Capítulo L

Un pálido sol de abril se filtraba por las ventanas y dibujaba en el suelo simétricos parches de claridad. Caía de lleno sobre las espuelas de un par de botas, acariciaba un sombrero con plumas de avestruz y anchas alas puesto sobre una silla, y hacía resplandecer el gastado pomo de una espada y su correspondiente cinturón, colocados al pie de la cama. En el centro de ésta, casi perdida en el colchón de plumas, Ámbar yacía medio adormilada, luchando por despertarse. Lentamente su mano corrió el espacio vacío, y una expresión de sobresalto cruzó por su semblante. Abrió por fin los ojos, se sentó y, al encontrarse sola, se estremeció, sacudida por un sollozo.

—¡Bruce!

Lord Carlton se acercó al lecho, apartó las colgaduras y se quedó contemplándola. Llevaba los calzones puestos, pero exhibía desnudo el torso. Se había estado afeitando, pues todavía tenía un poco de jabón en la mejilla.

—¿Qué ocurre, querida?

—¡Oh! ¡Gracias a Dios! Me dio un miedo inmenso de que te hubieras ido… o de que sólo hubiera sido un sueño, que no hubieras estado aquí en realidad. Pero eres tú, tú en carne y hueso ¿cierto? Sí, lo es. ¡Oh, Bruce! ¡Es maravilloso que hayas vuelto!

Regocijada, los ojos resplandecientes, extendió sus brazos hacia él.

—Acércate, querido. Quiero tocarte… —Bruce se sentó y Ámbar le acarició tiernamente la mejilla, como si todavía no estuviera convencida del todo de que en realidad era él—. Cuán hermoso estás… —murmuró—. Más hermoso que nunca… —sus manos recorrieron la atezada piel de los hombros y del pecho.

Los ojos verdes de Bruce despedían un inusitado fulgor.

—Ámbar…

—Sí, querido…

Sus bocas de encontraron con devoradora violencia. De pronto Ámbar se echó a llorar y le golpeó el pecho con los puños apasionadamente implorante, ansiosa de caricias. Bruce se inclinó sobre ella, que se ciñó a él. Cuando hubo pasado la tormenta, lord Carlton apoyó la cabeza sobre el pecho de Ámbar y se quedó así, voluptuosamente soñoliento. Los rostros de ambos se veían dulcificados y rebosaban infinito apaciguamiento. Ámbar acarició sus negros cabellos con ternura.

Pasados algunos minutos de sensual lasitud, Bruce se apartó suavemente y se puso de pie. Ámbar abrió los ojos y sonrió, medio adormecida.

—Ven, querido; descansa aquí, a mi lado.

Bruce se inclinó y la besó en la boca.

—No puedo… Almsbury me está esperando.

—¡Qué importa! Déjalo que espere.

Movió él la cabeza.

—Tenemos que ir a palacio… Su Majestad me espera. Puede ser que te vea más tarde… —hizo una pausa y la contempló intensamente. Una débil sonrisa divertida vagaba por sus labios—. Tengo entendido que ahora eres condesa. Y casada de nuevo, también —agregó.

Ámbar se volvió rápidamente y se le quedó mirando llena de asombro, como si hubiera sido la primera vez que le daban esta noticia. «¡Casada de nuevo! ¡Oh, Dios santo! —pensaba—. ¡Es cierto!» Cuando Gerald no se encontraba presente, olvidaba por completo su existencia.

Bruce le hizo una mueca burlona.

—¿Qué te ocurre, querida? ¿Has olvidado quién es? Almsbury me dijo que se apellidaba Stanhope. Sí, creo que es así y que el anterior fue…

—¡Oh, Bruce! ¡No te burles de mí! ¡No me hubiera casado ni en mil años si hubiera sabido que volvías! Lo odio… ¡Es un necio y presumido mequetrefe! Me casé sólo porque… —se detuvo y se apresuró a corregirse—. ¡En verdad, no sé por qué me he casado! ¡No sé tampoco por qué me casé con los otros! ¡No me hubiera casado con nadie sino contigo, Bruce! ¡Oh, mi amor, podríamos haber sido tan felices, de haberlo tú querido!…

Vio claramente que el semblante de Bruce se transformaba… Adquirió de súbito esa expresión que una vez creyó haber visto y que tanto temió. Lo miró con detenimiento, renacidas las viejas angustias, y por último, con vez queda, le dijo:

—Estás casado… —Al decirlo, movía la cabeza con desconsuelo.

—Sí, me casé.

Por fin. Esta vez lo había oído claramente y no podía dudar de que era cierto… Por fin había llegado la sentencia temida y esperada por espacio de siete años. Tenía la impresión de que el horrible suceso había estado siempre pendiente entre ellos, como la muerte que algún día habría de separarlos por completo. Se sentía desfallecer, colmada por una congoja sin límites, y no podía hacer otra cosa que devorarlo con los ojos, como si quisiera grabar su figura en su retina, su figura, que había dejado de pertenecerle exclusivamente.

