HOMO SENSUS SAPIENS:
EL ANIMAL QUE SIENTE Y RAZONA

EDUARDO SALCEDO-ALBARÁN

Filósofo; fundador y gerente de Método, un grupo transnacional y transdisciplinario de científicos sociales.

Durante los últimos tres años, los narcotraficantes mexicanos han decapitado a centenares de personas con el objetivo de hacerse con el control de las rutas que se emplean para el transporte de la cocaína. En las dos décadas pasadas, los narcoparamilitares colombianos han torturado primero e incinerado después a miles de individuos, en parte debido a que necesitaban expandir sus territorios con el doble fin de poder dedicar más tierras al cultivo de las cosechas con las que se mantienen, por un lado, y ampliar la red de vías consagradas al transporte de la cocaína, por otro. No obstante, en ninguno de esos dos casos cabe afirmar que los criminales hayan acabado por sentirse satisfechos. Poco importa que se embolsen diez millones de dólares o que logren amasar cien: lo cierto es que hasta el más adinerado de los traficantes de drogas está dispuesto a matar, o a morir, para obtener más y más dinero.

Tanto en Guatemala como en Honduras han estallado despiadados enfrentamientos entre bandas rivales conocidas con el nombre de «maras». Y hay que tener presente que se trata de choques que surgen como consecuencia del deseo de controlar el tráfico de narcóticos en la calle de una barriada pobre. En el año 1994, al producirse el genocidio de Ruanda, se observó que las personas se convertían de la noche a la mañana en enemigos mortales a causa de su diferente origen étnico, incluso aquellas que habían mantenido toda la vida una estrecha amistad.

¿Se corresponde esto con los planteamientos de la Ilustración?

Podría tenerse la impresión de que estos casos constituyen excepciones. No obstante, en todas las ciudades, en cualquier calle del mundo que pueda escogerse al azar, resultará muy sencillo encontrar a un ladrón dispuesto a matar o a morir por diez dólares a fin de calmar su dependencia de la heroína; a un desquiciado igualmente dispuesto a matar o a morir en defensa de un «Dios misericordioso»; o a un tipo corriente y moliente, igualito al vecino que vive puerta con puerta en nuestro mismo edificio, que en un acceso de cólera tras un percance automovilístico también se muestra dispuesto a asesinar o a sucumbir.

¿Cabe considerar racionales estas conductas?

No es difícil encontrar abundantes ejemplos de este tipo de respuestas emocionales automáticas en las que la ambición, la rabia o la angustia desbordan todos los diques de la racionalidad. Se trata de un conjunto de movimientos anímicos que acostumbran a asaltarnos continuamente, al modo de otras tantas fuerzas incontrolables de la naturaleza, como si se tratara de una tormenta o de un terremoto.

Desde el punto de vista taxonómico, los seres humanos modernos quedan definidos mediante la denominación Homo sapiens sapiens, expresión que viene a afirmar que nos consideramos doblemente sabios. Según parece, somos capaces de dominar las fuerzas naturales, tanto si estas se presentan en forma de instintos como si se nos oponen bajo el aspecto de virus o de tormentas. Sin embargo, lo que no conseguimos es evitar la destrucción de los recursos naturales, dado que consumimos más de lo que necesitamos. Somos incapaces de controlar nuestra excesiva ambición. No podemos evitar rendirnos al poder del sexo o del dinero. Pese a contar con un cerebro altamente evolucionado, pese a nuestra capacidad para argumentar y reflexionar de manera abstracta, pese a las pasmosas cualidades de nuestro neocórtex, el fundamento de nuestra conducta sigue hundiendo sus raíces en nuestras más íntimas emociones.

Las observaciones neurológicas señalan que las áreas instintivas del cerebro mantienen una actividad casi permanente. Nuestro sistema nervioso se halla constantemente a merced de una serie de neurotransmisores y hormonas que determinan el nivel preciso de nuestra respuesta emocional. Las observaciones realizadas por la psicología experimental y la economía conductual muestran que la gente no siempre trata de maximizar los beneficios, sean estos futuros o presentes. A la vista de los datos neurológicos, las expectativas racionales, que antiguamente se consideraban el rasgo más determinante del Homo economicus, no resultan ya sostenibles. Hay veces en que lo único que desean las personas es satisfacer, aquí y ahora, un deseo concreto, sin importar lo que pueda costarles.

