Capítulo XXVIII

Aquella noche Jemima entró corriendo en el dormitorio de Ámbar, que se estaba vistiendo para la comida.

—¡Ámbar! —exclamó alegremente—. ¡Oh, Ámbar! ¡Os lo agradezco!

Ámbar se volvió y, para su fastidio, vio que Jemima, vestida con un traje de raso color azul pálido, la falda sujeta con rosas artificiales y otras naturales prendidas en los bucles, se mostraba más bonita que nunca.

—¿Gracias? ¿Por qué?

—¡Por invitar a comer a lord Carlton, por supuesto! Padre me lo contó.

—Recuerda también que viene Joseph Cuttle —dijo Ámbar secamente—. Si no le prestas la debida atención, tu padre se enojará.

—¡Oh!… ¡Joseph Cuttle! ¿Quién piensa en él ahora? ¡Oh, Ámbar! Estoy tan nerviosa… ¿Qué haré? ¿Qué diré? ¡Oh, quiero causarle una gran impresión! Decidme, por favor, qué es lo que debo hacer, Ámbar… Vos sabéis bien de estas cosas.

—Compórtate como una niña decente —aconsejó un tanto severa—. Recuerda que a los hombres no les gustan las mujeres descocadas.

Jemima se reprimió inmediatamente, luchando por componer su semblante.

—¡Lo sé! Tengo que estar muy formal y compuesta… ¡si es que voy a poder estarlo! ¡Mas creo que sólo al verlo voy a caer desmayada! Decidme… ¿cómo estoy?

—¡Oh! Hermosa como nunca… —le aseguró, levantándose para ponerse el vestido.

Ámbar se sentía desdichada, fastidiada y repugnantemente celosa de su hijastra; sentía un enfermizo temor. Había estado toda la tarde con Bruce, y la llama de aquellas horas todavía alumbraba dentro de ella, removiendo y agitando todas las células de su ser. Pero he aquí que Jemima, joven, encantadora, audaz, se paraba delante de ella como una peligrosa rival. Debido a su matrimonio con el anciano comerciante, Ámbar había adquirido, como era natural, un barniz de respetabilidad que la hacía menos insinuante y provocativa que antes. Además, ella estaba cansada; Jemima, no. Y, a pesar de que míster Dangerfield estaba seguro de que lord Carlton no querría jamás ingresar en la familia, se sentía temerosa.

«¡No seas necia! —repetía a cada instante—. ¡El no querrá casarse con una bobalicona como Jemima ni por todo el oro de Inglaterra! Además, ya es bastante rico, ahora. ¡Oh! ¿Por qué Jemima no se parecerá a Lettice?»

Ella no miraba a la muchacha mientras se vestía, pero podía sentir sus ojos clavados en su cuerpo, en una ansiosa contemplación. Su confianza en sí misma comenzó a renacer. Su vestido estaba hecho de encaje de color champaña sobre raso del mismo tono. Esparcidas sobre la tela brillaban miles de estrellitas de oro. Se volvió, evitando los ojos de Jemima, y se acercó al tocador a ponerse sus esmeraldas.

—¡Oh! —exclamó al fin Jemima—. ¡Cuán hermosa estáis! —Sus ojos, con una triste expresión, encontraron los suyos a través del espejo—. ¡Ni siquiera se dará cuenta él de mi existencia!

—¡Oh, claro que sí, querida! —dijo Ámbar, con mejor disposición—. Nunca te has visto tan bonita.

En ese momento la señora Carter, doncella de Jemima, asomó su cabeza.

—¡Señorita Jemima! —avisó—. ¡Su señoría ha llegado! Acaba de entrar.

El corazón de Ámbar dio un salto, pero no volvió la cabeza ni se movió. Jemima se mostraba tan perturbada como una muchacha a la que fueran a ejecutar.

—¡Está aquí! —suspiró—. ¡Oh, Dios mío! —Sólo eso era suficiente para mostrar su mortal desesperación No se debía pronunciar el nombre de Dios en vano, y tanto en la mansión de los Dangerfield como en una casa de mancebía, decirlo equivalía a una blasfemia.