Bruce se sentó para ponerse los zapatos. Luego permaneció algunos minutos con los codos apoyados en las rodillas. Dijo pausadamente:

—Lo siento mucho, Ámbar.

—¿Sientes haberte casado?

—Siento haberte lastimado.

—¿Cuándo te casaste? Creí…

—Me casé hace un año… en febrero, poco después de llegar a Jamaica.

—¡Entonces, ya sabías que ibas a casarte cuando partiste! So…

—No, no lo sabía —interrumpió él—. La conocí el día en que llegué a Jamaica. Nos casamos un mes más tarde.

—¡Un mes más tarde! —balbució y, repentinamente, todos sus huesos y músculos parecieron sufrir un colapso—. ¡Dios mío!

—Ámbar, querida…, por favor… Sabes que nunca te he mentido. Desde el día en que nos conocimos te dije que alguna vez me casaría…

—Pero ¡ha sido tan pronto! —protestó ella, su voz convertida en un lamento. De repente levantó la cabeza y lo miró de frente; había un destello de malicia en sus ojos—. ¿Quién es ella? ¿Alguna mulata de ésas…?

El semblante de Bruce Carlton se puso grave:

—Es inglesa. Su padre es conde y marchó a Jamaica después de las guerras civiles… Tiene allí plantaciones de azúcar —se levantó y continuó vistiéndose.

—Supongo que será rica…

—Bastante.

—¿Y hermosa también?

—Sí…, creo que sí.

Se produjo una pequeña pausa, pero al cabo consiguió hacer la pregunta decisiva:

—¿La amas?

Lord Carlton se volvió y la miró con extrañeza, los ojos entornados. De momento no repuso nada, pero luego habló con voz muy baja:

—Sí, la amo.

Ámbar tomó airadamente su salto de cama, metió los brazos en las mangas y saltó del lecho. Las palabras que dijo a continuación fueron las mismas que se le habrían ocurrido a cualquier dama de la Corte frente a idéntica situación.

—¡Oh, Bruce Carlton! ¡Dios te condene por tu necedad! —murmuró—. ¿Por qué diablos tenías que ser precisamente tú quién se casara por amor?

Pero el revestimiento era demasiado delgado; bajo la presión interior no cabía duda que habría de resquebrajarse. De pronto se volvió furibunda hacia él.

—¡No puedo menos que odiarla y la odio! —exclamó, llena de cólera— ¡Y también la desprecio!… ¿Dónde está?

Bruce se apresuró a responder, muy gentilmente:

—En Jamaica. Tendrá su primer hijo en noviembre y no quiso venir.

—¡Debe de quererte mucho!

Bruce no replicó a esta sarcástica mofa, y ella prosiguió llena de cruel resentimiento:

—¡De modo que ahora estás casado con una verdadera dama, tienes ya quien te dé los hijos que tus honorables antepasados han estado esperando por espacio de dos mil años, sentados sobre sus nalgas en la Cámara de los Lores! ¡Mis congratulaciones, lord Carlton! ¡Qué calamidad si una cualquiera hubiera sido la madre de tus hijos!

La miró con una especie de ansiosa compasión. Tenía el sombrero entre las manos.

—Tengo que irme, Ámbar. Estoy retrasado media hora…

Ámbar le echó una desdeñosa mirada y se hizo a un lado, como si esperara que él se acercara a disculparse por haberla ofendido. Contra su voluntad, lo miró luego a hurtadillas, mientras se dirigía a la puerta, balanceando su cuerpo con ese movimiento familiar, ese acompasado ritmo que parecía almacenar en sí todas las razones por las cuales ella lo amaba.

—¡Bruce! —exclamó de pronto. Lord Carlton se detuvo y la miró con fijeza—. No me importa que estés casado… Nunca te dejaré… nunca, mientras viva. ¿Lo has oído?… ¡Eres tan mío como de ella! ¡Jamás podrá tenerte por completo!

Lo miró, agobiada por la preocupación, pero él se concretó a volverse y seguir su camino. Segundos más tarde, la puerta se cerraba tras él casi sin ruido, quietamente. Ámbar se quedó envarada donde estaba, con una mano estirada hacia la puerta y la otra puesta en la garganta para sofocar los sollozos.

