Capítulo LII

Todos los parroquianos hicieron una pausa en su comida para mirar, asombrados, la puerta de entrada.

A las doce del día, la «Taberna del Sol», situada detrás del nuevo edificio del Cambio Real, en Threadneedle Street, estaba siempre concurridísima, pues todos los grandes comerciantes almorzaban allí, hablaban de negocios y comentaban las novedades del día. No pocos habían estado hablando de Buckingham, cuyo aprieto era considerado con más simpatía en la City que en la Corte, cuando el duque en persona hizo su espectacular aparición.

Un hombre de cabello cano se volvió, abriendo desmesuradamente sus glaucos y azules ojos.

—¡Por Cristo! En hablando de Roma…

Nada en el duque insinuaba que fuera disfrazado, ni tenía trazas de ser un perseguido cuya vida pendía de un hilo, merced a sus delictuosos manejos. Llevaba su acostumbrada peluca rubia y un espléndido atuendo, consistente en calzones de terciopelo negro y en una casaca de brocado de oro, con un gran chaleco de raso verde que apenas se entreveía. Se mostraba tan sereno y frío como un caballero que llegaba a su favorito lugar de reunión antes de concurrir al teatro.

Al punto, todos los concurrentes se levantaron de sus mesas y lo rodearon. Buckingham había hecho prosélitos entre ellos, quienes, por su parte, estaban convencidos de contar con un amigo en la Corte. Como ellos, el duque odiaba a Holanda y quería aplastarla. Como ellos, abogaba por la tolerancia religiosa, aunque esta liberalidad se debía a que no le importaba un adarme ninguna religión. Pero ellos no lo sabían. Al margen de su vida borrascosa y aventurera, Buckingham se había empeñado en alcanzar la estimación y buena opinión del resorte más poderoso de Inglaterra.

—¡Bien venido, señor duque! ¡Hablábamos de vos en este mismo instante y nos preguntábamos si os volveríamos a ver!

—¡Corrían rumores de que habíais partido al extranjero!

—¡Caramba, milord! ¿Sois realmente vos? ¿No se trata de un fantasma?

Buckingham se abrió paso hasta llegar a la chimenea, frotándose las manos mientras avanzaba. El encanto personal de los Villiers era un arma potentísima cuando se sabía emplearla.

—Soy yo, caballeros, y no mi espíritu, os lo garantizo. —Hizo una seña a uno de los criados, le indicó lo que deseaba y lo emplazó para que le sirviera en el acto, pues no tenía tiempo que perder. Luego se acercó a un ayudante de cocina, el cual, sin dejar de observarlo con ojos admirativos, hacía girar un asador.

—Oye, muchacho: ¿quieres llevar un mensaje?

El jovenzuelo, de un salto, estuvo a su disposición.

—Por supuesto que sí, Vuestra Gracia.

—Entonces fíjate en lo que voy a decirte, para que no cometas ninguna equivocación: ve a toda carrera hasta la Torre e informa al centinela que el duque de Buckingham está en la «Taberna del Sol», esperando ser arrestado por los oficiales del rey —y diciendo eso, le arrojó una moneda de plata.

Un murmullo de estupefacción corrió entre los concurrentes. Nadie ignoraba que el duque perdería la cabeza si se le sometía a juicio. El muchacho recibió la orden y, dando media vuelta, salió a escape. Buckingham, rodeado siempre por sus partidarios y amigos, se dirigió a una de las mesas, colocada a la vera de una ventana, y se dispuso a comer tranquilamente. Afuera, en la calle, se había apiñado ya una curiosa multitud; muchos atisbaban por la puerta y por las ventanas. El duque hizo a todos un amistoso ademán y un murmullo aprobatorio y satisfecho se levantó de las filas de los amables curiosos.

—Caballeros —dijo el duque a los hombres que lo rodeaban, mientras se servía—: deseo entregarme voluntariamente a mis enemigos, aunque demasiado bien sé lo que harán conmigo, porque mi conciencia no me permite soportar por más tiempo este alejamiento de los asuntos públicos, después de los desastres recientemente ocurridos —lo interrumpieron exclamaciones de asentimiento, pero sólo por pocos momentos. Levantó el duque la mano pidiendo silencio—. Inglaterra necesita de algunos hombres cuyo interés por servir al Estado no se demuestre haciéndose una nueva casa o acumulando dinero a costa del erario nacional, ni durmiendo a la hora del peligro.

