Capítulo XIII

Un alborozado tañido de campanas llenaba los ámbitos de la ciudad; los fuegos artificiales mostraban sus policromas combinaciones de luces, iluminando una gran parte del cielo. Cada casa era una ascua de luces, y un hervidero de mequetrefes bromistas bullía en las calles; elegantes carruajes cruzaban en todas direcciones, en medio de risas, vítores, canciones y música. Las tabernas estaban repletas de gente de toda condición que se divertían despreocupadamente. Era la noche de la Restauración propiamente dicha.

La taberna de «El Perro y la Perdiz» era un local elegante y de moda, situado en Fleet Street, frecuentado principalmente por galanteadores y petimetres bien vestidos, y por cortesanas que procuraban atraerlos. El establecimiento tenía un lleno completo. Todas las mesas estaban ocupadas por hombres más o menos elegantes —los que venían con mujeres ocupaban los reservados del primer piso—; los mozos circulaban precipitadamente entre la gente llevando botellas, copas y platos. En una de las mesas, un grupo de jóvenes estaban cantando; más allá, en un rincón, varios violinistas hacían sonar sus instrumentos, olvidados, sin que nadie les prestara atención. En el preciso instante en que Ámbar se disponía a entrar, salieron cuatro jóvenes embriagados que lanzaban protestas airadas, afirmando que se batirían a causa de no se sabía qué ofensa o desacuerdo surgido entre ellos. La atropellaron sin miramientos, sin molestarse en detenerse para pedirle excusas, aunque por sus ropas, indudablemente, se trataba de hidalgos.

Ámbar, con el velo bajo y la capucha puesta, se recogió desdeñosamente la capa, haciéndose a un lado. Cuando se hubieron alejado, traspuso el umbral y allí se detuvo, medio aturdida por la intensa humareda que a punto estuvo de ahogarla. Pronto se dominó y empezó a mirar a todos lados, como si buscara a alguien. Poco después se le acercó el patrón.

—Muy buenas noches, Madame.

Se dio cuenta, por sus modales, de que la consideraba lo que aparentaba ser: una dama. Por su parte, ella se sentía como tal. No en vano había pasado horas enteras en su ventana del «Real Sarraceno» y luego en «La Rosa y la Corona», observando a todas las damas que entraban y salían, subían a sus carruajes y bajaban o se detenían a hablar con algún impertinente admirador, y el olímpico ademán con que arrojaban monedas a un pordiosero. Sabía también cómo levantaban la falda, cómo se calzaban un guante, hablaban a un lacayo y hacían uso de sus abanicos. Se trataba en verdad de damas que confiaban en sí mismas y que consideraban con indiferencia a los demás, seguras de su posición en el gran mundo, mostrando desprecio por los que 10 pertenecían a él. Pero no podía pretender ser tenida por una de ellas sólo por sus movimientos. Con su natural disposición hacia la vida tenía ya ganada una gran parte de la batalla.

—Estoy buscando a un caballero —dijo tranquilamente, sin afectación—. Tenía que esperarme aquí —apenas miraba a su interlocutor mientras hablaba; sus ojos recorrían el amplio salón.

—Tal vez pueda yo ayudaros a encontrarlo, Madame. ¿Qué ropas lleva? ¿Qué apariencia tiene?

—Es alto y de cabello negro. Debe de llevar un traje negro con una guarnición de cordoncillo de oro.

El tabernero se volvió y comenzó a buscar entre los presentes.

—¿No será aquel caballero? ¿O aquel otro de la mesa del rincón?

—No, no. Ninguno de ésos. ¡Mal haya! ¡El bellaco llegará tarde! —agitó el abanico, mostrando su fastidio.

—Lo siento, Madame. Tal vez Madame prefiera esperar en uno de los saloncitos privados.

—Lo preferiría, pero de ese modo no podría encontrarme con él. No puedo esperar mucho… ¿comprendéis? —tenía que hacer comprender al tabernero que era una mujer casada y debía encontrarse con su amante, mostrando siempre el temor y la aprensión de ser vista por el esposo o por algún conocido—. Por favor, no tengo más remedio que esperarlo aquí mismo, en cualquier lugar discreto. Aguardaré a ese idiota unos minutos.