—¡Bruce! —exclamó de nuevo. Pero al no obtener respuesta, se encaminó lentamente hacia el lecho. Durante algunos momentos lo contempló con los ojos llenos de lágrimas y luego se dejó caer de rodillas—. Se ha ido… —murmuró—. Se ha ido… Lo he perdido para siempre…

Durante las dos primeras semanas, Ámbar lo vio con bastante frecuencia, pese a que él estaba muy ocupado en los muelles, o visitando a los comerciantes que debían proveer sus barcos, vendiendo el tabaco que habían traído y buscando nuevos tripulantes. Siempre que iba a Whitehall era para ver al rey Carlos II. Deseaba que éste le concediera nuevas tierras, esta vez veinte mil acres, los cuales harían un total de treinta mil. Jamás se quedaba en el salón de recibo de la reina y tampoco iba al teatro.

Cediendo a instancias de Ámbar, lady Almsbury le dio las habitaciones contiguas a las suyas. La segunda noche él no le propuso verla, presumiendo que su marido iría a su cámara. Ámbar llamó a su puerta cuando supo que él había llegado. A partir de entonces se encontraron siempre. Algunas noches que ella llegaba tarde, no cabía duda a Bruce de que había estado con el rey, pero nunca mencionó ese hecho. Por otra parte sus relaciones sui géneris con Gerald lo divertían, pero tampoco habló de ello.

Pero semejante situación no divertía de ningún modo a la madre de Gerald.

Durante aquella quincena, Ámbar la vio una o dos veces en Whitehall, optando en seguida por marcharse para evitar un encuentro. La baronesa parecía estar muy ocupada, y Nan le informó que mantenía una afanosa relación con peluqueros, joyeros, modistos, costureras y una docena de diferentes comerciantes. Le dijo también que en sus habitaciones había yardas y yardas de raso, terciopelo, tafetán, encajes, cintas y sedas.

—¿Qué ocurrirá? —quiso saber Ámbar—. ¡Si nunca tuvo dinero para tales lujos!

El hecho sólo tenía una explicación: la vieja coqueta estaba derrochando su dinero. Si no hubiera sido su constante preocupación por Bruce y la vigilancia de sus intereses en la Corte, inmediatamente ella hubiera puesto coto a este derroche, pero, en vista del nuevo estado de cosas, dejó que siguiera adelante, sintiéndose contenta de no ser molestada. «Uno de estos días —se prometió— pondré las cosas en su lugar.» Pero lady Stanhope trataba siempre de estar fuera de su alcance.

Ámbar no se levantaba nunca antes de las nueve —siempre regresaba muy tarde de palacio— y para esa hora Bruce ya se había marchado. Tomaba el chocolate en la cama. Se enfundaba luego en su bata de casa e iba a ver a los niños. Desde las diez hasta las doce se ocupaba en su acicalamiento personal. Se tomaba tanto tiempo debido a que los afeites y el arreglo del cabello constituían un proceso siempre complicado, y en parte, a que debía atender a un gran número de modistas, merceros, perfumistas y otros comerciantes que llenaban sus antesalas, como ocurría en todas las casas de ricos y nobles. Nadie se retiraba nunca sin haberle vendido algo.

A Ámbar le gustaban el ruido y la confusión, pues daban el tono de la importancia y el esplendor que ahora la rodeaban. Además siempre le había gustado comprar todo cuanto veía. Si el material ofrecido era bueno, ordenaba allí mismo que le hicieran un nuevo vestido. Si era extravagante o no se usaba, encontraba invariablemente oportunidad para lucirlo. Si el artículo —un vaso, un espejo de marco de oro cincelado— procedía de muy lejos, era muy raro, o si simplemente se dejaba atraer por su apariencia y fantasía, jamás lo rechazaba. Su prodigalidad era tan conocida, que antes de mediodía sus habitaciones estaban siempre repletas de una multitud que iba y venía, como si se tratara del mismo patio del Cambio Real.

Solía sentarse ante su tocador, primorosamente vestida, para que monsieur Durand le arreglara el cabello. Nan Britton no se ocupaba ya en tales tareas. Ahora era la doncella de una condesa, y no tenía otras ocupaciones que ataviarse bien y verse más hermosa, para acompañar a su ama doquiera ella fuera. Y como ocurría con las doncellas de las damas de copete, tenía también su corte particular de adoradores… muchos de ellos lores y caballeros asistentes a los grandes salones. Nan gozaba plenamente de esta vida, poniendo entusiasmo en todo lo que hacía. Eran un triunfo y un éxito que nunca había esperado tener, y por conseguir los cuales no había hecho esfuerzo alguno.

Los comerciantes y vendedoras hacían círculo alrededor de Ámbar como un enjambre de abejas, ofreciendo sus artículos y poniéndoselos bajo sus mismas narices.

—Os suplico os fijéis en este magnífico par de guantes, madame… Percibid el olor de que están impregnados… Convendréis en que nunca lo sentisteis en otra parte. ¿No es exquisito?

Ámbar olía.

—Neroli, ¿verdad? Mi perfume favorito. Bien; dejadme una docena de pares. —Mientras, pasaba un suave cepillo por las curvadas cejas para quitarles las partículas de polvo de rosa que pudieran haberse posado.

