Capítulo XXIV

Ámbar decidió ir a Tunbridge Wells, con la esperanza de que sus aguas mejorarían su salud. Partió una mañana temprano, en compañía de Nan, Tansy, Jeremiah y Tempest. Como llovía, hacían el viaje tan lentamente como si marcharan a pie. Muchas veces estuvieron a punto de volcar.

Ámbar se había cerrado en un mutismo absoluto; iba con los ojos cerrados y los dientes apretados fuertemente. Ni siquiera se dio cuenta de la jocosa conversación que mantenían Nan y el negrito Tansy. Había tomado esa pócima de gusto infernal que le diera mistress Fagg, y el estómago se le contraía de modo insoportable. Deseaba que se abriera la tierra y los tragara a todos, que un rayo del cielo la fulminara o, más simplemente, deseaba morir allí mismo y aliviarse así de su miseria. Se decía que si un hombre se atrevía a hacerle una nueva e indecente proposición, aun cuando le ofreciera mil libras de oro, lo patearía como a un vulgar lacayo.

Se detuvieron, al caer la tarde, en una posada del camino, para proseguir viaje al día siguiente, muy temprano. La medicina había hecho su efecto. Ámbar se sentía peor que antes y, a cada giro de las ruedas, abría la boca y gritaba lo más alto que podía. Apenas notó que el coche se detuvo y que Nan comenzó a limpiar el vidrio de la ventanilla con la manga de su jubón, poniendo su cara contra el vidrio para ver.

—¡Dios mío, ama! ¡El Señor no permita que hayamos caído en manos de malhechores! —Tenía la misma aprensión cada vez que Tempest y Jeremiah detenían el coche para sacar las ruedas del fango.

Ámbar se enfurruñó, pero continuó con los ojos cerrados.

—¡Por Dios, Nan! ¡Esperas ver un salteador detrás de cada árbol! ¡Te digo que con un tiempo como éste se van al extranjero!

En ese momento Jeremiah abrió la portezuela.

—Se trata de un caballero, madame, que ha sido detenido por los salteadores, quienes le han quitado el coche y los caballos.

Nan lanzó un grito y se volvió hacia su ama como reprochándole su incredulidad.

—Bueno —dijo Ámbar, sin mayor interés—; dile si quiere hacer el viaje en nuestra compañía. Pero adviértele que sólo vamos hasta Tunbridge Wells.

El hombre que vino con Jeremiah tendría tal vez, unos sesenta años, aun cuando su cutis era terso y límpido. Su cabello, cano, iba cortado un poco más corto de lo que se usaba y, si no rizado, era naturalmente ondulado. Era de aspecto casi imponente y apuesto, de unos seis pies de estatura, de anchos hombros y firme continente. Sus ropas eran de corte anticuado, pero de finísima tela, terciopelo negro con ribetes de oro.

La saludó haciendo una cortesía; la manera de hacerlo sugería que en él no había influido el estilo francés, que imperaba actualmente en la Corte. El hombre no parecía sino un ciudadano cualquiera, tal vez un parlamentario de esos que hablaban pestes de Carlos Estuardo y de toda su corte de fanfarrones, espadachines y cortesanas… A lo sumo un importante comerciante o un joyero o un comprador de diamantes.

—Buenas tardes, señora. Es muy bondadoso de vuestra parte invitarme a subir en vuestro coche. ¿Estáis absolutamente segura de que no habré de incomodaros?

—De ningún modo, señor. Me alegro de poderos servir en algo. Subid, por favor, que la lluvia os está mojando.

El hombre trepó al coche; Nan y Tansy le hicieron lugar para que tomara asiento, y el coche prosiguió su camino.

—Mi nombre es Samuel Dangerfield, señora.

—El mío, mistress St. Clare.

Mistress St. Clare, por supuesto, no significaba nada para él.

—¿Os dijo mi cochero que sólo vamos hasta Tunbridge? No tengo duda de que allí podréis alquilar un coche y caballos.

—Gracias por la sugerencia, señora. Pero ocurre que yo también voy a Tunbridge.

A partir de ese momento, conversaron muy poco. Nan explicó el silencio de su ama aduciendo que padecía de fiebres intermitentes y que justamente estaba pasando por uno de esos desastrosos ataques. Míster Dangerfield se mostró condolido, dijo que él mismo había tenido esa enfermedad y que una sangría era el mejor remedio. Al cabo de tres horas llegarían a la aldea.

Tunbridge Wells era un balneario de moda y ya el verano anterior la reina y la Corte habían estado allí. A mediados de enero, era sólo una aldea seca y desierta. No se veía ni una persona; los olmos alineados a lo largo de la calle principal estaban completamente desnudos y alzaban al cielo sus raquíticas ramas. Sólo el humo que salía de una que otra chimenea indicaba la presencia de gente en la aldea.

Ámbar y Samuel Dangerfield se separaron en la posada, donde él había reservado sus comodidades. Ella pronto lo olvidó. Nan se encargó de buscar y alquilar una casita de campo de tres habitaciones amuebladas, situada no muy lejos de la posada, la que tenía todo lo necesario para vivir, incluso la vajilla y las ropas de cama. Durante cuatro días Ámbar no se levantó del lecho. Pasó las horas durmiendo y cuando no, descansando muellemente. Al cabo de cierto tiempo, sintió que sus fuerzas renacían. Su antigua vitalidad y energía la hicieron sentirse de nuevo animosa.

Una vez más comenzó a preocuparse por su situación, aunque con mayor serenidad.

—Bien, no puedo regresar a Londres; eso es tan cierto como que existe la viruela —dijo un día a Nan todavía recostada en la cama con un montón de almohadas en la espalda y depilándose las cejas con unas pinzas de plata.

—Yo no veo por qué ha de ser precisamente así, madame…

—¿No ves por qué? ¿Crees, por ventura, que pienso volver a ese despreciable teatro, donde todos esos gaznápiros me estarán poniendo de oro y azul? ¡No señor!

