Capítulo XXXII

A Ámbar no le gustaba nada quedarse encerrada en los aposentos mortuorios; se ponía melancólica. Pero, por lo menos, el hecho de que se la supusiera en voluntario retiro de duelo evitaba que la incomodara un intolerable número de visitas, amigos, conocidos y parientes lejanos de la familia. Su nuevo retoño —una hija— había nacido pocos días después del fallecimiento de míster Dangerfield. Se esperaba que ofreciera la fiesta del bautizo y del buen parto, a la que seguiría una gran recepción.

En el intervalo recibía algunas contadas visitas de los parientes más cercanos y de los amigos más íntimos de la familia. Muchos otros enviaban sus regalos. En presencia de los visitantes, permanecía sentada en el amplio lecho, pálida y enflaquecida, casi transparente en medio del luto que la rodeaba sombríamente por todas partes. Sonreía con bondad a cuantos venían; algunas veces derramaba lágrimas, o exhalaba un suspiro cuando alguien mencionaba al difunto o ponía de relieve la semejanza de la recién nacida con su presunto padre. Se mostraba política, paciente y decorosa como nunca. Lo hacía en holocausto a la memoria de míster Dangerfield. Pensaba que era lo menos que podía hacer para demostrarle su gratitud por la gran fortuna que le había legado.

Apenas si veía a los moradores de la casa. Cada uno de ellos venía una vez por día a su habitación; Ámbar sabía que lo hacían por respeto a la memoria de su difunto padre. Se daba cuenta además, que, ahora que él había muerto, esperaban que dejara la casa tan pronto como pudiera levantarse de la cama. Claro está que no abrigaba el propósito de permanecer más tiempo del necesario.

Solamente Jemima le decía de frente lo que los otros callaban.

—Bien… Ahora que tenéis el dinero de nuestro padre, supongo que conseguiréis comprar un título que os haga parecer una dama distinguida.

Ámbar se limitó a sonreírle burlonamente.

—Lo haré —admitió sin reparos.

—Podréis comprar un título —prosiguió la joven—, pero jamás compraréis el buen nacimiento ni la buena educación que son sus complementos. —Eso sonaba en los oídos de Ámbar como una sentencia repetida en aquella casa innumerables veces, pero lo que siguió era de la cosecha particular de Jemima—. Y hay algo más que tampoco podréis comprar. Ni con todo el oro del mundo. Jamás compraréis a lord Carlton.

Los celos de Ámbar por la muchacha habían desaparecido ahora que la sabía atrapada por el matrimonio. Ya no tenía nada que temer. Le habló con descarada y despreciativa insolencia.

—Aprecio mucho vuestra opinión, Jemima. Pero eso lo arreglaré por mí misma, os lo aseguro. Y ahora, ya que me habéis dicho todo lo que teníais que decirme, espero que os marchéis.

Jemima le replicó arrastrando las palabras; el desprecio y la indiferencia con que la trataba la ponía fuera de sí.

—Sí, ya me voy… y espero no volver a veros mientras viva. Pero permitidme deciros antes algo más: algún día tendréis el destino que merecéis. Dios no permite que triunfe siempre la maldad…

La superioridad de Ámbar se resolvió en una cínica carcajada.

—¡Ay, Jemima! Os juro que os estáis poniendo tan fanática como el resto de los vuestros. Si tuvierais mejor sentido, habríais aprendido que nada triunfa en el mundo como la maldad. ¡Y ahora, salid de aquí, so descarada zorra, y no volváis a importunarme jamás!

Jemima no la molestó más, ni tampoco ninguno de los otros. Se la aisló completamente, como si aquella parte de la casa estuviera deshabitada.

Ámbar envió a su criada a que buscara habitaciones, no en la City, sino en alguno de los suburbios del lado oeste de la ciudad, entre Temple Bar y Charing Cross. Y más o menos tres semanas después del nacimiento de su hija, salió a ver el departamento que había encontrado Nan.

Se trataba de un hermoso edificio nuevo emplazado en St. Martin’s Lane, entre Holborn, Drury Lane y Lincoln’s Inn Field, donde estaría rodeada de personas de calidad. La casa tenía cuatro pisos, con un departamento en cada uno. El departamento de Ámbar estaba situado en el segundo piso, una bonita joven provinciana que había llegado a la capital acompañada de su tío con el fin de buscar marido ocupaba el tercero, y en el cuarto vivía una viuda rica de mediana edad. La propietaria, mistress Lacy, habitaba el primero. Era una frágil criatura que suspiraba con frecuencia, padecía de neurosis y no hablaba de otra cosa que de su antigua riqueza y posición, perdidas durante las guerras civiles junto con su esposo a quien nunca había podido reemplazar.

