EL SÍNDROME DE LA CONSTANTE MODIFICACIÓN DE LOS VALORES INICIALES

PAUL KEDROSKY

Director del blog Infectious Greed; asesor principal de la Fundación Kauffman.

En el año 1497, al llegar John Cabot al Gran Banco de pesca situado frente a las costas de Terranova, quedó perplejo ante la visión que se ofrecía a sus ojos. Peces, peces por todas partes, y en unas cifras que apenas alcanzaba a figurarse. Según refiere Farley Mowat[*], Cabot escribió que en las aguas de esa zona «bullía tal cantidad de peces [que no solo] podían cogerse con una red, sino también con cestas sumergidas y [lastradas] con una piedra». De este modo, la industria pesquera conoció un auge inaudito por espacio de quinientos años, pero en 1992 la euforia llegaría a su fin. Las pesquerías de bacalao del Gran Banco de Terranova se agotaron, y el gobierno canadiense se vio obligado a cerrar completamente el acceso de los faeneros a la zona, condenando al paro a treinta mil pescadores. El banco no ha logrado recuperarse desde entonces.

¿Cuál fue el error cometido? Lo cierto es que, en realidad, no había sido uno solo, sino muchos, desde la introducción de los buques-factoría a una inadecuada supervisión, pero en buena medida el hecho de considerar normal cada uno de los pasos que finalmente habrían de conducir al desastre contribuiría a fomentar y a enconar el problema. A lo largo de la transición de la plétora al desplome se juzgó que lo que estaba sucediendo respondía a una situación corriente, hasta el momento mismo en el que los bancos de pesca se vieron fundamentalmente borrados del mapa.

En el año 1995, Daniel Pauly, un experto en pesquerías acuñó una expresión para explicar esta inquietante negligencia ecológica: le dio el nombre de «síndrome de la constante modificación de los valores iniciales». Esta es la primera formulación que realizó Pauly del mencionado síndrome:

Cada nueva generación de estudiosos de las pesquerías acepta como valor inicial el tamaño de la población y la composición de especies que encuentra al arrancar su carrera profesional, valiéndose de esos datos para valorar los cambios que constata. Cuando la siguiente generación de biólogos marinos comienza su andadura científica, la población de peces ha experimentado un nuevo declive, pero será la población registrada en ese momento la que sirva como valor inicial. Obviamente, el resultado es un gradual descenso del estado basal, o lo que es lo mismo: una paulatina adaptación a la progresiva y silente desaparición de los recursos pesqueros.

Estamos pues ante un caso de ceguera, estupidez y olvido intergeneracional de los datos pertinentes. La mayor parte de las disciplinas científicas cuentan con una cronología empírica de largo recorrido, pero son numerosos los casos en que se constata que no ocurre lo mismo con las disciplinas relacionadas con la ecología. Los ecólogos nos vemos obligados a basar nuestras decisiones en informaciones de segunda mano y de carácter anecdótico. No disponemos de los datos suficientes para saber lo que es normal, de manera que nos convencemos a nosotros mismos de que lo que tenemos delante es precisamente lo normal.

Sin embargo, en muchas ocasiones no se trata de algo normal en absoluto. Muy al contrario, la situación se perfila ante nosotros como un estado basal que va modificándose de forma constante e insidiosa, y lo que al final ocurre no se diferencia demasiado de lo que sucede cuando nos convencemos a nosotros mismos de que los inviernos siempre han sido así de cálidos o así de propensos a las grandes nevadas; o de lo que se produce cuando nos persuadimos a nosotros mismos de que el número de ciervos de los bosques del este de Norteamérica siempre ha sido así de elevado; o de lo que ocurre cuando nos parece estar seguros de que los actuales niveles de consumo de energía per cápita que se registran en el mundo desarrollado son normales… Todos los ejemplos que acabo de citar son valores iniciales sujetos a una constante modificación, situaciones en las que la inadecuación de nuestros datos —ya sean estos de origen personal o científico— proporciona un peligroso pretexto para pasar por alto uno o varios cambios relevantes de entre los muchos que se producen a largo plazo en el mundo que nos rodea.

Una vez que se ha entendido en qué consiste, el síndrome de la constante modificación de los valores iniciales le obliga a uno a preguntarse continuamente qué es una situación normal. ¿Lo es esta? ¿Lo era aquella otra? Y lo que no reviste menos importancia: la conciencia del mencionado síndrome nos induce a interrogarnos acerca de la forma en que llegamos a «saber» que algo es efectiva o supuestamente normal. Y en caso de que no lo fuera, deberemos dejar necesariamente de modificar los estados basales para pasar a tomar medidas orientadas a corregir el sesgo del proceso antes de que sea demasiado tarde.

Este libro le hará más inteligente
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