Jemima remangó sus faldas y salió corriendo de la habitación.

Cinco minutos más tarde, Ámbar estaba dispuesta a bajar; había terminado su tocado. Estaba ansiosa por ver cómo Bruce atendía a Jemima, la impresión que le causaba y su reacción. Pero, más que todo, deseaba verlo de nuevo, oír su voz, contemplar su rostro, estar con él en la misma habitación.

—Tened cuidado, ama —le previno Nan en voz baja mientras le entregaba el abanico.

Ámbar vio a lord Carlton en el mismo momento que cruzaba el umbral del salón. Estaba de pie en el extremo opuesto, conversando con míster Dangerfield y otros dos hombres. Jemima permanecía a su lado, mirándolo arrobada y vivificada como una flor que ve el sol por primera vez. En su condición de dueña de la casa, Ámbar se vio obligada a detenerse a saludar a sus invitados, mientras se dirigía al grupo integrado por Bruce. Casi todos le eran familiares, pues durante los meses transcurridos había tenido oportunidad de verlos en la casa con frecuencia.

Entre ellos había comerciantes, abogados y joyeros, integrantes del sólido cuerpo de la burguesía acomodada que rápidamente se estaba convirtiendo en la más sólida fuerza de Inglaterra. Intervenía en asuntos políticos con mayor efectividad cada vez, y hasta cierto punto orientaba la acción gubernamental tanto en el país como en el extranjero, ya que tenía en sus manos buena parte de las riendas de la economía nacional. Durante las guerras civiles sus componentes habían servido a la causa que contaba con mayores probabilidades de ganar, y sus fortunas habían aumentado considerablemente, en tanto los derrotados realistas sufrían la imposición de gabelas agotadoras, la prisión, el exilio o la pobreza. Ni siquiera la restauración había podido lograr el retorno a las antiguas condiciones. Aquellos hombres constituían la fuerza preponderante del reino.

Eran los comerciantes quienes, con tono airado e insistentemente pedían que se declarara a los holandeses la guerra, necesaria para proteger el comercio inglés de ultramar e imprescindible para aplastar a su más formidable rival. Y lord Carlton, corsario que había estado hundiendo barcos con bandera de los Países Bajos y capturando sus cargamentos, era altamente respetado y apreciado por ellos, a despecho de ser un aristócrata.

Por fin llegó Ámbar hasta el extremo del salón, allí donde eran más vistosas las colgaduras de terciopelo con borlas de oro que ella mandara colocar y bajo las cuales habían formado corrillo las personas que buscaba. Hizo una profunda cortesía a Bruce, mientras éste se inclinaba ceremoniosamente. Jemima los miró con la admiración reflejada en sus ojos.

—Me alegro que hayáis podido venir, lord Carlton —lo miró con serenidad, aun cuando su exaltación interior era todavía intensa.

—Y yo me siento extremadamente dichoso de encontrarme aquí, mistress Dangerfield.

Nadie habría podido adivinar que sólo tres horas antes habían estado juntos. Ahora se mostraban fríos y políticos, como dos extraños…

Un criado anunció que la comida estaba servida, y los invitados pasaron al comedor, donde se sirvió la comida al estilo francés. Había comida suficiente para alimentar a un número tres veces superior al de las cien personas reunidas. Los vinos blancos y tintos circulaban profusamente. Las arañas y candelabros arrojaban pálidos rayos de luz que hacían resaltar el oro de las cabelleras de las damas y la blancura de sus desnudos hombros. Desde un aposento contiguo llegaba música de violines. Las mujeres iban ataviadas casi con la misma magnificencia de las damas de la Corte; los hombres llevaban sobrias ropas de terciopelo o de lana.