La casa era conocida como el Penacho, y un gran letrero de madera colgaba sobre la calle, justamente debajo de una ventana del piso de Ámbar. La cochera y los establos estaban situados un poco más arriba, en la misma calle. El estrecho y pequeño callejón estaba habitado íntegramente por nobles, hidalgos, damas con títulos y muchas otras personas que frecuentaban Whitehall. Vestidos de raso, velos, capas de terciopelo, pelucas, sombreros de plumas, botas elegantes, lujosos zapatos, coches blasonados y hermosos tiros desfilaban continuamente debajo de las ventanas.

El departamento era el más espléndido que había visto hasta entonces.

Había una antesala con mobiliario tapizado en raso púrpura y oro, compuesto de un sofá, varias butacas y un espejo de luna veneciana. Comunicaba con una sala grande, llena de ventanales a la calle por un lado y con el patio por el otro. La chimenea de mármol tenía estucos de yeso que se alargaban hasta el cielo raso en una teoría de flores, bestias, grullas, guardas geométricas y mujeres desnudas. Sobre la repisa de la chimenea veíanse vasos y porcelanas chinos y persas, y un candelabro de plata labrada. Los muebles ostentaban taraceas de madreperlas y marfil. Nada, explicaba mistress Lacy orgullosamente, había sido hecho con materiales ingleses. Las colgaduras de raso verde esmeralda y amarillo habían sido bordadas en Francia; el mármol de la chimenea procedía de Génova; las cómodas, de Nápoles y la madera azul de las dos mesas, de Nueva Guinea.

Pero el dormitorio era todavía más lujoso, si cabe. El lecho tenía una cobertura hecha con una costosísima tela de plata y su baldaquín era de tafetán verde. Las sillas hacían juego con la cubierta de la cama. Había varios roperos empotrados en los muros, un diván y gruesos almohadones que los distinguían de los dormitorios que hasta entonces ocupó. Había, además, otros tres cuartos: una habitación para niños, un comedor y la cocina, que ella esperaba no tener que usar nunca.

El alquiler era exorbitante: ciento veinte libras al año, pero Ámbar lo pagó sin ninguna protesta. Esperaba y confiaba que no permanecería allí mucho tiempo. Porque, según sus cálculos, Bruce regresaría pronto. Hacía ya como ocho meses que se había marchado y los muelles estaban bloqueados con los barcos aprehendidos al enemigo.

Trasladó sus efectos a su nueva morada antes de abandonar definitivamente la mansión de los Dangerfield y, aun cuando la mudanza duró tres o cuatro días, ninguno controló o comentó lo que se llevaba, no todo lo cual le pertenecía estrictamente. Contrató una ama de leche, una niñera y tres doncellas, integrando así el séquito de una dama de su posición económica que debía vivir sola. El día que salió de la casa, un grande y expresivo silencio se imponía sobre el edificio. Apenas si vio un lacayo, y ni siquiera uno de los niños apareció por los corredores. Nada podía haber traducido mejor que aquel silencio la intensidad del odio que se le profesaba en Dangerfield House.

Pero Ámbar apenas si se preocupó. Las gentes que vivían en el mundo de la hipocresía le inspiraban profundo horror. Se hundió en el asiento de su coche y se desahogó con un suspiro.

—¡Corre, Tempest, corre!… —se volvió a Nan—. Bueno, eso ha terminado, gracias a Dios.

—Sí, amita —admitió Nan, con real sentimiento—. ¡Gracias a Dios!

Viajaron silenciosas, mirando por las ventanillas mientras el coche seguía su camino, y deleitándose con cuanto veían. El día era lluvioso y una espesa bruma hacía más penetrantes los heterogéneos olores de la ciudad de Londres. A lo largo de una acera marchaba un joven pisaverde, con un brazo en cabestrillo debido a un duelo reciente. En la acera de enfrente dos hombres, indudablemente franceses, habían sido rodeados por arrapiezos que los llenaban de palabras soeces y les arrojaban desperdicios recogidos en la calle. Los ingleses odiaban a los extranjeros pero, sobre todo, a los franceses. Una vieja andrajosa y tuerta caminaba dando traspiés y entonando una procaz balada callejera.

