EL INCONSCIENTE RACIONAL
ALISON GOPNIK
Psicóloga de la Universidad de California, en Berkeley; autora de El filósofo entre pañales. Revelaciones sorprendentes sobre la mente de los niños y cómo se enfrentan a la vida.
Una de las más importantes intuiciones científicas del siglo XX fue la de que la mayor parte de los procesos psicológicos son inconscientes. Sin embargo, el «inconsciente» que ha terminado por arraigar en la imaginación popular corresponde al inconsciente irracional de Freud —esto es, el inconsciente entendido al modo de un turbio y vehemente ello al que a duras penas consiguen mantener a raya la razón y la reflexión conscientes—. Esta imagen sigue gozando de una amplia difusión, pese a que las teorías de Freud hayan caído en gran medida en el descrédito científico.
Podríamos denominar inconsciente racional de Turing al «inconsciente» que de hecho ha dado lugar a los mayores avances científicos y sociales de nuestra época. Si la versión del «inconsciente» que nos presentan en películas como Origen[*] fuese científicamente exacta debería contar con verdaderas legiones de chiflados provistos de reglas de cálculo y no mostrar en cambio a bellas mujeres en salto de cama esgrimiendo revólveres en medio de un paisaje poco menos que sacado de un cuadro de Dalí. Eso al menos podría inducir al público a desarrollar una comprensión bastante más útil de la mente —aunque muy probablemente no serviría para vender más entradas—.
Pensadores de épocas pasadas como Locke y Hume ya previeron muchos de los descubrimientos que más tarde habrían de realizar las ciencias psicológicas, aunque pensaban que las piedras angulares de la mente eran las «ideas» conscientes. Alan Turing, el padre de los ordenadores modernos, comenzó a reflexionar acerca de los cálculos —extremadamente conscientes e intencionados— que realizaban paso a paso los grupos de «computadores» humanos que colaboraban con él, como las mujeres que contribuyeron a decodificar los códigos secretos de las máquinas Enigma alemanas en Bletchley Park[*]. Su primera gran intuición surgió al concebir la idea de que esos mismos procesos conscientes podrían efectuarse por medio de una máquina enteramente inconsciente, y con los mismos resultados. Una máquina podía descifrar racionalmente las claves secretas alemanas siguiendo los mismos pasos lógicos que daban los «computadores» humanos. De este modo, las máquinas compuestas de relés y válvulas de vacío —perfectamente inconscientes— se revelarían capaces de obtener las respuestas adecuadas exactamente igual que sus contrapartidas de carne y hueso.
La segunda gran intuición de Alan Turing se produjo al descubrir que también es posible concebir buena parte del funcionamiento de la mente humana a la manera de un ordenador inconsciente. Las mujeres de Bletchley Park realizaban brillantemente todo un conjunto de cómputos conscientes en sus jornadas laborales, pero también efectuaban inconscientemente una serie de cálculos igualmente complejos y precisos cada vez que pronunciaban una palabra o dirigían la mirada a la otra punta de la sala en la que trabajaban. La detección de los mensajes ocultos cargados de información relativa a los objetos tridimensionales del entorno, extrayéndolos de la confusa barahúnda de imágenes retinianas, no solo tiene la misma importancia que el descubrimiento de los mensajes camuflados en los incomprensibles telegramas alemanes, repletos de datos relacionados con el rumbo y la misión de los submarinos nazis, sino que entraña sencillamente las mismas dificultades —aunque lo curioso es que resulta que la mente resuelve ambos misterios de un modo similar—.
En época más reciente, los científicos cognitivos han incorporado la idea de la probabilidad en la receta, facultándonos así para describir la mente inconsciente pero también para diseñar un ordenador capaz de realizar tareas inferenciales, tanto inductivas como deductivas. Valiéndose de este tipo de lógica probabilística, un sistema queda en condiciones de emprender un adecuado proceso de aprendizaje del mundo, haciéndolo además de un modo gradual y probabilístico, incrementando la probabilidad de ciertas hipótesis, reduciendo las posibilidades de otras y revisándolas todas a la luz de los nuevos datos que alcanza a recabar. Este tipo de tareas encuentran su fundamento en una especie de ingeniería inversa. En primer lugar, es preciso averiguar cómo logra un sistema racional cualquiera inferir correctamente la verdad a partir de la información que posee. Es muy frecuente comprobar que eso es exactamente lo que hace la mente inconsciente de los seres humanos.
