Capítulo XLVI

Cuando Ámbar regresó a Londres a mediados de diciembre, tres meses y medio después del incendio, se encontró con que la antigua City había desaparecido. La tierra era todavía un montón de cascotes, hierros retorcidos, escombros de ladrillos e inmensas pilas de cenizas ahora frías, aunque en muchos sótanos continuaban aún el humo y el incendio, que ni siquiera las torrenciales lluvias de octubre habían logrado apagar. La mayoría de las calles estaban obstruidas por las ruinas de casas derrumbadas en mitad de la calzada, en tanto que aquellas que se sostenían aún en pie por un milagro de estabilidad, amenazaban con caerse de un momento a otro, con el consiguiente peligro. Londres presentaba un aspecto de desolación y muerte.

La ciudad era infinitamente más triste y lúgubre después que el cruel y grandioso espectáculo del incendio había concluido. Sombrías predicciones auguraban que la ciudad jamás se volvería a levantar, y cuando llegaron los días plúmbeos y lluviosos de diciembre, nada parecía más cierto. Golpeado por la peste, la guerra y el incendio, el comercio de la nación habíase esfumado, y ésta se veía cargada con la más grande deuda pública de que se tuviera memoria. Inglaterra estaba sumida en un estado de inquietud y miseria… Los hombres afirmaban a los cuatro vientos que los días de su gloria habían pasado, que su antiguo valor se había perdido y que no era otra cosa que un país condenado a perecer. Nunca el futuro de un pueblo había parecido más desesperanzado. Nunca los hombres se habían visto más pesimistas y resentidos.

Pero, a pesar de todo, la indomable voluntad y la esperanza del pueblo comenzaron a dar muestras de vida. Una pequeña ciudad se levantaba sobre las ruinas de la anterior y las familias se establecían a la buena de Dios en el antiguo solar de sus hogares. Algunas tiendas abrían sus puertas y se reedificaban las primeras casas.

Y, además, no toda la ciudad había sido atacada por el fuego.

Al otro lado de las murallas todo estaba como siempre: una parte del este de la ciudad, incluso Great Tower Hill; al norte, los Moor Fields; al oeste, los viejos barrios de Lincoln’s Inn, y más al oeste, Drury Lane, Covent Garden y St. James, adónde la nobleza se estaba trasladando, permanecía todo intacto. Nada había sido tocado en la combadura del río. El Strand continuaba aún allí, y sus grandes residencias de hermosos y vistosos jardines daban todavía al Támesis. La parte más elegante de Londres había resultado indemne.

Ámbar y John Waterman habían dejado la ciudad en seguida. Alquilaron nuevos caballos cuando vieron que los suyos habían desaparecido y se encaminaron a Lime Park. Al llegar, Ámbar explicó a Jenny que habían encontrado la casa incendiada y que no habían podido dar con Su Señoría en ninguna parte; para guardar las apariencias envió una partida en busca del conde. Los hombres regresaron al cabo de algunos días, diciendo que no habían podido averiguar nada y que, según todas las apariencias, Radclyffe había sido sorprendido por el fuego dentro de la casa, pereciendo en ella. Ámbar, inmensamente aliviada y segura de que jamás la descubrirían, vistió de luto, pero no fingió estar triste, porque no consideraba esencial a sus propósitos tan particular muestra de hipocresía.

Mas las mejores noticias partieron de Shadrac Newbold, quien le envió un mensajero para anunciarle que de sus depósitos no se había perdido un solo centavo. Más tarde supo que, aun cuando mucho dinero se había perdido en el incendio, casi todos los joyeros habían salvado el que se confió a su administración. Y aunque su fortuna particular veíase reducida a menos de la mitad —veintiocho mil libras en total—, aún así era suficiente para convertirla en una de las mujeres más ricas de Inglaterra. Además, esa suma se redondearía con los intereses y las devoluciones de algunas inversiones que el difunto conde hizo por ella, a los cuales se sumarían el aumento del alquiler de Lime Park y la venta de los muebles que no consideraba necesarios, aunque hasta entonces no se había atrevido a tocar ninguno de los efectos de Radclyffe.

