CICLOS
DANIEL C. DENNETT
Filósofo; catedrático y codirector del Centro de Estudios Cognitivos de la Universidad Tufts; autor de Romper el hechizo: la religión como un fenómeno natural.
Todo el mundo está familiarizado con la vasta escala temporal y espacial de los ciclos de la naturaleza: al día le sigue la noche y a esta el nuevo día, las estaciones se suceden (verano-otoño-invierno-primavera-verano-otoñoinvierno-primavera…), y el agua describe un ciclo de evaporación y precipitación que colma nuestros lagos, renueva nuestros ríos y restaura los componentes líquidos de todos los seres vivos del planeta. Sin embargo, no todo el mundo se da cuenta de que el conjunto de esos ciclos —es decir, la totalidad de las escalas de magnitud, tanto espaciales como temporales, desde el plano atómico a la inmensidad astronómica— son, de un modo bastante literal, los motores ocultos que impulsan los pasmosos fenómenos que nos ofrece la naturaleza.
En el año 1861, Nikolaus Otto construyó y comenzó a comercializar el primer motor de combustión interna a gasolina del mundo, mientras que Rudolf Diesel sacó a la luz en 1897 el motor de su invención a cuyo sistema y combustible habría de dar nombre. Estos dos deslumbrantes inventos no tardarían en cambiar el mundo. Cada una de las dos modalidades de propulsor viene a explotar un ciclo, el ciclo de cuatro tiempos de Otto y el ciclo de dos tiempos del primitivo motor Diesel. Ambas modalidades de ciclo realizan un determinado trabajo para después volver a situar el sistema en su posición original a fin de que se encuentre en situación de volver a realizar un nuevo trabajo. Los detalles que rigen el funcionamiento de estos ciclos constituyen una notable muestra de ingenio, y hace cientos de años que el principio que lo gobierna fue descubierto y ha sido optimizado mediante la aplicación de otro ciclo: el de la investigación y desarrollo, que ha permitido hacer evolucionar sus aplicaciones prácticas. Otro motor, miniaturizado al máximo y todavía más elegante, es el llamado ciclo de Krebs, descubierto en el año 1937 por Hans Krebs, pero ideado en el transcurso de los millones de años de evolución que han transcurrido desde el surgimiento de los primeros destellos de vida. Se trata de una reacción química de ocho tiempos que convierte el combustible en energía mediante un proceso conocido con el nombre de metabolismo, que resulta esencial para cualquier forma de vida, ya se trate de una bacteria o de una secuoya.
Los ciclos bioquímicos, como el de Krebs, son los responsables de toda forma de movimiento, crecimiento, autorreparación y reproducción que pueda darse en la esfera viviente: una especie de engranaje engarzado en otro engranaje, inserto a su vez en un engranaje más, y así sucesivamente, hasta configurar un gigantesco mecanismo compuesto por varios billones de partes móviles. Por si fuera poco, es preciso «dar cuerda» a todos y a cada uno de esos mecanismos a fin de devolverlos a su posición inicial para que puedan reiniciar el ciclo desde el principio. Ha sido el grandioso ciclo darwiniano de la reproducción el que ha optimizado, generación tras generación, todos estos portentos, aprovechando aleatoriamente las mejoras fortuitas surgidas sucesivamente a lo largo de eones.
A una escala completamente diferente, nuestros antepasados descubrieron la eficacia de los ciclos al efectuar uno de los mayores avances de toda la prehistoria humana: el papel que desempeña la repetición en la fabricación de utensilios. Si cogemos un palo y lo frotamos con una piedra no ocurre prácticamente nada —el único signo de cambio será, quizá, la aparición de unos cuantos arañazos—. Si lo frotamos unas cien veces tampoco se producirá nada demasiado espectacular. Ahora bien, frotémoslo del mismo modo unos cuantos miles de veces y podremos acabar convirtiéndolo en un astil de flecha increíblemente recto. Mediante la acumulación de una larga serie de incrementos imperceptibles, los procesos cíclicos generan cosas completamente nuevas. La previsión y el autocontrol que requería la materialización de este tipo de proyectos ya constituían en sí mismos una novedad, una inmensa mejora respecto de los procesos de construcción y moldeado que efectuaban otros animales —los cuales, siendo igualmente repetitivos, resultan en gran medida instintivos y ciegamente mecánicos—. A su vez, dicha novedad, que era, obviamente, producto del ciclo darwiniano, acabaría por ser perfeccionada como consecuencia de otro ciclo de más rápido desarrollo, el de la evolución cultural, un ciclo en el que la reproducción de la técnica no se transmite a la descendencia a través de los genes, sino por medio del truco de la imitación —lo cual implica que las novedades podrían pasarse, además, a semejantes carentes de toda relación de consanguinidad con el transmisor.
