas capas-sotana, hecha de brocado verde y oro, que le llegaba hasta las rodillas. Sobre una ancha y retorcida faja de raso llevaba una trena, de la cual pendía la espada. Su sombrero era de anchas alas y su peluca no se diferenciaba en mucho del cabello natural. Solamente los currutacos de salón usaban pelucas extravagantes de largos bucles.

Hasta vuelto de espaldas era para ella un hombre diferente a los demás. Su corazón parecía un pájaro asustado y sentía ahogo. «¡Me voy a desmayar! —pensaba con desesperación—. ¡Voy a hacer algo terrible que lo echará todo a perder!»

—¡Oh! Lo siento, Samuel —dijo, deteniéndose en el umbral y con la mano sobre el picaporte—. Creí que estabas solo.

—Entra, querida. Este es lord Carlton, de quien ya me has oído hablar. Milord, ¿me permitís presentaros a mi esposa?

Bruce se volvió y la miró. Sus ojos se abrieron de sorpresa, pero ésta en seguida cedió paso a la diversión. «Tú —parecían querer decir—, precisamente tú entre miles de mujeres has tenido que casarte con este respetable y anciano comerciante.» Ámbar advirtió también que aquellos ojos no habían olvidado su última separación en medio de la furia y la tragedia.

Todo eso duró fracciones de segundo. Lord Carlton se quitó el sombrero y le hizo una grave cortesía.

—Servidor vuestro, señora.

—Lord Calton acaba de volver de América con sus barcos… además de algunos otros —agregó míster Dangerfield con una sonrisa, pues los comerciantes se sentían orgullosos de los corsarios y les estaban muy agradecidos.

—¡Oh, qué hermoso! —exclamó Ámbar nerviosamente, sin saber lo que decía. Tenía la terrible impresión de que iba a caer, de que iba a derrumbarse en pedacitos de la cabeza a los pies—. Venía a decirte, Samuel, que no estaré en casa a la hora del almuerzo. Tengo que hacer una visita —echó a Bruce una rapidísima y vaga mirada—. ¿Por qué no venís esta noche a comer con nosotros, lord Carlton? Estoy segura de que tendréis para contar muchas cosas maravillosas de vuestras aventuras en el mar.

Bruce se inclinó nuevamente, sonriendo.

—No creo que las historias del mar interesen a las damas, pero estaré muy contento de asistir, Mistress Dangerfield. Muchas gracias.

Ámbar les sonrió gentilmente, hizo una cortesía y salió de la habitación en medio del frufrú de sus enaguas de tafetán. La puerta se cerró estrepitosamente detrás de ella. Con la misma prisa cruzó el patio de nuevo, temiendo no poder llegar hasta el coche. Subió y se dejó caer en el asiento. Allí permaneció con los ojos cerrados.

Nan, conmovida, la tomó de una mano.

—¿Está allí, ama?

—Sí —musitó—. Está allí.

Media hora más tarde estaba en la casa de los Almsbury. Emily la recibió con gran alegría. Juntas subieron la escalera en dirección a la habitación de los niños.

—¡Qué amable habéis sido al venir a visitarnos! Nos encontramos en la ciudad desde hace quince días y vanamente tratamos de encontraros. Fuimos al teatro, donde lo único que pudieron decirnos fue que os habíais casado, aunque no se sabía con quién, ni mucho menos dónde vivíais. Lord Carlton está aquí, con nosotros.

—Sí, ya lo sé. Acabo de verlo en la oficina de mi esposo. ¿Creéis que vendrá a almorzar?

—No lo sé. Me parece que él y John se citaron en alguna parte. —En el ínterin habían llegado a la habitación de los niños, donde los encontraron comiendo su avena machacada con leche. La desilusión de Ámbar, ante la perspectiva de no encontrar ese día a Bruce, se evaporó ante el pensamiento de que podría disfrutar de la compañía de su hijo durante algunas horas. No lo había visto desde el pasado mes de septiembre. Era, a no dudarlo, un niño hermoso, saludable, de aspecto feliz y alegría desbordante, de cabellos oscuros y ojos verdes. Lo levantó en el aire, riendo feliz cuando él la besó y se manchó la cara con la pintura de sus labios, al mismo tiempo que metía la cuchara entre sus cuidados bucles.

—¡Papito está aquí también, madre! —anunció en voz alta—. ¡Tía Emily me trajo a Londres para que lo viera!

—¡Oh! —exclamó Ámbar, celosa—. ¿Vosotros sabíais que llegaba?

—Escribió a John —explicó Emily—. Quería ver al pequeño.

—No se ha casado, ¿verdad?

Era la temida pregunta que debía formular cada vez que regresaba. Cierto es que no imaginaba cómo un hombre como él podía casarse en tierra salvaje y vacía allende el océano.

—No —respondió Emily.

Ámbar hizo campamento en el suelo con Bruce y un rollizo y manchado perrillo de aguas de su propiedad. Los dos hijos de Almsbury también se acercaron. Mientras jugaba con ellos, tuvo oportunidad de hacer algunas preguntas a Emily.

—¿Cuánto tiempo se quedará esta vez?

—Más o menos un mes, me parece. Está preparando sus barcos para la guerra.

—¿Qué guerra? ¿Acaso ha comenzado la guerra?

—Todavía no, pero empezará muy pronto, creo. Por lo menos, eso es lo que se dice en la Corte.

—Pero ¿qué tiene que hacer él con la guerra? Puede perderlo todo… —Emily la miró, ligeramente sorprendida.

—Quiere ir, eso es todo. Inglaterra necesita de todos sus barcos y de todos los hombres de mar que pueda conseguir. Muchos corsarios harán lo mismo…

En ese preciso instante, Bruce abrió la puerta y entró, acercándose a ellas. Mientras Ámbar se quedaba sin habla, el niño se apartó de sus brazos y corrió a los de su padre, que lo levantó, sentándolo sobre su hombro. Se quedó delante de ella, mirándola y sonriendo.

—Pensé encontrarte aquí —dijo.