Esta declaración provocó una mayor corriente de simpatía, incluso entre aquellos que, por estar más alejados o encontrarse en la calle, no habían podido oír lo que decía. En los últimos tiempos había aumentado el resentimiento popular contra Clarendon, pues éste se hacía construir una magnífica morada en Piccadilly. Y durante el pasado año, nadie había olvidado que Arlington dormía cuando llegó la orden del príncipe Ruperto de que se hiciera frente a los holandeses, y que sus criados no lo habían despertado hasta la mañana siguiente. Las críticas que llovían sobre la Corte eran ininterrumpidas, por lo cual se escuchaba con lógico agrado a quien se tomara la molestia de criticarla en público y sin empacho.

—Así es, Vuestra Gracia —convino un viejo joyero—. El país ha estado mucho tiempo en manos de incompetentes viejos que han provocado el presente desbarajuste.

Otro se inclinó y golpeó con el puño la mesa del duque.

—¡Cuando se convoque el Parlamento la próxima vez, será incriminado! ¡Emplazaremos a ese viejo bribón para que responda de todos sus delitos!

—Pero, caballeros —protestó el duque melosamente, sin dejar de roer su pierna de cordero— ¡el canciller ha manejado la cosa pública tan honradamente como lo han permitido sus facultades!

Esto provocó una protesta general, que se desató como una tormenta.

—¡Honradez! ¡Vaya, el viejo chocho nos ha dejado sin una blanca! ¿De dónde creéis que ha sacado el dinero para construir su palacio?

—¡Además, ha sido tan tirano como Oliverio!

—¡El hecho de que su hija se casara con el duque de York, le ha hecho creer que es un Estuardo!

—¡Odia a los Comunes!

—¡Siempre ha andado en cábalas con los obispos!

—¡Es el más grande villano de Inglaterra! ¡Vuestra Gracia es muy generoso con él!

Buckingham sonrió e hizo un desmayado y despreciativo gesto, encogiendo además sus anchos hombros.

—Yo no voy a discutir por ello con vosotros, caballeros. Constituís un grupo opositor demasiado numeroso.

No había terminado su almuerzo cuando se hicieron presentes los oficiales del rey… Antes había enviado otro mensajero, empleando al muchacho de la taberna sólo con el propósito de provocar una dramática escena destinada a interesar en su favor a la masa del pueblo. Dos oficiales entraron en la taberna casi sin aliento, sintiéndose no poco sorprendidos al encontrar a Su Gracia apaciblemente sentado, almorzando, bebiendo y charlando con desparpajo. Se acercaron a la mesa y, en nombre del rey, le intimaron a darse preso. Él se concretó a hacerles un descuidado ademán.

—Permitidme que termine mi almuerzo, caballeros. Estaré con vosotros dentro de unos instantes.

Se consultaron los alguaciles con la mirada, dudando, pero al cabo de esos segundos de vacilación retrocedieron a prudente distancia. Desde allí lo contemplaron con mansedumbre. Cuando concluyó el duque su refrigerio, apuró de un trago el vino que quedaba en el pichel, limpió su faca, la metió en su vaina y guardándola en seguida en uno de sus bolsillos, apartó el plato y se levantó.

—Bien, caballeros, voy a entregarme.

—Que Dios acompañe a Vuestra Gracia.

En cuanto George Villiers se encaminó a la puerta, los dos oficiales corrieron a ponerse a su lado, tratando de tomarlo de los brazos. Él se deshizo con un suave aunque presto movimiento.

—Puedo caminar sin ayuda, señores —los hombres lo siguieron con la cabeza gacha y sin insistir.

Cuando Buckingham apareció en la puerta, sonriendo ampliamente y agitando una mano en ademán de saludo, hubo una explosión de gritos y saludos. La multitud llenaba la calle completamente, de pared a pared y a ambos lados interrumpiendo el tránsito en varios cientos de yardas. Coches, carros, palanquines, cargadores y aprendices esperaban con más paciencia que de costumbre. Todas las ventanas y los balcones de la vecindad estaban atestados de personas. Aquel hombre, acusado de traición contra el rey y el país, se había convertido en un héroe nacional. Como había caído en desgracia, era un cortesano no responsable de los calamitosos problemas que afligían a la nación.

Un carruaje esperaba en la puerta de la taberna y Buckingham subió sin apresuramientos. Estaban a menos de media milla de la Torre, y durante todo el trayecto fue entusiásticamente vitoreado. Las manos se estiraban para tocar el coche. Algunos chiquillos lo seguían, gritando y dando vivas. Las muchachas le arrojaban flores a su paso. El mismo rey no había sido saludado con más entusiasmo cuando regresó a Londres, siete años antes.

