EL ERROR ACUMULATIVO
JARON LANIER
Músico e informático; precursor de la realidad virtual; autor de You Are Not a Gadget: A Manifesto.
Estamos ante un asunto propio de los juegos infantiles. La gracia del juego del teléfono consiste en que un grupo de niños puestos en corro se susurran unos a otros al oído un determinado mensaje secreto que su receptor final anuncia en voz alta. Lo que suele ocurrir entonces, para regocijo de todos, es que el mensaje suele quedar transformado en algo completamente nuevo y extraño, por más que los jugadores se hayan mostrado tan sinceros como cuidadosos en la transmisión de su contenido original.
Da la impresión de que el humor es la forma que tiene el cerebro de motivarse a sí mismo —dado que le produce placer— a fin de ponerse en disposición de prestar atención a las discrepancias y los sesgos que median entre la realidad y su percepción del mundo. En el juego del «teléfono» lo que nos hace disfrutar es el hecho de romper de manera chusca las expectativas más probables —y de ese modo constatamos que lo que pensamos que debiera de mostrar un carácter fijo resulta ser en realidad un fenómeno de naturaleza fluida.
El hecho de que un cerebro se equivoque en algo tan común como para que la percepción del fallo alcance a convertirse en la clave de bóveda de un sencillo juego infantil nos indica con toda seguridad que la cognición humana adolece de un problema del que vale la pena ocuparse. Lo cierto es que esperamos que, de algún modo, la información se comporte de acuerdo con las pautas platónicas y se revele fidedigna a su fuente, con independencia de la particular peripecia que pueda haber venido a alterarla.
Si la ilusión de la información platónica nos induce a confusión se debe al hecho de que dicha información puede burlar nuestra natural tendencia al escepticismo. Si una de las niñas del juego anterior sospechara que el mensaje es demasiado raro como para poderlo considerar auténtico, lo cierto es que tiene la posibilidad de comparar fácilmente sus anotaciones mentales con el chiquillo que se halle más próximo, esto es, con el que recibió el mensaje justo antes que ella. En tal caso, esa niña podría descubrir alguna pequeña variación, pero en la mayoría de los casos la información parecerá poder confirmarse, de modo que la niña de nuestro ejemplo topará con la verificación aparente de un aserto que en realidad es falso.
Otro delicioso pasatiempo es el de exagerar las transformaciones que vienen a imprimirse a un artefacto informativo por medio de un algoritmo digital hasta convertirlo en algo francamente extraño —una práctica que resulta útil, al menos siempre que se emplee con moderación—. Pondré un ejemplo: se puede utilizar cualquiera de los servicios de traducción automática de Internet para proceder a traducir una determinada frase, haciéndola pasar por toda una serie de idiomas y devolviéndola así, de traducción en traducción, a la lengua original a fin de comprobar qué es lo que se termina obteniendo. En solo cuatro pasos, el actual traductor automático de Google transforma la oración «The edge of knowledge motivates intriguing online discussions» («Las fronteras del conocimiento generan debates fascinantes en la Red») en «Online discussions in order to stimulate an attractive national knowledge» («Discusiones en línea a fin de estimular un atractivo conocimiento nacional») —para ello, basta pasar del inglés al alemán, del alemán al hebreo, de ahí al chino simplificado y regresar después al inglés—. Este tipo de cosas se nos antojan chistosas, como ocurría en el caso de los niños enfrascados en el juego del teléfono —y está bien que así sea, porque se trata de algo que viene a recordarnos que las expectativas que tienen nuestros cerebros acerca de la transformación de la información son escasamente realistas.
Aunque la tecnología de la información es capaz de revelarnos algunas cosas ciertas, también es verdad que puede llegar a generar ilusiones más sólidas de lo que solemos creer. Por ejemplo, los sensores que se hallan repartidos por todo el mundo y que están conectados mediante un conjunto de nubes de cómputo tienen la facultad de hacer sonar la alarma en caso de detectar uno o más patrones de cambio apremiante en los datos climáticos. Sin embargo, la existencia de una interminable cadena de reenvíos cibernéticos también puede hacer que una enorme cantidad de personas caiga en la ilusión de pensar que los datos originales forman parte de un engaño.
