EL MANTENIMIENTO DEL SENTIDO DE LA PROPORCIÓN RESPECTO AL MIEDO A LO DESCONOCIDO
AUBREY DE GREY
Gerontólogo; director científico de la Fundación SENS (siglas de Strategies for Engineered Negligible Senescence —Estrategias para el diseño de una Senectud Inapreciable—); coautor (junto con Michael Rae) de Ending Aging.
Einstein ocupa una posición extremadamente elevada tanto entre las figuras de todos los tiempos que han dedicado su vida a la práctica de la ciencia como entre los creadores de aforismos capaces de situar a los estudios científicos en el contexto del mundo real en el que se hallan inmersos. Una de las máximas que más me fascinan dice: «De haber sabido lo que estábamos haciendo no lo habríamos llamado investigación». Este sugerente comentario, como suele ocurrir con las mejores citas de los expertos en cualquier campo del conocimiento, encierra una sutil mezcla de simpatía y desdén por las dificultades que encuentra el populacho para comprender lo que hacen esos expertos.
Uno de los desafíos más descollantes a los que han de hacer frente los científicos actuales es el de transmitir la idea de que es preciso gestionar la incertidumbre. El público general sabe que los expertos son justamente eso, expertos —esto es, que saben más que nadie acerca de un determinado tema—. Lo que, en cambio, ya resulta notablemente más difícil de comprender para la mayoría de la gente es, obviamente, que la circunstancia de que los expertos sepan «más que nadie» no quiere decir que lo sepan «todo». De hecho, lo que se hace particularmente complejo de entender es que, dado que únicamente poseen un conocimiento parcial, esos expertos no solo han de tener una notable competencia en sus respectivas áreas del saber, sino también una gran imaginación para poder discernir cuál es la línea de acción que mejor conviene a sus objetivos. Más aún: esas acciones habrán de ponderarse adecuadamente, ya sea en un laboratorio, en la redacción de un periódico o en el despacho de un responsable político.
Evidentemente, no hay duda de que muchos expertos se revelan decididamente inexpertos al intentar transmitir la esencia de su trabajo en términos comprensibles para el lego. Esta es, todavía hoy, una cuestión clave, en buena medida debida a que solo en contadas ocasiones se pide a los expertos que comuniquen sus conocimientos al público en general, de modo que es lógico que no consideren prioritario adquirir esa habilidad. Siempre es posible encontrar posibilidades de formación y de asesoramiento en este sentido —es algo que ofrecen muy a menudo los gabinetes de prensa de las universidades—, pero aun en el caso de que los expertos decidan aprovechar esas oportunidades, lo cierto es que, por regla general, lo hacen demasiado tarde y con una frecuencia insuficiente.
En cualquier caso, a mi juicio esta es una cuestión de segundo orden. Siendo un científico que puede permitirse el lujo de comunicarse muy a menudo con el público en general, puedo afirmar sin miedo a equivocarme que la experiencia solo constituye una ayuda limitada, válida únicamente hasta cierto punto. Hay un obstáculo fundamental que sigue interponiéndose en nuestro camino, a saber: en lo relativo a la gestión de la incertidumbre, las personas que en su vida cotidiana no practican la ciencia suelen guiarse por instintos profundamente arraigados. Estos instintos existen debido a que, por regla general, funcionan, pese a diferir profundamente de lo que puede considerarse una estrategia óptima en ciencia y tecnología. Y lo que en este caso importa de verdad es, sin duda, la tecnología, puesto que es el punto en el que nuestros neumáticos ejercen tracción sobre el asfalto, esto es, en el que la ciencia y el mundo real entran en contacto, el lugar, por tanto, en el que por fuerza habrán de comunicarse eficazmente ambas esferas.
En este sentido, hay tantos ejemplos de fracaso que tendría poco sentido enumerarlos. Ya se trate de la fiebre porcina, de la gripe aviaria, de los cultivos transgénicos o de las células madre, los debates públicos se alejan de forma tan descarnada de la zona en que los científicos se sienten cómodos que resulta difícil no simpatizar con los errores que cometen los profesionales de la ciencia, como el de aceptar que la gente llame «clonación» a la transferencia de material nuclear, pese a ser una denominación que podría retrasar varios años el desarrollo de líneas de investigación decisivas.
No obstante, hay un particular aspecto de este problema que destaca por encima de los demás debido a los perjuicios que puede causar potencialmente al público modificando sus acciones, me refiero a la aversión al riesgo. Cuando la incertidumbre gira en torno a cuestiones como las de la ética (como ocurre, por ejemplo, en el caso de la transferencia nuclear) o la política económica (como sucede cuando se trata, pongamos por caso, de la vacunación contra la gripe), las dificultades pueden evitarse, al menos en potencia, mediante el simple expediente de una adecuada planificación. Sin embargo, no sucede lo mismo cuando el asunto se centra en la actitud que el público adopta en relación con el riesgo. El inmenso declive que han experimentado las vacunaciones destinadas a prevenir las principales enfermedades infantiles a raíz de la aparición de un único y controvertido estudio que relacionaba las vacunas con el autismo es un buen ejemplo de ello. Otro es el de la suspensión durante al menos un año de la práctica totalidad de las pruebas clínicas asociadas con la terapia génica a consecuencia del fallecimiento de uno de los sujetos que participaban en dichas pruebas —decisión que, pese a haber sido adoptada por una serie de organismos reguladores, sintonizaba con la opinión pública—.
Este tipo de respuestas a la relación entre los riesgos y los beneficios que presentan las tecnologías de vanguardia son otras muestras de miedo a lo desconocido que, además de priorizar de un modo irracionalmente conservador los riesgos asociados con el cambio, instauran una conducta que, al anteponerse a los beneficios esperables, tiene consecuencias inequívocamente negativas en cuanto a la cualidad y la cantidad de la vida futura de los seres humanos. El miedo a lo desconocido no es en principio algo que deba considerarse irracional, ya que no lo es ni de lejos, al menos mientras por «miedo a» entendamos «precaución con». Sin embargo, es algo que puede y suele exagerarse. Si lográsemos que el público alcanzara una comprensión más exacta y plena de la forma en que ha de procederse a evaluar los riesgos inherentes al examen de las futuras tecnologías, si consiguiéramos que llegara a apreciar los méritos derivados de la aceptación de unos cuantos riesgos a corto plazo en nombre de la obtención de un beneficio inmensamente superior a largo plazo, se aceleraría el progreso que actualmente conocen todos los campos tecnológicos, especialmente los relacionados con la tecnología biomédica.