—¡Pueblo querido, no te preocupes por mí! —exhortaba de tanto en tanto el duque—. ¡Seré puesto en libertad en un santiamén!

Pero en la Corte no se pensaba del mismo modo, y en el Groom Porter’s se echaban suertes sobre el destino que le esperaría, aunque la impresión general era que perdería la cabeza. El rey le había quitado todos sus cargos y los había distribuido entre otros. Sus enemigos, numerosos y poderosos, se habían mostrado desacostumbradamente activos. Tenía, sin embargo, una ardiente defensora: su prima, lady Castlemaine.

Tres días antes, Bárbara y Wilson, su doncella, cruzaban por Edgware Road al filo de la noche, de vuelta de un paseo por Hyde Park. En un momento dado salió de un rincón un sucio mendigo que apenas podía caminar, y que se puso delante del carruaje, obligando al auriga a detenerlo. El cochero, echando denuestos y maldiciones, se inclinó para darle de latigazos, pero ya el mendigo se había colgado de la ventanilla y extendía a la condesa una mugrienta y sarmentosa mano.

—¡Por favor, Señoría! —suplicó con voz de falsete—. ¡Una limosna para este pobre!

—¡Salid de ahí, so hediondo tumbacuartillos! —exclamó Bárbara—. ¡Tírale un chelín, Wilson!

El mendigo se prendió obstinadamente de la ventanilla, aunque el coche había comenzado a moverse.

—Parecéis extremadamente tacaña, tratándose de una persona que lleva al teatro treinta mil libras en perlas…

Bárbara lo miró, entrecerrando amenazadoramente sus violáceos ojos.

—¿Cómo os atrevéis a hablarme de este modo? ¡Haré que os den una buena paliza! —Levantó la mano, armada con el abanico—. ¡Retiraos os digo, so bribón! —Y llamó en airado crescendo—: ¡Harvey! ¡Harvey, para el coche! ¡Harvey!

El cochero tiró de las riendas y, en cuanto las ruedas comenzaron a perder impulso, el mendigo le hizo una mueca, mostrando dos filas de dientes perfectos.

—No os preocupéis, milady, ya me voy. Guardaos vuestro chelín. Tomad… yo os doy esto, más bien —le tiró sobre la falda un papelito arrollado—. Leedlo; tiene tanto valor como vuestra propia vida —y se alejó a la carrera, antes de que los lacayos pudieran echarle mano y esta vez sin cojear. Una vez a prudente distancia, se volvió y les hizo una burla.

Bárbara lo miró asombrada, y luego tomó el papel. Lo desplegó nerviosamente: «Esta vida que llevo, ya me cansa. Aguardadme dentro de dos o tres días. Y no olvidéis cumplir vuestra parte. —B.»

Lanzó un grito ahogado y se asomó a la ventanilla, pero ya el pordiosero se había perdido de vista.

Bárbara se veía perdida. Conocía el rumor: la paciencia de Su Majestad tenía un límite y esta vez Buckingham debería pagar su traicionera impertinencia. Él exilio era la pena más leve que le esperaba. Y conocía demasiado bien a su primo para que le cupieran dudas de que, si esto último ocurría, vería la forma de llevarla consigo. Cada vez que veía al rey suplicábale desazonada, intentando hacerle comprender que el duque era una inocente víctima de un complot de sus enemigos para arruinarlo. Pero el monarca le prestaba escasa atención, concretándose a preguntarle medio en burla por qué se preocupaba tanto por un hombre que no le había hecho ningún bien y sí mucho daño.

—¡Es mi primo, eso es todo! ¡Me duele verlo como un juguete en manos de unos cuantos bribones!

—Creo que el duque puede entendérselas perfectamente con cualquiera de esos bribones, puesto que está en juego su cabeza. No os preocupéis por él.

—¿Quiere decir entonces que le oiréis y le daréis vuestro perdón?

—Que lo oiré, es verdad, pero no sé lo que sucederá luego. Me gustará verlo defenderse en un caso perdido como éste… No dudo que nos entretendrá con algún ingenioso cuento.

—¿Cómo podría defenderse él mismo? ¿Qué oportunidad tiene? ¡Si todos los que integran el Consejo desean verle perder la cabeza!

—Pues no me cabe duda de que él querría lo mismo de ellos.

