Capítulo XXXI

La antecámara se veía colmada de gente. Los palaciegos estaban reunidos en grupos de tres y cuatro, apoyados de codos en los antepechos de las ventanas mirando el patio, donde un recio viento de mediados de marzo agitaba los árboles, doblándolos sin piedad. Llevaban grandes sombreros de plumas y las capas les llegaban casi a los talones, levantadas por el ángulo de las espadas. Los encajes de los puños caían marchitos sobre las manos, y la cinta de las rodillas, la cintura, los hombros y las caderas se habían ajado. Todos tenían rostros denunciadores de falta de sueño.

—¡Por Cristo! —farfulló uno—. ¡Recogerse a las tres de la madrugada y levantarse a las seis! El viejo Rowley bien podría encontrar la mujer que lo tuviera en cama hasta las diez.

—Ni lo pienses. Y no te aflijas; cuando estemos en alta mar, podrás dormir todo lo que se te antoje. ¿Ya tienes tu nombramiento? A mí se me prometió una capitanía.

Los otros soltaron la carcajada.

—Si a ti te nombran capitán, seguro que a mí me dan el grado de contralmirante. Por lo menos, yo sé diferenciar lo que es babor y estribor.

—¿De veras? ¿Y cómo se los distingue?

—Babor está a la derecha y estribor a la izquierda.

—Estás equivocado; es al revés.

—Y bueno, ¿qué importa? De cualquier modo, no es mucha la diferencia. Nunca hubo un hombre que sienta el mar como yo. Si hago un viaje desde Charing Cross hasta la escalera privada de Whitehall, estoy seguro de marearme por lo menos dos veces en el camino.

—Por mi parte, yo soy un marinero de agua dulce; pero, de todos modos, me alegra que haya comenzado la guerra. Un hombre no puede vivir siempre entre actrices y vendedoras de naranjas. Luego, la misma alimentación todos los días cansa, y a despecho de lo que puede decir mi estómago, doy por bien venido el cambio… Ahora disfrutaremos del aire salino, de olas y cañonazos. ¡Por Cristo! ¡Esa sí que es vida para hombres! Además, mi última conquista se estaba poniendo pesada…

—Eso me recuerda que… que esta mañana no he tomado mis píldoras de trementina.

Diciendo esto, el currutaco sacó de uno de sus bolsillos una cajita y, luego de abrirla, la ofreció al que estaba a su lado, quien declinó la invitación. Metió entonces en la boca dos largas cápsulas e hizo un esfuerzo para tragarlas, moviendo la cabeza con desaliento.

—Estoy condenadamente enfermo, Jack —se quejó.

En ese momento hubo un revuelo en la habitación. La puerta se abrió de par en par e hizo su entrada el canciller Clarendon. Hosco y preocupado como siempre, con el pie derecho envuelto en vendas para aliviar la gota, avanzó trabajosamente sin dignarse hablar con ninguno, yendo directamente hacia la puerta que conducía a la cámara del rey.

Al paso del viejo estadista, no faltaron los visajes, las miradas furtivas y las sonrisas de entendimiento.

Clarendon se había convertido en el más impopular de los ingleses, no solamente en la Corte, sino en los cuatro puntos cardinales del país. Se había perpetuado en el poder y el pueblo le achacaba la culpa de todo lo malo, hubiese o no intervenido. No aceptaba consejos, no permitía oposiciones y todo lo que hacía lo juzgaba inobjetable. Quizás esas faltas le hubieran sido perdonadas, pero había otras más graves. Era inflexiblemente honrado y no tomaba ni concedía prebendas; ninguno de sus amigos se había beneficiado con su encumbramiento.

Aunque gran parte de su vida la había pasado en las Cortes, odiaba a todos los cortesanos y por nada del mundo quería convertirse en uno más.

Así, todos observaban y esperaban. Si por casualidad los parlamentarios se hubieran impuesto de nuevo en el país, habrían caído sobre su garganta como una jauría de chacales hambrientos.

—¿Has ido por Piccadilly a ver la nueva casa del canciller? —preguntó uno, una vez que Clarendon se hubo perdido de vista.

—A juzgar por los cimientos, creo que para terminarla piensa vender a Inglaterra. Con lo que sacó de Dunkerque, no le alcanzará ni para los establos.

