EL PRINCIPIO COPERNICANO
SAMUEL ARBESMAN
Experto en matemática aplicada; miembro del programa de investigación posdoctoral del Departamento de Políticas de Atención Sanitaria de la Facultad de Medicina de Harvard; afiliado al Instituto de Ciencias Sociales Cuantitativas de la Universidad de Harvard.
El científico Nicolás Copérnico comprendió que la Tierra no ocupa un lugar privilegiado en el sistema solar. Puede ampliarse el alcance de esta elegante constatación hasta convertirla en el vector de una impactante idea que sostiene que el punto en que nos hallamos no es en modo alguno especial ni favorable. Esa idea es el principio copernicano. Si contemplamos el mundo a la luz de ese principio se nos abre la doble posibilidad de superar algunos de los prejuicios que todavía alimentamos sobre nosotros mismos y de revisar la relación que nos une con el universo.
El principio copernicano puede emplearse en su tradicional sentido espacial para cobrar conciencia de que nuestro Sol se encuentra en una posición mediocre en la periferia de nuestra galaxia, la cual tampoco ocupa ningún lugar notable en el universo. Además, el principio copernicano nos ayuda a comprender mejor la expansión de ese mismo universo, ya que nos permite apreciar que desde cualquier punto del cosmos veríamos alejarse rápidamente de nosotros a las demás galaxias, como nos sucede cuando las observamos desde la Tierra. No hay nada de especial en nosotros.
El astrofísico J. Richard Gott ha hecho igualmente extensivo el principio copernicano a nuestra posición temporal, dedicándolo a obtener estimaciones relacionadas con los acontecimientos que marcan nuestra existencia y, además, instándonos a hacerlo con independencia de toda información adicional. De acuerdo con lo que expone Gott, no hay razón alguna para creer que disfrutemos de una posición temporal privilegiada —dejando a un lado el hecho de que seamos unos observadores inteligentes—. El principio copernicano nos permite cuantificar el grado de incertidumbre que sentimos y comprender que es muy frecuente que no seamos ni el origen ni el fin de las cosas. Este principio permitió que Gott estimara correctamente la fecha en que podía derrumbarse el muro de Berlín, e incluso ha arrojado cifras significativas en relación con la supervivencia de la humanidad.
La idea copernicana puede fijar incluso la posición que ocupamos en los distintos órdenes de magnitud de nuestro mundo: somos mucho más pequeños que la mayor parte de los objetos del cosmos, mucho mayores que la mayoría de los elementos químicos, mucho más lentos que gran parte de los sucesos que tienen lugar a escala subatómica, y bastante más rápidos que los procesos geológicos y evolutivos. El principio copernicano nos empuja a estudiar los diferentes órdenes de magnitud de nuestro mundo —escalados en una secuencia que los alinea de mayor a menor, o viceversa— porque no podemos dar por supuesto que todos los sucesos interesantes se produzcan en el mismo plano en que nos desenvolvemos nosotros.
No obstante, pese a que este reglamentado enfoque pone de manifiesto nuestra mediocridad, no hace falta desesperar: hasta donde sabemos, somos la única especie consciente del lugar que ocupa en el universo. La paradoja del principio copernicano radica en el hecho de que, haciéndonos comprender adecuadamente cuál es nuestro sitio, y pese a la lección de humildad que pueda encerrar, constituye la única vía de acceso para entender nuestras singulares circunstancias. Y, sin embargo, cuando al fin alcancemos a entenderlo, no pareceremos ya tan insignificantes.