La vista de la causa se fijó para el día siguiente y Bárbara se resolvió a obtener alguna promesa del rey, aunque sabía perfectamente que consideraba las promesas como a las mujeres; no se preocupaba por ellas. Como siempre, procuró ganarlo por los mismos medios, aquellos por los cuales el monarca se mostraba más dispuesto a conceder.

—¡Pero Buckingham es inocente, Sire! ¡Yo sé que lo es! ¡Oh, no dejéis que os engañen! ¡No permitáis que os obliguen a perseguirlo!

Carlos II la miró con gravedad. Jamás había hecho, en toda su vida, algo que le disgustara, aunque era cierto que, para comprar su paz o algo interesante había hecho cosas en las cuales no estaba interesado y que le eran indiferentes. Pero había soportado años de pertinaz conflicto con una madre de carácter dominador, y odiaba la sola sugestión de que pudiera conceptuársele como un débil de carácter y fácilmente gobernable. Bárbara lo sabía.

Al responder su voz era dura y colérica.

—Yo no sé qué palo manejáis vos en este asunto, madame, pero os garantizo que debe de ser bastante grueso. Jamás os habéis mostrado tan interesada en otras ocasiones. Pero ya estoy cansado de oíros. ¡Tomaré mis decisiones, sin necesidad de la ayuda de una entrometida!

Habían estado paseando por el lado sudeste de Privy Garden, rodeado de una fila de casas destinadas a albergar a los funcionarios más influyentes de la Corte. El día era caluroso y húmedo, y todas las ventanas estaban abiertas; varios caballeros y damas paseaban por los senderos vecinos o descansaban muellemente sobre el césped. Haciendo caso omiso de esta circunstancia, Bárbara levantó la voz.

—Conque entrometida, ¿eh? Muy bien… ¡entonces diré yo qué sois vos! ¡Sois un necio! ¡Sí, eso sois un necio! ¡Porque, de no serlo, no seríais gobernado por necios!

Las personas de las proximidades volvieron sus cabezas y otras aparecieron en las ventanas para retirarse en seguida. De pronto, el palacio parecía haber enmudecido.

—¡Sujetad vuestra lengua! —espetó el rey Carlos, y dando media vuelta, se alejó.

Bárbara abrió la boca y su primer impulso fue gritarle que volviera —como lo hizo alguna vez—, pero se contuvo al oír algunas risitas burlonas. Buscó entre los que la rodeaban al autor de la mofa, pero sólo encontró a su paso rostros velados y que sonreían inocentemente. Recogió la falda de su vestido y a paso apresurado se alejó en dirección opuesta, encrespada hasta el punto de que se dio cuenta de que estallaría si no rompía algo o lastimaba a alguien. En ese momento tropezó con uno de sus pajes, un niño de diez años, recostado sobre el césped y canturreando.

—¡Levántate de ahí, so gandul! —exclamó airada—. ¿Qué haces ahí?

El muchacho la miró lleno de asombro, pero se apresuró a ponerse de pie.

—¡Vaya! Vuestra Señoría me dijo que…

—¡No me contradigas, pillo! —Le propinó un golpe en la oreja y, como el niño comenzara a llorar, lo abofeteó otro par de veces.

Entonces se sintió mejor. Pero eso no había solucionado su problema.

La sala del Consejo era una cámara larga y angosta, con artesonados de madera oscura, de los cuales colgaban algunos cuadros de marcos dorados. En uno de los extremos se veía una chimenea sin fuego, flanqueada por altas ventanas con barrotes. Una mesa de encina se extendía en el centro; la rodeaban sillas de altos respaldos artísticamente tallados, patas torneadas y almohadones de terciopelo rojo oscuro. La sala tenía toda la apariencia del lugar destinado a celebrar graves conciliábulos.

El primero en llegar fue el canciller Clarendon. Su gota lo mortificaba como nunca y había tenido que dejar el lecho para hacer acto de presencia, pero no habría perdido el juicio ni aunque se hubiera encontrado peor. Dejó su silla de ruedas en la puerta del recinto y, esforzándose dolorosamente, entró en él. Inmediatamente después de haberse sentado, se enfrascó, con ceño, en el estudio de una pila de papeles que uno de sus secretarios puso delante de él. Ni siquiera se dio por enterado de la entrada de los otros consejeros.

