EL «TIEMPO PROFUNDO»
Y EL FUTURO REMOTO
MARTIN REES
Presidente emérito de la Real Sociedad de Londres; profesor de cosmología y astrofísica; director del Trinity College de Cambridge; autor de Nuestra hora final: ¿será el siglo XXI el último de la humanidad?
Necesitamos expandir nuestro horizonte temporal, y en especial hemos de adquirir una conciencia más honda y amplia de que tenemos por delante bastante más tiempo del transcurrido hasta el presente.
La actual biosfera es el resultado de unos cuatro mil millones de años de evolución, y podemos remontarnos en la historia cósmica hasta llegar al Big Bang, que se produjo hace aproximadamente trece mil setecientos millones de años. Los impresionantes períodos temporales del pasado evolutivo forman hoy parte integrante de la cultura y la comprensión comunes —aunque es muy posible que dicha noción no haya llegado a propagarse por todas las regiones de Kansas y de Alaska—. Sin embargo, el inmenso período de tiempo que se extiende ante nosotros —con el que se hallan familiarizados todos los astrónomos— no ha calado en nuestra cultura en la misma medida.
Nuestro Sol está a medio camino del final de su vida. Se formó hace cuatro mil quinientos millones de años, pero tiene por delante otros seis mil millones de años más antes de quedarse sin combustible. Cuando eso suceda se expandirá como una enorme bola de fuego, devorando a los planetas interiores y reduciendo a cenizas todo rastro de vida que pueda conservar la Tierra. No obstante, incluso una vez consumada la extinción del Sol, el universo seguirá expandiéndose, quizás eternamente, abocado a convertirse en un lugar cada vez más frío y vacío. Esa es, al menos, la mejor predicción que hoy pueden realizar a largo plazo los cosmólogos, aunque pocos de ellos se atreverían a efectuar una apuesta seria respecto a lo que sucederá más allá de unas cuantas decenas de miles de millones de años.
No existe todavía una conciencia generalizada del «tiempo profundo» que tenemos por delante. De hecho, la mayoría de la gente —y no solo aquellos para quienes este planteamiento aparece enmarcado en un conjunto de creencias religiosas— consideran que, en cierto sentido, los seres humanos constituyen el punto culminante de la evolución. Sin embargo, ningún astrónomo podría dar crédito a ese parecer; al contrario, resultaría igualmente verosímil suponer que estamos a medio camino de lo que quizá lleguemos a ser. Hay tiempo de sobra para una evolución posterior a la humana, ya sea aquí en la Tierra o en algún planeta lejano, y ya tenga esta un carácter orgánico o inorgánico. Dicha evolución podría dar lugar a una diversidad mucho mayor y a una serie de cambios cualitativos superiores incluso a los que han permitido pasar de los organismos unicelulares a los seres humanos. De hecho, esta conclusión adquiere todavía mayor fuerza al comprender que la evolución futura no ocurrirá en la escala temporal de varios millones de años que caracteriza a la selección darwiniana sino a un ritmo mucho más acelerado, esto es, al permitido por la modificación genética y los progresos de la inteligencia artificial (una evolución forzada, además, por las drásticas presiones medioambientales a las que se enfrentan todos los seres humanos llamados a construir hábitats alejados de la Tierra).
El propio Darwin comprendió que «en un futuro lejano, ninguna especie viviente preservará inalterado su aspecto». Hoy sabemos que ese «futuro» es mucho más remoto de lo que Darwin imaginaba —y que las alteraciones pueden producirse, además, a una velocidad muy superior—. También hemos aprendido que el cosmos, por el que la vida se propaga, es mucho más extenso y diverso de lo que pensaba el padre del evolucionismo. Por todo ello, podemos asegurar que los seres humanos no somos la rama terminal del árbol filogenético, sino una especie surgida en los primeros tiempos de la historia cósmica y con unas especiales perspectivas de evolucionar de forma diferente. Sin embargo, esto no implica rebajar nuestra categoría. Los seres humanos tenemos derecho a sentirnos singulares, puesto que somos la primera especie conocida que posee la capacidad de moldear su legado evolutivo.