Ámbar y Bruce estuvieron separados; ella tenía deberes que cumplir como dueña de la casa, y lord Carlton se vio rodeado por un grupo de comerciantes. Estos querían saber cuándo empezaría la guerra, cuántos barcos había capturado y si era cierto que en Holanda reinaba la peste, la cual la agotaría, haciéndola una fácil víctima. Le preguntaron también por qué el soberano no enmendaba sus normas de vida, hasta cuándo continuarían la inactividad y la corrupción de la Corte y, privadamente, si era un negocio lucrativo y seguro hacer préstamos al rey. «Nuestros barcos», «nuestro comercio», «nuestros mares», eran las palabras que se oían sin interrupción. Las mujeres se reunían en grupos para hablar de sus hijos, de los asuntos domésticos, de la servidumbre. Casi todos convinieron en el transcurso de esas conversaciones en que Inglaterra había sido mucho más feliz en los tiempos del viejo Oliverio. Olvidaban que en idéntica forma habían desacreditado aquel Gobierno.

Por último terminó la comida y dejaron el comedor para trasladarse al salón, donde buscaron asientos para acomodarse. Ámbar, cuyos ojos seguían a Bruce dondequiera que éste iba, incluso en los momentos en que parecía estar absorta en alguna otra cosa, se puso furiosa cuando vio que Jemima logró apartarlo del grupo que lo rodeaba, llevándolo a un rincón, donde quedaron solos. Allí tomaron asiento y se dispusieron a conversar.

Jemima hablaba sin descanso, sonriendo, los ojos brillantes por la felicidad, por la admiración, por el apasionamiento. De todos modos, y con una natural coquetería, procuraba ganar su atención. Bruce, arrellanado muellemente, la miraba y de vez en cuando decía algo, pero parecía medianamente entretenido. Ámbar pasaba por un estado de ánimo imposible de describir, mezcla de celos y de rencor.

Diez veces estuvo a punto de ir hacia ellos e interrumpirlos, pero siempre intervenía alguien y la detenía. Por último, una vieja viuda de busto erguido y cara petulante como la de un perro de aguas, le dijo:

—Jemima parece embobada con Su Señoría. Lo ha estado mirando con ojos de cordero durante toda la comida. Permitidme deciros, mistress Dangerfield, que si Jemima fuera mi hija, ya encontraría medios de alejarla de tan perniciosa compañía… Yo admiro las proezas de lord Carlton en el mar como la que más, pero su fama de mujeriego no es de las mejores, podéis creerme.

Ámbar se mostró horrorizada.

—¡Cielos! Gracias por decírmelo, mistress Humpage. Ahora mismo intervendré.

Levantóse, cruzó la habitación y se dirigió a Joseph Cuttle, que conversaba en uno de los rincones con Henry, tratando de ignorar que Jemima conversaba con un hombre, no solamente hermoso y noble, sino también un héroe.

—¡Vaya, Joseph! —exclamó—. ¿Dónde habéis estado toda la noche? ¿Y qué estáis haciendo aquí? ¡Apostaría a que no habéis cruzado una sola palabra con Jemima!

Joseph enrojeció como una damisela y movió los pies nerviosamente; Henry clavó los ojos en el escote de su madrastra.

—¡Oh, mistress Dangerfield! Ha sido una velada magnífica para mí. Por otra parte, Jemima parece estar muy ocupada.

—¡Vamos, Joseph, no esperaba que dijerais eso! Nunca os perdonará ella por abandonarla de este modo —le cogió de una mano bondadosamente y alentóle con la mirada—. Venid, Joseph…, no conseguiréis nada permaneciendo aislado.

De nuevo cruzó la habitación, esta vez llevando a Joseph Cuttle de la mano, como si temiera que fuese a escapar. Así llegaron hasta el lugar donde Jemima y lord Carlton conversaban tranquilamente. Ámbar, haciéndose la que no había visto la mirada reprobadora de la joven, presentó al muchacho a Su Señoría con el tono más natural del mundo.

—Puedes ir a bailar con Joseph, querida —dijo melosamente—. ¿Oyes? Comienzan una gavota.

Jemima se puso de pie con evidente desagrado, pero su semblante se iluminó de nuevo cuando se volvió hacia Bruce.

—¿Me disculpáis, Señoría?

—Ciertamente, madame. Y os agradezco mucho por haberme acompañado durante la comida.