Madame, he reservado expresamente para vos esta tela. Fijaos en la suavidad del tejido. Y el color… ¡Oh! ¡Vuestra Señoría parecerá una milagrosa aparición! Ved cómo hace resaltar el brillo de vuestros ojos… ¡mejor que cualquier otro adorno! Y permitidme deciros algo madame —y el indino se acercaba a ella y le murmuraba al oído—: El otro día vio esta tela la condesa de Shrewsbury y a toda fuerza quiso llevársela. Pero yo le dije que estaba ya vendida. No quiero que otra persona que no seáis vos luzca esta maravilla, madame.

—Y ahora no tendré más remedio que tomarlo, ¿eh, so bellaco? —Colgaba un par de aros de diamantes en sus orejas—. Pero la tela es hermosa. Me alegro de que me la hayáis reservado… y no os olvidéis de mí la próxima vez que os lleguen nuevas… Nan, ¿quieres pagar al señor?

Madame, os suplico me permitáis poner este brazalete en vuestra muñeca… Ved cómo brillan las piedras… Parecen fuego concentrado, ¿no es así? ¡Piedras más hermosas jamás han sido vistas! Y debo deciros una cosa: aunque bien valen sus quinientas libras y quizá más, lo cederé a Vuestra Señoría con gran pérdida para mí, ¡sólo por el honor de que una dama tan hermosa luzca mis trabajos! Nadie pediría menos de quinientas libras… pero os lo dejaré por ciento cincuenta.

Ámbar reía al tiempo que levantaba el brazo y admiraba la joya.

—A ese precio ¿cómo podría dejar de tomarlo? Dejadlo, pues; lo compraré —lo dejaba sobre el tocador, en medio de cajas, frascos, botellas, cartas, abanicos, cintas y mil y una de las diversas cosas propias del tocador de una mujer rica—. Enviadme la cuenta… nunca tengo en casa sumas grandes.

S’il vous plait, madame… —era monsieur Durand compungido y fastidiado—. ¡Os suplico que no os mováis tanto, madame! ¡Primero a este lado y luego a este otro!… ¡No puedo hacer nada; Mon Dieu, madame!

—Lo siento, Durand. ¿Qué lleváis ahí, Johnson?

Y así pasaban los días. Ámbar se portaba magníficamente con todos, ofreciéndoles hasta entretenimientos y diversiones. Siempre había allí, por ejemplo, violinistas que ejecutaban las últimas baladas, en tanto iban y venían media docena de doncellas. Tansy solía pasearse muy ufano y algunas veces les concedía el honor de hacerles escuchar algunas de sus canciones; lucía ropas vistosas costosísimas, pero todavía se negaba a calzar zapatos que no estuvieran ya viejos. El rey le había obsequiado con un cachorro, al cual Ámbar bautizó con el nombre de Monsieur le Chien. El perrillo, invariablemente detrás de Tansy, olfateaba a todo el mundo, ladrando ruidosamente cuando tropezaba con alguna persona desconocida o no muy bien identificada.

Ámbar estaba ocupada como de ordinario una mañana, cuando se le acercó un pajecillo.

Madame, la baronesa Stanhope espera ser recibida.

Ámbar alzó los ojos al cielo con impaciencia.

—¡El diablo cargue con ella! —murmuró, y por encima del hombro miró a su suegra, que entraba en la habitación. Luego parpadeó, tardando unos segundos en razonar que debía levantarse y darle la bienvenida.

Lucilla se había transformado en una mujer apenas reconocible, muy diferente a la que vio aquella mañana en su sala. Su cabello de un rubio claro semejante al de Susanna, había sido rizado a la última moda y adornado con flores, cintas y un aderezo de perlas. En su cara, parecida a la de una muñeca china, resaltaban los colores de las mejillas como si se las hubiera pintado al óleo. El vestido —de raso color gris perla— parecía haber sido confeccionado por delicados dedos franceses, y dejaba entrever unas bonitas enaguas de color fucsia; el apretado corsé había abreviado su cintura y levantado los senos por encima de la línea del cuello. Lucía un magnífico collar de perlas, aretes de diamantes y media docena de brazaletes, amén de anillos en tres dedos de cada mano. A simple vista se comprendía que todo era sumamente lujoso y, lo que era peor, carísimo. En quince días se había convertido en una dama a la última moda, quizás un tanto madura, pero todavía bastante insinuante.

«¡Por la sangre de Cristo! —se dijo Ámbar—. ¡Mirad a esta vieja alcahueta!»

Se abrazaron por fórmula; ya lady Stanhope había visto la sorpresa de Ámbar y se mostró petulante. No solicitaba, exigía admiración. Ámbar, horrorizada, pensó que todo aquello se había obtenido con su dinero. Los Stanhope habían perdido su postrera y exigua fuente de ingresos cuando su casa se quemó durante el gran incendio.