Ciertamente, el porvenir se mostraba realmente prometedor. Pero el presente era una fuente de temor y ansiedad. El conde Radclyffe estaba bien muerto, pero no había logrado deshacerse de él completamente; había regresado a su casa de campo para asediarla y perseguirla Lo encontraba inesperadamente, al dar la vuelta a una esquina de la galería; estaba detrás de ella cuando comía; se acostaba a su lado por las noches y ella quedaba allí, postrada, sin atreverse a intentar el menor movimiento, empapada en sudor; otras veces saltaba al menor ruido o se despertaba con un grito histérico. Se habría marchado en seguida, pero el hijo de Nan había nacido la víspera de su regreso, de modo que decidió quedarse hasta que su criada estuviera en condiciones de viajar. Se quedaba por gratitud hacia su comportamiento durante la peste, pero también porque no tenía dónde ir, con excepción de la casa de Almsbury, y no quería provocar sus sospechas levantando la tienda a las primeras noticias de la muerte de su esposo. No alimentaba el propósito de confiar tan fatal secreto a otras personas que no fuesen Nan y John.

Llegó la madre de Jenny; tan pronto como naciera el niño de ésta y la joven estuviera en condiciones, partiría para su casa, a reunirse con los suyos. Ámbar sintió algo de remordimiento y culpabilidad cuando, a principios de octubre, partió para Barberry Hill, pero se dijo que, después de todo, Jenny no tenía por qué temer. Nunca se había declarado enemiga de Su Señoría; no había tenido ninguna relación con la muerte de Philip… las paredes, los cielos rasos y los mismos árboles no le dirían nada. En cuanto a ella misma… No; no podía quedarse ni un día más. Y se fue.

En Barberry Hill se sintió más tranquila, y no tardó mucho en olvidar —Radclyffe, Philip y todo cuanto acaeciera en el transcurso del año—, como si sólo hubiera sido una atroz pesadilla. Lo apartó con resolución de su pensamiento. Sin embargo, tenía la inquietante sensación de que Almsbury había adivinado que ella sabía algo más de lo que fingía acerca de la muerte de su esposo —tal vez que había alquilado una partida de truhanes para que le diera muerte—, pero nunca insinuó nada al respecto. Directa o indirectamente, muy rara vez mencionaban a Su Señoría.

Una vez el conde le dijo, bromeando:

—Querida, ¿tendría algo de particular que os casarais una vez más? Se dice que Buckhurst tiene el propósito de correr el riesgo…

Le echó una fulminante mirada.

—¡No digáis tales disparates, Almsbury! ¡Vos debéis de creer que he perdido el juicio! Soy rica y ahora tengo un título… ¿Por qué diablos habría de hacer mi desdicha una vez más? ¡No hay cosa ni condición más degradante que el matrimonio! Hice la prueba tres veces y…

—¿Tres veces? —preguntó Almsbury con cierta entonación de burla y sorpresa al mismo tiempo.

Ámbar se sonrojó. Lo de Luke Channell era un secreto que no había compartido con nadie, a excepción de Nan. Era una de las pocas cosas de que se avergonzaba.

—¡Dos veces, quiero decir! Pero… ¿por qué hacéis esos gestos? De cualquier modo, podéis sonreír si gustáis, pero nunca volveré a casarme… ¡Tengo mejores planes que ése! —hubo un remolino de faldas de seda negra y un conato de retirada.

Almsbury estaba apoyado contra la chimenea, llenando su pipa. La miró alejarse, hizo un gesto, pero finalmente se encogió de hombros.

—Bien sabe Dios, querida, que nada me importa que tengáis tres maridos o treinta. Y no es de mi incumbencia tampoco si os vais a casar o no de nuevo. Me estaba preguntando únicamente si… Decidme: ¿qué aspecto suponéis vos que tendréis, así vestida de negro, a los treinta y cinco?