Jemima puso toda el alma en una sonrisa que tenía la pretensión de ser inolvidable, sin darse por enterada de la presencia del atormentado joven que estaba a su lado. Luego hizo una breve cortesía a Ámbar y se alejó en dirección a la sala de baile, sin coger del brazo a Joseph ni mirarlo siquiera.

Ámbar esperó hasta que se perdieron de vista y entonces se volvió hacia Bruce, a quien encontró sonriendo solapadamente. Parecía saber con exactitud lo que ella pensaba.

—¿Y bien? —dijo—. ¡No negarás que has tenido una velada muy agradable!

—¡Y bastante agradable, por cierto! Gracias por haberme invitado. Y ahora —miró el reloj que colgaba de uno de los muros de la habitación—… es tiempo de que me marche.

—¡Oh, claro, es hora de marcharse! —exclamó sarcásticamente—. ¡Tan pronto como yo llego, tienes que irte!

—Tengo varios asuntos que resolver en Whitehall.

—Ya me imagino lo que serán esos asuntos.

—Sonríe un poco, Ámbar —dijo lord Carlton en voz baja—. Algunos de tus invitados comienzan a maravillarse de la familiaridad con que me tratas. Una mujer nunca riñe con un hombre a quien no conoce bien.

Su tono de chanza la puso furiosa, pero lo que dijo la asustó seriamente. Forzó una brillante sonrisa aunque sus ojos desmentían su obsequiosidad. Arrojó una cautelosa mirada alrededor para ver si era cierto que los observaban y se dijo a sí misma: «Tengo que proceder con juicio. Si alguien lo adivinara… ¡Oh, Dios, si alguien lo adivinara!» Levantó la voz, sin dejar de sonreír.

—Me siento muy honrada de que hayáis venido esta noche, lord Carlton. Es un privilegio gozar de la compañía de un hombre que hace tanto por Inglaterra.

Bruce se inclinó con esa su descuidada y felina gracia.

—Muchas gracias, madame. Buenas noches.

La dejó y fue en busca de míster Dangerfield. Ámbar se había quedado hablando con un anciano caballero; lo dejó excusándose de que debía ordenar que se sirviera más vino. En el pasillo recogió sus faldas y, tan aprisa como le fue posible, corrió hasta llegar a la puerta exterior. Pasó por ella como un huracán y siguió corriendo por el patio en dirección al coche de lord Carlton, cuya puerta sostenía abierta un lacayo mientras Su Señoría se aprestaba a subir.

—¡Lord Carlton! —exclamó sin aliento, haciendo resonar sus tacones sobre las piedras.

Bruce se detuvo sorprendido.

—¿Me habéis llamado. Mistress Dangerfield?

—Tengo un mensaje de mi esposo para vos —diciendo esto se metió en el coche, obligándolo a seguirla, después de lo cual hizo una seña al lacayo para que cerrara la puerta—. ¡Oh, Bruce!… ¿Cuándo te veré de nuevo?

—¡Ámbar, pedazo de tonta! ¿Qué estás haciendo ahora? —el tono de su voz era impaciente y sus ojos se entrecerraron— ¡Esta vez tienes que comportarte más juiciosamente!

Ella frunció el entrecejo ligeramente, mientras miraba por la ventanilla, esperando que aquel estúpido lacayo se alejara unos pasos más con su antorcha, la cual arrojaba un destello de luz sobre ellos.

—¡Tendré cuidado! ¡Todo lo que quiero es volver a verte, Bruce! ¿Cuándo? Puedo ir a cualquier hora.

—Entonces, ven mañana al muelle. Estaremos descargando y nadie se sorprenderá al verte allí.

—Iré por la mañana, sin falta.

Se inclinó hacia él, implorando un beso.

—¡Ámbar!

Salió del coche con desgana y corrió de regreso a la casa. Para su asombro, encontró que en los salones reinaba una gran agitación. Había dejado a sus invitados riendo y conversando animadamente, poco después que comenzara el baile.

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que ha ocurrido? —acudió a la primera persona que vio.