—Disculpad, mi ama, pero después de todo podéis regresar a Londres sin necesidad de volver a las tablas ¿no es así? Ratón pobre es aquel que sólo tiene un agujero para esconderse. —Nan era muy aficionada a los aforismos y sentencias.

—No sé adónde más puedo ir —murmuró Ámbar.

Nan suspiró profundamente antes de iniciar su próxima arenga. No se atrevió a despegar la vista de su veloz aguja.

—Todavía creo, ama, que deberíais alquilar un departamento en la City, haciéndoos pasar por una viuda rica; estoy segura de que no lardaríais en encontrar esposo. Quizá no lo queráis hacer, pero tened presente que los necesitados no tienen opción a escoger.

Ámbar miró a su doncella con acritud. Por algunos momentos las dos permanecieron silenciosas; Nan no se atrevía a desafiar la relampagueante mirada de su ama. Por último, a ésta se le pasó el enfado. Compuso su rostro y dio un suspiro.

—Me pregunto —dijo— si ese señor No-sé-qué… ese a quien robaron sus caballos, será lo bastante rico como para molestarse por él.

Mister Dangerfield había enviado dos días antes a preguntar sobre su estado de salud; el emisario regresó con una respuesta desatenta y desde entonces no habían vuelto a saber nada más de él.

—Ese podría ser el hombre, ama. Tiene un garrido lacayo con el que yo podría hablar.

Nan volvió al cabo de dos horas toda encendida y excitada… aunque no por una sola cosa, sospechó Ámbar.

—¿Y bien? —preguntó ésta, recostada con molicie y con los brazos bajo la nuca. Esas dos horas las había pasado rumiando sus pasados errores y maldiciendo a los hombres, a los cuales responsabilizaba por ellos—. ¿Qué es lo que has averiguado?

Nan entró como un bólido, trayendo con ella una ráfaga de aire fresco y una boyante energía.

—¡Averigüé todo! —declaró triunfalmente, desatando los lazos de su capucha y arrojándola sobre una silla. Todavía puesta la capa, se sentó en el borde del lecho, al lado de su ama, quien se negó caprichosamente a compartir su entusiasmo—. ¡Averigüé que Samuel Dangerfield es uno de los hombres más ricos de Inglaterra!

—¿Uno de los más ricos de… Inglaterra? —repitió Ámbar lentamente, todavía sin querer darle crédito.

—¡Sí! ¡Tiene una fortuna! ¡Oh, no puedo recordarlo! ¡Doscientas mil libras o algo así! ¡John dice que nadie sabe cuán rico es! Es un comerciante y…

—Doscientas mil lib… ¿Es casado? —preguntó Ámbar, interesada de pronto y sintió renacer sus esperanzas.

—¡No, no lo es! Es decir, lo era, pero su mujer ha muerto hace unos seis años… Algo de eso me dijo John. Tiene catorce hijos, además de otros que murieron… he olvidado cuántos. Viene aquí todos los años para beber las aguas… Tuvo un ataque. Y justamente ahora se está preparando para ir a los pozos… ¡John va con él!

Ámbar se incorporó rápidamente, arrojando a un lado los cobertores.

—Creo que yo también voy a beber esas aguas. Vamos, saca mi vestido de terciopelo verde con trencilla de oro, y la capa verde. ¿Está muy enfangado todavía para llevar zapatones?

—Creo que sí, ama —Nan iba y venía muy afanosa, hurgando en las extrañas cómodas en busca de camisas y enaguas, abriendo envoltorios todavía intactos que contenían ligas y cintas, sin dejar de conversar al mismo tiempo—. ¡Sólo de pensarlo, ama! ¡Qué suerte tenéis! ¡Juro que debéis de haber nacido con un redaño en la cabeza!

Las dos mujeres estaban muy alegres y de buen humor, como no se las había visto en las semanas pasadas.

Había dejado de llover el día anterior y la noche pasada había hecho frío; una capa delgada de hielo cubría el fango. Un sol clorótico y mortecino se mostraba en un cielo ceniciento, entre grupos de nubes blancas y tenues que no anunciaban lluvia inmediata. Aldeanas con sombreros de paja y faldas cortas, llevando grandes cestos en los brazos, aparecieron en las calles de la pequeña población ofreciendo a la venta manteca fresca, leche y verduras. Ámbar, Nan y Tansy marcharon por la calle que conducía al pozo. De pronto, dos jóvenes con trajes llenos de galones, sombreros de plumas, grandes pelucas onduladas y artísticas espadas, se presentaron después de solicitar el correspondiente permiso.

En esos lugares era costumbre que los propietarios se presentaran ellos mismos.

Se trataba de Frank Kifflin y Will Wilgglesworth, quienes le dijeron que habían llegado de Londres para eludir el asedio de una dama que insistía en casarse con el segundo de los nombrados. Nunca los había visto ella en el teatro u otro lugar de reunión de los londinenses de buen tono, por lo que se dijo que debía de tratarse de dos picaros que querían pasar por personas de categoría, o tal vez de dos niñitos de mamá que debían de vivir como caballeros sin tener con qué. Los tahúres, carteristas y falsificadores caían como gavilanes sobre cuanta provinciana les ofrecía una buena presa. Luke Channell había sido un crudo espécimen de semejante género. Dick Robbins, que vivía en compañía de mamá Gorro Rojo, era otro y uno de los más astutos. Probablemente, ya que Tunbridge no era un campo propicio para sus actividades en esa época del año, habían salido de Londres o de alguna otra ciudad y se encontraban allí en retiro temporal.

Para aumentar sus preocupaciones, en cuanto ella les dijo su nombre, parecieron interesarse.

—¿Mistress St. Clare? —repitió Will Wilgglesworth, un joven picado de viruelas y con unos dientes largos como los de una comadreja—. Es un nombre familiar. ¿Qué dices tú, Frank? ¿Has visto antes en alguna parte a la señora de St. Clare?

