ANOMALÍAS Y PARADIGMAS

VILAYANUR S. RAMACHANDRAN

Neurocientífico; director del Centro para el Estudio del Cerebro y la Cognición de la Universidad de California, San Diego; autor de Lo que el cerebro nos dice: los misterios de la mente humana al descubierto y Fantasmas en el cerebro.

¿Es preciso el lenguaje para elaborar un pensamiento refinado o podemos concluir que las palabras no son más que elementos que facilitan la reflexión? El origen de esta pregunta se remonta a un debate surgido entre dos científicos victorianos: Max Mueller y Francis Galton.

Un término que ha logrado pasar a formar parte del acervo lingüístico común a la ciencia y a la cultura popular es el de «paradigma», una voz acuñada por el historiador de la ciencia Thomas Kuhn —y lo mismo puede decirse de la noción opuesta («anomalía»)—. En la actualidad se usa y abusa ampliamente de la noción de «paradigma» tanto en el ámbito de la ciencia como en el de otras disciplinas no científicas, hasta el punto de que el sentido original de la palabra está empezando poco menos que a diluirse. Es algo que ocurre frecuentemente con los «memes» de la lengua y la cultura humanas, ya que no disfrutan de un tipo de transmisión tan reglamentado y específico como el de los genes. En la actualidad se observa muy a menudo que la palabra «paradigma» se utiliza de forma inapropiada, sobre todo en los Estados Unidos, dado que se señala con ella a todo procedimiento experimental —como, por ejemplo, el «paradigma de Stroop», el «paradigma del tiempo de reacción» o el «paradigma de la imagen por resonancia magnética funcional[*]».

No obstante, el uso inadecuado de este concepto ha acabado configurando nuestra cultura de un modo notablemente significativo, llegando a influir en el modo en que los científicos piensan y trabajan. Una palabra que todavía muestra una predominancia más intensa en nuestra cultura es «escepticismo». Este vocablo debe su origen a la denominación de una escuela de filosofía griega. Se trata de una voz que se emplea con una frecuencia y una vaguedad superiores incluso a la impropiedad con que se recurre a términos como «anomalía» y «cambio de paradigma».

De este modo, puede hablarse de paradigmas dominantes —en el campo de lo que Kuhn denominaba «ciencia normal» y que yo prefiero llamar, con marcada dosis de cinismo, el «club de la mutua admiración atrapado en el callejón sin salida de la especialización»—. Dicho club cuenta, por lo general, con uno o más popes, una jerarquizada curia de especialistas, una cohorte de acólitos y un conjunto de supuestos orientativos y normas aceptadas que se guardan celosamente con un fervor poco menos que religioso. De hecho, los integrantes de ese club también se financian unos a otros, se revisan mutuamente los artículos, ponen buen cuidado en controlar recíprocamente las becas que consiguen y se conceden premios de manera endogámica.

No puede decirse que todo esto resulte completamente inútil, ya que es la «ciencia normal» la que crece por acreción paulatina, valiéndose antes de los albañiles de la ciencia que de sus más altos artífices. Si una nueva observación experimental —por ejemplo, la transformación bacteriana, o el hecho de que las úlceras gástricas puedan curarse con antibióticos— amenaza con derribar el edificio, se endosa al fenómeno el nombre de anomalía, y la reacción más característica de quienes practican la ciencia normal consiste o bien en ignorar esa desviación, o bien en ocultarla bajo la alfombra —una forma de negación psicológica asombrosamente habitual entre mis colegas.