Después de algún tiempo entró el rey Carlos II, acompañado por el duque de York y seguido por varios perros que corrían detrás, husmeando. Llevaba uno de los más pequeños en sus brazos y, mientras hablaba con sir William Coventry, pasaba la mano suavemente por las aterciopeladas orejas; el animal hizo un rápido movimiento y quiso lamerle la mejilla. Estos perros no se inclinaban a hacer migas con nadie, pero parecían querer y conocer bien a su amo. Los cortesanos que trataron de hacerse sus amigos, a menudo resultaron mordidos.

Poco después llegó Lauderdale, el gigante escocés, y se detuvo a referir al rey cierta alegre historia escuchada la noche anterior. Era un mal narrador pero el rey Carlos se reía estentóreamente, divertido más por las rústicas excentricidades del conde que por la gracia de la historia en sí. York, sin embargo, lo consideró con disgusto y cierto aire de desprecio; se apartó y fue a sentarse al lado de Clarendon. Instantáneamente entablaron un diálogo muy serio. No en vano habían tenido que medirse hasta hacía poco con Buckingham, activo y peligroso enemigo de los dos. Esta enemistad había nacido mucho antes de la restauración, pero había alcanzado su punto crítico a partir de entonces.

Había un solo hombre en Inglaterra a quien odiaba y temía el duque de Buckingham más que a York y al canciller juntos: era el secretario de Estado, barón de Arlington. Habían sido amigos cuando éste llegó a la Corte, seis años antes, pero sus respectivas ambiciones los habían separado hasta el punto que ahora tenían dificultades para dispensarse mutuamente las más elementales formas de la cortesía.

Él barón de Arlington entró majestuosamente en la sala del Consejo; nunca entraba sin un propósito preconcebido en una habitación.

Varios años de permanencia en España habían suscitado en él una admiración hacia lo hispano que lo condujo a asumir una pomposidad rayana en la arrogancia. Sus ojos eran claros y saltones, como los de un pescado; llevaba una peluca rubia, y sobre el puente de su nariz veíase un pequeño parche negro que cubría una antigua herida de sable. Era manifiesto que sabía que el parche confería a su rostro una suerte de siniestra dignidad, que él creía lo imponía sobre los demás. Carlos II siempre le había demostrado predilección, pero el duque de York no. Arlington, una vez llegado a su asiento, sacó de uno de sus bolsillos una botella y una cucharita y vertió en ésta varias gotas de jugo de hierba terrestre. Colocando la cuchara cerca de la nariz, aspiró varias veces hasta que el líquido se volatilizó. Limpió su nariz con un pañuelo y guardó la botella y la cucharita. Su Señoría padecía uno de sus acostumbrados dolores de cabeza; siempre los trataba de ese modo. Su dolor de cabeza se había agudizado precisamente ese día.

Carlos II se sentó a la cabecera de la mesa, frente a la puerta y de espaldas a la chimenea. Se estiró muellemente en su silla, con una pareja de perros sobre el regazo… Mostraba todo el aspecto del hombre que ha dormido bien y tenido buena digestión, de modo que se sentía tolerante y con disposición a divertirse con los sucesos que ofenden a mortales menos tranquilos. Sus arrebatos de cólera duraban muy poco y casi no tenía ya interés en castigar al duque de Buckingham. Lo conocía demasiado bien para saber quién era, y no se hacía ilusiones sobre él más que sobre cualquier otro, pero también conocía la idiosincrasia frívola del duque, que le impedía ser verdaderamente peligroso. El juicio se imponía porque el caso se había hecho público, pero Carlos II no buscaba la venganza. Si el duque les ofrecía una interesante y divertida actuación, se daría por satisfecho.

A una señal del rey se abrió la puerta situada a su frente, y en su umbral apareció Su Gracia, George Villiers, segundo duque de Buckingham… magníficamente ataviado como si estuviera en trance de casarse o de ser colgado. Su hermoso rostro ostentaba una expresión que alguno de los concurrentes calificó de inverecunda y amable cortesía al mismo tiempo. Se detuvo unos segundos. Luego, tieso como una espada, cruzó la cámara y fue a arrodillarse a los pies del rey. Carlos le saludó, pero no extendió su mano para que se la besara.

Los demás lo miraron con fijeza tratando de leer en el corazón del hombre. ¿Estaba preocupado o confiado? ¿Esperaba ser condenado a muerte o perdonado? Pero el rostro del duque se mostraba impasible; nada se leía en él.