—Es vuestro esposo, mistress Dangerfield. Se ha desmayado.

—¡Desmayado!

Un terrible pensamiento cruzó por su mente: o había visto algo, o alguien le había contado lo de ella y Bruce, ocasionando el síncope. Mientras corría escalera arriba, se sentía más disgustada consigo misma que con míster Dangerfield.

Encontró las habitaciones particulares llenas de gente, miembros de la familia, sirvientes y amigos que iban de un lado a otro. No se detuvo a hablar con ninguno de ellos y se encaminó directamente al dormitorio. Míster Dangerfield yacía cuan largo era, y Lettice se había arrodillado a su lado, en tanto que los otros hermanos mayores lo rodeaban silenciosamente. Ninguno de ellos la miró. El doctor Forest, su médico, invitado también a la comida, sostenía la mano del enfermo y contaba las pulsaciones.

Instintivamente, Ámbar bajó la voz hasta convertirla en un susurro.

—¿Qué ha sucedido? Salí a ordenar que sirvieran más vino y cuando regresé me encontré con que se había desmayado.

—¡Y eso fue lo que ocurrió! —dijo Sam brevemente.

Ámbar se aproximó al lecho, por el lado opuesto al de Lettice. No se atrevió a mirar a nadie, pero tenía la sensación de que ninguno se preocupaba de ella. Todo el interés estaba concentrado en el padre. Cuando el enfermo abrió los ojos, le pareció a Ámbar que había estado allí mucho tiempo, si bien no hacía sino unos pocos minutos que acababa de entrar. Míster Dangerfield miró a Lettice. Sus ojos se movieron con inquietud, buscando a su esposa. Sonrió cuando la encontró. Por su parte, ella lo miraba conteniendo el aliento, temerosa de que fuera a decirle algo que le hiciera comprender que la había sorprendido.

Se inclinó sobre la cama y lo besó gentilmente.

—Estás aquí con nosotros, Samuel. No tienes por qué preocuparte.

—No recuerdo qué es lo que ocurrió… Creo que estábamos…

—Os habéis desmayado, señor —informó el doctor Forest.

Lettice seguía llorando, tan quedamente, que no molestaba a nadie. Su hermano mayor se inclinó y, tomándola por los hombros, la hizo ponerse de pie. A ruegos del doctor, todos, menos Ámbar, salieron del cuarto. Luego el galeno les habló muy gravemente sobre la necesidad de que míster Dangerfield permaneciera inactivo por algún tiempo, para evitar esfuerzos de cualquier clase… Y se dirigió a Ámbar, en particular, al decir esto; ella lo contemplaba solemnemente y asintió con un movimiento de cabeza.

—Debéis ayudar a vuestro esposo, mistress Dangerfield —le dijo en privado cuando salían del dormitorio—. De otro modo, su vida correrá grave riesgo. ¿Me comprendéis?

—Sí, doctor Forest, comprendo perfectamente.

Cuando regresó al lado del enfermo, éste la tomó de una mano y sonrió.

—El doctor Forest está lleno de aprensiones ridículas. No le haremos caso, ¿no te parece?

Pero Ámbar le replicó con firmeza.

—¡Vamos, Samuel! Es preciso que hagamos todo lo que ha aconsejado. Lo hace por tu bien y debemos hacerle caso. Prométeme, Samuel… Prométeme que harás todo cuanto te diga.

Mister Dangerfield dudaba, pero Ámbar insistió una y otra vez. Ella no permitiría que hiciera nada, ni lo más insignificante, que pudiera perjudicar su salud… Y después de eso serían tan felices como antes… No debía él pensar que eso era una molestia para ella. Sólo la preocupaban su seguridad y su salud. Míster Dangerfield, profundamente conmovido por sus manifestaciones de tierna devoción, dejó correr sus lágrimas. Mientras estaba sentada a su lado, acariciándole la frente, Ámbar pensaba que si quedaba embarazada, Samuel creería que el hijo de lord Carlton era suyo.