—¡Caramba! Sí, estoy seguro de haberos visto, madame, pero dónde habrá sido, me pregunto. ¿Tal vez estuvisteis en Banstead Downs el año pasado?

«¡Maldita sea! —pensaba Ámbar, nerviosa—. ¡Si esos imbéciles descubren quién soy y se lo dicen a míster Dangerfield, tendré menos probabilidades de casarme con él que con el hombre de la luna!» Pero, sin dar lugar a que leyeran sus pensamientos, les sonrió muy gentilmente.

—No, caballeros; estoy segura de que me confundís con otra dama. Tampoco vuestra apariencia me es familiar… y siempre me he vanagloriado de recordar la fisonomía de las personas que me son presentadas.

Los dos hombres tomaron sus palabras como un cumplimiento y se inclinaron ceremoniosamente.

—A vuestro servicio, madame.

Ni con ésas dejaron el tema, quizá por falta de otro, y lo zarandearon llenos de entusiasmo. Frank preguntó a Will si no la había visto en el Pall Mall, y Will le aseguró a Frank que debió de ser en el Salón de Recepciones de Whitehall. Ámbar negó haber estado en ninguna de esas partes. Estaba buscando los medios de esquivarlos cuando apareció míster Dangerfield y se acercó a hablarle.

—Tenéis muy buen semblante, señora. Espero que haya mejorado vuestra salud.

La joven le brindó una de sus más cautivadoras sonrisas, al mismo tiempo que le hacía una cortesía, deseando que su presencia hiciera desvanecer como el humo a los dos tontos. Sin embargo, mientras Ámbar y míster Dangerfield hablaban del tiempo, del sabor de las aguas del pozo y de los grandes zapatos de Tansy, ellos se peinaron, arreglaron y acomodaron sus cintas y adornos, mirando de un lado a otro y deseando a todas luces que se fuera el viejo ñoño. Ámbar presentó a míster Dangerfield y se admiró del gran cambio operado en sus semblantes y maneras. Se dijo que había estado acertada al catalogarlos como lo hiciera: un par de caballeros de industria disfrazados.

—¿Samuel Dangerfield, sir? —repitió Will Wilgglesworth, desaparecida su petulancia—. Conozco a un tal Bob Dangerfield. Nos encontramos en la casa de un amigo común. Pertenece a una honorable familia de comerciantes. ¿Quizá sois vos, por casualidad, pariente suyo?

—Soy su padre.

—¡Vaya, vaya, cuánto nos complace! ¿Te das cuenta de nuestra suerte, Frank? Es el padre de Bob.

—¡Ejem! Es una verdadera suerte. Por favor, tened la bondad de presentar nuestros respetos a vuestro hijo cuando regreséis a Londres.

—Lo haré así, caballeros, y muchas gracias por vuestro interés.

Ámbar sentía el cuerpo lleno de alfileres; no deseaba en modo alguno que se pusieran a discutir su identidad delante de míster Dangerfield.

—Con vuestro permiso, caballeros, debo regresar a mi casa —hizo una nueva cortesía al comerciante pero, en cuanto se alejó algunos pasos, los otros insistieron en que les permitiera acompañarla hasta su casa.

—En verdad, Will —dijo Frank, tan pronto como estuvieron lejos de míster Dangerfield—, ha sido una suerte encontrar aquí al padre de Bob. Parece un viejo conocido vuestro, ¿eh, madame St. Clare?

—¡Oh, no! Sucede que lo encontré poco después que unos asaltantes le robaron el coche y los caballos, y se vio obligado a hacer en mi compañía el resto del viaje.

Will se mostraba indignado.

—¡Señor, es una vergüenza que en nuestros días tengamos que soportar a esos bandidos! ¡Qué barbaridad! Asaltan libremente al primero que les viene en gana. ¡Y muchas veces no se detienen ni aun con personas de la calidad de míster Dangerfield!

—¡Qué bárbaros! —ratificó Frank.

Ámbar se había detenido en la puerta de su casa, esperando que se despidieran. Wilgglesworth, que había estado todo el tiempo analizando el semblante de Ámbar, se dio una palmada en la frente.

—¡Ahora sé quién sois, mistress St. Clare! Vos sois una actriz del Teatro del rey.

—¡Oh, claro que sí! ¡Will, tienes razón! Estaba seguro de haberos visto en alguna parte, madame. Pero ¿por qué esa modestia? La mayoría de las actrices son…

—¡Una actriz! —protestó Ámbar—. ¡Señor! ¿Quién ha metido esa idea loca en vuestras cabezas? Puede ser que me parezca a una de esas desventuradas, pero entonces quiere decir que todas ellas tratan de parecerse a las damas de calidad. No, caballeros, habéis cometido una equivocación. Os aseguro que nunca he estado cerca de un teatro… Y ahora, tened muy buenas tardes.

Pero por las miradas de inteligencia que cruzaron entre ellos y sus escépticas sonrisas al inclinarse para saludarla, se dio cuenta de que no la creían en absoluto. Cuando se cerró la puerta, Ámbar se apoyó contra ella emitiendo un silbido.

—¡Uf! ¡Esos cabezudos imbéciles! ¡Debo buscar el modo de deshacerme de ellos, está claro!

Cuando volvieron por la noche y la invitaron a ir a una casa de juego, el primer impulso de Ámbar fue rechazar de plano. Pero bien podía ser que allí los cogiera en algo que le permitiera alejarlos de los pozos… Aceptó. En el trayecto, Frank Kifflin sugirió detenerse y rogar a míster Dangerfield que se uniera a ellos.

—Ese pobre anciano pasa solo la mayor parte del tiempo y, aunque maldito si me gusta jugar con un viejo, acepto porque se trata del padre de Bob.

Pero Ámbar no iba a permitir que míster Dangerfield se enterara de que ella era una actriz.

—Mister Dangerfield nunca juega a las cartas, caballeros. Odia la vista de una baraja, como un cuáquero odia a los papagayos. Vosotros conocéis a estos viejos puritanos.