De pronto Nan dio un pequeño grito y llevó una mano a la boca, mientras señalaba una puerta con la otra.

—¡Mirad! ¡Allí hay otra!

—¿Otra qué?

—¡Otra cruz!

Ámbar miró intrigada por la ventanilla y vio una gran cruz roja pintada sobre la puerta principal de una casa, delante de la cual pasaban en aquel preciso instante. Debajo de la cruz se había escrito en grandes caracteres: «¡DIOS TENGA PIEDAD DE NOSOTROS!» Un guarda estaba parado allí con su alabarda.

Se recostó de nuevo en su asiento, haciendo un despreocupado ademán con su mano enguantada.

—¡Bah! ¿Y qué de particular hay en ello? Las plagas siempre se han ensañado con los pobres. ¿No has oído decir eso? —Tras la barricada de sus sesenta y seis mil libras se sentía a cubierto de todo.

Durante las semanas siguientes, Ámbar vio transcurrir tranquilamente el tiempo en su departamento del Penacho. Su llegada a la casa, según se había enterado, creó una intensa expectación en la vecindad. Sabía también que cada vez que ponía los pies en la calle, la observaban a hurtadillas desde los otros balcones. Una viuda rica hubiera despertado interés, incluso si no hubiese sido joven y bonita. Pero Ámbar no estaba muy dispuesta a hacer migas con nadie, como ocurrió cuando llegara a Londres, y, además, su fortuna la hacía ponerse en guardia cada vez que algún joven la colmaba de requiebros al pasar por la calle.

Los cortesanos se habían incorporado casi todos a la Armada y —pese a lo que había gozado con su triunfo sobre la adversidad que una vez la colocó muy por debajo de ellos— no tenía interés por nadie, a no ser por Bruce. Esperándolo, pasaba contenta sus días.

Salía muy poco, absorbida por sus ocupaciones maternales. Su primer hijo le había sido arrebatado al nacer y apenas lo veía, de modo que las atenciones y cuidados que prodigaba a su niña eran una novedad, exactamente como si se hubiese tratado de su primogénito. Ayudaba a bañarla, la contemplaba extasiada mientras se alimentaba o dormía, mecía su cuna y le cantaba, fascinada y alegre al observar el menor cambio operado en su peso, volumen y apariencia. Se encontraba realmente satisfecha por haber tenido esa hija, aunque hubiera significado un pasajero aumento en el perímetro de su cintura; otra vez tenía algo de Bruce que jamás perdería. La niña tenía nombre, una dote segura y un envidiable porvenir.

Nan estaba tan fascinada con la niña como su ama.

—Apuesto a que es la criatura más linda de todo Londres.

—¿De Londres? —replicó Ámbar, ofendida— ¡Querrás decir de toda Inglaterra!

Un día fue al Cambio Real a hacer algunas compras sin importancia y se tropezó con Bárbara Palmer. Descendía de su elegante carruaje cuando la vio salir del edificio. Los ojos de Bárbara se clavaron en sus ropas con gran interés. Ámbar vestía de luto, pero llevaba como adorno piel de leopardo en el cuello y en el manguito. Era un obsequio del extinto míster Dangerfield, quien lo había hecho traer del África ex profeso para ella. Pero cuando sus ojos se posaron en el rostro de quien lucía esa novedad, la reconoció al punto y con un mohín torció la cara hacia otro lado.

Ámbar rió entre dientes. «¡De modo que me has reconocido! —murmuró para sí—. No hay prisa, madame; ya llegará el día en que nos veamos cara a cara.» Con el transcurso del tiempo, aumentaba el número de cruces rojas en las puertas de las casas. Todos los años la peste hacía su aparición en Londres durante los meses de enero y febrero, pero en una proporción muy reducida —casos aislados, generalmente—, de modo que nadie le prestaba atención ni se alarmaba. Pero ahora, aunque el tiempo mejoraba, la peste no cedía. Empezó a cundir el pánico por todos los ámbitos de la ciudad. Iba pasando de vecino en vecino, del aprendiz al maestro, de los vendedores a las dueñas de casa, en una corriente ininterrumpida.