A la mañana siguiente, el enfermo se sintió un poco mejor. Ámbar insistió en que debía guardar cama, como lo había aconsejado el médico y, contra su propia voluntad, se quedó junto a él. A eso de la una vino Jemima acompañada de dos de sus hermanos mayores. Iban a ver cómo descargaban los barcos de lord Carlton.

—¿Por qué no vas con ellos, querida? —animó míster Dangerfield a Ámbar—. Has estado encerrada toda la mañana conmigo.

Jemima la miró ansiosamente, deseando en su fuero interno que no los acompañara. Ámbar, tras insistir una o dos veces en que no debía dejarlo solo, al final se dejó persuadir. El paseo resultó un fracaso. No cambiaron entre ellos una sola palabra y Bruce estaba tan ocupado que apenas notó su presencia. Su único consuelo fue que Jemima se veía desengañada como ella y no trató de ocultarlo.

Lord Carlton, no obstante no poder atenderlos, les hizo soberbios obsequios. A Jemima le regaló una estupenda tela que parecía oro vaciado sobre seda, y tan liviana como una pluma. A Ámbar le dio un artístico collar de oro y topacios. Ambos regalos habían sido intervenidos a uno de los barcos holandeses que regresaban de las Indias Orientales.

Al día siguiente, bien temprano, Ámbar se envolvió en su capa negra y salió sigilosamente de la casa, bien cubierta por un espeso velo. Tomó un carruaje de alquiler y se hizo conducir a la casa de los Almsbury. Bruce y Ámbar pasaron una hora en la habitación de los niños, conversando con Emily y el conde. Luego se retiraron a las habitaciones particulares de Bruce.

—Suponte que alguien se entere de esto —dijo él.

Ámbar se mostraba confiada.

—No será así. Samuel se quedó dormido y Nan dirá que salí a probarme un vestido. De ese modo evitará que esas mujeres entren a molestar en el dormitorio —le sonrió con desenfado—. ¡Oh! Te aseguro que soy una esposa maravillosamente adicta.

—Eres una perversa —replicó él—. Compadezco al hombre que se enamore de ti.

Pero ella se sentía demasiado feliz para enojarse; el destello de los ojos verdes de Bruce le hizo olvidarlo todo. Se aproximó a él, se sentó en su regazo, rodeó su cuello con sus brazos y posó sus labios en su mejilla.

—Pero tú me amas, Bruce…, y nunca te hice daño. No creo que pudiera hacértelo ni aunque me lo propusiera —agregó con un pucherito.

Lord Carlton levantó una ceja y sonrió. Nunca le había dirigido esos extravagantes requiebros que estaban de moda entre los galanes, y alguna vez Ámbar se había preguntado celosamente si se comportaría del mismo modo con las otras mujeres. Con Jemima, por ejemplo.

—¿Qué piensas de Jemima? —se atrevió a preguntar.

—¿Jemima? ¡Vaya!… Es una muchacha bonita y… tan inocente como una doncella de honor en su primera semana de Corte.

—Está locamente enamorada de ti.

—He descubierto que cien mil libras, más o menos, hacen a un hombre mucho más atractivo de lo que él mismo sospechaba.

—¡Cien mil libras! ¡Por Cristo, Bruce! ¡Qué suma enorme de dinero! Cuando muera Samuel, yo tendré sesenta y seis mil. ¡Imagínate qué fortuna podemos reunir entre los dos! Haríamos la pareja más acaudalada de Inglaterra.

—Olvida eso, querida. Yo no me quedaré en Inglaterra.

—¡Oh! Pero…

Él se puso de pie, tomándola entre sus potentes y nervudos brazos, su boca estrechamente prendida a la suya. Ámbar se dejó llevar, definitivamente deshechos sus argumentos. De cualquier modo, ya tendría oportunidad de volver sobre el mismo tema, pues todavía no había dicho la última palabra. Porque ahora ella había logrado obtener algo de mucho valor —dinero— con lo que esperaba vencer sus escrúpulos. Si él quisiera casarse con ella… Si pudiera retenerlo para siempre a su lado… Bruce Carlton era cifra y compendio de todos sus anhelos. Las demás ambiciones se desvanecían como un trozo de hielo arrojado sobre una estufa calentada al rojo.