Los dos hombres, evidentemente desilusionados, se resignaron, mal de su grado.

No había ni una veintena de personas agrupadas alrededor de las mesas de juego y se trataba sólo de los lugareños, que se entretenían por algunos chelines. Ámbar y los dos hombres echaron una ojeada y finalmente Frank aventuró que podían practicar cierto juego de dados, el más inofensivo del mundo; únicamente se requería habilidad para voltear la muñeca.

—¡Cielos! —exclamó Ámbar, con aire de asombro e inocencia—. ¡Caballeros, yo no puedo jugar! He venido únicamente por acompañaros y pasear un poco. Además, nunca llevo dinero encima cuando viajo.

Éste argumento pareció convencer a míster Kifflin.

—Muy prudente, madame St. Clare. Viajar es en nuestros días un verdadero azar. Pero, por favor, permitidme que os preste entonces diez o veinte libras… No es un entretenimiento ver jugar a los demás…

Ámbar hizo como que dudaba.

—Es que… No sé si debo aceptar o no…

—¡Vamos, madame! ¿Por qué no? Y no hablemos ni una palabra de intereses, os lo ruego. Sólo un cuervo podría aceptar intereses de una persona tan hermosa como vos.

—¡Qué galante sois, míster Kifflin! —dijo Ámbar—. ¡Hum! Si no quería intereses, era seguro que se traían otro juego entre manos…

Los dos supuestos caballeros pusieron sobre la mesa una cantidad de chelines que sacaron de sus bolsillos. No había ni una guinea o penique o moneda de cobre. Chelines nada más. No había que ser un lince para comprender que estaban al servicio de algún falsificador, haciendo circular ese dinero y cambiándolo por el auténtico. Casi obligadamente, Ámbar perdió algunas libras. Dijo que enviaría una nota a su banquero para que les pagara durante su próxima visita a Londres, y se mostraron sumamente complacidos.

—Pero recordadlo, madame St. Clare —dijo Wilgglesworth antes de partir—. No aceptaremos ningún interés. Ni un solo centavo.

Ámbar examinó detenidamente las monedas que le habían quedado gracias a su ardid, y se convenció de que eran «perras negras», discos de metal muy parecidos a los que hacía el monedero que vivía en casa de mamá Gorro Rojo. Arrojó una por los aires y, al recibirla, rió alegremente, palmeando a Nan en la espalda.

—Ya me encargaré de ese par de currutacos de pacotilla, te lo garantizo. Envía mañana a Jeremiah a que invite a míster Dangerfield a almorzar conmigo… Vamos a ver. ¿Qué vestido podría ponerme? ¿No te parece que el traje negro con cuello y puños de lino blanco me da un aspecto inocente y juvenil?

—Todos vuestros vestidos obran el mismo milagro, pero ése más que los otros.

Cuando Samuel Dangerfield llegó al día siguiente, Ámbar fue a recibirlo. Su escote estaba más cerrado que de costumbre, pero se las había compuesto de modo que su busto acentuara en lo posible sus formas. El cabello se desplegaba sobre los hombros en suaves ondas, sostenido en las sienes por lazos de terciopelo negro. Su rostro estaba pintado tan finamente que sólo una experta habría podido descubrir que esos colores no eran naturales.

—Ha sido muy bondadoso de vuestra parte invitarme a almorzar, mistress St. Clare.

—¡Oh, disculpadme! Sé que no es lo correcto en estos casos, pero de algún modo quise reparar mi mala educación —su semblante mostraba una expresión de desconcierto y gravedad—. Por favor, os ruego me disculpéis si el otro día no estuve amable con vuestro emisario… Ya lo sabéis, la enfermedad a veces me hace ser un poco grosera.

Sabía que su invitación iba contra todos los convencionalismos, pero esperaba afectar la suficiente modestia como para embaucarlo. Míster Dangerfield le sonrió como habría sonreído a una gatita.

Hablaron algunos momentos de las fiebres intermitentes, y luego se sentaron a la mesa, que Nan había colocado en la sala, cerca del fuego.

John, el lacayo de míster Dangerfield, le había informado que su amo era hombre de muy buen diente —sus médicos le habían ordenado comer frugalmente—, y Ámbar había dispuesto que trajeran de la posada un suculento almuerzo. Se dijo para su coleto que más le convenía quedar bien con él que con su médico.

Sin mayores dificultades, Ámbar se ingenió de manera que la conversación versara sobre Kifflin y Wilgglesworth. Ganándole la mano, le dijo que la noche anterior habían estado en su casa a pedirle que les cambiara algún dinero; ella había traído a Tunbridge unas quince o veinte guineas, pero que todo lo había entregado para que los pobres jóvenes pagaran sus deudas de juego, y ahora se estaba preguntando cómo iría a empaquetar todos esos chelines en su baúl, ya demasiado lleno de su ropa.

Mister Dangerfield, como lo esperaba, pareció alarmado al oír este cuento pueril.

—¿Hace mucho, mistress St. Clare, que conocéis a míster Kifflin y su amigo?

—¡Cielos, no! Los encontré ayer por la mañana en los pozos. Se presentaron ellos mismos. Vos bien sabéis que en estos lugares muy poco se siguen las normas de sociedad.

—Sois muy joven, señora St. Clare, y no me imagino cuán candorosamente veréis el mundo, a diferencia de un viejo como yo. Si me permitís daros un consejo… es que no aceptéis demasiado dinero de esos caballeretes. Tal vez sean honrados como pretenden pero, cuando se ha vivido lo bastante como yo, se sabe que todas las precauciones son pocas con los recién conocidos… particularmente cuando se los conoce en un sitio como éste.

—¡Oh! —exclamó Ámbar, súbitamente asustada—. ¡Pero yo creía que a Tunbridge venían personas distinguidas! Mi médico me dijo que el verano pasado Su Majestad la reina estuvo aquí con todas sus damas de honor.