Arlington, que hacía las veces de fiscal, se puso de pie y enumeró los cargos acumulados contra el duque. Eran muchos y graves: hallarse en componendas con los Comunes, oponerse al rey en la Cámara Baja, aconsejar tanto a los Comunes como a los Lores en contra de los intereses de Su Majestad, tratar de hacerse popular. Y finalmente, los crímenes por los cuales se esperaba habría de ser ajusticiado: traición con el rey y el Estado, y el horóscopo de Su Majestad. El documento conteniendo los cargos fue mostrado al duque, sosteniéndolo a cierta distancia para que lo viera.

Entre los consejeros, Buckingham contaba con dos amigos. Lauderdale y Ashley, y aunque los otros en un principio quisieron dirigir la investigación con dignidad y decoro, su resolución no prosperó. En su excitación muchos hablaban a un tiempo, luego comenzaron a gritar y a interrumpirse. Pero Buckingham se mantenía sereno, aunque era notorio que su irascible carácter lo traicionaba muy a menudo. Ahora respondía con política sumisión a todas las preguntas. El único hombre por quien no mostraba respeto alguno era el amigo de otrora: Arlington. Lo trataba con abierta insolencia.

Cuando se le acusó de tratar de hacerse popular, miró directamente al barón.

—Todo el que sea sometido a prisión por el lord Canciller y el barón Arlington, no puede evitar la popularidad.

Respondió al cargo de traición con su habitual astucia.

—No niego, caballeros, que ese papel sea un horóscopo. Ni niego tampoco que me lo haya dado su autor, el doctor Heydon. Lo que niego es que haya sido yo quien lo ha encargado o quien esté interesado en saber el futuro de Su Majestad.

Esto provocó un murmullo general. ¿Qué estaba diciendo el bribón? ¿Cómo se atrevía a mentir con tanto descaro y quedarse tan fresco? Carlos II sonrió apenas; pero, cuando el duque le miró, desapareció su velada sonrisa. Su rostro se compuso casi imperceptiblemente, tornándose grave.

—Entonces, ¿tendría Vuestra Gracia la bondad de decirnos quién encargó el horóscopo? —preguntó Arlington sarcásticamente—. ¿O es algún secreto que desea conservar?

—No es ningún secreto. Si puede contribuir a aclarar este estado de cosas, caballeros, gustoso os lo diré. Mi hermana tenía el horóscopo hecho —esto pareció sorprender a todos, menos al rey, quien se concretó a enarcar escépticamente una de sus cejas, sin dejar de acariciar la cabeza de su perro.

—¿Que vuestra hermana tenía el horóscopo hecho? —repitió Arlington, con una inflexión que decía por las claras que la consideraba aun audaz mentira. Luego, de súbito, agregó—: ¿A quién pertenece?

Buckingham lo miró con impudencia, sonriendo despreciativamente.

—Es un secreto de mi hermana. Podéis preguntárselo a ella, pues no me lo ha confiado.

Su Gracia fue enviado de nuevo a la Torre, donde era visitado con asiduidad por las nuevas actrices o las cortesanas de moda. Carlos II hizo como que examinaba de nuevo los documentos y admitió que la firma que se veía en el horóscopo era la de Mary Villiers. Esto provocó las furiosas y vehementes protestas de Arlington y Clarendon, ninguno de los cuales quería abandonar el asunto sin que el duque hubiese perdido antes la cabeza o, por lo menos, su prestigio y su fortuna. Esta vez había mordido el anzuelo como un estúpido lenguado. Si se le dejaba en libertad, jamás se les volvería a presentar otra ocasión propicia para arruinarlo.

Carlos Estuardo los escuchó con su habitual cortesía y atención.

—Sé perfectamente, Canciller —le dijo un día en que fue a visitarlo a sus habitaciones de Whitehall, pues Clarendon sufría más que nunca con la gota y estaba postrado en el lecho—, que podría proseguir esta causa por traición. Pero resulta que ese hombre nos es más útil con cabeza que sin ella.

—¿Qué servicio podría prestaros él, Sire? Siempre está envuelto en intrigas y conspiraciones que podrían costar la vida a Vuestra Majestad…

El rey Carlos sonrió.

—No guardo ningún temor por los complots de Buckingham. Su lengua es demasiado suelta y eso lo hace peligroso, pero para sí mismo. Antes de que prospere cualquier intriga, comete siempre la equivocación de enterar a otro del secreto. No, canciller. Su Gracia ha soportado ya muchos sinsabores que pueden insinuarlo a la consideración de los Comunes, y no hay duda que tiene gran interés en ellos. Creo que me será más útil vivo… Si le quitamos la cabeza, lo único que habremos conseguido será convertirlo en un mártir.