Ámbar no volvió a la casa de los Almsbury en los dos días subsiguientes. Bruce le había prevenido que se encontrarían sólo cuando se comportase muy reservada y cautelosamente.

—Ya que estás navegando en ese océano de falsos colores —le dijo—, me parece que debes… Sería mejor que recuerdes que cualquier cosa será suficiente para que sospechen. Y si te sorprenden en algo, tus sesenta y seis mil libras mermarán considerablemente…

Ella sabía que era cierto y resolvió extremar las precauciones.

Pero cuando Jemima le preguntó qué pensaba de lord Carlton, la sangre se le agolpó a la cara y tuvo que agacharse para atar de nuevo su liga.

—¡Vaya!… Es extremadamente guapo, no hay duda.

—Me parece que le gusto… ¿No lo creéis así?

—¿Qué te hace pensar de ese modo? —su voz era aguda a despecho de sí misma, pero se apresuró a cambiar de tono—. No debes ser tan desenfadada, Jemima. Estoy segura de que la otra noche todos advirtieron que estabas coqueteando con él… y las cortesanas proceden del mismo modo.

—¿Del mismo modo? ¿Qué queréis decir con esto?

Disgustada por lo que parecía ser una estupidez de la muchacha, espetó:

—Recuerda esto: ¡Ten cuidado si no quieres que te haga algún daño!

—¡Bah! —hizo Jemima despreciativamente—. ¿Qué daño puede hacerme si yo lo amo?

Ámbar tuvo impulsos de correr hacia ella, agarrarla del pelo y abofetearla, pero se contuvo. Ciertamente, no habría sido digno de ella ni de la situación que se había forjado a costa de mucho sacrificio y dolor. ¿Iba a destruirlo todo por culpa de una pequeña necia que no significaba nada para él?

No obstante, a partir de entonces se trataban fríamente siempre que se encontraban. Jemima —intrigada por el cambio operado en su madrastra en perjuicio de su amistad— empezó a llamarla de nuevo madame.

Una tarde, al regresar de una visita hecha a una de las innumerables relaciones de míster Dangerfield, Ámbar encontró a Jemima esperando en el hall en compañía de su doncella, las dos listas para salir. Jemima estaba pintada, perfumada y acicalada como nunca; el escote de su vestido amarillo era tan pronunciado que parecía que en cualquier momento sus pequeños senos escaparían del corpiño. Había rosas amarillas en su pelo, y su capa, negra con forro amarillo, colgaba descuidadamente de sus hombros. Tenía toda la apariencia de una belleza de la Corte o de una de esas heteras que pululaban por teatros y paseos públicos.

—¡Caramba, Jemima! —exclamó Ámbar, en el colmo del asombro—. ¿Dónde vas ataviada de ese modo?

Los ojos de Jemima centellearon y su voz resonó triunfante, casi desafiante.

—Lord Carlton vendrá a buscarme para dar un paseo por Hyde Park.

—Supongo que se lo habrás pedido, ¿eh?

—Puede ser que lo haya hecho. Si una se sienta a esperar, no siempre obtiene lo que quiere.

Ámbar había dicho cierta vez algo parecido. Ahora la muchacha lo repetía sin recordar su origen, quizá convencida que era de su propia cosecha. Y Ámbar, que le había inculcado el espíritu malicioso que era su fuerte, dándole alientos para que se revelara contra las tradiciones de la familia, se veía ante la perspectiva de tener en contra sus propios consejos. Tres meses antes, Jemima no se habría atrevido por nada del mundo a pedir a un hombre que la acompañara a dar un paseo. Sin parar mientes en reflexionar sobre la justicia retributiva de ese hecho, Ámbar no pensaba sino en lo mucho que la odiaba. «¡Oh! —se debatía—. ¡Si no me hubiera casado con su padre!» Su impotencia la ponía fuera de sí.

—¡Jemima, te estás comportando neciamente! ¡No sabes la clase de hombre que es lord Carlton!

Jemima levantó la barbilla.