—Sí, creo que fue así. Pero donde hay gente de calidad es seguro también que hay bribones. Y las personas que no conocen mundo como vos son, precisamente, las más expuestas.

Mientras hablaban, Ámbar levantó la mano para sujetar el lazo de su cabello, señal convenida con Nan para que ésta actuara de acuerdo con las instrucciones recibidas. La doncella esperaba fuera, atisbando por la ventana.

—¡Oh! —decía mientras tanto Ámbar, compungida—. ¿Cómo he podido ser tan necia? Espero que…

En ese momento, Nan hizo su entrada, sin aliento, deteniéndose en la puerta para quitarse los zapatones.

—¡Cielos, ama! —exclamó agitadísima—. ¡El posadero rehúsa recibir este dinero! Dice que son monedas falsas.

—¡Monedas falsas! ¡Caramba, si son las que me dio anoche míster Kifflin!

Samuel Dangerfield se alzó en su silla.

—¿Puedo verlas? —tomó la que le dio Nan y la sometió a un detenido examen—. No hay duda, es falsa —dijo gravemente—. De modo que esos jóvenes bribones hacen circular moneda falsa… ¡Caramba! Es un feo asunto éste… y peligroso. Me pregunto cuántas personas habrán caído víctimas de sus fechorías.

—¡Todos los simples como yo, supongo! —exclamó Ámbar, indignada—. Me parece que lo mejor es llamar al alguacil para que se haga cargo de ellos.

Mister Dangerfield se mostró más bondadoso.

—Las leyes son muy estrictas… serían colgados y luego descuartizados —de ese modo la habrían dejado a ella en santa paz, pero creyó prudente no expresar su parecer—. Yo creo que podemos manejarlos de otro modo. ¿No creéis, señora St. Clare, que sería mejor que los citarais aquí con cualquier pretexto?

—¡Caramba! Me parece que van a estar aquí dentro de poco tiempo, pues me pidieron que los acompañara hasta los pozos.

Cuando los dos belitres llegaron muy poco después, Nan abrió la puerta. A la vista de míster Dangerfield abrieron la boca estúpidamente… Bien pronto la cerraron cuando le oyeron decir:

—La señora St. Clare y yo hemos estado discutiendo el hecho de que parece haber falsificadores de moneda aquí, en Tunbridge.

Kifflin levantó las cejas.

—¿Moneda falsa? ¡Vaya! ¡Es increíble! ¡Ay, juro que esos desvergonzados se hacen cada vez más impúdicos!

Wilgglesworth exclamó, sin querer dar crédito a lo que oía.

—¡Moneda falsa! ¡Y en Tunbridge!

—Sí —afirmó Ámbar—. Aquí tengo la que acaba de rechazar el posadero y míster Dangerfield dice que, en efecto, se trata de una moneda falsa. Tal vez quieran verla ellos, sir.

Mister Dangerfield la entregó y ambos la examinaron con mucha atención. Kifflin se aclaró la garganta. Sus frentes se cubrieron de sudor.

—A mí me parece buena —dijo Kifflin por último—. Pero yo soy tan estúpido que cualquiera puede embaucarme.

Wilgglesworth rió sin gracia.

—No es ese mi caso; es falsificada —devolvió la moneda.

—El alguacil vendrá dentro de unos instantes —prosiguió míster Dangerfield con terrible seriedad— a examinar esta moneda. Si es falsa, me parece que va a querer revisar a todos los que se encuentran en la población en este momento.

En ese momento una aldeana llegó hasta la puerta llevando una cesta en los brazos y gritando:

—¡Huevos frescos! ¿Queréis comprar huevos frescos?

Kifflin se volvió rápidamente.

—Ahí está ella, Will. Espero que nos perdonaréis, señora St. Clare, pero precisamente veníamos a rogaros nos disculpéis si os venimos a buscar más tarde. Nos quedamos dormidos y ahora salíamos en busca de huevos para nuestro almuerzo. Madame, sir, tened muy buenos días.

Los dos tunantes se apresuraron a salir de la habitación, haciendo profundas genuflexiones y dirigiéndose a la calle a grandes zancadas. Al pasar cerca de la muchacha que vendía huevos apenas si la miraron y, cuando estuvieron a unos doscientos pasos de distancia, iniciaron una loca carrera por la calle principal y doblaron por una esquina, perdiéndose de vista. Ámbar y míster Dangerfield, que se habían quedado observándolos, estallaron en carcajadas.

—¡Mirad cómo corren! —exclamó Ámbar entre risas—. ¡Me parece que no se detienen hasta llegar a París!

Cerró la puerta y lanzó un suspiro.

—Bueno, bueno… ¡Espero que me sirva de lección! Prometo no fiarme jamás de extraños.

Mister Dangerfield sonreía bondadosamente.

—Una joven dama tan bonita como vos siempre será buen señuelo para los extraños —dijo esto con el tono de un hombre que quiere ser galante sin haberlo practicado nunca. Y cuando ella correspondió al cumplido mirándolo con gentileza, aclaró su garganta y su semblante se oscureció—. ¡Ejem!… Me pregunto, señora St. Clare, si queréis confiar en este extraño lo suficiente como para permitir que os acompañe hasta los pozos.

La confianza comenzó a renacer en ella y la embriaguez que experimentaba al encontrar un nuevo posible adorador, la envolvió de nuevo en su malla sutil.

—Claro que sí, señor. Creo que conozco a un hombre honrado cuando lo veo… aunque no pueda decir siempre lo mismo de uno que no lo es.

Ámbar había representado papeles de mujeres que pertenecían a las severas, rígidas e hipócritas familias de la City y, aun cuando sus caracteres habían sido satírica y calumniosamente exagerados, ella los había tomado como una verdad elemental. Consecuentemente, sabía lo que podría agradar a míster Dangerfield, pero pronto descubrió que su propio instinto era una guía segura.

