ANTROPOFILIA
ANDREW REVKIN
Periodista; ecologista; escritor activo en el blog titulado Dot Earth del New York Times; autor de The North Pole Was Here.
Lo que se necesita para acceder a un progreso sostenible en un planeta de dimensiones finitas y, sin embargo, repleto de sorpresas, en el que el hombre ejerce una influencia cada vez más poderosa, es una fuerte dosis de antropofilia. Sugiero que se adopte esta palabra al modo de una abstracción taquigráfica capaz de venir a denotar las características propias de una variante a un tiempo rigurosa y objetiva del interés propio, incluso del amor a uno mismo. Dicha noción debería emplearse siempre que los individuos o las comunidades tuvieran que tomar una o más decisiones trascendentes en un clima marcado tanto por una importante incertidumbre como por discrepancias capaces de polarizar notablemente a la opinión pública.
Se trata de un vocablo que recoge deliberadamente los ecos del valioso empeño en el que se embarcara en su día el investigador estadounidense Edward Osborne Wilson al fomentar la adopción del término «biofilia», un concepto encaminado a promover esa parte de la condición humana dotada de la facultad de valorar y apreciar aquellos aspectos del mundo no humano que englobamos bajo el rótulo de «naturaleza». Lo que lleva ya demasiado tiempo echándose en falta es un esfuerzo para ponderar en toda su plenitud el papel que desempeñamos los seres humanos en el seno de esa naturaleza, sopesando al mismo tiempo la situación y los condicionamientos de nuestra propia idiosincrasia interior, circunstancia que probablemente tenga una importancia aún mayor.
En términos históricos podemos decir que muchos de los esfuerzos destinados a promover que los seres humanos basen su progreso en criterios centrados en la duración se han articulado en torno a dos ideas vertebradoras: la de «¡Pobre de mí!» y la de «¡Debería darnos vergüenza!», nociones a las que todavía hay que añadir una buena dosis de «¡La culpa es suya!».
¿Cuál es el problema de este enfoque?
Pues que el lamento se revela paralizante y que la culpabilización no solo divide a la gente sino que, muy a menudo, pasa por alto el verdadero objetivo que trata de alcanzar. (¿Quiénes son los malos de la película, los jefes de la British Petroleum o todas las personas que conducimos coches impulsados por combustibles fósiles y que utilizamos calefacciones que se alimentan de fuel-oil o gas natural?). Con demasiada frecuencia constatamos que el discurso que se ha ido organizando en torno a estas nociones genera unos debates políticos cuya esencia vendría a resumir en una ocasión un conocido mío al decir, refiriéndose al cambio climático, que todo se reducía a un «bla, bla, bla… ¡blam!». Las advertencias ignoradas que culminaron en los atentados del 11 de septiembre del año 2001 y en la recientísima implosión financiera mundial permiten apreciar fácilmente la incidencia de ese mismo fenómeno.
El solo hecho de aprender a ponderar de modo más pleno nuestra propia naturaleza —de tener en cuenta tanto nuestra «faceta divina» como nuestra «cara más vil», por adoptar los vigorosos brochazos del retrato con el que ha resumido Bill Bryson nuestra realidad— podría ayudarnos a identificar algunos de los desafíos que, según sabemos perfectamente, tendemos a interpretar de manera errónea. El simple hecho de reconocer esas tendencias podría contribuir a que nos resultara más sencillo refinar la forma en que tomamos nuestras decisiones, de manera que las probabilidades de equivocarnos fuesen un poquito menores la próxima vez. Si llevo las cosas a un plano personal, puedo decir que, si me levanto por la noche para plantarme en la cocina, tiendo a preferir zamparme unas galletas que una manzana. De ese modo, teniendo previamente en cuenta esa propensión mía, es muy posible que tenga una probabilidad siquiera levemente superior de tomar las medidas precisas para no ingerir innecesariamente esas doscientas calorías extra.
A continuación voy a desgranar unos cuantos ejemplos en los que podrá apreciarse que este concepto también resulta relevante en situaciones de más amplio alcance.