—Debéis perdonar mi descortesía, señora —dijo Lucilla inmediatamente—. Habría venido a visitaros mucho antes, pero ¡estaba tan ocupada! —hizo una pausa, y para contrarrestar su sofocación comenzó a abanicarse. Había esperado despertar la envidia de su hija política, pero no dejaba de tener conciencia de que, a pesar de los rizos falsos, de las joyas y de su apariencia de gran dama, nunca tendría veinte años ni sería verdaderamente lozana y juvenil.

—¡Oh! Soy yo quien debería haberos visitado, madame —protestó Ámbar políticamente, haciendo una cuenta mental de los gastos hechos por la vieja a sus expensas. El total la puso efervescente. Mas se esforzó por sonreír, rogándole que tuviera la amabilidad de sentarse mientras ella terminaba su tocado. Luego, viendo que lady Stanhope posaba sus codiciosos ojos en una de las telas que habían venido a ofrecerle, se apresuró a ordenar a los comerciantes que se retiraran.

—Os espero mañana en mis habitaciones —dijo Lucilla con un despreocupado ademán al hombre que llevaba la pieza de terciopelo, el cual le hizo una cortesía y salió en pos de los otros.

Ámbar continuó sentada, poniéndose los lunares, mientras Lucilla resoplaba incómoda a causa de la tortura del corsé.

—¡Cielos! —exclamó Su Señoría, cruzando sus cortas y rollizas piernas, y moviendo de un lado a otro la cabeza para admirarlas—. ¡Jamás podréis imaginaros cuán ocupada he estado estos últimos días! ¡Tengo tantos amigos en la ciudad! Y vos sabéis… ¡todos quieren verme al mismo tiempo! ¡Imaginaos, veinte años sin vernos!… ¡Con todo, estoy horriblemente cansada por ese trajín! —se llevó una mano a la cabeza, componiendo sus rizos—. Apenas he visto a Gerry durante este tiempo. Por favor, contadme cómo se encuentra mi queridísimo muchacho.

—Creo que muy bien, madame —replicó Ámbar, cuyo enojo crecía ante el pensamiento de que todo su dinero, trabajosamente adquirido, servía para decorar a una vieja coqueta. Apenas si prestaba atención a lo que le decía.

Se levantó y, cruzando la habitación, se ocultó detrás de un biombo chino. Desde ese lugar llamó a una de sus doncellas para que le diera su vestido. Monsieur le Chien olfateaba con curiosidad las pantorrillas de Lucilla y gruñía, sin dejarse intimidar por las fieras miradas que ésta le dirigía. Por encima del biombo, sólo se divisaba la cabeza y los alabastrinos hombros de Ámbar; su suegra le echó una oblicua mirada de desaprobación teñida de envidia. La joven se volvió a tiempo de sorprenderla, y la vieja sonrió maldiciéndose interiormente por haberse dejado sorprender.

—Me extraña mucho no haber visto a Gerry todas estas mañanas. En casa siempre iba a saludarme antes de que nadie se levantara. Mi muchachito fue siempre amante y devoto de su madre. Hoy se ven muy pocos hijos como él. Quizá se vea obligado a irse muy temprano —hablaba sin darse respiro, como si esperara que Ámbar dijera que sí.

—¡Caramba! Si la memoria no me es infiel —dijo Ámbar, contrayendo el vientre para que su doncella apretara el corsé—, no lo he visto desde aquella mañana que vino con vos.

—¡Cómo! —exclamó lady Stanhope, tan horrorizada como si le hubieran dicho que su hijo había sido encarcelado por robo—. ¿Acaso no dormís juntos?

—Más fuerte —instó Ámbar a la doncella—, tiene que ir más apretado. —Su cintura comenzaba a engrosar y se esforzaba por ajustaría todo lo que podía. Mucho más que el dolor y la agonía del parto, la atemorizaban los meses de inactividad y de forzado descanso que la esperaban, mucho más ahora que Bruce había regresado. Luego replicó, como al azar—: ¡Oh, sí! Unas dos o tres veces. —En efecto; habían sido exactamente tres veces. El rey había juzgado que de ese modo sería fácil hacerle creer que el hijo era suyo.

—¡Vaya! —lady Stanhope se abanicó frenéticamente. Su rostro se había arrebolado, como ocurría cada vez que sentía nerviosidad, embarazo o cólera—. ¡Nunca he oído semejante cosa! ¿Que un hombre se olvide de su mujer? Vaya… es… ¡es inmoral!… ¡Ya me arreglaré con él a este respecto, querida! ¡Veré que no os descuide por más tiempo!

Ámbar le echó una mirada por encima del biombo. Sonrió socarronamente.