Así, cuando fue adquiriendo mayor confianza con él, empezó a darse cuenta de que, no obstante ser un comerciante de la City y presbiteriano por añadidura, era también un ser humano. Y para sorpresa, se encontró con que en nada se parecía a los viejos beatos ceñudos que solían causar regocijo en el teatro de Su Majestad.

No era frívolo, pero tampoco era sobrio hasta la exageración. Su natural disposición le permitía reír de cualquier cosa, como un ser verdaderamente dichoso. Había trabajado durante toda su vida, acumulando una fortuna que parecía no saber cómo disfrutar; de ahí que no permaneciera muchas veces indiferente a los encantos de una joven bonita. Su vida familiar había sido más bien austera, pero ello acució una sensación de privación y curiosidad. Ámbar llegó a esa existencia penitente como una gala de primavera fresca y vigorizante, un desafío a todo cuanto en él hubiera guardado de gallardía y temeridad. La joven representaba todo cuanto jamás conociera en una mujer, e incluso había creído que no podía existir sobre la tierra.

Al cabo de algunos días —salían con frecuencia a dar sus paseos— míster Dangerfield insistió en que debía relacionarse con algunos jóvenes; temía que su compañía se le hiciera pesada y monótona. Ámbar replicó que los detestaba, porque eran relamidos, tontos y unos cabezas huecas, sin otra preocupación que el baile, el juego o el teatro.

Si él no venía, permanecería encerrada… por temor a que alguien la reconociera.

De antemano sabía lo que opinaría de una actriz, sólo con conocer lo que diría de la Corte en general. Un día, al ser mencionado el rey Carlos, dijo él:

—Su Majestad podría ser el más grande gobernante que jamás hubiera tenido nuestra patria, pero, desgraciadamente para él y para todos nosotros, los años de exilio lo han pervertido. Adquirió entonces ciertos hábitos y modos de vida de los cuales no puede ahora escapar… en parte. Hasta temo que no desee escapar de ellos.

Ámbar, que en ese momento buscaba un resto de género en el cesto de costura de Nan, observó que había oído decir que Whitehall se había convertido en un lugar impío.

—Así es. Un lugar corrupto e impío. Allí el honor es una impostura; la virtud, una cosa de risa; el matrimonio, una vulgaridad para la plebe. Es cierto que hay todavía algunas personas decentes y honradas, como en toda Inglaterra, pero están rodeadas de granujas y de necios.

La mayor parte de sus conversaciones, sin embargo, eran menos serias. Muy raras veces estaba dispuesto él a discutir temas de ética o de política. Las mujeres no estaban interesadas en esas cosas; mucho menos, las bonitas. Además, ella esquivaba tales cuestiones.

En cambio, algunas veces solicitaba consejo sobre ciertos asuntos financieros. Escuchaba con los ojos abiertos y asintiendo gravemente a cuanto le decía él sobre intereses y capital, amortizaciones, títulos e ingresos. Ella le habló del joyero que hacía las veces de banquero y, cuando mencionó el nombre de Shadrac Newbold, se alegró al ver que eso le causaba una favorable impresión. Suspiraba por la gran responsabilidad de manejar el dinero de su esposo —pasaba por ser una joven viuda— y decía que experimentaba frecuentemente el temor de que alguien la engañara. Esa era, además otra razón para desconfiar de los jóvenes que deseaban su amistad. Hablaba también y con bastante frecuencia de su familia y de las adversidades que trajeron consigo las guerras civiles, relatando, con bastante ingenio, historias que le había referido Almsbury o lord Carlton sobre dificultades pretéritas. Todos estos detalles se polarizaban en un fin: hacer que míster Dangerfield cobrara confianza y rechazara cualquier mala impresión. No era improbable que al principio la hubiera juzgado una cazadora de fortunas.

Docenas de veces se distrajeron con juegos de cartas que requerían una buena dosis de habilidad para ganar. Ámbar permitió siempre que él saliera triunfante. Le hacía reír imitando a las jamonas y a los viejos gotosos que venían a tomar aguas. También le hizo oír algunas canciones acompañándose con la guitarra —por supuesto, no aquellas baladas vulgares y sazonadas con sal y pimienta— sino canciones del folklore inglés, muy estimadas en provincias. Lo trataba con mimo y regalo, lo halagaba y adulaba como si hubiera sido más joven de lo que era. Simultáneamente, se preocupaba de brindarle todas las comodidades que necesitaba un hombre de su edad. Un día le dijo que debía tener cuarenta y cinco años, y cuando él le respondió que sólo su hijo mayor contaba treinta y cinco, repuso que jamás le haría creer ese cuento de hadas. Se comportaba, en suma, como una mujer, casi, casi enamorada.

Pero al cabo de tres semanas empezó a incomodarse: no había hecho el menor intento de seducirla.

Una noche, Ámbar estaba apoyada de codos en la ventana, haciendo dibujos en los vidrios con un dedo. No hacía minutos que míster Dangerfield se había despedido. Ámbar tenía ceño y el labio inferior ligeramente contraído, como una niñita a quien no se le da gusto.

Nan, ocupada preparando un calentador ante la chimenea, la miró intrigada.

—¿Ocurre algo, mi ama?

Ámbar giró sobre sus talones; su falda se abrió en un amplio y desdeñoso abanico.

—¡Sí, ocurre algo!… ¡Oh, Nan! Comienzo a sentirme inquieta. Tres semanas enteras he estado corriendo detrás de esta liebre, y… ¡todavía no la he cogido!

Nan concluyó su faena y entró en el dormitorio llevando un calentador de plata con tizones ardientes y herméticamente cerrado.

—Pero ya se está poniendo a punto, mi señora. Adivino que es así.

Ámbar la siguió y comenzó a desvestirse. Estaba preocupada y de vez en cuando exhalaba suspiros de impaciencia. No le parecía sino que toda su vida había estado haciendo lo imposible para que míster Dangerfield se le declarara. Nan puso el calentador dentro de la cama y la ayudó a desnudarse. A espaldas suyas comenzó a soltar el corsé.