—¿Cuántas veces pensará vender a Inglaterra ese viejo marrullero? Al paso que van las cosas, dentro de poco nuestro dinero no valdrá nada.

La puerta de acceso al dormitorio de Su Majestad se abrió y salió lord Buckhurst, seguido de otro joven. Varios de los que aguardaban en la antecámara se acercaron a hablarles.

—¿Por qué tarda tanto? Estoy esperando hace ya más de media hora. Nada, sino la esperanza de hablar con él acerca de un cargo para mi sobrino, me habría hecho salir de la cama tan de madrugada. Supongo que ahora escapará por las escaleras privadas y que nosotros tendremos que marcharnos con las manos vacías.

—Lo tendréis aquí dentro de algunos momentos. Está discutiendo con un jesuita sobre el precio de un preparado para hacer producir peras al olmo. ¿No tienes por casualidad una cuenta de tu sastre en el bolsillo, Tom? Si es lo suficientemente ilegible, podríamos venderla al viejo Rowley como receta de una panacea universal, y tu fortuna estaría hecha. Figúrate que a ese cuervo negro le ofrece cinco mil libras por un pedazo de papel emborronado con tinta.

—¡Cinco mil libras! ¡Por Cristo! ¿Y en qué puede invertir cinco mil libras?

—¿En qué? Pues en un remedio para… Bueno, ya sabes para qué.

—Él mejor remedio para eso es una moza garrida y bonita…

Las voces se aquietaron cuando el rey hizo su aparición, rodeado de sus perros. Lo habían afeitado poco antes y su tersa y bronceada piel brillaba saludablemente. Sonrió con amabilidad a la concurrencia y luego de hacer un saludo prosiguió su camino. Ya casi le habían rodeado los postulantes, pero el duque de Buckingham y Lauderdale se pusieron a su lado, impidiendo de ese modo que nadie se acercara.

—Supongo que mañana se dirá por ahí que me estoy convirtiendo en un católico confirmado —dijo Carlos II al duque.

—Algo de eso he oído, Sire.

—Bien… —Se encogió de hombros—. Si éste es el peor rumor que circula sobre mí, me parece que no es cosa de preocuparse mucho.

Su Majestad no se molestaba lo más mínimo por lo que dijeran de su persona. Conocía bastante a su pueblo para saber que el juego era un deporte nacional, no mucho más subversivo que el fútbol o la lucha. Hacía ya un lustro que había asumido el poder, y la luna de miel con sus súbditos hacía tiempo que tocara a su fin.

Abandonó sus habitaciones particulares, cruzó la galería de piedra y siguió por una serie de angostos pasillos que conducían al jardín privado, a la puerta Holbein y a St. James Park. Caminaba con paso tan vivo, que sus cortesanos apenas podían seguirle, y como casi todos pensaban solicitar algún favor, no dejaban que eso ocurriera.

—Creo que todavía tenemos tiempo de dar una vuelta antes de entrar en la capilla —dijo el rey—. Espero que el aire frío impedirá que me duerma.

Habían llegado casi a la terminación del viejo pasadizo que conducía al parque, cuando una de las puertas que daban al corredor se abrió y el duque de Monmouth apareció a toda prisa. Los cortesanos se detuvieron, mientras Carlos Estuardo reía alegremente al ver a su hijo; el duque llegó sin aliento, se quitó su sombrero de plumas e hizo una profunda reverencia. Su Majestad colocó una mano sobre el hombro de su hijo, dándole unas afectuosas palmaditas.

—¡Me quedé dormido, Sire! Precisamente iba a la capilla en busca vuestra.

—Vamos juntos, James. Quiero hablar contigo.

Monmouth, que caminaba entre el rey y Lauderdale, le echó una recelosa mirada.

—¿Acerca de qué, Sire?

—Ya debes de saberlo, pues de otro modo no tendrías esa cara de culpable. Todos me hablan de ti. Tu conducta es tema de murmuración en la Corte. —James bajó la cabeza y su padre, con una sonrisa que no pudo ocultar completamente y que jugueteaba en la comisura de sus labios, prosiguió—: Se dice por ahí que mantienes a una moza de quince años, que estás muy endeudado, que de noche recorres las calles molestando a los ciudadanos pacíficos y rompiendo las ventanas de sus moradas. En resumen, hijo, que llevas una vida demasiado alegre.

