EL EFECTO ENGAÑO

BEATRICE GOLOMB

Profesora asociada de medicina de la Universidad de California, San Diego.

El «efecto engaño[*]» encierra ni los supuestos en los que descansa, haciéndolo además de un modo que en lugar de favorecer la reflexión tienda más bien a extraviar al intelecto.

Las voces y las frases que captan la esencia de un concepto no tardan en pasar a formar parte del lenguaje común: piénsese por ejemplo en la navaja de Ockham, en el placebo o en el efecto Hawthorne. En principio, este tipo de expresiones y palabras clave facilitan el discurso —y de hecho es muy posible que consigan hacerlo en muchas ocasiones—. La propia circunstancia de exhibir el vocablo o el eslogan de moda logra incrementar la eficacia del intercambio de ideas, dado que gracias a ello se hace innecesario tener que asumir la molesta revisión de los principios y supuestos que esa palabra viene a captar. Por desgracia, al eximirnos de la necesidad de expresar las condiciones y los presupuestos en los que descansa la validez de dichos constructos podemos llegar a pasar por alto una consideración importante: la de ponderar si es legítimo o no aplicar esas condiciones y presupuestos. De este modo, la utilización del término o la expresión de que se trate, lejos de fomentar la instauración de un discurso más sensato, puede terminar contribuyendo a socavarlo.

Fijémonos, por ejemplo, en las nociones de «placebo» y de «efecto placebo». Si decidimos desvelar su contenido, cabrá decir que un placebo es una sustancia inerte desde el punto de vista fisiológico que, no obstante, se administra a una persona convencida de que tiene o puede tener de facto una clara eficacia medicamentosa. Por su parte, la expresión «efecto placebo» alude al hecho de que los síntomas de un individuo que haya tomado un placebo experimenten una mejoría —una mejoría que se debe tanto a la circunstancia de que esa persona tenga la expectativa de alcanzar la curación como a la particularidad de que esa misma expectativa la haya sugestionado—.

Una vez que estos términos han arraigado firmemente en la lengua cotidiana, el efecto engaño que los acompaña queda plenamente patente, ya que lo que se constata es que, en la mayoría de los casos, los presupuestos clave que aparecen vinculados al placebo y al efecto placebo son erróneos.

  1. Es frecuente que los científicos, al escuchar la palabra «placebo», den por supuesta la inactividad del producto en cuestión, sin pararse a pensar qué es realmente esa sustancia a la que se supone fisiológicamente inerte. Y de hecho lo que debieran indagar tendría que ser más bien qué tipo de sustancia podría ser, dado que no conocemos ningún elemento químico que sea efectivamente neutro en el plano fisiológico.

    No hay ninguna normativa que regule qué es un placebo, y una de las características de estas sustancias radica en el hecho de que no suele revelarse en ningún caso su composición —puesto que, por regla general, la entidad que la determina es el fabricante encargado de elaborar la droga sometida a estudio—. Hay, no obstante, algunos casos, desde luego infrecuentes, en los que se ha dado en señalar la composición del placebo en sí, destacando entre ellos algunos ejemplos documentados en los que los elementos integrantes del placebo han venido aparentemente a generar una cierta distorsión en los efectos previstos. En dos estudios se emplearon sendas dosis de aceite de maíz y de aceite de oliva como placebos asociados a una serie de drogas presuntamente capaces de reducir las tasas de colesterol en sangre. Y en una de esas investigaciones se señaló que la baja incidencia de ataques al corazón que se había observado entre los integrantes del grupo de control —una incidencia tan reducida como «inesperada»— podía haber contribuido a impedir que se detectaran los beneficios de la droga capaz de combatir la colesterolemia. En otro estudio se señaló que un determinado fármaco destinado a combatir los síntomas gastrointestinales de los pacientes aquejados de cáncer presentaba un conjunto de beneficios «insospechados». Sin embargo, los pacientes afectados por esta enfermedad tienen mayores probabilidades de mostrar una aguda intolerancia a la lactosa —y se daba el curioso caso de que el placebo era justamente eso, lactosa, una variante de la conocida «píldora de azúcar»—. Lo que ocurre cuando se coloca la etiqueta «placebo» en el lugar en el que debieran figurar los componentes reales del medicamento es que se elude reflexionar acerca de la influencia potencial que pudiera haber ejercido en el estudio científico la composición de la sustancia empleada como elemento de control.