El patrón la condujo a uno de los rincones más apartados, después de hacerle cruzar el salón a través de la ruidosa y vocinglera concurrencia. Estaba cubierta de la cabeza a los pies, pero Ámbar notó que muchos hombres volvían la cabeza para mirarla. El perfume que usaba era de la mejor calidad y la capa —robada por Jack Black a alguna dama de rango— sugería ideas de riqueza. Se sentó junto a una mesita y, aunque no quiso beber nada, puso en la mano del hombre una moneda de plata.

—Habéis sido muy amable, gracias.

Una vez que estuvo sentada, dejó que su capa se abriera un tan o para mostrar una parte del blanquísimo cuello; siguió abanicándose, lanzó un prolongado suspiro y, con toda naturalidad, echó una casual ojeada por la sala. En su recorrido encontró varios pares de ojos que la contemplaban hipnotizados, muchas sonrisas y un gesto invitador de un hombre entrado en años. Instantáneamente dejó caer sus arqueadas pestañas. No debían tomarla por una cualquiera.

Se sentía casi contenta de encontrarse allí; la sangre corría con más ímpetu por sus venas y lo único que deseaba era que tal vida fuese real y no sólo parte de la comedia que estaba representando.

Transcurrió más o menos un cuarto de hora; ya ella había encontrado el candidato que le convenía, un joven que a juzgar por su exterior, debía de tener fortuna. Estaba sentado junto a una mesa, distante unos tres metros, jugando a las cartas con otros cuatro amigos. Su cabeza se volvía repetidamente hacia ella, y sus ojos la miraban con insistencia una y otra vez. Los hombres habían aprendido a saber si una mujer tapada era hermosa, con sólo fijarse en unos pocos detalles: el brillo y color del primer rizo indiscreto que escapaba de la capucha, el centelleo de un par de ojos entrevistos por angostos resquicios y la curva de una boca bonita.

Al advertir que una vez más la observaba, ella enfrentó su mirada por unos segundos y sonrió, tan imperceptiblemente que no hubiera podido decirse si hubo o no sonrisa; luego dirigió la vista a otro lado. Inmediatamente el joven dejó sus cartas y, levantándose, se acercó a ella, caminando con inseguridad.

—Madame —hizo una cortés pausa—, Madame, ¿me concederíais el señalado honor de serviros una copa de vino?

Ámbar, que estaba mirando hacia otra dirección, lo acogió con aparente sorpresa.

—¿Decíais, señor?

El joven se encendió.

—¡Oh, perdón, Señoría…! No quise ofenderos… pero me pareció que estabais muy sola…

—Espero a una persona, señor. No estoy abandonada. Y si me habéis tomado por una de ésas, os habéis equivocado lamentablemente. Creo que tendríais mejor suerte con aquellas damiselas que veo allí…

Con su abanico señaló a una mujer descubierta que acababa de entrar y que recorría el salón balanceándose, con la capa abierta y mostrando casi al desnudo sus senos. Mientras el joven se volvía para mirar, Ámbar observó que llevaba cuatro anillos, que tenía botones de oro con pequeños diamantes en el centro, que el puño de su espada era de plata labrada y que llevaba una cartera de cuero de visón junto al amplio ceñidor de raso.

El joven le hizo una profunda venia.

—Os suplico me perdonéis, Madame. Eso no es para mí, os lo afirmo. A vuestros pies, Madame —y muy tieso y grave se volvió; se habría ido sin remedio si ella no le detiene a tiempo.

—¡Sir!

El joven regresó y Ámbar le sonrió con timidez. Sus ojos eran ahora implorantes.

—… ¡Oh, Sir! Os suplico perdonéis mi rudeza. Temo que la prolongada espera me haya alterado los nervios. Acepto vuestro ofrecimiento, gracias.

