EL PENSAMIENTO INSCRITO EN EL TIEMPO Y EL PENSAMIENTO EXTERIOR AL TIEMPO
LEE SMOLIN
Físico del Instituto Perimeter de Física Teórica; autor de Las dudas de la física en el siglo XXI: ¿es la teoría de cuerdas un callejón sin salida?
Uno de los hábitos de pensamiento más antiguos y difundidos del mundo consiste en imaginar que la respuesta correcta a cualquiera de las preguntas que nos planteamos reside en algún tipo de ámbito eterno en el que moran las «verdades intemporales». El objetivo de la investigación sería, por tanto, descubrir la respuesta o la solución que aguarda en esa intemporal esfera que existe desde que el mundo es mundo. Por ejemplo, las afirmaciones de los físicos parecen inducirnos a pensar que en algún inmenso e intemporal espacio platónico de objetos matemáticos existe ya una teoría final y perfecta capaz de explicar todos los problemas. Esto es lo que yo llamo pensar de forma exterior al tiempo.
Los científicos inscriben su pensamiento en el tiempo cuando conciben su tarea como un proceso dirigido tanto a la invención de un conjunto de ideas auténticamente nuevas y concebidas para describir una serie de fenómenos recién descubiertos como a la generación de aquellas estructuras matemáticas novedosas que permiten expresarlas. Cuando los científicos piensan de forma exterior al tiempo, por el contrario, creen que dichas ideas existían de algún modo antes de que nadie alcanzara a concebirlas. Lo cierto es que si mantenemos el pensamiento en el marco temporal no se ve ninguna razón que nos permita dar por buena semejante suposición.
El contraste existente entre el pensamiento inscrito en el tiempo y la reflexión exterior a él puede observarse en muchos de los ámbitos propios del raciocinio y la acción humanas. Pensamos de forma exterior al tiempo cuando, al enfrentarnos a un problema de carácter tecnológico o social, suponemos que los posibles enfoques tendentes a su resolución se hallan ya determinados por un conjunto de categorías absolutas y preexistentes. Y pensamos, por el contrario, dentro del marco temporal cuando comprendemos que el progreso que pueda darse en los campos de la tecnología, la sociedad y la ciencia tiene lugar como consecuencia de la concepción de una serie de ideas, estrategias y formas de organización social verdaderamente innovadoras.
La idea de que la verdad es intemporal y tiene su sede en algún lugar exterior al universo fue en su momento el elemento esencial de la filosofía platónica, la cual queda adecuadamente ejemplificada en la parábola del esclavo, que viene a decir que, en realidad, todo descubrimiento consiste sencillamente en recordar algo que ya sabíamos pero que habíamos olvidado. Esto se refleja en la filosofía de las matemáticas a la que se da el nombre de platonismo, que sostiene que hay dos formas de existencia: la de los objetos físicos corrientes, que existen en el universo y se hallan sujetos al tiempo y a la transformación, y la de los objetos matemáticos que existen en una esfera atemporal. La división por la que el mundo queda dividido en dos esferas diferenciadas —la de un ámbito terrenal inmerso en la temporalidad con su séquito de vida, muerte, cambio y decadencia, y la del reino celestial de perfecta verdad eterna que envuelve al anterior— es lo que daría en constituir tanto la ciencia antigua como la religión cristiana.
Si imaginamos que la tarea de la física consiste en el descubrimiento de un objeto matemático intemporal que se halla en relación de isomorfismo con la historia del mundo, entonces imaginamos también que la verdad del universo reside fuera del universo mismo. Se trata de un hábito de pensamiento que nos resulta ya tan familiar que no alcanzamos a percibir su carácter absurdo: si el universo es todo cuanto existe, entonces, ¿cómo podrá existir fuera de él algo que pueda mantener con dicho universo una relación de isomorfismo?
Por otra parte, si consideramos que la realidad del tiempo es evidente en sí misma, entonces no podrá existir ningún objeto matemático que sea perfectamente isomorfo respecto del mundo, puesto que una de las propiedades del mundo real que no es compartida por ningún objeto matemático es la de hallarse invariablemente determinado por el tiempo. De hecho, como observó por primera vez el filósofo estadounidense Charles Sanders Peirce, si queremos comprender de manera racional por qué perdura en el tiempo un particular conjunto de leyes físicas y no otro, es necesario asumir la hipótesis de que las leyes de la física han evolucionado al mismo tiempo que la historia del mundo.