Resulta indudable que los seres humanos poseen unas facultades racionales únicas. Ningún otro animal cuenta con la capacidad de valorar una determinada situación o de simularla, ningún otro tiene la posibilidad de tomar decisiones óptimas como los miembros de nuestra especie. Sin embargo, el hecho de disponer de una capacidad concreta no siempre implica que dicha potencialidad se lleve efectivamente a la práctica.

Las zonas más recónditas y antiguas del cerebro humano —es decir, lo que llamamos el cerebro reptiliano— tienen la capacidad de generar y de regular todo un conjunto de respuestas instintivas y automáticas, respuestas que desempeñan un papel concreto en la preservación del organismo. Gracias a la acción de esas zonas contamos con la posibilidad de actuar sin necesidad de analizar todas y cada una de las consecuencias de nuestras acciones y de ese modo nos movemos como un motor de inducción automático e inconsciente. Cuando caminamos no tenemos que determinar a cada paso si el suelo bajo nuestros pies habrá de conservar o no la suficiente resistencia como para sostener nuestro peso. Y echamos a correr siempre que nos parece percibir una amenaza, no porque hayamos efectuado una planificación racional, sino de manera automática.

Solo un estricto entrenamiento acaba permitiéndonos dominar nuestros instintos. En la mayoría de los casos, la advertencia por la que se nos insta a no ceder al pánico solo funciona si se da el caso de que no sintamos pánico alguno.

La definición que mejor nos cuadra, al menos de forma abrumadoramente mayoritaria, es la que señala que los factores que nos mueven son los instintos, la empatía y las respuestas automáticas surgidas de nuestras percepciones —lo que significa que no podemos atribuirnos una conducta fundada en la elaboración de planes y argumentaciones—. Hemos de ser conscientes de que las apelaciones de Homo economicus y Homo politicus son más una referencia cultural que un modelo descriptivo. El cálculo de la utilidad y la resolución de las disputas sociales por medio del debate civilizado son otras tantas utopías conductuales, no descripciones de lo que en realidad somos o hacemos. Y, sin embargo, llevamos décadas construyendo políticas, modelos y ciencias basándonos en esos supuestos, pese a que no respondan a la realidad. Tendríamos una imagen más exacta de los seres humanos si optáramos por denominarnos Homo sensus sapiens.

El hiperracionalismo liberal y el hipercomunitarismo conservador no son sino otras tantas hipertrofias de una de las facetas específicamente humanas. En el primer caso estamos ante una hipertrofia del neocórtex, esto es, ante la idea de que la racionalidad domina los instintos. En el segundo caso nos encontramos frente a la hipertrofia del cerebro reptiliano primitivo, dado que nos abonamos a la idea de que la empatía y las instituciones cohesivas definen a la humanidad. Sea como fuere, lo cierto es que somos ambas cosas a la vez. Somos el producto de la tensión existente entre nuestra parte sensus y nuestra faceta sapiens.

El concepto del Homo sensus sapiens nos permite comprender que nos encontramos en un punto situado a medio camino entre el exceso de confianza en nuestras capacidades racionales y la sumisión a nuestros instintos. Es también una noción que nos permite elaborar un conjunto de explicaciones más exactas de los fenómenos sociales. Los científicos que estudian la sociedad no deberían centrarse en establecer invariablemente una distinción entre los comportamientos racionales y los irracionales. Dichos científicos deberían abandonar la zona de confort que les ofrece la fragmentación positivista de los saberes y proceder a una integración de las disciplinas científicas con el objeto de explicar al ser humano de forma analógica en vez de forma digital —es decir, a fin de definir a la persona en función de la existencia de un continuo entre la sensibilidad y la racionalidad—. Si ajustáramos de ese modo la imagen que tenemos de nosotros mismos, las medidas que propondríamos en el ámbito de la política pública serían mejores.

La primera de las dos características que definen a este nuevo Homo —su condición de sensus— es la que facilita el movimiento, la reproducción y la preservación de la especie. La parte sapiens permite, en cambio, la oscilación psicológica entre el mundo ontológico de la materia y la energía y el mundo epistemológico de la codificación sociocultural, la imaginación, el arte, la tecnología y la construcción simbólica. Esta combinación nos lleva a comprender, por un lado, la naturaleza de un homínido caracterizado por la constante tensión existente entre las emociones y la razón, y nos permite, por otro, entender igualmente la búsqueda de un punto medio entre la evolución biológica y la cultural. No solo somos animales asustadizos, también somos seres con capacidad para elaborar planes. Somos Homo sensus sapiens, esto es, un grupo de animales que sienten y razonan.

Este libro le hará más inteligente
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