El joven esbozó una amplia sonrisa, perdonándola al instante. Se sentó a su lado, y ordenó al mozo que trajera champaña para ella y brandy para él. Le dijo que se llamaba Tom Butterfield y que era un estudiante alojado en el «Mesón de Lincoln». Pero cuando trató de averiguar quién era ella, Ámbar se puso seria, respondiendo fríamente a sus preguntas; daba a entender así que era una mujer demasiado conocida para dar su nombre. Y se daba cuenta, por el modo con que él la analizaba, que estaba tratando de individualizarla, preguntándose si era Lady tal o condesa cual, pensando al unísono que tenía la suerte de vivir un venturoso azar.

Siguieron bebiendo sin prisa, conversando de esto y de aquello, cuando se les acercó una niña que pidió permiso para cantarles algo. La niña, de unos doce años, menudita y no muy limpia, tenía rubios rizos que le caían sobre la frente. Accedieron de buena gana, comprobando con sorpresa que entonaba con voz clara y bien ejercitada; en su entonación había cierto timbre boyante y feliz, algo que refrescaba como zumo de naranja en una boca reseca.

Al finalizar su canción, Tom Butterfield le regaló varios chelines, sin duda con el propósito de impresionar a Su Señoría.

—Tienes una voz hermosa, niña. ¿Cómo te llamas?

—Nelly Gwynne, Sir. Muchas gracias, Sir —les hizo una mueca amable y se inclinó cortésmente; de nuevo se entremezcló con los parroquianos, deteniéndose ante cada mesa.

Ámbar empezó a mostrarse inquieta.

—¡Qué necios y petulantes son los hombres! —exclamó por último—. ¿Por qué se atreverá a hacer esto conmigo? ¡Yo haré que lo lamente, os lo garantizo!

—Ese hombre es un ignorante cabeza dura. ¡Permitir que Vuestra Señoría esperé! —convino Tom Butterfield juiciosamente; sus ojos ya habían perdido mucho de su fogosidad.

—¡Podéis estar seguro de que no volverá a hacerlo! —Comenzó a juntar sus cosas, manguito, abanico y guantes—. Muchas gracias por vuestra amable invitación, Sir. Debo irme ahora.

Dejó caer uno de sus guantes y se agachó prestamente a levantarlo. El joven se inclinó al mismo tiempo y, mientras lo hacía, sus ojos se posaron en el entreabierto corpiño. Se incorporó, pero no se mantenía muy firme sobre sus pies. Sacudió la cabeza vigorosamente para despejarse.

—Permitidme que os acompañe hasta vuestro coche, Madame.

Fueron hasta la puerta. Tom Butterfield caminaba solemnemente, haciendo resonar sus tacones y sin preocuparse de las pullas de sus amigos.

—¿Dónde aguarda vuestro carruaje, Madame?

—¡Oh, Sir! He venido en uno de alquiler —exclamó Ámbar, significando que una dama de consideración no podía ir a esos lugares en su propio coche, puesto que cualquiera lo habría reconocido—. ¡Caramba! ¡Creo que no hay ninguno de alquiler por aquí! ¿Seríais tan amable que me buscarais uno?

—Protesto, Madame. ¿Cómo podría una dama de calidad viajar de noche en uno de esos malditos carruajes? ¡Bah! —Blandió su dedo índice, como amonestándola por su ocurrencia—. Yo tengo mi carruaje en la otra esquina. ¡Por favor, permitidme que os acompañe hasta vuestra casa!

Y, sin esperar respuesta, se llevó dos dedos a la boca y lanzó un silbido.

Una vez que el vehículo estuvo cerca de ellos, y como Ámbar vacilara un instante, presionó él suavemente para que aceptara su invitación. En cuanto se hubieron acomodado, el carruaje partió con peligroso vaivén, siguiendo por Fleet Street en dirección al Strand. Tom Butterfield se quedó inmóvil en su rincón, hipando de vez en cuando y apoyándose en la ventana para no caer. Ámbar, ante el miedo de que se fuera a dormir, exclamó:

—¿Todavía no me habéis reconocido, Mr. Butterfield?

—¡Cáspita! No, Madame. ¿Acaso os conozco? —Podía sentir que él se inclinaba, tratando de verla en la oscuridad.