Ámbar se detuvo en seco y lo miró por encima del hombro; había palidecido y temblaba ligeramente: «¡Treinta y cinco años! ¡Dios mío! ¡Nunca llegaré a los treinta y cinco!» Se miró, inclinándose ligeramente, y vio reflejado aquel sombrío traje de luto que llevaría toda su vida, hasta morir de puro vieja, a menos que contrajera matrimonio de nuevo.

—¡Dios os condene, Almsbury! —masculló, y rápidamente salió de la habitación.

No había pasado mucho tiempo cuando ya hervía de impaciencia. ¿De qué servía tener dinero y un título, ser bonita y joven, si debía vivir soterrada en el campo? Transcurridos un par de meses quedó convencida de que, cualquiera que hubiese sido el escándalo provocado en la Corte por la muerte repentina de su marido, era seguro que el presente había sido ahogado por la continua sucesión de escándalos —los cuales tenían tan poca vida como los asuntos amorosos—, presunción que despertaba en ella vehementes deseos de volver. Abrumó a los condes de Almsbury para que fueran con ella a la capital para el invierno. Ello le daría una casa donde vivir y el prestigio de las familias de John y Emily. Por algún tiempo necesitaría las dos cosas.

Su aparición en Whitehall causó sensación, mucho más de cuanto esperaba. Se sorprendió al enterarse de ciertos rumores, en alas de los cuales se decía que ella había muerto envenenada por su marido a causa de los celos. Rió de tales especies.

Era cierto; el envenenamiento constituía entonces un modo de venganza que la aristocracia consideraba con temor, pero dando incuestionable pábulo a los rumores. Algunas esposas descarriadas habían encontrado la muerte por tal medio. Lady Chesterfield, por ejemplo, había muerto el año anterior, al enterarse su esposo de sus relaciones ilícitas con el duque de York, y todos insistían en que había sido envenenada. Otra de las amantes de York, lady Denham, había caído enferma y había dicho a sus amigos que Su Señoría la había envenenado, aunque algunos creían que lo había hecho el mismo duque para que cesara de acosarlo con sus reiteradas demandas de prebendas.

Los hombres hicieron a Ámbar una entusiasta recepción.

La vida en la Corte era tan estrecha, tan circunscrita y tan monótona, que cualquier recién llegada medianamente atractiva provocaba una ola de admiración y atención por parte de los caballeros, y un frío y altivo desdén por parte de las mujeres. Pasada la novedad, la interesada se atrincheraba en la posición que conquistara, defendiéndola de otra recién llegada de bonito rostro. Para entonces los hombres la conocían y las mujeres la aceptaban finalmente como una de las suyas. Podía unirse a ellas, criticando a la que osara aparecer y arrojar su guante. Nunca sufría más que cuando no tenía motivos para vencer la apatía e indolencia generales, lo que la inducía a buscar en otras cosas —juegos y distracciones de toda clase— un paliativo y a la vez un incentivo para una vida tan insulsa.

A Ámbar no le bastó sino una mirada para darse cuenta de cuál era su situación.

Debido a su título tenía acceso a la Corte y al salón de recibo de la reina, podía acompañar a la comitiva real en sus idas al teatro y asistir a los bailes o banquetes, para los cuales bastaba una invitación general… Pero, a menos que se hiciera amiga de algunas mujeres, no podría concurrir a las comidas y reuniones privadas, virtualmente obligada a permanecer extraña, apartada de la vida íntima de la Corte. Y Ámbar no tenía el menor deseo de que eso sucediera.