—¡Por Dios, mi ama! ¡No tenéis razón al mostraros tan impaciente! Conozco bien a esos acartonados y formales puritanos… He trabajado en sus casas. ¡Consideran eso de la relación entre un hombre y una mujer como algo serio, permitid que os lo diga! ¡Caramba, incluso apostaría mi… este… bueno… de que por nada del mundo habría tenido relaciones con otra mujer cuando la suya vivía hace veinte años! ¡Dejad que se ponga a gusto, que satisfaga su modestia! Y lo que es más, no olvidéis que hasta ahora habéis hecho los más grandes sacrificios para que él os tome por una mujer virtuosa. Yo lo he estado observando atentamente y me doy cuenta de que está inquieto, aun cuando a sus años esa inquietud no se manifiesta con el ardor y la impulsividad de los años mozos… Ya está encendido el fuego, no os quepa duda —levantó un dedo—. Sólo tenéis que dejar que haga el progreso necesario… darle la oportunidad y… lo tendréis tan seguro como una perdiz en la trampa. —Con las dos manos formó una trampa y se la puso al cuello significativamente.

Mientras su ama se quitaba la camisa, Nan pasó el calentador sobre las sábanas, una detrás de otra, cubriéndolas luego con las mantas. Ámbar saltó sobre la cama y rápidamente se metió dentro, cubriéndose hasta la barbilla; allí se quedó, gozando del agradable calorcillo, en directo contacto con su cuerpo. Reconsideró el problema.

Aquélla era la última oportunidad que se le presentaba de coger el mundo por las orejas y subir arriba. Si fracasaba… Bueno; no fracasaría. No quería ni pensar en la horrible perspectiva del fracaso. Había visto mucho sobre mujeres que vivieron cierto tiempo aprovechándose del ingenio y el atractivo físico, pero que dejaron pasar los años y las oportunidades sin preocuparse del porvenir.

«De algún modo, sí, de algún modo tengo que conseguirlo —se aferraba a la idea—. ¡Tengo que hacer que se case conmigo!» En tanto yacía pensando, se le ocurrió que tal vez procediera erróneamente. Había estado forzando un sentimiento de intrínseca culpabilidad, ya que él, seguramente, tendría la impresión de que era un crimen el que cometería seduciéndola. Nunca sería otro su pensamiento. «¡Caramba! —reflexionaba, como si hubiese hecho un descubrimiento verdaderamente trascendente—. ¡Claro que nunca se atrevería a seducirme! ¡Cree que soy una inocente y virtuosa mujer y me respeta! ¡Jamás me tomará si no es legalmente y ello, ofrecido por su propia y exclusiva voluntad!… Y eso es lo que tengo que conseguir… ¡Tengo que hacer que honradamente me ofrezca que nos casemos! ¿Por qué no he pensado en eso antes? Pero ¿cómo puedo obtenerlo?… ¿Cómo podría conseguirlo?» Ámbar y Nan juntaron sus cabezas para reflexionar sobre tan arduo problema y, por último, elaboraron un plan.

Más o menos una semana más tarde, Ámbar y Samuel Dangerfield se dirigieron a Londres en el coche de este último. Míster Dangerfield le comunicó días atrás que tenía necesidad de regresar, a lo que ella observó que ya que por su parte debía hacerlo un par de días después, le daba lo mismo regresar ahora y con la ventaja de su compañía; se sentía más segura viajando a su lado. Detrás, en su coche, viajaban Nan y Tansy. Por la mañana temprano se habían desayunado en casa de Ámbar y, aunque durante el desayuno ella se mostró como siempre jovial y animada, ahora su semblante había cambiado y estaba pensativa; de vez en cuando lanzaba un melancólico suspiro.

El día estaba nublado y una menuda llovizna había empezado a caer poco después de la partida de Tunbridge. El aire era húmedo, frío, penetrante, pero ellos estaban bien arropados en sus gruesas capas invernales y cubrían sus pies con una manta de pieles. Cada uno de ellos, además, viajaba provisto de un pequeño brasero encendido, para los pies, como esos que algunas personas llevaban a las iglesias. El interior del coche estaba bien abrigado y Ámbar se sentía como si se hubiese refugiado en un acogedor asilo, completamente aislado del mundo.

Quizás esa intimidad y ese aislamiento invitadores indujeron a míster Dangerfield a osar estrecharle la mano bajo la manta.

—¿Os preocupa algo, mistress St. Clare?

Por un momento Ámbar no dijo nada. Luego lo miró, sonriéndole afectuosa y casi implorante. Levantó los hombros con triste lasitud.

—¡Oh! Pensaba que echaré muy de menos nuestros juegos de cartas, nuestras comidas y nuestros paseos a los pozos por las tardes —lanzó un pequeño suspiro—. Me parece que mi soledad será ahora más grande, pues me había habituado a vuestra compañía. —Acto seguido le habló de la vida retirada que llevaba en Londres, donde no tenía parientes y sólo unos cuantos amigos, pues no quería hacer migas con nadie.

—¡Pero, mistress St. Clare! Yo espero que nuestra amistad no haya terminado. Yo… Y bien, para ser sincero, esperaba tener el honor de ser recibido algunas veces en vuestra casa.

—Es muy bondadoso de vuestra parte —dijo Ámbar con tristeza—, pero de antemano sé lo ocupado que estaréis siempre… Además, vos tenéis familia… —Casi todos sus hijos vivían con él en una gran mansión situada en Blackfriars. Lo supo por Nan.

—No, os aseguro que no. Mi médico quiere que trabaje menos y encuentro que es muy cómodo y agradable pasar el tiempo sin hacer nada… sobre todo, si se pasa en buena compañía.

Ámbar agradeció la lisonja con una sonrisa y bajó los ojos con recato. Aquello marchaba mejor de lo que ella esperaba.