Monmouth miró rápidamente a su padre, y su hermoso rostro esbozó una sonrisa de apelación.

—Si llevo una vida alegre, Sire, es porque quiero olvidar mis penas.

Varios cortesanos estallaron en carcajadas, pero Carlos II miró al muchacho seriamente. Sus ojos brillaban.

—Debes de tener penas muy grandes, James. Ven conmigo… y cuéntame cuáles son.

La mañana era fría y ventosa. Un viento helado agitaba las pelucas, amenazando llevárselas. Carlos Estuardo se caló el sombrero firmemente, pero los otros se veían obligados a sostener sus pelucas con una mano —llevaban los sombreros bajo el brazo— para no perderlas. El césped estaba resbaladizo y en el canal se veía una delgada capa de hielo. Era un invierno riguroso y seco, y no había tenido lugar ningún deshielo desde antes de Navidad. Los cortesanos se miraron los unos a los otros, fastidiados de tener que ir de paseo con tal tiempo, pero el rey caminaba sin reparar en ello, como si se hubiera tratado de un hermoso día de primavera.

Carlos Estuardo hacía esos paseos por el parque porque amaba el ejercicio y el aire libre. Le resultaba grato pasear a lo largo del canal, viendo y oyendo a los pájaros de las jaulas que pendían de los árboles de la avenida, admirándose de cómo soportaban los rigores del tiempo. Los más pequeños habían sido puestos al resguardo en el interior del palacio. Asimismo se complacía en ir a ver si la hilera de álamos que había plantado el año anterior no sufría daño a causa de las bajas temperaturas, y si su grulla favorita aprendía a caminar con la pata de palo que él mismo le colocó cuando se le quebró la suya.

Pero no sólo paseaba por distracción y para hacer ejercicios; el paseo estaba incluido en la tramitación de los asuntos matinales de Estado. Carlos II había procurado siempre que las tareas más ingratas se realizaran bajo condiciones agradables… y no había cosa que le fastidiara tanto como oír las peticiones y súplicas de sus cortesanos. De haber sido factible, habría concedido de buena gana todo lo que se le pedía, no tanto por obedecer a los dictados de su buen corazón, cuanto por desear que no lo importunaran más. Odiaba el sonido de las voces plañideras y el aspecto implorante de los que no vacilaban en arrastrarse servilmente con tal de lograr lo que ambicionaban. Mas, desdichadamente, era una situación a la que no podía escapar.

Algunos pedían empleos en la Corte para parientes o amigos y, cuando se producían vacantes, las peticiones de esta clase se contaban por centenares. Acostumbraba a seleccionar minuciosamente; pero, aparte del inevitable saldo de celosos y descontentos, raras veces el favorecido con el cargo continuaba demostrando tanta satisfacción como había parecido en un principio. Otros querían concesiones de lotería, es decir, un permiso real para vender a cualquier precio boletos de rifa o lotería, y no faltaban quienes solicitaban haciendas sin dueño: era una práctica generalizada propiciar el arresto o la persecución de terceros, en la esperanza de que las propiedades y las fortunas confiscadas engrosaran el acervo particular de los denunciantes. Otros querían pelear con los holandeses y deseaban que se les concediera una plaza de capitán o comandante, aun cuando su experiencia marítima estuviera constreñida al cruce del Canal de la Mancha.

Carlos Estuardo los escuchaba pacientemente, hacía lo posible por despedirlos sin que se sintieran agraviados y, cuando no lo lograba, no tenía más remedio que prometer, aunque de antemano sabía que el cumplimiento de las promesas sería imposible. Y, mientras paseaba y escuchaba a sus cortesanos, solía suceder que algún hombre o mujer del pueblo, o alguna joven madre con su hijo en brazos, se le acercaban a pedirle la gracia de besar su mano. Los cortesanos protestaban por estas interrupciones, no así el rey.