—¡Vaya…! Siempre me habéis sonreído y saludado, cuando me veíais en el teatro.

—¡Ah, sí! ¡Caramba! ¿Y dónde tomabais asiento?

—¿Dónde? ¡En un palco, por supuesto! —Ninguna dama de rumbo se sentaba en otro lugar; su tono era ahora de franca indignación, pero asaz insinuante.

—¿Cuándo habéis estado por última vez?

—¡Oh!, tal vez ayer, tal vez el otro día. ¿No recordáis una dama que os sonreía amablemente, devolviendo vuestras miradas? ¡Oh, Dios mío! No esperaba que me olvidarais tan pronto… después de todas vuestras miradas arrobadoras.

—No os he olvidado. Siempre he estado pensando en vos desde entonces. ¡Estabais en el palco del rey, hace tres días, vestida con una bonita robe, con un primoroso peinado y mirándome con unos ojos… los más hermosos del mundo! ¡Oh, Cristo! No, no os he olvidado, Madame… Yo… estoy terriblemente prendado de vos. Os lo juro. ¡Estoy enamorado, locamente enamorado, Madame!

Y, en un impulso, prodigó a Ámbar una lluvia de caricias. Mientras, ella se retiraba al otro extremo, lanzando entrecortados gritos al sentir aquellas manos que pretendían tocar su cuerpo. Comenzaron a debatirse, ella prorrumpiendo en protestas que parecían enloquecerlo más, pugnando él por llegar a sus más recónditos encantos; por último Ámbar dio un grito más fuerte que los otros al sentir una de sus manos sobre su cuello. Tom resoplaba, inclinado sobre ella y respirando fatigosamente. Ámbar consiguió desasirse y escapar al otro rincón, desde donde le propinó un soberbio bofetón.

—¡Al diablo con vos, Sir! ¿Cómo os atrevéis a manosearme de ese modo a mí, a una dama?

Súbitamente aplacado, sosegado por la bofetada, Tom Butterfield optó por permanecer quieto en su lugar.

—Os imploro que me perdonéis, Madame. Me sentí dominado por el ardor.

—¡Y cómo! ¡No estoy acostumbrada a esa clase de halagos!

—Una vez más os suplico me disculpéis, ¡os lo imploro! ¡Estaba embriagado y no sabía lo que hacía! ¡Os he admirado tanto!

—¿Cómo lo sabéis? Después de todo, a lo mejor no soy la dama que vos creéis.

—No, no. Tenéis que ser vos… Sólo a vuestro lado he sentido ese ardor, esa pasión, qué se yo, que me puso ciego… —Se acercó de nuevo y una vez más comenzaron a forcejear. Pero de pronto se detuvo el carruaje—. ¡Maldita sea! —murmuró él, en tanto que Ámbar lo rechazaba.

—¡Portaos bien, por el amor de Dios! —Empezó a ordenar sus ropas y a alisar su cabello. Se abrió la portezuela y Tom Butterfield bajó primero, extendiendo su mano para que ella se apoyara.

La casa ante la cual se había detenido el carruaje era una recién construida en Bow Street, a una manzana de distancia de Covent Garden Square. En la puerta, el joven la tomó entre sus brazos y la besó; luego ella sacó la llave y abrió la puerta.

—Mi esposo pasará la noche fuera de casa —murmuró—. ¿Queréis entrar, Mr. Butterfield, y… tomar un vaso de vino en mi compañía?

Cruzaron el umbral muy juntos. Pero cuando él intentó detenerla en el pasillo, dio un brusco tirón y se alejó corriendo, hasta llegar a una puerta, que abrió. Ella entró primero, seguida del joven, a quien sonreía seductoramente. Sobre la repisa de la chimenea ardía una bujía que apenas alumbraba la habitación, pero dejaba observar que era un dormitorio. Y, de pronto, el pesado garrote de Black Jack cayó con violencia sobre el cráneo del incauto, que se desplomó sobre el piso, no sin antes dirigir a Ámbar una mirada de reproche. La joven lanzó un pequeño grito y se llevó las manos a la boca al leer la acusación de aquellos ojos.