  2. Dado que son muchos los contextos en los que la gente afectada por un problema concreto refiere haber experimentado, por término medio, una notable mejoría de la situación tras recibir un placebo —respondiendo en tal sentido a las preguntas que puedan hacérseles (véase el punto 3)—, son también muy numerosos los científicos que han terminado admitiendo que el alcance de los beneficios que procura el «efecto placebo» —esto es, los derivados de la sugestión psicológica— no solo resulta ser muy relevante sino que goza también de una amplia difusión.

    Los investigadores daneses Asbjørn Hróbjartsson y Peter C. Götzsche han realizado una serie de estudios para comparar los efectos de un placebo con la ausencia de todo tratamiento. Y lo que consiguieron descubrir en el curso de sus trabajos es que, por regla general, el placebo… ¡no hace nada! Lo que se constata en la mayoría de los casos es que no hay ningún efecto placebo. Cuando se trata de cuadros de dolor o de ansiedad sí que se ha observado, a corto plazo, un moderado «efecto placebo». Según los informes científicos, la naloxona (un fármaco antagonista de los receptores opioides del sistema nervioso) logra bloquear el efecto placebo en el caso de los cuadros clínicos que cursan con dolor —lo cual implica de manera específica que los opioides endógenos del organismo desempeñan un papel concreto en la aparición del efecto placebo asociado con el alivio del dolor (y no cabe esperar que esa circunstancia alcance a favorecer ninguno de los resultados potenciales que pudieran llegar a medirse gracias a la investigación en sí)—.

  3. Cada vez que tienen noticia de que las personas que han recibido un placebo aseguran experimentar una mejoría, lo habitual es que los científicos supongan que esas afirmaciones han de deberse necesariamente al efecto placebo, esto es, a una combinación formada por la expectativa de alivio y por la sugestión psicológica. No obstante, lo cierto es que, por regla general, ese efecto obedece a una causa enteramente diferente, por ejemplo a la evolución natural de la enfermedad, o a una regresión de la situación, que vuelve a situarse en sus valores medios. Pensemos, pongo por caso, en una distribución estadística como la definida por una campana de Gauss. Tanto si el resultado perseguido es la reducción del dolor, como si lo que se busca es conseguir una disminución de la presión arterial, una bajada de los índices de colesterol en sangre o el descenso de alguna otra constante fisiológica, lo habitual es que los sujetos que se elijan para realizar el estudio terapéutico sean precisamente aquellos que se encuentran en uno de los extremos de dicha distribución —digamos en el polo en el que el valor estudiado muestra sus niveles máximos—. Con todo, el resultado que se trata de obtener constituye en realidad una cantidad variable (debido, por ejemplo, a las diferencias fisiológicas individuales, a la evolución natural de la propia patología, a la incidencia de uno o más errores de medición, etcétera). De este modo, al establecer un promedio, lo que se observa es que los valores máximos muestran una variación a la baja conocida con el nombre de «regresión a la media» —regresión que es un fenómeno que opera invariablemente, tanto si se ha administrado un placebo como si no—. (Y de ahí los hallazgos de los investigadores daneses.)

El efecto engaño que se cierne sobre el reciente estudio realizado por Ted Kaptchuk en Harvard es distinto. En este trabajo, los investigadores decidieron administrar un placebo, o nada en absoluto, a un conjunto de personas afectadas por el denominado síndrome del colon irritable. Se presentó el placebo a los pacientes en un frasco con una etiqueta en la que podía leerse con toda claridad la palabra «placebo», advirtiendo a los sujetos que participaban en el estudio de que se les estaba proporcionando efectivamente un placebo y de que se trataba, además, de unas sustancias de efectos tan conocidos como potentes. La tesis que se quería someter a prueba era la de que los médicos han de saber manejar con honradez los efectos de las expectativas de curación suscitadas, es decir, sin recurrir al engaño, informando por tanto a los sujetos que participan en el estudio de la potencia real de los placebos administrados, y estableciendo y cultivando el establecimiento de una estrecha relación con sus respectivos pacientes. De este modo, los investigadores procedieron a visitar en repetidas ocasiones a los sujetos del estudio, ganándose así, gracias a sus muestras de interés, el aprecio de las personas implicadas y reiterando en cada ocasión que los placebos administrados tenían un efecto muy potente. Se comprobó así que los individuos que estaban tomando el placebo tendían a mostrar la gratitud que sentían hacia los médicos diciéndoles que se encontraban mejor —y señalando así una mejoría superior a la que daban en manifestar las personas que no estaban tomando nada—. Los científicos atribuyeron este resultado al efecto placebo.