Por esta razón buscó a Frances Stewart y le hizo tan convincente demostración de amistad y admiración que Frances, todavía candorosa y confiada, a pesar de sus cuatro años de vida en la Corte, le pidió que aquella misma noche asistiera a una pequeña —comida que daba en sus habitaciones. El rey estaba allí y también todos los cortesanos y las damas que por su favor habían formado el mundillo que gobernaba al Londres elegante. Buckingham hizo una de sus grotescas, crueles y precisas parodias del canciller Clarendon. Carlos Estuardo refirió de nuevo la increíble y todavía conmovedora historia —sabida de memoria por la mayoría de los concurrentes— de su huida a Francia después de la batalla de Worcester. El vino y la comida eran espléndidos, excelente la música; las damas, encantadoras con sus magníficos atavíos. Y Ámbar se veía tan bien con su hermoso vestido de terciopelo negro, que la condesa de Southesk no pudo menos de decirle:

—¡Oh, señora condesa! ¡Qué hermoso vestido el vuestro! ¿Sabéis una cosa? Me parece que lo he visto antes, en alguna parte —reflexivamente se golpeó los dientes con una de sus uñas, mientras sus ojos recorrían el vestido de arriba abajo, pretendiendo no hacer caso de la que iba dentro—. ¡Vaya, ahora lo recuerdo! ¡Es claro! Justamente parecido, casi el mismo, diría yo, que el que llevé cuando murió uno de los primos de mi esposo… ¿Qué habré hecho con él? ¡Ah, ya recuerdo!… ¡Sí! Se lo regalé a la mujer encargada del vestuario del teatro de Su Majestad. Aguardad… Sí, hace tres años, me parece. ¿Todavía actuabais en las tablas, señora condesa? —Sus azules ojos tuvieron un destello de malicia al mirar a Ámbar, levantando una ceja, y entonces miró al otro extremo del salón, lanzando un pequeño grito—. ¡Dios mío! ¿No es aquella Winifred Wells?… La Castlemaine me dijo que se había ido al campo a… ¡Digo y afirmo que este mundo es un mundo hipercrítico! Disculpadme, señora condesa, debo ir a hablarle… ¡pobrecita! —y con una leve cortesía, sin mirarla siquiera, se alejó.

Ámbar mostró ceño; pero, al darse cuenta de que el rey estaba allí, a su lado, se encogió de hombros y sonrió compasivamente.

—Si las mujeres aprendieran de cualquier modo a tolerarse unas a otras —dijo el monarca quedamente—, tendrían una gran ventaja sobre nosotros y nunca serían víctimas nuestras.

—¿Y eso os parece conveniente, Sire?

—No del todo. Pero no dejéis que os fastidien, querida. Podéis manejaros sola perfectamente, os lo aseguro.

Ámbar continuó sonriéndole; moviendo apenas los labios, el monarca le hizo una pregunta, a la cual respondió ella bajando afirmativa y levemente la cabeza. No podía sentirse más contenta del éxito de su regreso a Whitehall.

No estaba segura de lo que podría haber hecho sin Frances Stewart y, no obstante, no estaba convencida de que fueran amigas inseparables. Visitaba a Frances en sus habitaciones, paseaba con ella por las galerías —afuera el tiempo se había hecho frío y ventoso— y algunas veces hasta se quedaba de noche, cuando los caminos estaban malos o era ya demasiado tarde. Ámbar no hablaba nunca de ella misma; parecía tremendamente interesada en todo cuanto concernía a Frances, en lo que decía, pensaba o hacía, y la joven, incapaz de resistir esa devoción y afecto manifiestos, comenzó a hacerla partícipe de sus secretos.

El duque de Richmond le había hecho recientemente la primera proposición de matrimonio, circunstancia que divertía grandemente a toda la Corte, porque Frances era considerada algo así como propiedad de la Corona. Era un joven no mal parecido, de veintisiete años de edad y pariente lejano del rey, pero estúpido, borracho y lleno de deudas. Carlos Estuardo había recibido la petición con su acostumbrado aplomo y había pedido al duque hiciera entrega de sus papeles al canciller para examinarlos y deducir el estado de sus intereses.

Una noche, Ámbar y Frances estaban acostadas en la cama de esta última, con un gran colchón de plumas debajo y otro encima. Ámbar le preguntó casualmente si tenía intenciones de casarse con Su Gracia el duque de Richmond. La respuesta de Frances la llenó de perplejidad.

—No me queda otro recurso —dijo—. Si el duque no se hubiera mostrado tan bondadoso, proponiéndome el matrimonio, no sé lo que habría sido de mí.