Una de las pautas de conducta más persistentes de los seres humanos es la de no aprender ninguna lección de orden general de un desastre de carácter local. En el año 2008, la provincia china de Sichuan se vio sacudida por un terrible terremoto que causó la muerte de decenas de miles de estudiantes (junto con sus profesores), fallecidos todos ellos bajo los escombros al derrumbarse las escuelas en las que se encontraban. A pesar de esa desgracia, el estado norteamericano de Oregón, en el que ya se sabe que existen más de un millar de escuelas aquejadas de un grado de vulnerabilidad similar al de los edificios chinos y en el que es solo cuestión de tiempo que la gran falla geológica de Cascadia, situada frente a la costa noroccidental de los Estados Unidos, vuelva a provocar una convulsión, las inversiones necesarias para adaptar los inmuebles a dicha amenaza, que deberían recibir un fuerte impulso, siguen demorándose de una forma tremenda. Los sociólogos no solo son capaces de atribuir las causas de esta falta de atención —y con un notable respaldo empírico—, sino que se consideran en situación de poder explicar su existencia a pesar de que el precedente del que debieran tomar nota las autoridades resulte evidentemente horrendo y de que los riesgos que se están corriendo en Oregón cuenten con la más meridiana confirmación científica que pueda imaginarse. Hemos de preguntarnos por tanto lo siguiente: ¿de verdad se tiene seriamente en cuenta el hecho de que el conocimiento humano tiende a focalizarse sesgadamente en el «aquí y ahora»? ¿Se valora suficientemente esa propensión en aquellos ámbitos en los que han de concretarse las medidas políticas a adoptar y en que deben autorizarse y dotarse adecuadamente los presupuestos indispensables para llevarlas a la práctica? Rara vez, por lo visto.
Los científicos sociales también saben, y con un aceptable grado de rigor, que la lucha contra el calentamiento global generado por las actividades humanas no solo ha de librarse en las esferas propias de la ciencia y la política sino que es un problema marcado en gran medida por cuestiones de índole cultural. Como ya ocurre en el caso de otras muchas controversias (pensemos por ejemplo en lo que sucede con la atención sanitaria en los Estados Unidos), la batalla que hay que librar enfrenta en esencia a dos subconjuntos concretos de comunidades humanas: la de los comunitaristas (también llamados liberales) y la de los individualistas (más conocidos como libertarios). En este tipo de situaciones, suele surgir un convincente corpus de investigación con el que se muestra que la información carece básicamente de sentido, dado que cada uno de los grupos en liza selecciona la información de acuerdo con el propósito previo de reforzar una determinada posición, y lo cierto es que son pocos los casos en que la información consigue que un grupo concreto cambie finalmente de postura. Esta es la razón de que no quepa esperar que de la próxima reunión de los estudiosos dedicados al análisis de la meteorología y la geociencia que se hallan vinculados con el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático vaya a surgir una revisión de los planteamientos científicos capaz de generar súbitamente una nueva y armoniosa vía de progreso en este ámbito.
Cuanto más se comprenda y asuma la existencia de estas realidades, tanto más probable resultará no solo que surjan enfoques innovadores susceptibles de encauzar de una mejor manera las negociaciones, sino que ese afloramiento se produzca sobre la base de unas posturas moderadas —circunstancia que nos alejaría muy notablemente de la interminable argumentación actual, que se focaliza en un conjunto de planteamientos extremistas—. Se revela así, por ejemplo, que ese mismo corpus de investigaciones sobre las actitudes políticas asociadas con el cambio climático muestra muchas menos discrepancias cuando el asunto a tratar gira en torno a la necesidad de diversificar el limitado menú de opciones energéticas asequibles de que disponemos en la actualidad.
El físico Murray Gell-Mann ha hablado en muchas ocasiones de lo necesario que resulta, cuando nos enfrentamos a problemas de carácter multidimensional, «tener una cruda visión de conjunto». A este planteamiento se le ha asignado incluso un acrónimo ad hoc: CLAW («crude look at the whole», según sus siglas inglesas). Siempre que sea posible, resulta imperativo incluir también en ese tipo de visión un análisis honesto de la propia especie que decide adoptar esa forma de contemplación descarnada.
Nunca podrá hallarse una fórmula que nos permita idear un modo de sustituir, pongo por caso, a las Naciones Unidas o a la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. Sin embargo, la situación ha madurado ya lo suficiente como para enfocar de manera novedosa la génesis de un discurso constructivo y la búsqueda de estrategias destinadas a resolver algunos de nuestros problemas —aunque el primer paso que hemos de dar para avanzar en esa dirección consiste justamente en aceptar nuestra propia condición humana, para lo bueno y para lo malo—.
Y eso es precisamente la antropofilia.