EXTERNALIDADES

ROB KURZBAN

Psicólogo de la Universidad de Pensilvania; director del Laboratorio de Psicología Evolutiva Experimental de Pensilvania (PLEEP); autor de Why Everyone (Else) Is a Hypocrite: Evolution and the Modular Mind.

Muy a menudo, cuando me pongo a hacer lo que tengo que hacer, mis acciones le afectan a usted, como una especie de efecto colateral de carácter incidental. En muchos de esos casos, no tengo que compensarle por cualquier perjuicio que yo pudiera haberle causado inadvertidamente. Del mismo modo, es igualmente frecuente que usted no tenga que indemnizarme por cualquier beneficio que le haya podido generar yo sin querer. El término «externalidades» hace referencia a este tipo de situaciones —unas situaciones que además de omnipresentes resultan muy importantes, especialmente en nuestro moderno e interconectado mundo, debido a que, al procurar yo materializar mis metas, acabo muchas veces por afectarle a usted en un indeterminado número de maneras distintas—.

Las externalidades pueden ser pequeñas o grandes, negativas o positivas. En la época en que residía en Santa Bárbara, California, mucha gente sin más objetivo que el de trabajar a fondo su bronceado lograba generar un conjunto de externalidades positivas (y pequeñas, efectivamente) para beneficio de los transeúntes, que de ese modo podían disfrutar del amejoramiento paisajístico. Estos mirones no tenían que pagar nada por aquel embellecimiento del panorama, pero en esa misma playa, los aficionados a patinar, que se desplazaban a gran velocidad y se veían distraídos a causa de esta particular externalidad positiva, provocaban de cuando en cuando alguna que otra externalidad negativa —materializada en forma de un incremento del riesgo de colisión y que afectaba en sus caminatas a los peatones que se proponían disfrutar tranquilamente del paseo—.

En la época actual, las externalidades están adquiriendo una importancia cada vez mayor, dado que las acciones que se realizan en un punto tienen hoy la capacidad potencial de afectar a otras personas situadas en el hemisferio opuesto. Si yo me pongo a fabricar chismes para que usted los compre, podría darse el caso de que generara, como efecto colateral del proceso, un volumen de desperdicios o sustancias proclive a hacer que la situación de la gente que vive cerca de mi fábrica empeore notablemente —llegando a perjudicar quizás a la que habita el planeta entero—. Mientras no tenga que compensar a nadie por provocar la polución del agua y el aire que utilizo será poco probable que me esfuerce realmente por dejar de actuar de ese modo.

Vistas las cosas desde una perspectiva más pequeña y más personal, es preciso concluir que todos nos imponemos externalidades unos a otros, simplemente al realizar las tareas de nuestra vida cotidiana. Yo voy en coche al trabajo, incrementando el volumen de tráfico al que ha de enfrentarse usted. Todos sufrimos la extraña obsesión, que se apodera actualmente del público que asiste a los cines, de comprobar los mensajes de texto de sus teléfonos móviles en plena película, con lo que el brillante resplandor que despunta a izquierda y derecha reduce el disfrute de quien se encuentra allí con el exclusivo fin de contemplar el filme.

El concepto de las externalidades resulta útil debido a que polariza nuestra atención, permitiendo que esta se centre en esos efectos secundarios no intencionados. Si no nos fijáramos en las externalidades, tal vez pensaríamos que la mejor forma de reducir los atascos de tráfico consiste en construir más carreteras. Esa solución podría funcionar, pero otro modo de resolver el problema, y potencialmente más eficaz además, consistiría en poner en marcha un conjunto de medidas políticas que obligaran a los conductores a compensar económicamente el coste de las externalidades negativas mediante el pago de un canon por la utilización de las carreteras, sobre todo en las horas punta. Las llamadas «tarifas de congestión», como las que ya se aplican en Londres y Singapur, han sido concebidas precisamente a tal efecto. Si nos vemos obligados a pagar para ir al centro de la ciudad en las horas de mayor afluencia de tráfico es muy posible que decidamos quedarnos en casa a menos que la necesidad de realizar ese desplazamiento resulte verdaderamente apremiante.

El hecho de tener bien presentes las externalidades también nos recuerda que, en los sistemas complejos e integrados, las intervenciones simples pensadas para producir un determinado efecto deseable tendrán muchas más consecuencias, al menos en potencia: unas de índole positiva y otras de carácter negativo. Pensemos, por ejemplo, en lo sucedido con el DDT. La primera vez que se utilizó este insecticida tuvo el efecto deseado, que consistía en reducir la propagación de la malaria gracias al control de las poblaciones de mosquitos. Sin embargo, su empleo iba a generar, asimismo, dos consecuencias no deseadas. En primer lugar, provocó el envenenamiento de un cierto número de animales y seres humanos; y en segundo lugar, dio pie a la aparición —por vía de la selección natural— de resistencias entre los insectos que se pretendía eliminar. En el futuro, es probable que la adopción de medidas políticas encaminadas a la disminución del uso del DDT alcance a prevenir eficazmente estas dos consecuencias negativas. Sea como fuere, y a pesar de que se haya levantado cierta polémica en relación con los detalles de este proceso, lo cierto es que las propias medidas mencionadas podrían haber tenido a su vez un importante efecto colateral: el de incrementar las tasas de infección por el parásito de la malaria, transmitido por los mosquitos que el DDT ha dejado de eliminar tras restringirse su empleo.

El punto clave estriba en que la noción de externalidad nos obliga a pensar en los efectos no intencionados de nuestras acciones, sean positivos o negativos, que ejercen una amenaza creciente sobre todos nosotros, y tanto mayor cuanto más pequeño se hace el mundo. El concepto de externalidad resalta que no solo es preciso equilibrar los costes y los beneficios que genera de manera deliberada una particular medida política cuya aplicación se esté sometiendo a estudio, sino ponderar también sus efectos imprevistos. Es más, la idea de la externalidad nos ayuda a centrarnos en un tipo de solución y a preferir aplicar esa solución y no otra a los problemas derivados de los perjuicios no intencionados, lo que equivale a pensar en el uso de los incentivos económicos para lograr que tanto las empresas como los particulares produzcan un mayor número de externalidades positivas y una menor cantidad de externalidades negativas.

El hecho de tener en cuenta las externalidades en nuestra vida cotidiana focaliza nuestra atención y la centra en la forma en que provocamos perjuicios —si bien de forma inadvertida— a las personas que nos rodean, por no mencionar que también puede proporcionar una orientación a las razones que nos llevan a tomar nuestras decisiones, incluyendo la de optar por esperar a que termine de pasar el listado de los créditos de la película para empezar a comprobar si hemos recibido o no algún mensaje nuevo en nuestro teléfono móvil.

Este libro le hará más inteligente
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