—¡Lo que habría sido de vos! ¡Vamos, Frances, ése es un desatino! ¡Todos los hombres de la Corte están locamente enamorados de vos, y eso lo sabéis perfectamente!

—Puede ser que sea así —admitió Frances—, pero ninguno me hizo nunca una proposición honesta. La verdad es que he arruinado mi vida al permitir que el rey se tomara algunas libertades conmigo… sin dejar que hiciera, precisamente, aquello que habría redundado quizás en mi beneficio.

—Bien —dijo Ámbar, pronunciando las palabras con lentitud, aunque experimentaba fuerte curiosidad al respecto— ¿por qué, entonces, no os sometisteis? No me cabe la menor duda de que habríais llegado a ser bien pronto duquesa sin necesidad de casaros… amén de adinerada.

—¡Bah! —exclamó Frances—. ¿Ser la querida del rey? Oh no… ¡eso no es para mí! Eso lo dejo para otras. Ya es bastante desagradable para una mujer tener que aceptar a su propio marido… ¡y yo más bien moriría si me viera obligada a hacerlo con un hombre que no lo fuera! ¡Oh, Dios! ¡Me dan escalofríos de sólo pensarlo!

—¿Acaso no os gusta el rey? ¡Si no hay hombre más hermoso en toda la Corte! ¡Y no es porque sea rey, pero todas las mujeres lo admiran y lo aman!

Ámbar sonrió en la penumbra, verdaderamente divertida y no poco sorprendida. De modo que lo que Frances practicaba y proclamaba como virtud no era moralidad ni nada por el estilo, sino repugnancia… No era casta, sino frígida…

—¡Oh, sí, por supuesto, me gusta! Pero es que… yo no podría… ¡Oh, no lo sé! ¿Por qué los hombres pensarán siempre en esas cosas? Sé que tengo que casarme algún día… Tengo diecinueve años y mi madre dice que soy la ruina de la familia… Pero, ¡Dios mío!, de sólo pensar que debo permitir que… ¡oh, sé que moriré! ¡No podré soportarlo jamás!

«¡Por Cristo! —pensó Ámbar, completamente anonadada—. Debe de estar mal de la cabeza.» Experimentaba por ella cierta piedad no exenta de desprecio. ¿Qué ideas se había forjado acerca de la vida aquella pobre criatura?

La amistad que las unía terminó pronto. Porque Frances se mostraba tan celosa como si fuera la esposa del rey, y Bárbara se encargó de que no ignorara por mucho tiempo el rumor que empezaba a circular sobre las presuntas y secretas visitas de Carlos II a lady Radclyffe en Almsbury House. Pero Ámbar consideraba que su situación se afianzaba y se mostró bastante contenta de tener que prescindir de la Stewart, a quien siempre había considerado tonta y aburrida. Se había cansado de tener que rendirle homenaje y fingir interesarse por todos sus asuntos. Y el rey Carlos, que al principio demostraba estar perdidamente enamorado de todas las mujeres a quienes hacía el amor, no permitiría que ella quedara rezagada. Ante su insistencia, Ámbar fue invitada a todas las reuniones públicas o privadas que tenían lugar en palacio y tratada con el mismo superficial respeto que se tributaba a la Castlemaine y que Frances recibía aún. Hasta las damas estuvieron obligadas a convertirse en sus sicofantas, y antes de mucho tiempo Ámbar empezó a creer que más allá de su persona ya no quedaba nada.

Un día se paseaba por la galería de Piedra cuando vio venir al canciller Clarendon en sentido contrario. El extenso hall era oscuro, frío y húmedo, y las numerosas personas que lo atravesaban en todas direcciones iban envueltas en pesadas capas de pieles. De un extremo a otro se divisaba una uniforme masa sombríamente trajeada, pues la Corte todavía guardaba luto por la reina viuda de Portugal… Ámbar estaba satisfechísima, ya que por su viudedad debía vestir de negro: las otras damas, por lo menos, no disfrutarían la ventaja de usar ropas y joyas vistosas.

