EL EXPERIMENTO CONTROLADO
TIMO HANNAY
Director ejecutivo de la sección Digital Science de la Editorial Macmillan.
El concepto científico que la mayoría de la gente haría bien en comprender y explotar es uno que prácticamente viene a definir a la ciencia misma: la noción de experimento controlado.
Cuando se nos pide que tomemos una decisión, la respuesta instintiva que acostumbra a dar la mayoría de las personas no específicamente versadas en ningún campo científico concreto consiste en recurrir a la introspección, o quizás en convocar una reunión. Lo que el método científico dictamina, por el contrario, es que lo que debemos hacer, siempre que resulte posible, es efectuar el experimento controlado más pertinente al caso. Una de las demostraciones más tajantes de la superioridad de este último enfoque es el hecho de que la ciencia haya descubierto un gran número de realidades del mundo, aunque todavía lo confirme con más fuerza si cabe la circunstancia de que gran parte de esos hallazgos —como el principio copernicano, la evolución derivada de la selección natural, la teoría de la relatividad general o la mecánica cuántica— tengan un carácter tan alucinantemente antiintuitivo. En efecto, al comprender la verdad como una realidad definida a través de la experimentación (y no por la aplicación del sentido común, el consenso, la sumisión al parecer de los ancianos, la gracia de la revelación o cualquier otro medio), nos hemos liberado de las constricciones que nos imponían nuestras ideas innatas y preconcebidas, nuestros prejuicios y nuestra falta de imaginación. La experimentación nos ha permitido aprehender el universo desde un punto de vista que supera con mucho lo que habríamos obtenido si solo hubiéramos confiado en nuestra capacidad de inferir a partir de la intuición.
Es, por tanto, una vergüenza que, por regla general, solo los científicos realicen experimentos. ¿Qué ocurriría si los hombres de negocios y los estrategas políticos dedicaran menos energías a tomar decisiones basadas en su instinto o en las conclusiones de un debate alimentado tan solo por una información parcial y pasaran, en cambio, más tiempo concibiendo fórmulas objetivas para identificar las respuestas más adecuadas? Creo que, muy a menudo, adoptarían decisiones más correctas.
Esto es algo que ya está empezando a suceder en algunos ámbitos. Las compañías que operan en la Red, como Amazon y Google, no languidecen pensando cómo diseñar sus páginas web. Antes al contrario, lo que hacen es realizar una serie de experimentos controlados mostrando las distintas versiones de las páginas que estudian lanzar a diferentes grupos de usuarios hasta obtener por iteración[*] una solución óptima. Y con el volumen de tráfico que mueven estos portales electrónicos, las pruebas concretas se completan en unos pocos segundos. Les ayuda en su empeño, claro está, el hecho de que la Red sea particularmente propicia tanto a la rápida adquisición de datos como a la iteración de un producto. Sin embargo, les facilita todavía más la labor el que muchos de sus directivos tengan la formación propia de un ingeniero o de un científico, eventualidad que les permite pensar en términos científicos —o lo que es lo mismo: experimentales—.
Las políticas gubernamentales, desde los métodos educativos empleados en los colegios hasta las sentencias de condena a penas de prisión, pasando por los impuestos, también saldrían beneficiadas si se hiciera un mayor uso de los experimentos controlados. Este es no obstante el punto en el que mucha gente comienza a mostrarse reticente. Quedar convertidos en sujetos de un experimento en un terreno tan crucial o tan controvertido como el de la educación de nuestros hijos o el encarcelamiento de los delincuentes parece un insulto tanto a nuestro sentido de la justicia como a la creencia, firmemente arraigada, de que nos asiste el derecho a recibir un trato exactamente igual al que se dispensa al resto de los ciudadanos. A fin de cuentas, si se establecen grupos separados, uno dedicado a la experimentación en sí y el otro destinado a servir como elemento de control, parece claro que uno de los dos saldrá perdiendo. Pues bien, no es así, dado que no sabemos con antelación cuál de los dos grupos gozará de mejores circunstancias, siendo justamente esa la razón de que efectuemos el experimento. Solo cuando no se realiza un experimento potencialmente informativo surgen verdaderos perjudicados, y me refiero a todas las generaciones futuras que podrían haberse beneficiado de los resultados. La verdadera razón de que la gente se sienta incómoda ante la perspectiva de un experimento social estriba simplemente en el hecho de que no está acostumbrada a presenciar experimentos en ese ámbito. A fin de cuentas, todos los aceptamos de buena gana en el contexto, mucho más serio, de las pruebas médicas de carácter clínico, ya que este es un terreno en el que se dirimen literalmente cuestiones de vida o muerte.
Resulta evidente que los experimentos no son la panacea. No pueden decirnos, por ejemplo, si un determinado acusado es inocente o culpable. Además, en muchas ocasiones los experimentos no arrojan un resultado concluyente. En tales circunstancias, un científico puede limitarse a encogerse de hombros y a manifestar que sigue sin poder pronunciarse con seguridad sobre la cuestión, mientras que muy a menudo el hombre de negocios o el legislador no puede permitirse ese lujo y se ve obligado a tomar una decisión pese a la falta de una conclusión tajante. Con todo, ninguno de estos elementos resta importancia al doble hecho de que el experimento controlado es el mejor método concebido hasta la fecha para descubrir la realidad del mundo, y de que deberíamos usarlo siempre que constatemos que resulta sensato proceder a su realización.