—Os pido perdón, madame, pero lo sé exactamente. Es hermoso, es fascinador, es un caballero… y lo amo.

Ámbar frunció cómicamente los labios y remedó su mímica y sus palabras con cruel precisión.

—¡Es hermoso, es fascinador, es un caballero… y lo amo! ¡Tate, tate! ¡Si no tienes cuidado, de pronto te encontrarás con que has perdido tu doncellez!

—¡No lo creo! Después de todo, lord Carlton no es un hombre de esa clase. Además, mi doncella va conmigo.

—¡Valiente cosa! ¡Cuida de que a ella no le ocurra lo mismo!

Estaba verdaderamente enojada y, a despecho de los desesperados ademanes que le hacía Nan, habría seguido diciendo más cosas. Pero la puerta se movió y un lacayo preguntó si podía pasar Su Señoría. Poco después Bruce estaba delante de ellas, saludándolas con su aire de gran señor. Sus verdes ojos acusaban el regocijo que experimentaba al ver a Ámbar y a su hijastra comprometidas en una riña.

«¡Maldición con él! —pensaba ella—. ¡Los hombres siempre se creen superiores!»

—Es ésta una agradable sorpresa, mistress Dangerfield —dijo él—. No esperaba contar con el placer de vuestra compañía.

—¡Oh! Madame no viene con nosotros —se apresuró a decir Jemima—. Acaba de regresar de un paseo…

—¡Ah! —dijo Bruce quedamente—. Lo siento, mistress Dangerfield. Habría sido una satisfacción llevaros con nosotros.

Los ojos de Ámbar eran duros y enigmáticos como los de un gato.

—¿Lo creéis así, lord Carlton?

Y, sin despedirse, corrió escalera arriba. Tan pronto como oyó que se cerraba la puerta detrás de ellos, se detuvo y se inclinó sobre la balaustrada. Sí; se habían marchado. Impulsada por una cólera ciega, levantó la mano y arrojó el abanico al piso de abajo con toda la furia de que era capaz. Ni siquiera se había fijado si andaba alguien por allí. Al ruido que provocó, apareció un sorprendido lacayo. Sus ojos se encontraron y, alarmada, subió la escalera con toda celeridad.

Todavía estaba enardecida cuando míster Dangerfield regresó de su oficina, donde había ido a pasar un par de horas. Lo besó tan afectuosamente como de costumbre, hizo que se sentara y, tomando un taburete, se acomodó a su lado y puso sus manos entre las de él. Conversaron de cosas intrascendentes, pero ella se mostró lejana y la mayor parte del tiempo permaneció pensativa.

Mister Dangerfield acarició las brillantes ondas de su cabellera.

—¿Ocurre algo, querida? ¿Perdiste algo?

—¡Oh, Samuel, nada! Lo que ocurre es que… ¡Oh, tengo que decírtelo! Nunca me perdonaría… ¡Es acerca de Jemima! ¡Estoy preocupada por ella!

—¿Quieres decir por eso de lord Carlton?

—Sí, eso mismo. No hace una hora la encontré vestida para salir en su compañía y ella misma le pidió que la acompañara a dar un paseo por Hyde Park.

Mister Dangerfield lanzó un suspiro que podía significar muchas cosas a la vez.

—No comprendo por qué se conduce de ese modo. Ha sido educada tan esmeradamente como ha sido posible. Algunas veces pienso en la lógica influencia del modernismo… Los jóvenes de hoy quieren vivir de otro modo. No todos ellos, por supuesto —se apresuró a agregar con indulgente sonrisa—. No creo que él esté interesado por Jemima… No es una mujer con la que él pueda asociarse, y estoy seguro de que si ella hubiera dejado que las cosas marcharan de modo natural, lord Carlton apenas si habría notado su existencia.

—¡Claro que sí! —convino Ámbar, muy convencida de lo que decía.

—Y yo no sé qué debo hacer…

—¡Yo lo sé, Samuel! ¡Debes hacer que se case con Joseph Cuttle… ahora mismo! ¡Antes de que ocurran cosas peores!