Con frecuencia, el pensamiento exterior al tiempo implica la existencia de un reino imaginario, exterior al universo, en el que habita la verdad. Esta idea es de carácter religioso, puesto que significa que las explicaciones y las justificaciones remiten en último término a algo que es exterior al mundo del que, según nuestra propia experiencia, formamos parte. Si insistimos en que no existe nada que sea exterior al universo, y en que ni siquiera las ideas abstractas y los objetos matemáticos pueden considerarse ajenos a él, no tendremos más remedio que buscar la causa de todo fenómeno, invariablemente, en el interior de nuestro universo. De este modo, el pensamiento inscrito en el tiempo implica pensar asimismo desde el universo fenoménico que, según muestran todas nuestras observaciones, constituye nuestro hábitat.
De entre los cosmólogos y los físicos contemporáneos, aquellos que sugieren que el universo se halla inmerso en un proceso de expansión eterno y que hablan de una cosmología cuántica intemporal están pensando de forma exterior al tiempo. Quienes por el contrario proponen unos escenarios cosmológicos de carácter evolutivo y cíclico, reflexionan desde el interior del tiempo. Si uno se atiene al pensamiento inscrito en el tiempo, se preocupará por el hecho de que el tiempo desemboque en una serie de singularidades espacio-temporales. Si uno piensa por el contrario de forma exterior al tiempo, podrá pasar por alto la problematicidad de dichas singularidades, puesto que tenderá a creer que la realidad es todo cuanto puede decirse de la historia del mundo.
La biología evolutiva de raíz darwiniana es el prototipo del pensamiento inscrito en el tiempo, dado que su núcleo duro consiste en comprender que los procesos naturales que adquieren envergadura y desarrollo en el tiempo pueden conducir a la creación de estructuras auténticamente novedosas. De hecho, hasta pueden llegar a surgir leyes nuevas a medida que aparecen las estructuras que habrán de regirse por ellas. La dinámica evolutiva no precisa de vastos espacios abstractos como el de todos los posibles animales viables, todas las secuencias factibles de ADN, todos los conjuntos de proteínas combinables o todas las leyes biológicas concebibles. Las exaptaciones[*] no son solo demasiado impredecibles sino que se revelan también excesivamente dependientes de la globalidad del subsiguiente conjunto de criaturas vivas como para poder ser analizadas y codificadas como otras tantas propiedades intrínsecas a las secuencias de bases del ADN. Es mejor concebir la dinámica evolutiva, según sugiere el biólogo teorético Stuart Kauffman, como aquel proceso por el que la biosfera explora, en el tiempo, la contigüidad posible.
Lo mismo puede decirse de la evolución de las tecnologías, las economías y las sociedades. La pobre noción de que los mercados económicos tienden a un equilibrio único, independiente de sus respectivas peripecias históricas, muestra lo peligroso que puede resultar el pensamiento exterior al tiempo. Por otra parte, la histéresis que resulta necesaria si se quiere entender el funcionamiento de los mercados reales —según muestran el economista Brian Arthur y alguno de sus colegas, ilustra el tipo de percepciones que se obtienen al pensar dentro del marco temporal—.
El pensamiento inscrito en el tiempo no implica forma alguna de relativismo. Antes al contrario, ya que se trata de una variante del relacionismo. El hecho de que posea límites temporales no impide que la verdad sea objetiva si se aplica a objetos cuya existencia no se materializa sino después de su creación —ya haya surgido esta de la evolución o del pensamiento humano—.
Cuando pensamos desde el marco temporal, reconocemos que los seres humanos poseemos la característica habilidad de concebir construcciones y soluciones auténticamente novedosas a los distintos problemas que se nos presentan.
Cuando reflexionamos desde una perspectiva exterior al tiempo acerca de las organizaciones y las sociedades en que vivimos y trabajamos aceptamos de forma acrítica sus facetas más rigurosas y nos avenimos a manipular las palancas de la burocracia como si existiera una razón de orden absoluto que justificara su existencia. Cuando concebimos esas mismas instituciones desde un pensamiento inscrito en el tiempo, comprendemos que todas y cada una de las características que aquellas presentan son, en realidad, consecuencia de su historia, aceptando que todo cuanto les da forma es, de hecho, negociable y susceptible de mejora, bastando para ello que acertemos a idear algún modo novedoso de hacer las cosas.