Algunos de los mayores avances jamás efectuados en las ciencias cognitivas se lograron gracias a la aplicación de esta estrategia. Sin embargo, dichos avances han permanecido ignorados, invisibles en el ámbito de la cultura popular —una cultura que, comprensiblemente, se ha sentido mucho más preocupada por el sexo y la violencia de otras psicologías de carácter mucho más evolutivo (como es el caso de Freud, que también ofrece una película más trepidante)—. Las ciencias de la visión estudian la forma en que logramos transformar el caos de estímulos que llega hasta nuestra retina en una percepción coherente y precisa del mundo exterior. Se trata muy probablemente de la rama que más éxitos científicos está cosechando hoy en día, tanto en el ámbito de la ciencia cognitiva como en el de la neurociencia. Dichas ciencias parten de la idea de que nuestro sistema visual se dedica a establecer, de una forma totalmente inconsciente, inferencias racionales basadas en los datos retinianos que recibe a fin de hacerse una idea concisa del aspecto que tienen los objetos. Los científicos comenzaron por imaginarse cuál podía ser el mejor método para tratar de resolver el problema de la visión, descubriendo después, y de forma muy detallada, el modo exacto en que el cerebro realiza dichos cálculos.
La idea de la existencia de un inconsciente racional también ha transformado la comprensión científica que tenemos de aquellos seres a los que ha solido negárseles tradicionalmente el disfrute de una verdadera racionalidad, como es el caso de los niños pequeños y los animales. Y cabe esperar que modifique asimismo la forma en que entendemos nuestra vida cotidiana. La imagen de las teorías freudianas adjudica a los niños un inconsciente de tipo fantasioso e irracional. Hasta la clásica perspectiva piagetiana señala que los niños pequeños se comportan de un modo profundamente ilógico. No obstante, las investigaciones contemporáneas señalan que existe una enorme brecha entre aquello que los niños alcanzan a formular verbalmente —y entre lo que en realidad experimentan, presumiblemente— y las proezas que realizan, con espectacular precisión, aunque inconscientemente, en los terrenos del aprendizaje, la inducción y el razonamiento. El inconsciente racional abre una puerta que nos permite comprender cómo logran aprender tantas cosas los recién nacidos y los niños pequeños, sobre todo teniendo en cuenta que en términos conscientes parecen entender muy poco.
Otra de las formas que tiene el inconsciente racional de relacionarse con el pensamiento cotidiano es mediante su capacidad de actuar como puente entre la experiencia consciente y los pocos cientos de gramos de materia gris que contienen nuestros cráneos. La distancia que separa nuestra experiencia de la estructura y el funcionamiento de nuestro cerebro es tan grande que la gente oscila entre el asombro y la incredulidad cada vez que sale un nuevo estudio en el que se afirma que el saber, el amor o la bondad tienen «realmente su sede en el cerebro» (aunque, ¿dónde iban a estar si no?). Hay ya investigaciones de notable relevancia que unen el inconsciente racional tanto con la experiencia consciente como con la neurología.
Tenemos la impresión, puramente intuitiva, de conocer nuestras mentes —de que nuestra experiencia consciente es un reflejo directo de lo que está sucediendo bajo la superficie—. Sin embargo, buena parte de los más interesantes trabajos que se realizan actualmente en los campos de la psicología cognitiva y social demuestran que existe un abismo entre la racionalidad inconsciente de nuestra mente y la experiencia consciente. La forma en que comprendemos conscientemente la probabilidad, por ejemplo, es verdaderamente desastrosa, pese al hecho de que hacemos constantes y sutiles cálculos probabilísticos de manera inconsciente. El estudio científico de la conciencia nos ha permitido comprender lo compleja, impredecible y tenue que es la relación que existe entre nuestra mente y nuestra experiencia.
Al mismo tiempo, y si quiere alcanzar a procurarnos una auténtica explicación de los hechos, la neurociencia ha de rebasar los límites de «la nueva frenología», que simplemente se contenta con situar las funciones psicológicas en una concreta región del cerebro. El inconsciente racional nos ofrece la posibilidad de entender los cómos y los porqués del cerebro y no debe circunscribirnos únicamente al dónde. Y ha sido nuevamente la ciencia de la visión la que se ha situado a la vanguardia del empeño, realizando elegantes estudios empíricos que muestran que un conjunto de redes de neuronas muy concretas pueden operar al modo de un ordenador, resolviendo de manera racional el problema de la visión.
Como es lógico, el inconsciente racional tiene sus límites. Las ilusiones visuales demuestran que la pasmosa precisión de nuestro sistema visual también se equivoca en ocasiones. La reflexión consciente puede resultar a veces engañosa, pero también tiene la capacidad de ofrecernos toda una serie de prótesis cognitivas —una especie de equivalente intelectual de las gafas de lentes correctoras—, y de ese modo contribuye a compensar las limitaciones del inconsciente racional. Y eso es exactamente lo que también hacen las instituciones científicas.
Si comprendiéramos el inconsciente racional obtendríamos como ventaja la demostración de que el descubrimiento racional no es un impenetrable y especializado privilegio del puñado de personas que merecen ser denominadas científicos, sino, muy al contrario, un derecho de nacimiento que la evolución nos ha concedido a todos. Es posible que el hecho de profundizar con toda intensidad en las modalidades de nuestra visión interna, explorando al mismo tiempo el aprendizaje del niño que llevamos dentro, no aumente nuestra felicidad ni nuestro equilibrio psíquico, pero nos induce a apreciar, sencillamente, lo inteligentes que somos.