Quería al pueblo y, pese a sus numerosos años de exilio, lo comprendía perfectamente. Sus súbditos murmuraban de sus amantes y de las excentricidades de la Corte; pero, cuando él les sonreía y se detenía a hablarles con su potente voz, quedaban irremisiblemente presos en su seducción, a pesar de todo cuanto de él se dijera. Su natural atractivo y su magnetismo personal eran potentes armas políticas, y eso lo sabía el monarca.

Bordearon el canal que cruzaba el parque de un extremo a otro y regresaron por el Pall Mall, para finalmente volver por King Street y entrar en los patios de palacio. Las campanas de la capilla iniciaron su repique y Carlos Estuardo apresuró el paso, pensando que tan pronto como estuviera en su interior dejarían de importunarle. Monmouth iba delante, corriendo y haciendo piruetas con los perros, los cuales quedaron completamente sucios de barro.

«¡Canastos! —pensaba el rey, y lanzó un suspiro de alivio cuando entraron en el patio que conducía a la capilla—. ¡Cien metros más y estoy a salvo!»

En ese momento, Buckingham, que había cedido a otros su estratégica colocación, se puso de nuevo a su lado.

—Sire —empezó—. ¿Me permitís presentaros…?

Carlos Estuardo echó una cómica mirada de indignación a Lauderdale.

—¿Es que todos mis amigos íntimos llevan consigo un bribón amaestrado?

No obstante, hizo frente al hombre en cuestión, sonriéndole con indulgencia. Habían llegado a la entrada de la capilla e inmediatamente lo rodearon los demás cortesanos. Pero las damas estaban entrando y sus ojos corrieron detrás de ellas. Vio acercarse a Frances Stewart acompañada de su dueña; la joven le hizo un saludo afectuoso con la mano. El rey Carlos sonrió complacido e hizo ademán de seguirla, pero recordó que estaba atendiendo una solicitud y se contuvo.

—Mi querido señor —interrumpió al hombre que le había presentado el duque—, aprecio debidamente vuestra situación. Creedme, meditaré detenidamente en lo que me decís.

—¡Por favor, Sire! —protestó el hombre, levantando las manos—. ¡Cómo me permití explicaros, es un caso urgente! Debo saberlo pronto o…

—Sí, sí —replicó el rey, que no había prestado atención a lo que dijo—. Está bien. Muy bien. Podéis proseguir.

En acto de reconocimiento por la merced concedida, iba ya el hombre a caer de rodillas y a besarle las manos, cuando el rey lo detuvo con un gesto, porque deseaba terminar pronto. Y, cuando trasponía el umbral de la puerta de la capilla, se volvió a medias y dijo por encima del hombro:

—En lo que a mí concierne, podéis dar por concedido lo que pedís, pero sería mejor que os cerciorarais de que el canciller no tiene otros planes a este respecto.

El hombre abrió la boca, atónito. La sonrisa desapareció de sus labios, dando lugar a una expresión de desaliento, pero ya era demasiado tarde. El rey se había marchado.

—Sorprendedlo cuando salga —le murmuró Buckingham, marchando en pos del soberano.

La capilla estaba llena de gente y en ese preciso instante las notas de un potente órgano llenaron el ambiente y atronaron las paredes. A Carlos no le gustaba ir a la iglesia y los sermones le fatigaban, pero se consolaba con la buena música que allí se oía. Para escándalo de los reaccionarios, había introducido en la música sacra la innovación del violín, su instrumento preferido.

Se sentó solo en el reservado real de la galería —Catalina asistía a oficios católicos—, abarcando desde allí toda la nave, repleta de damas y cortesanos. En la galería, dividida en palcos por medio de cortinas, tomaban asiento las personas de más categoría y los allegados a la monarquía. Se sabía, por ejemplo, que Frances Stewart era vecina del rey. Sólo los separaba el cortinaje y, si hablaban en voz baja, podían oírse perfectamente.

El joven clérigo que debía oficiar y dirigir una alocución a sus nobles fieles desde el púlpito, limpiábase el sudor del rostro con las manos enguantadas de negro. Su faz quedó brillante como una chimenea recién fregoteada. Comenzaron a oírse risitas disimuladas y el joven sacerdote, nerviosísimo, se preguntó de qué se reirían si aún no había dicho una palabra.