Pero ya el bandolero había guardado la cachiporra en su bolsillo y se arrodillaba junto al caído. Acto seguido, cortó los botones de oro de la capa. Mientras, ella se quedó allí, parada y mirando aterrorizada a su víctima. Black Jack prosiguió con eficacia su trabajo: arrancó todos los botones, quitó los anillos, le quitó la cartera y se puso la espada después de lo cual buscó en los bolsillos. Un hilillo de sangre apareció en la frente y corrió por la sien del joven, a cuya vista Ámbar lanzó un nuevo y estridente grito.

—¡Oh, lo has matado!

—¡Silencio! Apenas está lastimado. —Levantó la vista hacia ella con expresión colérica—. Vamos, chiquilla. ¿Qué diablos te ocurre? ¿Asustada por un poco de sangre? Una cabeza rota le enseñará a tener más cuidado la próxima vez… Si no lo hubiéramos hecho nosotros, habrían sido otros. Mira este explorador… —levantó un soberbio reloj con incrustaciones de diamantes—. ¡Por lo menos vale quince libras! Hemos cogido un pez de los grandes… Y ahora, ven… —mientras hablaba, había terminado de maniatar y amordazar al joven. Ámbar hizo una pausa para mirarlo por última vez, pero Jack la empujó sin contemplaciones. Salieron por una puerta falsa hasta una calle vecina, donde los esperaba un coche de alquiler.

El fácil éxito obtenido acicateaba a Ámbar, que ahora creía posible salir pronto del Friars. Además, había gozado con la aventura, aunque hasta cierto punto experimentaba remordimientos por lo que le había sucedido a Tom Butterfield, esperando que se curara pronto de los daños sufridos. Por la mañana, en cuanto despertó, Pall le trajo la acostumbrada cerveza. La bebió, se levantó, se puso el salto de cama y bajó a la sala, donde le esperaban Mamá Gorro Rojo y Black Jack. Los dos conversaban animadamente y parecían estar de excelente humor.

Ámbar entró, destilando satisfacción por todos los poros. Alzó la mano en ademán de saludo, segura de sí misma y llena de confianza, esperando las felicitaciones. Mamá Gorro Rojo le sonrió con benevolencia.

—¡Buenos días, querida! Jack me estaba contando lo bien que te portaste anoche. ¡Has trabajado como una veterana! Dice que era digna de verse la forma en que llevaste a ese bobalicón hasta la trampa. Ahora te has convencido de cuán fácil y seguro es, ¿verdad?

Ámbar, persuadida de que a partir de entonces sería útil y necesaria para ellos, se sintió inclinada a emanciparse.

—Supongo que sí. Bueno… —estiró una mano—. Quiero mis ganancias.

—¡Oh, querida!, tienes que conformarte. Esta vez no habrá más para ti. Lo he puesto todo a cuenta.

—¿A cuenta?

—Claro. ¿Acaso has creído que tu alimento, el alojamiento y el nacimiento de tu hijo no te costaban nada?

La vieja abrió el cajón de la mesa donde acostumbraba trabajar y sacó una hoja de papel con varias anotaciones, que entregó a la muchacha. Ámbar se quedó mirándola, asombradísima, sin comprender del todo. No sabía lo que decía allí, porque no le habían enseñado a leer ni escribir, pero se sintió consternada al pensar que el dinero que había ayudado a robar no era de ella. Porque nunca había pensado que tendría que pagar algún día esas cosas que mencionaba Mamá Gorro Rojo. Se consideró engañada una vez más, y ello la puso como demente. Después de un instante levantó la vista del papel y abrió la boca para decir algo. Pero, en ese preciso momento, Mamá Gorro Rojo se puso la capa y, sin decir una palabra, salió, cerrando la puerta tras sí.

¡Vamos! —exclamó ardiendo al ver que no se detenía a oír lo que pensaba decirle. Arrojó el papel a Black Jack—: ¡Léeme lo que dice aquí!