—No os molestéis, madame. Su señoría y yo hemos convenido en dejar las cosas como están. Los jóvenes de hoy tienen muchas ocupaciones, vos sabéis… Ir a los teatros y tabernas, beber hasta medianoche y vagar después por las calles. Eso los tiene muy ocupados, podéis estar segura.

—¡Oh, pero a Gerry no le gusta esa clase de vida! Es un muchacho muy tranquilo y bien educado, creedme, señora. ¡Si no viene debe de ser porque se habrá formado la opinión de que no se le quiere!

Ámbar miró de frente a su suegra, los ojos rutilantes y duros, pero sin abandonar su mueca burlona.

—No alcanzo a comprender, señora, de dónde habéis podido sacar tal conclusión. ¿Qué hora es, Nan?

—Casi las doce y media, Señoría.

—¡Oh, Dios mío! —Salió de detrás del biombo completamente vestida, y una de las doncellas le alargó el abanico y el manguito, mientras otra le ponía la capa sobre los hombros. Tomó sus guantes y comenzó a calzárselos—. ¡Tengo que posar para míster Lely hoy, a la una! Os ruego me excuséis, madame. Míster Lely es tan solicitado que no puede esperar a nadie. Si no llego a la hora, perderé mi turno y sería una lástima, porque mi retrato está ya casi terminado.

Lady Stanhope se puso en pie.

—También iba yo a salir. Estoy comprometida a almorzar con lady Clifford, y luego iremos al teatro de la ciudad… Una no tiene un momento disponible.

Las dos condesas salieron de la habitación seguidas por Nan, Tansy y Monsieur le Chien. Lucilla miró de soslayo a su nuera.

—Supongo que estaréis enterada de que lord Carlton es huésped de la casa.

Ámbar se volvió prestamente hacia ella. ¿Qué quería decir con eso? ¿Acaso habían llegado hasta ella las murmuraciones? Se comportaban muy discretamente: entraban y salían por las puertas interiores, y en público no se prestaban la menor atención. Su corazón comenzó a latir con fuerza, pero hizo lo posible por dar una entonación natural a su voz.

—¡Oh, sí!, estoy enterada. Es un viejo amigo del conde de Almsbury.

—¡Qué hombre más fascinador! ¡Se dice que todas las mujeres de la Corte beben los vientos por él!… He oído decir que es uno de los amantes de lady Castlemaine… pero, por supuesto, eso se dice de todas —se detuvo, jadeante; siempre hablaba más de lo que tenía que decir, Ámbar se sintió aliviada. Evidentemente no sabía nada… hablaba porque sí—. ¡Qué vida más aventurera la suya! —prosiguió la baronesa, después de unas cuantas inspiraciones— ¡Soldado de fortuna, corsario, y ahora plantador! He oído decir que es el hombre más rico de Inglaterra… Y, por supuesto, su familia es de lo más distinguida. Fue Marjorie Bruce, ¿sabéis?, la madre del primer rey Estuardo, y él pertenece a esa familia. Y se dice también que su esposa es una mujer de gran belleza…

—¡Todos los que disponen de diez mil libras tienen una gran belleza! —espetó Ámbar.

—No obstante —prosiguió Lucilla—, es un gran caballero. No podéis imaginar cuánto lo admiro.

Ámbar le hizo una cortesía.

—Debo irme. Buenos días, madame.

Prosiguió su camino, toda ofendida. «¡Oh, no puedo soportarlo! —pensaba—. ¡No puedo creer que se haya casado con otra mujer! ¡La odio, la odio, la odio! ¡Espero que se muera! —de pronto se detuvo, conteniendo el aliento—. ¡Tal vez se muera! —continuó bajando la escalera, con los ojos resplandecientes—. Puede ser que muera de cualquier enfermedad… puede ser…» Se había olvidado completamente de su cólera contra la baronesa por derrochar de ese modo su dinero.

La noche siguiente, ella y Bruce regresaron juntos de palacio. Lord Carlton había puesto término a sus trabajos más urgentes, de modo que disponía de cierto tiempo para jugar y conversar durante las veladas. Subían la escalera riendo y comentando la historia de que el duque de Buckingham, buscado tan ardientemente, había sido arrestado por desorden y después de ser encerrado por algunas horas, vuelto a poner en libertad sin ser reconocido. Se separaron en la puerta.

—No tardes, querido —murmuró ella.

Entró en la sala, todavía sonriendo, pero la sonrisa se heló en sus labios en cuanto vio a Gerald y a su madre, sentados frente a la chimenea.

—¡Vaya, qué sorpresa! —dijo, dando un portazo.

Gerald se puso inmediatamente de pie. Su aspecto era desastrosamente falto de aplomo y Ámbar advirtió que lo que ocurría no había partido de él. La baronesa le echó una lánguida mirada por encima del hombro, luego se levantó e hizo lo que podría llamarse la insinuación de una cortesía. Ámbar no se molestó en contestar, sino que entró en su habitación, examinando a uno y otro.