Predicar a la Corte era tan difícil como apartarla del mal camino. En cuanto se anunciaba el tema del sermón, el rey se dormía frente al mismo púlpito. Las doncellas de honor cuchicheaban entre sí, señalaban con sus abanicos a los hombres de abajo, o se mostraban los adornos o joyas recientemente adquiridos. Los galanes indicaban a las más bonitas o conversaban entre ellos, comparando las notas relativas a sus posteriores actividades nocturnas. Los políticos movían los labios con los ojos fijos en el altar, para que nadie adivinara lo que estaban tramando. Los cortesanos de más edad, damas y viejos caballeros, reliquias de la Corte de Carlos I, sentábanse reposadamente y oían con agrado las amonestaciones del sacerdote a la inexperta y despreocupada juventud del presente. Pero hasta sus buenas intenciones epilogaban a veces con sonoros ronquidos.

El joven capellán, que recientemente había obtenido ese cargo gracias a la influencia de un pariente, proclamó el tema de su primer sermón ante el rey y su Corte.

—¡Mirad! —exclamó, pasándose de nuevo el guante negro por la mejilla—. ¡Estoy admirable y portentosamente hecho!

Instantáneamente llenó la capilla un coro de carcajadas y, mientras el turbado y temeroso frailecito miraba suplicante a sus feligreses y trataba de ocultar sus lágrimas, el rey hizo como que buscaba su pañuelo para disimular la risa que hormigueaba en su garganta. Sintió una leve presión en el brazo y oyó que Frances Stewart reía ahogadamente del otro lado. Al final la capilla se aquietó, el aterrorizado clérigo novel se vio forzado a seguir y Carlos Estuardo se acomodó para dormir a gusto.

Frances Stewart había reemplazado a Bárbara Palmer como anfitrión de moda en Whitehall. Las cenas que ofrecía en sus habitaciones, que daban sobre el río, se veían siempre concurridas por lo más selecto y granado de la aristocracia, tanto en hombres como en mujeres. Buckingham y Arlington hacían lo posible por incluirla entre sus partidarios, porque ahora más que nunca estaban convencidos de que al rey se le podría manejar fácilmente por intermedio de una mujer.

Buckingham rasgueaba la guitarra y le hacía oír sus canciones, remedando a Clarendon, y Arlington, por su parte, le construía castillos de naipes —su juego favorito— y se forjaba la ilusión de que ella estaba enamorada de él. El barón no tenía predilección por ese juego, lo cual no impedía que se comportara con una gracia y un donaire que, según él, bastaban para interesar a cualquier mujer. Y para remate, cuando Luis XIV envió a su nuevo emisario, Courtin, para que persuadiera a Carlos II de la inutilidad de la guerra contra los holandeses, el alegre y pequeño galo se dirigió inmediatamente a la Stewart.

—¡Cielos! —exclamó ésta una noche, luego que hubo logrado llevar a un rincón a Su Majestad—. ¡Mi cabeza da vueltas con esas cosas de la política! Uno opina una cosa, otro dice otra y un tercero agrega algo más sobre el mismo tema… —Se detuvo, miró al rey con aire festivo, y de súbito estalló en risas—. ¡Y luego no recuerdo nada de lo que me dicen! Si se dieran cuenta de la poca atención que les presto, estoy segura de que prescindirían de mí.

Carlos la contempló con ojos que denunciaban la apasionada admiración que por ella sentía; continuaba considerándola como la mujer más maravillosa que conociera jamás.

—Gracias a Dios que no los escucháis, Frances —dijo—. Las mujeres no deben intervenir en política. Yo creo que ésa es una de las razones que me hacen amaros. Nunca me pedís nada… ni para vos ni para otros. Veo pedigüeños dondequiera dirijo los ojos y sólo vos no me pedís nada. —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Y yo puedo daros, todo lo que queráis pedirme, Frances…, cualquier cosa que vos deseéis. Lo sabéis perfectamente, ¿verdad?

En un extremo de la habitación, uno de los jóvenes que los observaban dijo a otro:

—Su Majestad está enamorado de ella hace ya dos años, pero la Stewart no cede. ¡En verdad, te digo que es increíble!

Frances correspondió al rey con una encantadora, juvenil y prudente sonrisa, una sonrisa que hinchó de alegría el corazón del monarca.