Sin sentirse ofendido, el bandolero alzó el papel y leyó. A cada cuenta, Ámbar sentía crecer su furor. ¡De modo que ahora se veía en un mayor aprieto! En vez de disminuir, su deuda había aumentado. Una negra desesperación la invadió. La cuenta estaba claramente especificada:

—¡Señor! —exclamó Ámbar, como un erizo—. ¡Me sorprende que no me haya pasado la cuenta por utilizar el orinal!

Black Jack hizo un gesto.

—No te preocupes, ya lo hará.

Hervía de rabia contra Black Jack y contra Mamá Corro Rojo. Porque Jack debería haber pagado esa cuenta —y la deuda también—, lo que no habría sido difícil para él. Estaba amargada, además, por su negativa de hacerlo, basada en que era una ingrata que había olvidado que, gracias a su ayuda, había escapado de Newgate. Podía empeñar algunas de las joyas con que él la obsequiara, pero todas ellas no alcanzaban a cubrir la deuda. Por otra parte, ya habían desaparecido algunas, y ella sabía que no volvería a verlas. Le parecía que había encallado para siempre en Whitefriars.

Por eso, cuando Michael Godfrey se presentó por la tarde y le preguntó de nuevo si quería irse con él, aceptó inmediatamente y sin titubear.

—Esperadme aquí un minuto. Voy a ponerme mi vestido nuevo y la capa. —Y en un abrir y cerrar de ojos salió de la habitación.

Michael le gritó:

—¡Vamos, dejad eso! ¡Yo os compraré otro!

Pero ella fingió que no había oído. Había varias cosas que deseaba llevar consigo: su abanico de encaje, un par de medias de seda, sus aros imitación oro y su gura. Corrió todo lo posible —la casa estaba vacía y quería irse antes de que volviera alguno de ellos—, recogió sus cosas y las puso en una sábana, que anudó rápidamente. «Vamos —le habló al pájaro—, ya tenemos bastante de esta condenada “Alsacia”.» Y con la jaula en una mano y el bulto en la otra, se apresuró a bajar la escalera. A mitad del camino, se detuvo, reprimiendo un grito: la puerta de la habitación estaba abierta y allí se veía la silueta de Blanck Jack, insolentemente erguido y destacándose contra la luz del interior.

—¡Jack!

Estaba oscuro, de modo que no podía ver su rostro. Pero su voz era profunda y ronca.

—¡De modo que ibas a fugarte! —Avanzó lentamente hacia ella, subiendo por la escalera; Ámbar se quedó tiesa, aguardando y mirándolo horrorizada. Black Jack era temible; le había visto perder la paciencia con Colombina y sabía de sus violencias—. Perra desagradecida, esto te va a costar caro…

De improviso, la muchacha recuperó todo su coraje a la sola idea de que se le estaba impidiendo salir de aquel tugurio.

—¡Apártate de mi camino! —gritó—. ¡Quiero dejar esta pocilga inmunda! ¡No quiero quedarme aquí y morir colgada como todos vosotros!

Ahora él estaba sólo un peldaño más abajo y ella podía ver claramente su semblante, aquel cruel labio superior adherido a los dientes, aquellos ojos negros que brillaban siniestros.

—Te quedarás aquí hasta que a mí se me dé la gana. Vete a tu cuarto. ¡Vete, te digo!

Por unos instantes se quedaron mirándose. Cediendo a un súbito impulso, Ámbar le dio un puntapié y se echó sobre él, tratando de apartarlo.

—¡Michael! —llamó.

Black Jack comenzó a reírse despiadadamente. La levantó con una sola mano, la puso sobre su hombro y empezó a subir la escalera.

—¡Michael! —repitió con infinito desdén—. ¿Qué de bueno puede hacer por ti ese espantapájaros? —De nuevo rió, con una risa que llenó el pasadizo como el eco de un trueno. Apenas se dio por enterado de que Ámbar estaba gritando a todo pulmón, pateándolo y golpeándolo con los puños, todo a un tiempo.

Cuando llegaron al dormitorio, la dejó caer como un fardo, con tal brutalidad que la sacudida le corrió desde la cabeza hasta los talones. Mas se recobró rápidamente.