Clarendon llegó hasta ella con la cabeza gacha, mirando el suelo, preocupado por su gota y por arduos e innumerables problemas que, conjugándose, significaban la ruina de Inglaterra, a la que se esperaba salvara él. El canciller no reparó en Ámbar más de lo que reparaba en los demás, y seguramente habría pasado de largo si ella no se hubiera interpuesto en su camino.

—Buenos días, canciller.

Clarendon levantó la cabeza, esbozó un gesto de asentimiento un tanto abrupto, y luego, como ella hiciera una pequeña cortesía, se vio obligado a detenerse e inclinarse a su vez.

—A vuestros pies, señora.

—¡Qué oportunidad más afortunada ésta! No hace diez minutos oí algo verdaderamente interesante, de la mayor importancia… y juzgo necesario que vos estéis al corriente, señor canciller.

El conde se mostró inconscientemente ceñudo. Veíase de tal modo abrumado por infinidad de asuntos fastidiosos e insolubles, el menor de los cuales era su propia y precaria situación, que no deseaba en modo alguno recargar sus disgustos.

—Me consideraré muy satisfecho de recibir cualquier información, señora, que facilite mi tarea de servir al rey, mi amo —pero sus ojos desmentían rotundamente sus palabras y era bien visible que deseaba deshacerse al punto de la impostora.

Ámbar, henchida de engreimiento por su rápido y fácil triunfo en la Corte, acariciaba el propósito de sumarle un triunfo sobre el canciller, propósito en el que habían fracasado todas las demás amantes de su Majestad. Quería exhibirlo como un trofeo, como una joya sin par, que nadie había sido lo suficiente rico como para adquirir… aunque conviniera con todos en que sus días de político eran contados.

—Sucede, canciller, que yo ofrezco esta noche una cena en Almsbury House. Su Majestad estará allí, por supuesto, y también todos los otros… Si vos y vuestra esposa os dignáis asistir…

El conde se inclinó tiesamente, colérico consigo mismo por haber desperdiciado tan tontamente su valioso tiempo. La gota, por otra parte, comenzaba a tornarse insoportable.

—Lo siento, señora, pero no dispongo de tiempo que perder en frívolos entretenimientos. El país necesita de algunos hombres serios. Os agradezco vuestra fineza y tened muy buenos días —y se alejó, seguido por dos amanuenses que llevaban dos grandes pilas de papeles, dejando a Ámbar boquiabierta.

Y entonces oyó el feo y agudo tono de una risa detrás de ella; se volvió a tiempo para enfrentarse con lady Castlemaine.

—¡Por los ojos de Cristo! —exclamó Bárbara riendo— ¡Esto sí que ha sido digno de verse! ¿Esperabais conseguir de él una pensión?

Ámbar no se perdonaba el hecho de que su humillación hubiera sido presenciada por Bárbara Palmer, única testigo entre toda la gente que llenaba la galería. Eso equivalía a que la nueva circulara por todo el palacio; todos la sabrían antes de que llegara la noche.

—¡Ese presumido viejo verde! —masculló—. Deberá considerarse afortunado si llega a terminar el año en la Corte.

—Sí —admitió Bárbara—, y lo mismo digo de vos. Por espacio de siete años he visto llegar e irse mujeres… pero yo todavía estoy aquí.

Ámbar sonrió con descaro.

—Sí, todavía estáis aquí, pero debido a las súplicas, según se dice.

Bárbara Palmer había descendido tanto desde los días en que se mostrara tan violentamente celosa de ella, quien, por su parte, se había elevado tan alto, que ahora que la veía frente a frente la odiaba mucho menos que antes. Ahora Ámbar podía ser despreciativa e incluso condescendiente.

La Castlemaine enarcó las cejas.

—¿Debido a las súplicas? Vamos… ¡no sé qué queréis decir con eso! Al menos, él me aprecia mucho, como lo demuestra el hecho de que me haya dado treinta mil libras hace pocos días…

—¿Queréis decir que os ha sobornado para que os deshagáis del rapaz que está en camino?

Bárbara sonrió.