—Sé que sois muy generoso, Sire. Pero creedme; no deseo otra cosa que vivir una vida honorable.

Un destello de impaciencia cruzó por la cara del rey y sus cejas se arquearon con enojo. Pero al punto desapareció todo esto para dar lugar a una sonrisa admonitoria.

—Frances, querida mía, una vida honorable es exactamente la que cualquier persona cree que lleva. Después de todo, el honor no es sino una palabra.

—No entiendo lo que queréis decir, Sire. Para mí, os lo garantizo, el honor es algo más que una mera palabra.

—Pero, sin duda, se trata de una o de varias cualidades que vos asociáis a esa palabra. Su gracia, el duque de Buckingham, por ejemplo, que está en aquella mesa de juego, tiene una definición completamente opuesta a la vuestra.

Al oír esto, Frances Stewart aprovechó para reír; no le gustaban las conversaciones serias y mucho menos sobre este tema.

—No me cabe duda, Majestad. Creo que éste es el punto en el que precisamente Su Gracia y yo disentimos, como ocurre ahora con vos.

—¡Ajá!… —dijo el rey, entre interesado y divertido—. De modo que Buckingham ha estado tratando de persuadiros para que le deis la interpretación que él prefiere…

Frances se sonrojó y comenzó a golpearse una rodilla con el abanico.

—¡Oh, no es eso lo que quise decir!

—¿No? Pues yo lo creí así. Pero no os molestéis por ello, querida. ¿Acaso no es una vieja costumbre del duque enamorarse al mismo tiempo que yo de la misma mujer?

La joven pareció estar ofendida.

—¡Enamorarse al mismo tiempo que vos! ¡Cielos, Sire! ¡No parece sino que vosotros dos os habéis enamorado muy a menudo!

—Si yo tratara de fingir diciendo que hasta que llegasteis vos no Pero no, Frances, después de todo…

—No necesitáis hablarme como lo hacéis todos los días a todas las mujeres. —Levantó la barbilla con altanería y dio media vuelta. Él la veía ahora de perfil.

El rey Carlos abrió las compuertas de su ternura.

—Casi creo que os ponéis más bonita cuando estáis un poco, un poquito nada más, enojada conmigo. Tenéis la naricilla más adorable del mundo.

—¡Oh! ¿Os parece, Sire? —se volvió ansiosamente y le sonrió, incapaz de resistir el cumplido.

De pronto, el monarca se dio cuenta de que se acercaba a ellos el emisario francés y murmuró con fastidio:

—¡Pardiez! ¡Ahí viene de nuevo Courtin a darme la lata con ese asunto de la guerra! ¡Pronto! ¡Entremos aquí!

La tomó de un brazo y aunque ella quiso resistirse, la presionó para que entrara en la habitación vecina y cerró la puerta tras sí. La habitación estaba sumida en la penumbra, iluminada apenas por la luz de la luna que se reflejaba en las aguas del río. Carlos no se detuvo y pasó a una segunda habitación, cerrando nuevamente la puerta de acceso.

—Aquí estaremos bien —exclamó—. ¡Nunca se atreverá a seguirnos hasta aquí!

—Pero ¡si es un caballero muy cumplido! ¿Por qué no queréis hablar con él?

—¿Y por qué tendría que hacerlo? Más de cien veces le he dicho que Inglaterra está ya en guerra con Holanda y que no puedo hacer nada para impedirlo. La flota se encuentra en alta mar y no la haría regresar ni por todos los cumplidos caballeros de Francia juntos. Vamos, venid aquí…

Frances dudó; cada vez que se quedaban solos, sucedía lo mismo. Tras unos segundos de vacilación, se acercó a la ventana que daba al río, apoyándose a su lado, de codos en el antepecho. Blancos cisnes se deslizaban suavemente por el agua, cerca de la orilla, a medias ocultos entre follajes precoces, heraldos de la cercana primavera. Las cañas crecían tan altas, que sus penachos llegaban casi hasta la ventana. El agua era allí oscura y fría y una brusca ráfaga de viento onduló su superficie. El rey pasó un brazo por la cintura de la joven y durante breves instantes se quedaron así, mirando silenciosamente al exterior. Luego él la atrajo con suavidad y la besó en la boca.