Pero no estamos aquí ante una reacción malsana, puesto que en la mayoría de los casos las anomalías acaban resultando otras tantas falsas alarmas. La probabilidad basal de que dichas amenazas logren perdurar y convertirse en verdaderas anomalías es muy pequeña, y hay personas que han tirado por la borda su carrera profesional tratando de demostrar su realidad (piénsese por ejemplo en el agua polimerizada y en la fusión fría). Sin embargo, incluso esas falsas anomalías contribuyen a concretar un resultado útil, puesto que despiertan de su letargo a los científicos al cuestionar los axiomas fundamentales que gobiernan el particular feudo científico en el que se desenvuelvan. Dado que los seres humanos somos gregarios por naturaleza, la ciencia conformista tiende a resultar muy confortable, y en este sentido las anomalías obligan a los científicos a realizar periódicamente una comprobación del estado de cosas del mundo, por mucho que la anomalía pueda terminar revelándose improductiva.

Mayor importancia revisten, no obstante, las anomalías que surgen de cuando en cuando y que vienen a poner legítimamente en cuestión el statu quo científico, forzando a la comunidad investigadora a cambiar de paradigma y dando pie a una revolución científica. Y a la inversa: el hecho de enrocarse en un prematuro escepticismo ante la aparición de las anomalías puede determinar que la ciencia acabe por estancarse. Es preciso desconfiar de las anomalías, pero si queremos que la ciencia progrese, también el statu quo ha de mirarse con recelo.

Personalmente, percibo una cierta analogía entre el proceso en el que se halla inmersa la ciencia y el de la evolución por selección natural. Y se debe a que también la evolución se caracteriza por la ocurrencia de períodos de estasis (equivalentes a los de la ciencia normal), salpicados por breves lapsos de tiempo marcados por la presencia de una o más transformaciones aceleradas (lo que se asemejaría a un cambio de paradigma) como consecuencia del surgimiento de mutaciones (o anomalías). Muchas de esas mutaciones terminan revelándose letales (como las falsas teorías), pero otras desembocan en la aparición de nuevas especies y ramas filogenéticas (una vez más, similares a los cambios de paradigma).

Dado que la mayor parte de las anomalías son otras tantas falsas alarmas —como ocurre, por ejemplo, con la presunta capacidad de doblar cucharas mediante el uso de la energía mental, con la telepatía o con la homeopatía—, uno puede pasarse la vida entera tratando de desacreditarlas. Por consiguiente, la pregunta es la siguiente: ¿cómo decidir a qué anomalías conviene dedicar nuestra atención y cuáles han de pasarse por alto? Como es obvio, esto puede hacerse por medio del método de prueba y error, pero este sistema puede resultar tedioso y requerir mucho tiempo.

Fijémonos en cuatro ejemplos bien conocidos: a) el de la deriva continental, b) el de la transformación bacteriana, c) el de la fusión fría, y d) el de la telepatía. En el momento de darse a conocer, todos estos casos constituían anomalías, dado que no encajaban en la imagen general de la ciencia de la época. Como señaló Alfred Lothar Wegener, la gente tenía delante de las narices la prueba de que la masa de tierra formada por un gigantesco supercontinente original se había fragmentado, partiendo después a la deriva sus distintos trozos. Y así era, efectivamente, dado que los litorales de los diferentes continentes coinciden de modo casi perfecto, que algunos de los fósiles hallados en la costa oriental del Brasil son exactamente iguales a los que pueden encontrarse en la orilla occidental de África, etcétera. Y, sin embargo, los escépticos tardaron cincuenta años en aceptar dicha idea.

Sería Fred Griffith quien observó la segunda anomalía, varias décadas antes de que se descubriera el ADN y el código genético. Griffith comprobó que si se procede a inyectar a una rata previamente infectada con un agente no virulento (como el pneumococcus R) una particular especie de bacteria patógena (como el pneumococcus S), muerta e inactivada mediante un tratamiento térmico determinado, lo que sucede es que la especie R acaba transformándose en la especie S, con lo que el roedor muere. Unos quince años más tarde, Oswald Avery descubriría que se puede realizar el mismo experimento en un tubo de ensayo, puesto que la especie S muerta acababa transformando a la especie viva R en la especie viva S con solo cultivar las dos bacterias juntas. Más aún: se trataba de una transformación heredable. Incluso el caldo de cultivo de las bacterias S conseguía realizar la transformación, circunstancia que induciría a Avery a sospechar que una determinada sustancia química presente en dicho caldo de cultivo —el ADN— podría ser el vector de la herencia. No tardaron en mostrar su discrepancia varios autores. La verdad es que la afirmación de Avery equivalía a decir: «Si ponemos a un león muerto y a once cerdos vivos en una misma habitación acabaremos teniendo una docena de leones vivos». El descubrimiento sería básicamente ignorado durante años hasta que Watson y Crick descifraron el mecanismo de la transformación.