Clarendon estaba fastidiado, aunque trataba de ocultar sus sentimientos. Nunca había podido reconciliarse con el obstinado hábito del rey cuando el asunto le interesaba personalmente, en lugar de dejarlo obrar a él, facultado para hacerlo por sus prerrogativas de canciller.

—Vuestra Majestad tiene una naturaleza demasiado buena y demasiado remisoria. Si no interviniera personalmente en esto, Su Gracia encontraría el castigo a sus culpas inmediatamente.

—Tal vez tengáis razón, canciller, en decir que soy demasiado indulgente… —se encogió de hombros y se levantó de la silla, haciendo un ademán para que el otro continuara como estaba—. Pero yo no lo creo así.

Durante unos segundos los negros ojos del soberano se posaron gravemente en Clarendon. Por último sonrió, saludó y salió de la habitación. El canciller lo vio alejarse. En cuanto el rey desapareció, se incorporó y quedó sumido en pensamientos. Carlos II era, lo sabía él perfectamente, su única protección contra una horda de enemigos celosos, de los cuales Buckingham era sólo uno de los más altos y espectaculares. Si el monarca le retiraba su protección, Clarendon sabía con certeza que no duraría una quincena.

«Tal vez sea demasiado indulgente… pero yo no lo creo así.» Desfilaron por la mente del viejo canciller todas las cosas que había hecho y que habían ofendido y disgustado al rey: él, Clarendon, nunca lo había admitido, pero muchos insistían —y no dudaban que el rey Carlos lo creía— que el Parlamento habría votado en su favor un gran impuesto con motivo de la Restauración, de no haber mediado su oposición. Carlos II se había irritado sobremanera cuando su canciller impidió que se acordara la tolerancia religiosa. Habíase opuesto también a que se concediera título a lady Castlemaine, el cual había pasado finalmente por conductos de la nobleza irlandesa, ya que el canciller rehusó firmarlo. Había cientos de ejemplos, grandes y pequeños, acumulados durante años enteros.

«Tal vez soy demasiado indulgente…» Clarendon sabía lo que había querido significar. Carlos II no olvidaba, y el correr del tiempo demostraría que no perdonaba nada.

Menos de tres semanas después del envío del duque de Buckingham a la Torre, fue puesto en libertad. Arrogante y desvergonzado como siempre, volvió a hacerse presente en los salones. En una de las comidas ofrecidas por la Castlemaine, el rey le permitió que le besara la mano. De nuevo comenzó a frecuentar las tabernas, y pocos días más tarde se le vio en el teatro, junto con Rochester y varios más. Tomaron uno de los palcos y él se sentó en primera fila, conversando con las veladas damas de abajo, y quejándose en voz alta de que Nelly Gwynne hubiese dejado la escena para convertirse en amante de lord Buckhurst.

Harry Killigrew, sentado a la sazón en un palco contiguo, al poco rato inició, con un joven sentado a su lado, un audible comentario de los asuntos amorosos del duque.

—Estoy informado de la mejor fuente de que Su Gracia jamás será rehabilitado.

Buckingham le echó una furibunda mirada; luego se volvió y siguió mirando la escena. Pero el perverso celo de Harry no había hecho sino manifestarse. Sacó un peine de un bolsillo y se entretuvo arreglando su peluca.

—Es de lamentar —prosiguió imperturbable—, pero no me sorprendería si Su Gracia tuviera que contentarse con tomar posesión de la perendeca que ha andado en tratos con casi todos los hombres de la Corte —algún tiempo antes había sido amante de la lánguida y peligrosamente sensual condesa de Shrewsbury; ahora que era amante del duque, murmuraba de ella sin tregua.

Buckingham terminó por decirle, enojado:

—Haríais mejor en retener vuestra lengua, mozalbete imberbe. No me gusta oír hablar de ese modo de milady Shrewsbury… ¡y particularmente me desagrada oír su nombre en la sucia boca de un necio como vos!

Las encubiertas damas y los petimetres que llenaban el teatro les clavaron los ojos porque, hasta en los más apartados rincones, aquel cambio de palabras resonaba como una disputa. Las damas y caballeros de los palcos vecinos doblaron sus cuellos para verlos mejor, sonriendo maliciosos con anticipación. Algunos de los actores prestaban más atención que a lo que sucedía en la escena.

Advirtiendo que todas las miradas estaban puestas sobre él, Harry creció en petulancia.

—Su Gracia se muestra demasiado quisquilloso con respecto a una dama que ha dado el ¡ejem!… a la mayoría de sus conocidos.