Largos cortejos dolientes se veían continuamente por las calles, y ya la gente iba dándose cuenta de la frecuencia con que los enlutados aparecían en todos los sitios. Se recordaba un vaticinio funesto de meses atrás. En diciembre había aparecido un cometa que hacía su recorrido noche tras noche, dejando una estela de luz en el oscuro firmamento. Algunos pretendían haber visto espadas de fuego pendientes sobre la ciudad, y carros fúnebres, ataúdes y pilas de cadáveres sobre las nubes. Las multitudes se apiñaban en las escalinatas de la catedral de San Pablo para escuchar las admoniciones de un viejo semidesnudo que esgrimía una antorcha y les pedía que se arrepintieran de sus pecados. El sonido de la campanilla fúnebre que acompañaba los cortejos asumía una nueva significación:

«Mañana, tal vez, doblará por mí o por alguien a quien yo quiera.»

Cada día llegaba Nan a la casa con un nuevo preventivo. Compraba pomadas, ungüentos, sahumerios, amuletos de toda clase, potes conteniendo arsénico y azogue, mercurio en cáscara de nuez, monedas de oro acuñadas en tiempos de la reina Elizabeth. En cuanto oía decir que se había descubierto uno nuevo, lo compraba y lo distribuía entre los habitantes de la casa, insistiendo en que lo llevaran. Hasta colocó canutos de pluma con azogue en los pescuezos de los caballos.

Pero no se contentaba simplemente con prevenir. Había arribado a la triste conclusión de que, no obstante las precauciones, la enfermedad se contraía lo mismo. Entonces empezó a llenar los armarios con remedios para combatirla. Compró el famoso fumigatorio de James Angier, compuesto de azufre y salitre, así como pólvora, nitrato, resina y alquitrán para desinfectar las habitaciones. Adquiría todo lo que se le recomendaba, sobre todo, hierbas de variadas clases. Tenía un armario lleno de medicinas, que incluían desde la triaca de Venecia y el agua fuerte, hasta el excremento de vaca mezclado con vinagre.

Ámbar se sentía más bien inclinada a divertirse con tan asustados preparativos. Un astrólogo le había predicho que el de 1665 sería un año de suerte para ella, y su horóscopo no prevenía ni decía nada sobre la peste u otra enfermedad. Por otra parte, los mayormente afectados eran los pobres, los que vivían en zahúrdas y en tabucos infectos.

—Mistress Lacy saldrá de la ciudad mañana —díjole Nan una mañana en que le cepillaba el cabello.

—¿Y qué de particular hay en ello? Si es una infeliz con corazón de gallina que grita a la vista de un ratón…

—Pero ella no es la única que hace eso; bien lo sabéis, ama. Muchos otros han dado el ejemplo.

—El rey no se ha movido, ¿verdad? —Discutían sobre lo mismo todas las mañanas, y ya estaba harta.

—No, pero él es el rey y la enfermedad no lo atacará nunca. Os repito, mi ama, que es muy peligroso quedarse. No bien sale una a la calle, se tropieza con una nueva casa que ha sido clausurada. ¡Estoy comenzando a sentir temor! ¡Oh, Señor, yo no quiero morir… ni tampoco quiero que os pase algo a vos!

Rió Ámbar.

—Vamos, Nan, sería peor salir. No debes dejar que el miedo te domine. —Lo cierto era que ella no quería salir de la ciudad antes de que regresara Bruce.

El 3 de junio las flotas inglesa y holandesa se encontraron en las proximidades de Lowestoft, y el estampido de los cañones se oyó, muy débilmente, en Londres.

Él 8 se supo de la victoria lograda por los ingleses: veinticuatro navíos holandeses habían sido hundidos o capturados, y casi diez mil hombres habían sido muertos en acción o tomados prisioneros. Las bajas de los ingleses no llegaban a setecientas. El regocijo público alcanzó enorme incremento. Se encendieron fogatas, se quemaron fuegos de artificio en todas las calles y un grupo exaltado rompió los vidrios de la residencia del enviado francés, por no haber sido encendida la fogata de ritual delante de la casa. El rey Carlos II era el más grande de los reyes, y el duque de York el más grande almirante que Inglaterra jamás conoció… Todos alentaban la prosecución de la guerra y pedían que Inglaterra señoreara todos los mares de la tierra tras el aniquilamiento final de los holandeses.

Entretanto, las cruces rojas sentaron sus reales en la City.