—No esperaba encontraros aquí —dijo a Gerald, quien aclaró su garganta y pasó un dedo por el inmaculado corbatín. El joven trató de sonreír, pero su nerviosidad hizo que su rostro pareciera quebrarse en pequeños trozos.

—Vine a conversar un ratito con Gerry mientras os esperábamos —intervino su madre rápidamente—. Me retiraré ahora mismo, dejando sola a la parejita. Mucho gusto, madame. Buenas noches, Gerry querido.

Mientras Gerald besaba obedientemente a su madre en la mejilla, Ámbar vio que ella le daba en el brazo un golpecito de estímulo y prevención. Con una triunfal sonrisa de alarde, salió lady Stanhope de la habitación, arrastrando tras sí la larga cola del vestido, la cual hacía un curioso frufrú en medio de la quietud nocturna. En ese momento comenzaron a dar las doce en un reloj de pared. Ámbar se volvió a Gerald y, cuando sintió que la puerta se cerraba, entregó sus guantes y manguito a Tansy y le hizo una seña para que se retirara. Monsieur le Chien gruñía y ladraba a Gerald, a quien veía muy raras veces. No estaba segura de que fuera de la casa.

—¿Y bien? —dijo Ámbar, dirigiéndose al hogar para calentar sus manos.

Eh bien, madame —repitió Gerald—. Aquí estoy —de pronto enderezó sus hombros y alzó la cabeza con aire retador—. Después de todo, ¿por qué no podría estar aquí? Creo que soy vuestro esposo, madame. —No parecía sino que la misma baronesa estuviera hablando por su boca.

—Por supuesto —asintió Ámbar—. ¿Por qué no podríais estar aquí? —de súbito se llevó la mano al estómago y, con un pequeño gemido, se dejó caer en su asiento.

—¡Dios mío! Madame! —Gerald avanzó hacia ella—. ¿Os pasa algo? ¿Os duele algo? —se dirigió a la puerta—. Llamaré…

Ámbar lo detuvo a tiempo.

—No, Gerald. No es nada. Lo que pasa es que voy a tener un niño, creo… No quise decíroslo hasta no estar segura…

El joven abrió tamaños ojos, llenos de alegría y orgullo, como si eso no hubiera acaecido jamás a mortal alguno.

—¡Dios mío! ¿Tan pronto? ¡No puedo creerlo! ¡Oh, señor! ¡Ojalá sea cierto! —Ámbar se sorprendió al verlo despojado de su barniz de aire, gestos y palabras franceses. Tornaba a ser un tímido y complacido muchacho campesino. Divertida, pensó que era un completo mastuerzo.

—Yo también lo deseo, milord. Pero vos sabéis cómo se pone una mujer en estos casos…

—No… no lo sé. Yo… yo nunca lo había pensado. ¿Os sentís mejor? ¿Puedo hacer algo por vos? ¿Pongo una almohada bajo vuestra cabeza?

—No, Gerald, gracias. Quisiera estar sola… yo… este… A decir verdad, quisiera dormir sola… si es que eso no os afecta.

—¡Oh! Por supuesto que no… Oh, madame, yo no sabía… no me daba cuenta. Siento tanto… —inició su retirada—. Si deseáis algo… si puedo hacer algo, yo…

—Gracias, Gerald; os lo haré saber.

—Y me pregunto, madame, si algunas veces… puedo venir a visitaros…

—Desde luego, milord. Venid cuando gustéis. Buenas noches.

—Buenas noches, madame —dudó todavía, deseando ardientemente decir algo apropiado para tan grande ocasión, pero en vista de su impotencia, con una pequeña y desvalida risa, repitió—: Buenas noches, madame —y se fue.

Ámbar movió la cabeza e hizo un gesto. Se levantó y penetró en su dormitorio. Nan levantó las cejas interrogativamente, a lo cual Ámbar respondió con amplios gestos que provocaron la risa de las dos. Continuaron hablando y riéndose sin rebozo. No había terminado Ámbar de sacarse las enaguas cuando Bruce llamó a la puerta. Ella le invitó a pasar.

Lord Carlton se había quitado la peluca, la casaca, el jubón y la espada. Llevaba la blanca camisa entreabierta sobre el pecho.

—¿Todavía vestida? —le preguntó, con una sonrisa—. Yo he escrito dos cartas —se detuvo delante de una mesita y se sirvió una copa de brandy con agua—. Siempre he sostenido la opinión de que las mujeres ganarían cinco años de vida si optaran por llevar ropas más ligeras.

—¿Y qué haríamos luego con ellos? —quiso saber Nan, y los tres estallaron en carcajadas.

