LOS CIENTÍFICOS HAN DE COMPORTARSE COMO CIENTÍFICOS

GREGORY PAUL

Investigador independiente; autor de Dinosaurs of the Air: The Evolution and Loss of Flight in Dinosaurs and Birds.

El más encarnizado enemigo del pensamiento científico es la conversación, como ocurre por ejemplo con el característico discurso conversacional que acostumbran a mantener los seres humanos, buena parte del cual consta únicamente de sandeces. La verdad es que la idea de charlar con la gente ha terminado por producirme un hartazgo considerable. Hablo en serio, la verdad es que resulta bastante problemático. La realidad es que la gente no solo tiende a llenarse la cabeza con una serie de opiniones extremadamente arraigadas sino que se muestra además inclinada a considerar que son ciertas con una vehemencia próxima a la obstinación, pese a que en muchas ocasiones, para empezar, no sepan en modo alguno de lo que están hablando o tengan en todo caso una idea muy sucinta del asunto. Es algo que todos hacemos. Forma parte de las tendencias operativas que muestra el acuoso trozo de carne que tenemos entre las orejas y que tan aficionado se muestra a generar pensamientos. Puede que hoy por hoy los seres humanos seamos las criaturas más racionales del planeta, pero ha de admitirse que eso no es decir demasiado, teniendo en cuenta que el siguiente animal más racional de la lista es el chimpancé.

Fijémonos por ejemplo en el creacionismo. Junto con las cuestiones del cambio climático global y del temor de los padres a los sistemas de vacunación, el hecho de que una amplia porción de la sociedad estadounidense niegue las conclusiones de las ciencias evolutivas y paleontológicas y piense que Dios creó a los seres humanos en un período muy cercano al del alborear de la historia registrada está llevando a los científicos a preguntarse sencillamente cuál es la alteración racional que pueden estar sufriendo todas esas personas. No obstante, entre los estudiosos que han tratado de aportar una respuesta a este interrogante hay también autores que encuentran en el pensamiento creacionista de las masas un ejemplo clásico de razonamiento anticientífico generalizado. Sin embargo, no voy a centrar la atención del artículo en el habitual problema de averiguar por qué goza de tanta popularidad el creacionismo, sino que voy a ocuparme más bien de discernir qué es lo que creen saber en general aquellas personas que promueven la verdad de la ciencia, por considerarla superior a las teorías del creacionismo, de aquellas otras que niegan la realidad de la teoría darwiniana.

Hace unos cuantos años, se emitió en la televisión estadounidense un documental anticreacionista titulado A Flock of Dodos[*]. De agradable factura en muchos aspectos, el metraje del vídeo lanzaba unos cuantos torpedos a la línea de flotación de las muchedumbres contrarias a la teoría de la evolución, pero al tratar de explicar por qué son tantos los ciudadanos de los Estados Unidos que sienten repugnancia ante la idea de la evolución biológica, la narración distaba mucho de dar en el clavo. A tal punto se marraba el golpe al aducir los motivos que supuestamente debían dar cuenta de ese fenómeno que, al tratar de averiguar en dónde residía el problema, Randy Olson, el creador del filme, se dirigía a una serie de personas que en modo alguno podían aportarle una solución. En uno de los pasajes más destacados de la película se mostraba a un nutrido grupo de científicos evolutivos de la Universidad de Harvard reunidos en torno a una mesa para jugar una partida de póker y conversar y especular al mismo tiempo acerca de las razones que podían determinar que los palurdos consideraran desagradables los resultados de sus investigaciones. Aquello fue un gravísimo error, por la sencilla razón de que lo único que los científicos evolutivos conocen perfectamente son los hechos relacionados con su específica área académica, esto es, la de la ciencia evolutiva.

Si realmente queremos saber por qué ha llegado la gente corriente a pensar de ese modo respecto de la evolución, lo que hemos de hacer es preguntar a los sociólogos. Ahora bien, como el documental A Flock of Dodos no recurre a ellos en ningún momento, los espectadores no solo no logran averiguar en modo alguno por qué prospera el creacionismo en una era en la que predomina la ciencia sino que tampoco alcanzan a ver qué es preciso hacer para domar a la fiera del seudocientificismo.

No se trata de ninguna cuestión insustancial. En la última década, se ha avanzado muy notablemente en la comprensión de la psicosociología del creacionismo popular. Básicamente, puede decirse que su florecimiento se produce únicamente en aquellas sociedades que padecen alguna grave disfunción, y, además, el único método que permite erradicar con seguridad esa errática creencia pasa por gobernar lo suficientemente bien un país como para posibilitar que las ideas religiosas en las que se asienta el creacionismo se marchiten y su influjo se restrinja a un ámbito minoritario, arrastrando en su caída a los planteamientos que niegan el darwinismo.