Frances lo dejó hacer, pero sin corresponderle. Apoyó sus manos en los hombros de él, los brazos y el cuerpo tensos. Sus labios eran pasivos. Carlos la estrechó más contra su cuerpo. La sangre parecía bullir en sus venas a impulsos de la pasión. Estaba seguro de que esta vez lograría hacerla vibrar, vivir, desear…

—¡Oh, Frances! —su voz era un ruego—. Bésame. Deja de pensar… Deja de decirte que esto es inicuo. Olvídate de ti misma… Olvídate de todo y déjame enseñarte cuál es la verdadera felicidad…

—¡Sire!

Tenía miedo y trataba de apartarlo, arqueando la espalda y procurando evitar la presión de su boca. Pero el cuerpo se dobló al mismo tiempo que el suyo, y ella se estremeció ante la caricia de manos y labios que buscaban los suyos.

—¡Oh, Frances, no puedes rechazarme por más tiempo…! He esperado más de dos años y no puedo esperar siempre… ¡Te amo, Frances, te lo juro! No quiero lastimarte, querida, por favor… por favor…

Estaba realmente enamorado. Lo atraían su belleza, su femineidad, la promesa de plenitud que parecía ofrecer. Pero no la amaba más de lo que amó a otras mujeres. Además, estaba convencido de que aquella obstinada y virtuosa resistencia perseguía un fin preconcebido. En sus asuntos amorosos, así como en las restantes esferas de su vida, su egoísmo buscaba asidero en el cinismo.

—¡Sire! —exclamó ella de nuevo, francamente alarmada. Por vez primera aquilataba las reservas de fuerza escondidas en su cuerpo; fácilmente podía dominarla y vencerla.

Pero él no la oyó. Sus expertas manos desnudaron sus hombros y la apretó más, como si quisiera sorber el grácil cuerpo y hacerlo uno con el suyo. Nunca lo había visto ella así. La invadió un tremendo pánico. Sus emociones no respondieron a la llamada, se refugiaron en el extremo opuesto… Y, en ese momento, experimentó un profundo odio por él.

Con toda la fuerza de que fue capaz logró apartarlo, al mismo tiempo que lanzaba un desesperado sollozo.

—¡Oh, Majestad!… ¡Dejadme ir! —No le fue posible contener el llanto.

Instantáneamente el rey se detuvo, con el cuerpo rígido. Luego la dejó en libertad, tan bruscamente que la muchacha estuvo a punto de caer, y se quedó quieto en la oscuridad, tan callado que ella hubiera podido pensar que se encontraba sola de no haber sido por el jadeo de su respiración. Continuó llorando, no quedamente sino con entrecortados sollozos. Él la escuchaba y se maldecía por lo que había hecho. Y también podía darse cuenta de que la había herido como nunca. Por su parte, Frances no dudaba de que esta vez el rey se ofendería seriamente.

Se produjo un mortal silencio. Lo quebró Carlos II.

—Lo siento mucho, Frances. No me di cuenta de que os resultaba repulsivo.

La Stewart giró sobre sus talones.

—¡Oh, Sire! ¡Cómo podéis pensar eso! Jamás se me ha ocurrido tal cosa. ¡Pero debéis comprender que si cedo, perderé lo único que tengo de valor! Una mujer no debe excusarse al entregarse a un rey como si no se tratara de un hombre como todos. Bien sabéis que vuestra propia madre dice eso.

—Mi madre y yo disentimos en muchas cosas… y, sobre todo, en este punto. Respondedme sinceramente, Frances. ¿Qué es lo que queréis? Os lo dije antes y ahora lo repito: os ofreceré todo lo que pueda… todo menos el matrimonio. Bien sabéis que, de poder, también os lo ofrecería.

Frances respondió bruscamente:

—Entonces, Sire, quiere decir que nunca me tendréis. Porque yo no me entregaré a un hombre si antes no me he casado con él.

El monarca se quedó tieso, de espaldas a la ventana. Era imposible ver la expresión de su semblante, pero su voz sonaba implacable cuando dijo:

—Algún día —sus palabras silbaban entre los apretados dientes— espero veros fea y dispuesta.

Dicho esto, salió de la habitación. Pasó por su lado casi corriendo.