Nan volvió un día con un papel en el que figuraban las estadísticas de la mortandad.

—¡Ama! —exclamó, entrando a la carrera—. ¡Ama! Hubo ciento doce muertos en la última semana.

Ámbar conversaba jovialmente con lord Buckhurst y sir Charles Sedley, quienes —juntamente con los demás nobles que tomaron las armas— habían retornado convertidos en héroes. Nan se detuvo en seco, sorprendida al encontrarlos allí.

—¡Oh! —se excusó—. Lo siento, caballeros, no sabía… —Hizo una cortesía.

—No os preocupéis, Nan. ¡Que me condenen, Sedley, si esta moza no está más bonita que nunca! Pero ¿qué es lo que ocurre, Nan? ¿Os ha asustado la peste?

—¡Oh! Claro que lo estoy, sir. ¡Como para no estarlo! ¡Y esas cosas que publican! Os aseguro que por lo menos la mitad ha muerto a causa de la peste… —empezó a leer el volante recién impreso que tenía en la mano—: ¡Destripados, tres! ¡Agusanados, cinco! ¡Ataques, dos! ¡Y quién sabe si también éstos no han muerto apestados y los hacen figurar de otro modo para que la gente no se alarme!

Ámbar y los dos caballeros que estaban con ella soltaron la carcajada, pero Nan estaba tan nerviosa que salió corriendo como había entrado, mordiendo nerviosamente una moneda que tenía en la mano. Algunos días después, la reina y sus damas de honor, salieron para Hampton Court y muy poco después las siguieron los nobles. Buckhurst y algún otro de sus conocidos trataron de persuadir a Ámbar para que los acompañara, pero ella rehusó firmemente.

Mas, pasados algunos días y con gran alivio de Nan, inició sus preparativos para abandonar la ciudad. Ordenó a sus doncellas que empaquetaran sus ropas y fue en persona a depositar todas sus joyas en casa de Shadrac Newbold. No quería llevarlas consigo a la campiña, puesto que ni siquiera sabía dónde iría a parar. Detenidos frente a la vivienda del joyero, encontró numerosos carruajes y carromatos cargados de bultos, todo convertido en una barahúnda.

—Habéis tenido mucha suerte viniendo hoy, mistress Dangerfield —le dijo—. Mañana dejaré la ciudad. Yo creía que vos estabais en el campo con el resto de la familia. Partieron hace una quincena.

Los Dangerfield tenían una posesión en Dorsetshire.

—Ya no vivo en Dangerfield House —respondió ella, un tanto bruscamente—. He venido a buscar cien libras. Me bastarán, ¿no os parece?

—Sí, creo que sí. Los caminos deben de estar infectados más que nunca de salteadores. Y, además, esta peste desaparecerá pronto. Excusadme unos minutos, madame.

El joyero se perdió en el interior y ella continuó sentada en la salí ta, abanicándose febrilmente. El día era caluroso y sentía que su cerrado vestido de luto se adhería a la piel, sudorosa; sus medias de seda, también humedecida por las transpiración, producíanle escozor en las pantorrillas. Poco después volvió el joyero y le hizo entrega de un puñado de monedas de oro y plata, conversando despreocupadamente mientras lo hacía.

—La señora Jemima tuvo un hermoso niño, ¿no es cierto? —preguntó de pronto.

Ámbar no sabía que Jemima hubiese dado a luz, pero dijo sarcásticamente:

—¡Cómo! ¿Tan pronto? ¡Si se casó en octubre!

El joyero la miró con sorpresa, pero luego se encogió de hombros, sonriendo.

—Sí, puede que sea un poquito prematuro. Vos sabéis cómo son los jóvenes… Muchas veces creen que los esponsales son propiamente la boda.

Le alargó todo el dinero metido en una bolsa.

—¿No sabéis nada de lord Carlton?

—¡Vaya! Muy poco. Hará unos diez días atracó uno de sus barcos y uno de sus hombres vino a decirme que Su Señoría estaría pronto aquí. Lo esperé hasta ahora, pero no puedo hacerlo más. Tal vez haya oído hablar de la peste y decidido no venir todavía. Buenos días, madame, y que tengáis suerte.

—Gracias, míster Newbold. Os deseo lo mismo.

En aquellos días, todos se deseaban buena suerte.