Buckingham iba a ponerse de pie, pero se sentó de nuevo.

—So impertinente truhán… ¡haré que os den una paliza por esto!

Killigrew se mostró indignado.

—Debo hacer comprender a Vuestra Gracia que yo no soy un humilde mozo a quien se pueda hacer castigar por los lacayos. ¡Soy tan digno como cualquier otro de cruzar espadas! —No había nada que hacer. Era un hermoso motivo de duelo. Diciendo esto, Killigrew abandonó su palco, emplazando a su amigo para que se reuniera con él—. Di a Su Gracia que lo esperaré detrás de Montagu House dentro de media hora.

El joven que lo acompañaba se negó, tirándole de la manga para que entrara en razón.

—¡No seas necio, Harry! ¡Su Gracia no ha molestado a nadie! Estás bebido… Vamos; retirémonos.

—¡Retírate tú, si quieres! —declaró Killigrew—. Si eres un redomado cobarde, ¡yo no lo soy!

Y, uniendo la acción a la palabra, se quitó la espada, la levantó en alto y luego, con vaina y todo, la descargó sobre la cabeza del duque. Cuando éste se volvió, pálido de cólera y comenzó a levantarse, el otro optó por darse a la fuga. El duque corrió detrás de él, y el uno detrás del otro fueron saltando sobre los asientos, haciendo volar sombreros, pisoteando sin consideración a cuantos tropezaban con ellos. Las mujeres chillaron, los actores gritaron y se armó una batahola indescriptible. Los aprendices, rufianes y prostitutas vociferaron sin freno, ayudándose con los pies y manos para hacer más ruido.

—¡Matadlo!

—¡Atravesadle la panza!

—¡Cortad la nariz a ese bastardo!

Alguien arrojó una naranja, que se aplastó en la cara de Killigrew. Una mujer quitó al duque su peluca. Killigrew corría como un desaforado, mirando para atrás y viendo con horror que el duque ganaba terreno. Buckingham consiguió desenvainar su espada.

—¡Deteneos, cobarde!

Killigrew hacía caer a hombres y mujeres en su loca carrera y el duque saltaba ágilmente por encima de los caídos. Quizás Harry hubiera conseguido escapar, pero alguien le hizo una zancadilla y lo hizo caer. En fracciones de segundo el duque cayó encima y lo molió a puntapiés.

—¡Poneos de pie y pelead, poltrón! —bramaba el duque.

—¡Por favor, Su Gracia! ¡Si sólo fue una broma!

Killigrew se retorcía en el suelo, tratando de escapar a los golpes de Buckingham, quien lo golpeaba una y otra vez en el estómago, en el pecho, en los riñones, en las espinillas. Todo el teatro rugía, incitándole a que sacara al indino las tripas y le cortara el gaznate. GeorgeVilliers se inclinó sobre el caído, le quitó la espada y la arrojó lejos. A continuación lo abofeteó sin piedad.

—¡Bah! ¡Cobarde lloraduelos, no merecéis llevar espada! —lo pateó una vez más y Killigrew lanzó un doloroso quejido, doblándose—. ¡Poneos de rodillas y pedidme que os haga merced de la vida… o por Dios que os mato aquí mismo como a un perro que sois!

Killigrew consiguió ponerse de rodillas.

—¡Suplico a Vuestra Gracia —imploró obediente— que me haga merced de la vida!

—Guardadla —masculló Buckingham con desprecio—. ¡Si es que os ha de servir de algo! —y le dio un último puntapié.

Harry se puso de pie y se encaminó hacia la salida cojeando, con una mano puesta en los riñones y haciendo gestos de dolor. Lo siguieron hirientes befas, gritos y denuestos. Simultáneamente le llovían frutas, garrotes, zapatos y otros objetos. Harry Killigrew era el más desdichado de los hombres.

Buckingham lo vio alejarse. Alguien le alargó su peluca; se la puso, después de limpiarle el polvo. Con Harry desaparecieron las vociferaciones, que se trocaron en vítores y saludos para Su Gracia, que regresó a su palco sonriendo y saludando políticamente. Se sentó entre Rochester y Etherege, sudoroso, pero satisfecho.

—¡Por Cristo! ¡Esta era una de las cosas que deseaba hace mucho tiempo!

Rochester lo palmeó afectuosamente en la espalda.

—Su Majestad se mostrará complacido de perdonároslo todo. En el país no había un hombre que mereciera un público vapuleo como Harry Killigrew.