Nan había ya deshecho el peinado de su ama y soltándole la cabellera. Abandonó la habitación, llevándose a Tansy y al perro. Ámbar tomó asiento delante de su tocador y comenzó a quitarse el collar. Vio por el espejo que Bruce se acercaba. Los verdes ojos de él la abarcaron toda e inclinándose, apartó los cabellos de su ebúrneo cuello y posó allí sus labios. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo y lanzó un profundo suspiro. Cerró los ojos.

Bruce puso la copa sobre la mesa. La obligó a ponerse de pie.

—¡Oh, Bruce!… —exclamó ella—. Bruce…, ¡cuánto te amo!

La rodeó con sus fuertes y musculosos brazos y, apretándola estrechamente, besó sus labios, sedientos y húmedos. De pronto, él apartó los labios. Ella lo miró inquisitivamente y vio que sus ojos se dirigían a la puerta. La soltó y ella se volvió para ver qué era lo que le había llamado la atención. Era Gerald, con la faz descompuesta y la mandíbula caída.

—¡Oh!… —exclamó Ámbar, y sus ojos resplandecieron—. ¿Qué significa eso de andar husmeando de este modo? Espiándome, ¿eh? ¡So condenado e impertinente perro!

Levantó una polvera de plata del tocador y se la lanzó a la cabeza, pero su mala puntería hizo que cayera sobre la puerta. Gerald dio un salto. Bruce se quedó donde estaba, contemplando tranquilamente al joven. La sorpresa primera cedió lugar a la compasión y la piedad por aquel infeliz y atemorizado pisaverde.

Ámbar, no satisfecha, corrió a él con los puños cerrados.

—¿Cómo os atrevéis a introduciros de este modo en mis habitaciones? ¡Os cortaré las orejas! —Gerald trató de evitar los golpes que le llovían sobre el pecho y los hombros.

El joven había palidecido y tenía todo el aspecto de un enfermo.

—Por el amor de Dios, señora… No tenía idea… yo no sabía…

—¡No mintáis, so mandril! Ya os enseñaré yo…

—¡Ámbar! —era la voz de lord Carlton—. ¡Al menos dadle una oportunidad para explicarse! Es evidente que ha sufrido una equivocación.

Gerald lo miró lleno de gratitud, pues era obvio el pánico que le infundía aquella hembra de ojos relampagueantes parada como una fiera delante de él.

—Mi madre estaba todavía en el hall cuando bajé. Cuando me vio… este… me dijo que volviera.

Ámbar quiso protestar, pero se volvió y miró a Bruce. Este permanecía sereno y con cierto irónico brillo en los ojos que denotaba su simpatía por el infeliz marido cuyo deber hubiera sido desafiarlo. El honor no ofrecía otra alternativa. Sin embargo, era ridículo suponer que Gerald Stanhope, enclenque y no completamente desarrollado, con apenas el valor de una niña, pudiera batirse con un hombre ocho pulgadas más alto que él y acabado espadachín.

Bruce se adelantó, le hizo una cortesía, y dijo políticamente:

—Sir, lamentaría que sospecharais de mis intenciones para con vuestra esposa. Os ofrezco mis más respetuosas disculpas y espero que no imaginéis de mí lo peor.

Gerald se sintió aliviado como un criminal puesto en libertad cuando estaba a punto de ser colgado. Devolvió la cortesía y se apresuró a responder:

—Os aseguro caballero, que soy hombre de mundo y que me doy exacta cuenta de que muchas veces las apariencias engañan. Acepto vuestras disculpas, caballero, y espero que otra vez nos encontremos en mejores circunstancias. Y ahora, madame, si tenéis la amabilidad de mostrarme el camino, me retiraré por la escalera de servicio…

Ámbar lo miró asombrada. ¡Dios de los cielos! ¿Es que el pobre necio ni siquiera iba a pelear? ¿Se retiraba dejando a su esposa en brazos de su amante sin disputar su posesión? Toda su cólera fue reemplazada por el desprecio.

—Por aquí, caballero.

Cruzó la habitación y abrió una puertecilla que conducía a una oscura y pequeña escalera. Antes de retirarse, Gerald se volvió, muy garboso, e hizo nuevas cortesías, primero a ella y luego a Bruce… Ámbar pudo observar que su boca temblaba ligeramente. Cerró ella la puerta y se volvió hacia Bruce. Esperaba encontrar en él un desprecio igual al suyo.

Lord Carlton sonreía, pero en sus ojos había una indescifrable expresión. ¿Qué significado tenía? ¿Desaprobación de su conducta, piedad por el hombre que acababa de salir, o burla por los tres? Se alarmó y por un instante se sintió sola y perdida. Pero, al verse objeto de la observación de Ámbar, Bruce hizo un descuidado ademán, se encogió de hombros y avanzó hacia ella.

—Bueno —comentó—, ostenta su condición de marido engañado con la misma dignidad que cualquier otro hombre en Europa.