—¿Y qué si fuera así?… Es un buen precio, ¿no os parece?

Frances Stewart pasó cerca de ellas, vestida con un traje de seda azul y cubierta con una capa de terciopelo negro y luciendo en los pies un bonito par de doradas sandalias; todo su brillante cabello, apenas sujeto por un pequeño broche de diamantes en una de las sienes, caía como una cascada de oro sobre las espaldas. Había estado posando para un retrato que pintaba Rotier, por orden del rey, quien tenía intenciones de usarlo luego como la efigie de Britania en las nuevas monedas. Frances no se detuvo; pasó de largo, haciendo una fría inclinación de cabeza a Ámbar y mirando apenas a la Castlemaine. Sospechaba que estaban murmurando de ella.

—Ahí va el pebete que quemará nuestras narices —dijo Bárbara cuando Frances se perdió de vista, escoltada por tres doncellas y un negrito—. Un ducado a trueque de su virtud. Sinceramente, me parece una exorbitancia. Yo no me coticé tan alto…

—Ni yo —replicó Ámbar, todavía contemplando a la Stewart, que en ese momento trasponía la puerta, seguida por todas las miradas—. Aunque dudo de que él la hubiera tomado de haber sabido desde un principio que costaba eso.

—¡Oh!, yo estoy segura de que sí la hubiera tomado… por la novedad.

—¿Creéis vos que medió algún factor que la impulsó para defenderse tan obstinadamente? —preguntó Ámbar, impelida por la curiosidad de saber cuál era la opinión de Bárbara al respecto.

—¿No lo sabéis? —La risa y la malicia jugueteaban claramente en los ojos de Bárbara.

—A decir verdad, no… pero esperad; tengo una ligera idea…

En ese momento el rey, seguido de sus cortesanos y perros apareció por uno de los recodos y caminó derechamente hacia ellas; su profunda voz de bajo tronó.

—¡Pardiez! ¿Qué significa esto? ¿Mis dos más hermosas condesas conversando? ¿Qué reputación estáis destrozando entre las dos?

La camaradería se evaporó; las dos mujeres se condujeron una vez más como irreconciliables rivales, cada una de ellas resuelta a desplazar a la otra.

—Estábamos deseando, Majestad —dijo Ámbar—, que la guerra terminara pronto y que la moda nos llegara de nuevo de París.

Carlos Estuardo siguió riendo afablemente, deslizó sus dos brazos por la cintura de ambas y de ese modo siguieron por la galería.

—Si la guerra es un inconveniente para las damas, prometo negociar la paz ahora mismo —articuló el rey con galanura.

Cuando llegaron a las habitaciones de Su Majestad, Carlos II dirigió una mirada a Buckingham, quien se adelantó en seguida para ofrecer su brazo a Bárbara… Ámbar siguió apoyada en el del rey. Para las dos el triunfo asumía mayor significación que la que en realidad tenía. Bárbara, sin embargo, tuvo su desquite cuando apareció la Stewart, hermosa como nunca, ataviada con un soberbio traje de luto. El rey se acercó prestamente a ella, y la condujo a un rincón donde pudieran disfrutar del placer de una conversación íntima.

No había pasado mucho tiempo cuando Ámbar comprobó que se encontraba en estado de gravidez.

No tenía ningún entusiasmo por su figura, aunque fuese temporalmente, pero comprendía que a menos que le diese un hijo, no sería para él otra cosa que una mera novedad que se desdibujaba cuando se alejaba de su presencia. Porque aun cuando perdía interés por las madres, Carlos Estuardo nunca se mostraba indiferente con sus hijos, si estaba seguro de que lo eran. La vez que ella se lo dijo, a fines de febrero, se mostró muy cariñoso y tierno, como si hubiera sido la primera vez que oyera tan felices nuevas. Y Ámbar consideró entonces que su situación estaba definitivamente asegurada en la Corte.

Pero no tardó mucho en desilusionarse, cuando el rey le mostró, dos días más tarde, en el salón de recibo de Su Majestad, a un joven que permanecía de pie en el extremo opuesto de la habitación y le preguntó si le parecía un buen partido.