En otras palabras, la instauración de una sociedad mejor redunda en la aceptación generalizada de la teoría de la evolución. No obstante, lo más preocupante de todo es que se está constatando que es muy difícil divulgar esta realidad. Por este motivo, el debate nacional sigue enzarzándose predominantemente en una serie de fáciles charlas repletas de teorías estereotipadas en las que nos dedicamos a dar a diestro y siniestro razones que supuestamente explican el carácter problemático del creacionismo y nos dicen qué hemos de hacer al respecto, sin conseguir evitar en modo alguno que las opiniones favorables al creacionismo sigan siendo tan sólidas como una roca (pese a que el número de individuos que tienden a preferir una cosmovisión basada en un evolucionismo ateo esté aumentando en consonancia con el incremento general de las personas no creyentes).

Pero no se trata solo de la evolución. Uno de los más clásicos ejemplos que demuestran que el hecho de que un científico se adhiera al pensamiento conversacional puede generar problemas es el vinculado con la obsesión que ha desarrollado últimamente Linus Pauling con la vitamina C. Son muchos los ciudadanos corrientes que profesan actitudes escépticas respecto de la generalidad de los científicos. Y cuando los investigadores son incapaces de ofrecer otra cosa que un conjunto de opiniones mal cimentadas, emitiendo su parecer en asuntos ajenos a aquellos campos que constituyen el más firme fundamento de su saber, la situación general solo puede ir a peor.

Así las cosas, cabe plantearse la siguiente pregunta: ¿qué podemos hacer? En principio, la solución resulta bastante sencilla: los científicos han de comportarse como científicos. Podemos emplear recursos bastante mejores que el de limitarnos a carraspear una serie de opiniones tan militantes como dudosas sobre un conjunto de materias ajenas al área del saber en la que somos competentes. Esto no quiere decir que los científicos deban circunscribir sus observaciones únicamente al campo de investigación al que tengan derecho oficial de acceso. Imaginemos, por ejemplo, que un científico sea además una autoridad autodidacta en materia de béisbol. No hay duda de que tiene todo el derecho a debatir con el máximo ardor acerca de las cuestiones que ese deporte le suscite, un poco a la manera en que solía hacerlo el paleontólogo y biólogo evolutivo estadounidense Stephen Jay Gould.

No sé si esto le parecerá digno de atención, pero lo cierto es que he estado mucho tiempo interesando vivamente en los mitos de la Segunda Guerra Mundial, de modo que me encuentro en condiciones de pronunciar excelentes discursos encaminados a explicar por qué podemos afirmar, sin miedo a equivocarnos, que las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki no tuvieron prácticamente nada que ver con la circunstancia de que la guerra llegase a su fin, sino que fue el ataque que la Unión Soviética desencadenó contra Japón lo que forzó la rendición del emperador Hirohito, constreñido por esa circunstancia a salvar su propio cuello de criminal de guerra y a evitar que Japón quedara dividido en un conjunto de zonas ocupadas. Con todo, cuando a un científico se le plantea una pregunta relativa a un área del conocimiento con la que no está excesivamente familiarizado, los profesionales de la investigación deberían hacer una de estas dos cosas: o bien declinar la oferta de emitir una opinión, o bien introducir los pertinentes matices en sus observaciones, manifestando que se trata de un parecer de carácter tentativo que en modo alguno ha de considerarse equiparable al dictamen de un experto.

En términos prácticos, el problema estriba, como es obvio, en el hecho de que los científicos son seres humanos como los demás. Por consiguiente, no voy a decir que no veo la hora de que consigamos de facto un nivel discursivo capaz de divulgar los principios de la Ilustración entre las masas, porque lo cierto es que me parece que va para largo. Es una pena, pero también muy humano. Lo que yo he hecho ha sido tratar de reducir la emisión de comentarios ociosos —sobre todo cuando no se introduce en ellos el matiz de que su realidad es de naturaleza cuestionable—, intentando al mismo tiempo no mostrarme ardiente en mis afirmaciones sino en aquellos casos en que sé que puedo respaldarlas con datos. Personalmente, creo haber alcanzado bastante éxito en este empeño, y yo diría que por el momento está logrando evitar que me meta en demasiados líos.

Este libro le hará más inteligente
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