La ilusión de la información platónica es una plaga omnipresente en el mundo de las finanzas. Los instrumentos financieros se están convirtiendo, a múltiples niveles, en derivados de las acciones que ocurren sobre el terreno —acciones que en último término se suponen impulsadas y optimizadas por las finanzas mismas—. La razón de que se financie la compra de una casa debiera hallar su fundamento, al menos en parte, en conseguir que se adquiera efectivamente dicha casa. Sin embargo, durante los prolegómenos de la Gran Recesión que estamos padeciendo, las acciones de la inmensa legión de especialistas que hoy operan a través de los hipertrofiados servicios de informática en la nube han conseguido mostrar que si se dota de suficiente complejidad a los instrumentos financieros, estos pueden acabar desvinculándose por completo del objetivo último para el que fueron concebidos.
En el caso de las herramientas financieras complejas, el elemento que desempeña el papel que antes reservábamos a cada uno de los niños de nuestro juego del teléfono no corresponde ahora a una serie horizontal de puestos informáticos encargados de transmitir el mensaje sino a una secuencia vertical de transformaciones cuya fiabilidad no es mayor que la de los protagonistas infantiles del primer ejemplo. Las transacciones acaban amontonándose unas encima de otras. Cada una de esas transacciones está basada en una fórmula que transforma los datos de las transacciones que se encuentran bajo ella en el montón. De ese modo, una determinada transacción podría llegar a basarse en la posibilidad de que la predicción de una particular predicción hubiera sido predicha de manera inadecuada.
La ilusión de la información platónica reaparece también en forma de creencia: la que sostiene que los resultados de una representación mejoran, necesariamente, cuanto más alto es el nivel de esa representación. Sin embargo, cada vez que se juzga el valor de una transacción en función de la estimación del riesgo implícito en otra transacción —aun en el caso de que todo se efectúe en una estructura vertical— se inyecta en el sistema, como mínimo, una pequeña dosis de error y de artificio. Y tras un determinado lapso de tiempo, esto es, una vez que se han ido acumulando unas cuantas capas de estimación, la información se vuelve rara.
Por desgracia, el bucle de retroalimentación que determina si una transacción tiene éxito o no se basa únicamente en las interacciones que unen a dicha transacción con sus vecinas más inmediatas en el fantasmagórico y abstracto patio de recreo de las finanzas. Por consiguiente, una determinada transacción puede generar ganancias en función del modo en que interactúe con las demás transacciones a las que hace referencia directa, pese a no guardar relación alguna con los acontecimientos reales que tienen lugar en el mundo real en el que, en último término, vienen a hundir sus raíces todas las transacciones. Este proceder es idéntico al de la niña que trataba de hacerse una idea de si un mensaje había sido alterado o no preguntándoselo única y exclusivamente a los niños que tiene a su lado.
En principio, Internet permite que la gente conecte directamente con las fuentes de información pertinentes a fin de evitar caer en las mismas ilusiones que se daban en el juego del teléfono. Y ciertamente eso es lo que sucede. Ha habido millones de personas, por ejemplo, que han podido experimentar directamente lo que captaban las cámaras de los vehículos todoterreno enviados a Marte.
Sin embargo, tal y como ha evolucionado la economía de Internet, lo que se constata es que la Red incentiva la presencia de agregadores informáticos. Esto significa que nos hallamos todos embarcados en un nuevo juego del teléfono, un juego en el que uno habla con el bloguero, quien a su vez se comunica con el agregador de blogs, que interactúa con la red social, que contacta con el anunciante, que dialoga con el comité de acción política, y así sucesivamente. Cada uno de los puestos informáticos intermedios piensa que el mensaje que se le transmite tiene sentido, puesto que el alcance de su visión es tan limitado como el de la niña escéptica de nuestro corro de chiquillos, de modo que al final el sistema entero termina absorbiendo una cierta dosis de información absurda.
Si se repiten hasta la saciedad, los chistes dejan de resultar graciosos. Es urgente dar a conocer universalmente la falacia cognitiva de la información platónica, y no menos apremiante resulta la necesidad de diseñar unos sistemas de información pensados para reducir la presencia de errores acumulativos.