La tercera anomalía —la de la telepatía— es casi con toda certeza una falsa alarma. Este ejemplo nos permitirá deducir el enunciado de una regla práctica de carácter general. Si las anomalías primera y segunda fueron puestas en cuarentena no fue por falta de pruebas empíricas. Hasta un colegial puede darse perfecta cuenta de que los litorales de los continentes coinciden unos con otros, y también un chiquillo vería la semejanza de los fósiles. Si se optó por no hacer el menor caso a la primera anomalía fue únicamente debido a que no encajaba en la imagen general de la ciencia —ya que no se adaptaba a la noción de terra firma, es decir, a la idea de que la Tierra es una realidad sólida e inamovible—, por no mencionar el hecho de que no se alcanzaba a concebir ningún mecanismo capaz de permitir la susodicha deriva de los continentes —al menos no hasta el descubrimiento de la tectónica de placas—. De la misma manera, la segunda anomalía contaba con reiteradas confirmaciones, pero fue ignorada a pesar de ello debido a que cuestionaba una de las más fundamentales doctrinas de la biología: la de la estabilidad de las especies. Sin embargo, es preciso señalar que el rechazo que estaba a punto de producirse en relación con la tercera anomalía, la de la telepatía, obedecía a dos razones: en primer lugar, al hecho de que tampoco esa supuesta realidad encajara en la imagen de conjunto de la ciencia; y en segundo lugar, a la circunstancia de que resultase muy difícil de reproducir. Esto nos da la clave de la regla práctica que andábamos buscando, y que responde a la pregunta que nos planteábamos al principio (¿cómo decidir a qué anomalías conviene dedicar nuestra atención?): debemos centrarnos en aquellas anomalías que, además de haber logrado superar una serie de repetidos intentos de descrédito por medios experimentales, se hayan visto rechazadas por las altas esferas del mundo académico en virtud de la sola y única razón de que no haya sido posible dar con un mecanismo capaz de explicar el fenómeno aducido. Por el contrario, no debemos perder el tiempo tratando de averiguar el contenido de verdad de aquellas anomalías que no hayan recibido confirmación empírica pese a la existencia de repetidos intentos en tal sentido. O lo que es lo mismo, debemos desentendernos de aquellas anomalías cuyo efecto disminuya cuantos más intentos de reiteración se efectúen —¡esto viene a constituir una especie de bandera roja!

Las propias palabras son paradigmas, o si se prefiere, un tipo de «especies» estables, aunque se revelen capaces de evolucionar poco a poco con la progresiva acumulación de una serie de gradaciones semánticas, o de mutar incluso en algunas ocasiones para dar vocablos completamente nuevos que denotan conceptos igualmente inéditos. Dichos conceptos pueden terminar cuajando y convirtiéndose en piezas sólidas provistas de «asas» (es decir, de nombres) que permiten jugar con las ideas y generar de ese modo nuevas combinaciones. Como neurólogo de la conducta que soy, me siento inclinado a sugerir que esta cristalización de los vocablos, y su posterior barajado, es un elemento que solo se da entre los seres humanos y que tiene lugar en aquellas zonas del cerebro situadas en el área de confluencia de los lóbulos parietal, temporal y occipital (TPO, según las siglas inglesas de «temporal-parietal-occipital junction»). Aunque admito que se trata de una pura especulación.

Este libro le hará más inteligente
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