—¡Dios te condene, Jack Mallard! —le gritó—. ¡Estás tratando de matarme, eso es lo que estás haciendo! ¡Harás que me quede aquí hasta que nos echen el guante a todos! Pero yo no dejaré que me encuentren, ¿lo oyes? Saldré de aquí aunque… —De nuevo se dirigió a la puerta, tan ciega que, sin vacilar, se habría ido a entregar al primer alguacil que viera a su paso al salir de Whitefriars.

Black Jack se concretó a estirar un brazo y a detenerla mientras corría, atrayéndola como si sólo se tratara de una muñequita comprada en la feria de san Bartolomé.

—¡Detente, pedazo de idiota! ¡Charlas como una cotorra! No saldrás de Whitefriars… No, mientras yo esté aquí. Cuando yo me haya ido, podrás hacer lo que te dé la gana… ¡Pero es bueno que sepas que yo no pagué trescientas libras al sacarte de Newgate para que cualquier hombre se vaya contigo!

Ámbar lo miró con rabiosa sorpresa. Siempre había creído que aquel salvaje la amaba; siempre había sido de la opinión de que era más fácil que una mujer se tomara ventajas sobre un hombre, si éste la quería de verdad. Ahora se daba cuenta de que la única diferencia que había entre ella y Colombina consistía en que ella era como una cosa nueva y bonita, y que la trataba con más consideración porque evidentemente le agradaba más. Era algo humillante para su orgullo. De pronto comprendió con cuánta intensidad lo detestaba.

Le respondió, con una voz baja y serena, henchida de indecible menosprecio.

—¡Oh, Jack Mallard, rufián y asesino, te desprecio! ¡Espero que te detengan pronto! Espero que te cuelguen y que luego te descuarticen… Espero… ¡Oh! —Giró sobre sus talones y corrió a echarse en la cama, estallando en sollozos. Poco después oyó que la puerta se cerraba con estrépito. Se encontraba sola.

Se quedó allí el resto del día, rehusando ir a comer. Todavía estaba enojada al día siguiente, cuando alguien llamó a la puerta. Creyendo que se trataba de Jack, que venía a traerle un regalo y a pedirle perdón por lo que ocurriera, le gritó que entrara. En ese momento estaba sentada delante del espejo, limpiándose las uñas, y no levantó la cabeza hasta que vio la cara de Colombina reflejada en el espejo. Se volvió con celeridad.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Colombina se mostró inesperadamente agradable.

—Sólo he venido a deciros buenos días.

Ámbar pensaba que había ido a deleitarse con sus contrariedades, ya que seguramente Black Jack le habría referido los acontecimientos del día anterior; la miró con desdén. Pero Colombina se inclinó muy cerca de su oído.

—Me enteré de que vos y Jack disputasteis ayer tarde…

—¡Ah, sí! Alegraos, pues…

—Si realmente queréis salir de Friars…, si me prometéis iros y no volver jamás… yo puedo proporcionar el dinero.

Ámbar dio un salto y asió a la muchacha por la muñeca.

—¡Si yo os prometo irme! ¡Dios! Me iré tan pronto como… ¿Dónde está?

—Es mío; lo he ahorrado pensando que alguna vez Jack podría necesitarlo. Mamá Gorro Rojo me lo guarda, pero no podré retirarlo hasta mañana por la noche. Lo pondré en la artesa de la cocina.

Pero el dinero no estaba allí. Cuando Ámbar volvió a ver a Colombina, ésta tenía un ojo tumefacto, y los labios y parte de la cara hinchados… Era evidente que Black Jack había descubierto el complot. A partir de entonces, Colombina no paró mientes en ocultar su odio y sus celos. Pocos días después, Ámbar encontró en la guarida del gato plumas de colores que comprobó eran las de su animalito. Colombina negó haber tenido participación alguna en el pecado del gato, pero Ámbar se había preocupado siempre de colocar la jaula fuera del alcance del felino y sabía que su pobre bicho no hubiera podido ser atrapado sin ayuda.