Ahora bien, ¿cómo ha de interpretarse que los sujetos del estudio se limitaran simplemente a decir a los científicos lo que en su opinión deseaban oír esos mismos científicos? En un artículo remitido al New York Times, Denise Grady señala lo siguiente: «Al hacerme mayor, empezaron a ponerme varias inyecciones a la semana para combatir la rinitis alérgica, aunque no creo que el tratamiento me sirviera de gran ayuda. Sin embargo, continuaba conservando la esperanza de que pudieran curarme del todo, por no mencionar que el médico que me atendía era amabilísimo, así que cada vez que él me preguntaba si me sentía mejor yo le contestaba que sí». Este deseo de agradar al sanador (que quizá pueda considerarse una variante del sesgo informativo derivado de la búsqueda de la «aprobación social») acaba convirtiéndose en un caldo de cultivo particularmente apropiado para el surgimiento y la incidencia de un conjunto de situaciones susceptibles de ser efectivamente interpretadas como resultado de un efecto placebo, ya que este implica la aparición de una mejora sintomática ligada a circunstancias subjetivas. Esto me lleva a preguntarme si realmente habría podido darse pie a un error o a una presunción de semejante magnitud de no haber existido una expresión como «efecto placebo», pensada para calificar precisamente una interpretación concreta: aquella que el grupo de investigadores de Harvard había singularizado —por considerar que se trataba de la más verosímil— de entre todas las perentorias posibilidades alternativas que se les ofrecían.

Otra de las explicaciones que se ajustan a estos resultados es la vinculada con la existencia de una mejoría de carácter específicamente fisiológico. En el estudio realizado por el doctor Ted Kaptchuk[*] se empleaba una fibra no absorbente —a base de celulosa microcristalina— como placebo, indicándose a los sujetos de la investigación que se trataba de una sustancia muy eficaz. El hecho de haber explicitado la composición de la sustancia placebo ha permitido cosechar grandes elogios a los autores de dicho estudio. Existen sin embargo otras fibras no absorbentes que producen efectos benéficos tanto en casos de estreñimiento como de diarrea —síntomas ambos del síndrome del colon irritable— y que se recetan específicamente en esos casos (los mucílagos del llantén de arena son un buen ejemplo de ello). Por consiguiente, no cabe excluir la posibilidad de que el pretendido «placebo» hubiera tenido de hecho un efecto benéfico de naturaleza específicamente fisiológica, lo que lo convertiría en responsable de la mejora de los síntomas.

Considerados conjuntamente, los ejemplos anteriores vienen a mostrar dos cosas: en primer lugar, que no es posible dar por sentado que el término «placebo» sea implícitamente sinónimo de «sustancia inerte» (y lo cierto es que, por regla general, no lo es en absoluto); y en segundo lugar, que en aquellos casos en que la investigación detecta la aparición de una mejoría notable en la sintomatología de los pacientes tratados con un placebo (resultado que ha de esperarse sistemáticamente, aunque solo sea en función de las consideraciones asociadas con las características de las distribuciones estadísticas) no podrá inferirse de inmediato que dicha mejoría se deba necesariamente a los efectos de la sugestión psicológica.

De este modo, en lugar de promover una reflexión juiciosa, lo que las pruebas sugieren es que, en muchos casos —entre los que cabe destacar los de los contextos de relevancia más singular, es decir, aquellos cuyas inferencias pueden encontrar aplicación en la práctica médica—, el hecho de sustituir unos términos dados (en nuestro caso los de «placebo» y «efecto placebo») por los conceptos que dichas expresiones encierran podría acabar impidiendo o anulando de facto el análisis crítico de las cuestiones clave —una circunstancia que se revela potencialmente capaz de incidir de modo fundamental en las preocupaciones que suscitan los esfuerzos de todos.

Este libro le hará más inteligente
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