El primero de nuestros antecesores que se reveló capaz de pulir una piedra para convertirla en un hacha de mano de espléndida simetría debió de haber parecido un perfecto estúpido a los ojos de sus congéneres antes de culminar su obra. Todos podían verle ahí sentado, golpeando y frotando una piedra durante horas y horas, sin ningún efecto aparente. Sin embargo, oculto en los intersticios de todas aquellas absurdas repeticiones se agazapaba un proceso de perfeccionamiento gradual prácticamente invisible a simple vista, ya que la evolución ha diseñado el ojo humano para detectar otro tipo de cambios: aquellos que se verifican a una velocidad mucho más elevada. De hecho, en ocasiones esa misma apariencia de futilidad de un particular intento ha venido a confundir incluso a los más sofisticados biólogos. En su elegante libro titulado Wetware, Dennis Bray, un conocido biólogo molecular y celular, describe del siguiente modo los ciclos que tienen lugar en el sistema nervioso:
En una vía de transducción de señales característica, las proteínas se ven sometidas a un continuo proceso de modificación y pérdida de la modificación. Las quinasas y las fosfatasas trabajan sin descanso, como las hormigas de un hormiguero, añadiendo constantemente nuevos grupos fosfato a las proteínas y volviendo a deshacer después los enlaces de esas mismas uniones. Parece un ejercicio inútil, sobre todo si tenemos en cuenta que cada uno de los ciclos de adición y eliminación de los grupos fosfato le cuesta a la célula una molécula de ATP —esto es, una unidad de valiosa energía—. De hecho, en un principio se llegó a la conclusión de que las reacciones cíclicas de este tipo resultaban «inútiles». Se trata, sin embargo, de un adjetivo engañoso. La adición de grupos fosfato a las proteínas no solo es la reacción más común que se opera en las células sino que también es la que proporciona un sustrato material a muchos de los cálculos efectuados por ellas. Lejos de revelarse inútil, esta reacción cíclica brinda a la célula un recurso esencial: el de poder contar con un dispositivo flexible y rápidamente ajustable.
La palabra «cálculos» está muy bien elegida, puesto que resulta que toda la «magia» de la cognición depende —como sucede con el proceso vital mismo— de una serie de ciclos que se desarrollan en el seno de otros ciclos, vinculados a su vez con un conjunto de procesos recurrentes, reentrantes y de información y transformación reflexiva —desde los que se dan a escala bioquímica en el interior de la neurona a los vinculados con el conjunto del ciclo onírico del cerebro y las ondas de actividad y recuperación cerebral que nos revelan los electroencefalogramas—. Los programadores informáticos llevan menos de un siglo explorando el espacio de los cálculos posibles, pero entre las invenciones y los descubrimientos que han venido cosechando hasta la fecha figuran los millones de bucles, dentro de otros bucles, dentro de más bucles, que han logrado explorar ya. El ingrediente secreto de todo avance es siempre el mismo: práctica, práctica y más práctica.
Llegados a este punto, conviene recordar que la evolución darwiniana no es más que un tipo de ciclo de perfeccionamiento acumulativo. Hay otros muchos ciclos de esta clase. El problema del origen de la vida puede terminar presentando un aspecto insoluble (o de «complejidad irreducible») si se argumenta, como han solido hacer los defensores de la teoría del diseño inteligente, que el hecho de que la evolución por medio de la selección natural dependa de la reproducción determina que no pueda hallarse una solución darwiniana al problema del surgimiento del primer ser vivo dotado de capacidad reproductiva. Debió de ser, prosigue esta teoría, un proceso de pasmosa complejidad y bellísimo diseño —en suma: tuvo que haber sido un milagro—.
Si caemos en el error de pensar que el mundo prebiótico anterior a la aparición de las capacidades reproductivas era una especie de caos informe de sustancias químicas y pretendemos explicar sobre esa base la aparición de la vida reproductiva nos encontraremos en un caso similar al de imaginar que una tormenta huracanada pudiera venir a ensamblar adecuadamente las desparramadas piezas de un desdichado avión de línea accidentado, y entonces, indudablemente, el problema se erigirá ante nosotros con unas proporciones más que desalentadoras. Sin embargo, si conservamos la cabeza fría y logramos tener presente que el proceso clave de la evolución es la repetición cíclica (un tipo de repetición del que la replicación genética constituye un ejemplo particularmente perfeccionado y optimizado), podremos empezar a vislumbrar una salida y a comprender que resulta posible convertir ese misterio en un rompecabezas: ¿cómo lograron todos esos ciclos estacionales, todos esos ciclos hídricos, geológicos y químicos, activos durante innumerables millones de años, reunir gradualmente las condiciones previas necesarias para dar inicio a los ciclos biológicos? Es muy probable que los primeros miles de «intentos» se revelaran inútiles, poco menos que fracasos totales. Pero pensemos ahora en lo que pudo haber sucedido —como nos recuerda la melódica y sensual canción de George Gershwin y Buddy DeSylva—[*] si el intento se volvió a repetir una vez, y otra, y otra…
Por consiguiente, una buena regla práctica que podemos aplicar cuando nos vemos confrontados al aparente carácter mágico del mundo de la vida y de la mente es la siguiente: tratemos de descubrir los ciclos que se encargan del trabajo duro.