Se hizo conducir inmediatamente al muelle y una vez allí envió a Jeremiah a que hiciera averiguaciones sobre lord Carlton. Al cabo de media hora, volvió el lacayo diciendo que había visto a uno de los hombres al servicio de Su Señoría, el cual le había comunicado que lo esperaban de un momento a otro. Los que le habían precedido en el primer barco aguardaban impacientes el reparto del botín.

De regreso en su casa vio en la calle una pila de baúles de cuero y cajas que reconoció como suyos; en seguida vino Nan a su encuentro.

—¡Un hombre murió esta mañana en la casa de al lado! —exclamó despavorida—. ¡Ya lo tengo todo listo! ¡Podemos partir ahora mismo, ama! ¿No es cierto, amita?

Ámbar se mostró disgustada.

—¡No! ¡No podemos partir ahora! ¡He sabido que lord Carlton llegará de un momento a otro, y no me iré sin verlo antes! Entonces partiremos todos juntos.

Nan se desató en lágrimas.

—¡Oh! ¡Contraeremos la enfermedad y moriremos todos! ¡Lo presiento! Eso es lo que sucedió con una familia vecina… ¡Todos murieron! ¿Por qué no esperáis a Su Señoría en la campiña? ¡Dejadle un mensaje!

—¡No! En ese caso, no aparecería. ¡Oh, Nan, por amor de los Cielos! Deja de lloriquear de ese modo. Podemos irnos mañana.

Nan partió al día siguiente con la criatura, la nodriza, Tansy, dos doncellas y John, el criado de míster Dangerfield, que había ingresado en la servidumbre de Ámbar porque estaba enamorado de Nan. Partieron en dirección de Dunstable para esperar allí. Si la peste invadía la población, continuarían hasta encontrar un lugar seguro, desde donde enviarían un mensaje. Ámbar les hizo un sinfín de recomendaciones sobre el cuidado de la criatura y la protección de su equipaje. Después que se marcharon envió nuevamente a Jeremiah al muelle… Pero Bruce no había regresado todavía.

Londres se vaciaba rápidamente.

Las caravanas de coches y carromatos salían de madrugada. En el curso de la semana anterior habían muerto dos mil quinientas personas. Las caras tristes de los prisioneros de la peste —las autoridades encerraban a los deudos del enfermo junto con éste en la misma casa— aparecían en el marco de las ventanas, mientras las campanas de las iglesias de la ciudad doblaban lúgubremente. La gente se tapaba la nariz al pasar por las casas que mostraban en la puerta la fatídica cruz roja. Algunas familias se recluyeron en sus casas, obstruyendo todos los agujeros para cerrar el paso a la peste.

El tiempo continuaba siendo caluroso; los días eran radiantes y no llovía desde hacía más de un mes. Las flores se agostaban en los patios sin que nadie se cuidara de prestarles atención y lo mismo sucedió con las rosas, enredaderas y margaritas de los campos de los alrededores. Los vendedores callejeros continuaban voceando sus cerezas, manzanas y peras —las naranjas eran muy escasas desde que comenzó la guerra— y todo el que podía compraba hielo para enfriar el vino y la cerveza. El calor era el tema dominante en las conversaciones, tanto como lo fueron la guerra o la peste.

Finalmente, Ámbar comenzó a ponerse nerviosa. Los interminables cortejos fúnebres, las cruces rojas a cada paso, el tañido de las campanas doblando a muerto, la gente que vivía con la nariz metida en botes de ungüentos o perfumes, todo la fue inquietando progresivamente. Deseaba irse, pero tenía la intuición de que si se marchaba, Bruce llegaría ese mismo día. De modo que se resolvía a continuar esperando.

Tempest y Jeremiah se quejaron de que se los retuviera tanto tiempo en la ciudad y no querían ser enviados a los muelles. Jane, una de las sirvientas que se había quedado con Ámbar, expresó su deseo de marcharse al campo, a la casa de su padre, y la dejó irse. Transcurridos cuatro días desde la partida de Nan, Ámbar pidió al cochero y al lacayo que fueran una vez más en busca de lord Carlton ofreciendo una guinea de recompensa a cada uno si lo encontraban. A no ser por el dinero, estaba cierta de que se irían a una taberna a beber durante un par de horas, para luego regresar y decir que no había llegado. Volvieron a mediodía. Lord Carlton había llegado la noche anterior y estaba en el puerto vigilando la descarga.