—¿Partido para quién? —quiso saber Ámbar.

—¡Caramba!, pues vuestro, querida.

—Pero ¡si yo no quiero casarme!

—No puedo decir que os censure por ello… y sin embargo, un vástago en proyecto y sin apellido es algo embarazoso. ¿No lo creéis así? —la miró entretenido, distendiendo ligeramente la boca.

Ámbar se puso blanca.

—¿Entonces vos no creéis que este hijo sea vuestro?

—No, querida, no lo creo del todo. Me parece bastante probable que lo sea. Tengo una destreza muy poco común para tener hijos… en todas partes menos donde realmente quiero. Pero, desde luego, este niño no es de vuestro difunto esposo y, a menos que os caséis pronto, estáis en peligro de que caiga una mancha sobre vuestros blasones. Eso es algo verdaderamente duro para cualquier joven, cualquiera que sea su origen. Y para ser honrado, os diré que si contraéis matrimonio, cesarán las murmuraciones… al menos fuera de Whitehall. Este año promete ser de dificultades, puesto que no veo la forma de poner la flota en camino… y el pueblo comienza a murmurar más airadamente que nunca por las cosas que hacemos aquí. ¿Comprendéis todo esto, querida? Quedaría eternamente reconocido…

Ámbar estaba dispuesta a comprender. Pensaba que aquel hombre de genio vivo, convertido de bueno y apacible en otro inquieto y colérico, era hechura de Bárbara Palmer, y no quería seguir su mal ejemplo amargándole la existencia. Adivinó también que había una gran razón de por medio y que el rey no la había mencionado: Frances Stewart. Porque cada vez que el rey se hacía de una nueva amante, Frances se mostraba quisquillosa y hosca, insistiendo en que había estado a punto de acceder a darle cuanto de ella pedía cuando él había destruido despiadadamente su confianza.

—Majestad —dijo Ámbar—, mi única ambición radica en complaceros. Me casaré si así lo queréis… pero, en nombre del cielo, ¡dadme un esposo a quien pueda ignorar!

Carlos Estuardo rió ahora alegremente.

—No será difícil desentenderse de él, os lo aseguro.

El joven parado en el otro extremo de la habitación no parecía mayor que ella, y su juvenil apariencia aumentaba debido a su pálida tez y a la delicadez de sus facciones. Tenía quizá cinco pies y siete u ocho pulgadas de estatura; y su esbelto cuerpo estaba enfundado en un traje barato y nada distinguido. No cabía duda de que se sentía enfermo de inquietud, aunque hacía grandes esfuerzos para parecer alegre y reír, mientras sus ojos miraban con ansiedad a todos los rincones. De no haber sido por el rey, Ámbar no se habría dado cuenta de su presencia aunque se hubiera quedado toda la noche.

—¡Ay, señor! ¡Parece un necio mequetrefe!

—Pero dócil —le recordó el rey Carlos, sonriéndole solapadamente.

—¿Qué título posee?

—Barón.

—¡Barón! —exclamó Ámbar, horrorizada—. Pero ¡si soy condesa! —no se hubiera mostrado más conmovida si le hubiesen dicho que era un cargador o un vendedor ambulante.

Carlos Estuardo se encogió de hombros.

—Supongamos entonces que lo hacemos conde. Su familia se lo merece. Lo habría hecho hace tiempo, pero ignoro por qué me olvidé.

—La ocasión viene ahora en su ayuda —dijo Ámbar displicentemente, con la vista clavada en el joven, quien, al darse cuenta que era observado, se puso más intranquilo—. ¿Le hablasteis ya?

—No. Pero lo haré, y estoy seguro de que se arreglará fácilmente. Su familia perdió toda su fortuna en la guerra civil.

—¡Oh, Dios mío! —bramó Ámbar—. ¡Otro que viene a comerse mi dinero…! ¡Pero, al menos, esta vez las cosas serán diferentes! ¡Esta vez llevaré yo los pantalones!