—… y os alegraréis de conocer a mi familia —seguía diciendo míster Dangerfield—. Somos todos muy unidos y felices… Yo sé que ellos os querrán.

—Sois extremadamente amable, míster Dangerfield, de preocuparos así por mí… ¡Oh! ¿Ocurre algo? —exclamó al ver que un súbito rictus de dolor le contraía el semblante.

Mister Dangerfield quedó silencioso, sintiéndose evidentemente desconcertado al verse indispuesto en un momento como aquél. Movió la cabeza.

—No… —dijo—. No es nada.

Pero en seguida una expresión de profundo sufrimiento desfiguró su rostro, que se había puesto lívido. Ámbar, francamente alarmada, lo tomó por un brazo.

—¡Míster Dangerfield! ¡Por favor! Debéis decirme… ¿Qué os pasa?

Míster Dangerfield tenía cara de enfermo. Finalmente, admitió que algo —no podía precisar qué— le producía horribles punzadas en el estómago.

—Pero no os molestéis, señora St. Clare —suplicó—. Ya pasará. Sólo se trata… ¡Oh! —Vencido por el dolor, lanzó un involuntario gemido.

Al instante Ámbar se hizo cargo de la situación.

—Hay una pequeña hostería no muy lejos de aquí; la recuerdo por haberla visto al venir. Nos detendremos allí. Ahora mismo debéis meteros en la cama, y creo que sé algo… ¡Oh, no me hagáis ninguna objeción, por favor! —protestó. No permitía que le replicara, pero su tono era dulce como el de una madre que hablara a su hijo pequeño—. Yo sé qué es lo que os conviene. En mi pequeña maleta llevo siempre vellosilla y manzanilla.

No había transcurrido mucho tiempo cuando llegaron, efectivamente, a una pequeña hostería. Ámbar ordenó al cochero que se detuviera, y el gigantesco lacayo de míster Dangerfield, John Waterman, lo ayudó a bajar y lo acompañó hasta el interior del humilde mesón. Se ofreció para llevarlo en sus brazos y no cabía duda de que lo hubiera hecho sin dificultad, pero su amo se negó rotundamente, mostrándose casi disgustado ante los cuidados con que lo colmaban. Ámbar estaba tan atareada como una gallina con sus polluelos. Subió al primer piso para inspeccionar personalmente la habitación donde acomodarían al enfermo y ordenó a Tempest y Jeremiah que bajaran los baúles. No menos de seis veces ascendió y descendió por la escalera para cerciorarse de que míster Dangerfield estaba bien. Por último, entre todos ellos y contra su voluntad, lo subieron en unas angarillas y lo metieron en cama.

—Ahora —pidió Ámbar a la hostelera—, encended el fuego inmediatamente y buscadme una marmita o lo que sea donde pueda hervir agua. Traedme todas las botellas de agua caliente que encontréis y algunas mantas más. Nan, abre el baúl y saca ese paquete de hierbas… Jeremiah, ve y busca mi almanaque… Creo que está en el baúl de cuero verde. Y ahora debéis salir todos para que descanse el enfermo.

Procedió inmediatamente a quitarse las ropas de viaje y, cuando hubo agua caliente suficiente, llenó cuantas botellas fue posible encontrar y las colocó alrededor del enfermo; además, lo arropó bien con pesadas mantas. Se movía diligentemente de un lado para otro, haciéndolo todo con excelente disposición y buen ánimo; cualquier persona extraña habría pensado que se trataba de su esposa. Míster Dangerfield le suplicó que no se molestara más, que partiera para Londres y que le enviara un médico. Y, aparentemente, tenía aprensión de que aquél fuera su postrer ataque: le pidió que avisara también a su familia. Ámbar se negó firmemente.

—No es nada serio, míster Dangerfield —insistió—. Estaréis perfectamente dentro de algunos días. No sería prudente alarmarlos… ahora que Lettice va a tener su hijo. —Lettice era la hija mayor de míster Dangerfield.

—Tenéis razón —asintió él con mansedumbre—. No sería prudente ¿verdad?

A despecho de su turbación, era incuestionable que estaba gozando con su enfermedad y con las atenciones que se le prodigaban. Antes se había visto obligado a mostrarse estoico cuando caía enfermo; pero ahora, lejos de su casa y de las personas que lo conocían y trataban, se abandonaba voluptuosamente a los cuidados y constantes preocupaciones de una hermosa joven señora que no parecía pensar en otra cosa que en su comodidad. Incluso se había negado a dejarlo solo durante las noches por temor a un nuevo ataque y dormía allí mismo, en un rudimentario catrecillo.

El más ligero ruido era motivo para que ella se levantara precipitadamente y corriera a su lado, con todo su brillante y hermoso cabello cayendo sobre sus hombros en suaves ondas y cubriendo en parte su cara al inclinarse sobre él. La mortecina claridad de la bujía iluminaba apenas encantos velados por una sucinta camisa de lino; su voz queda era casi como una caricia; al tocarlo sentía la cálida presión de su propia carne y la habitación estaba saturada de una suave fragancia de jazmines y ámbar gris. Se sentía dichoso estando enfermo. Ella insistía en que estaba demacrado y no muy fuerte todavía como para moverse; por esto y por su propio placer, guardó cama muchos días después de haberse restablecido.

—¡Cáscaras! —masculló un día Ámbar, mientras se vestía en la habitación contigua al dormitorio—. ¡Creo que cuando me case con este viejo voy a convertirme en su enfermera antes que en su esposa!

—¡Cielos, ama, siempre la misma! ¡Si sois vos quien insiste en que se quede allí! Y, además, fue idea vuestra hacerle comer setas venenosas…

—¡Chissst! —impuso Ámbar—. No te irá bien si andas recordando esas cosas.

Se levantó, echó una última mirada al espejo y se acercó luego a la puerta. En su rostro apareció una máscara de suavísima ternura, que se acentuó cuando la abrió y se aproximó al lecho del enfermo.