INNOVACIÓN
LAURENCE C. SMITH
Catedrático de geografía y ciencias de la Tierra y el espacio de la Universidad de California, Los Ángeles; autor de El mundo en 2050. Las cuatro fuerzas que determinarán el futuro de la civilización.
Como científicos, la pregunta que ha planteado este año la revista Edge nos resulta sumamente atractiva. Se trata de hecho de un interrogante que nosotros mismos nos hemos planteado ya con anterioridad —y en numerosas ocasiones— tras perder una buena cantidad de días de frustrante infructuosidad en las banquetas de los laboratorios o ante las mesas de nuestros ordenadores. ¡Si al menos pudiéramos conseguir que nuestro cerebro encontrara la manera de procesar con mayor rapidez la información que se nos suministra, además de interpretarla mejor y orientar en una misma dirección los caóticos torrentes de datos del mundo hasta alcanzar así un instante de diáfana claridad de comprensión! En una palabra, es muy frecuente que pensemos en el modo de conseguir que nuestro cerebro abandone las secuencias de pensamiento con las que se halla familiarizado y comience a innovar.
Desde luego, la palabra «innovar» ha adquirido en los últimos tiempos las características propias de un estereotipo. No hay duda de que la figura de los más tenaces directores ejecutivos, de los ingenieros más inteligentes y de un gran número de artistas rebosantes de inquietud creativa acude a la mente antes que la silueta del hombre de ciencia metódico obsesionado por los datos. Ahora bien, ¿cuántas veces damos en ponderar el papel cognitivo de la innovación en el ámbito de la comprobación de hipótesis, de las restricciones matemáticas y del empirismo fundado en la acumulación de datos —ámbito, por otra parte, que solemos suponer extremadamente árido?—.
En el mundo de la ciencia, la innovación estimula la mente con el objeto de hallar una explicación, y esto cada vez que el universo parece querer aferrarse un poco más a sus secretos, aunque solo sea durante un breve período de tiempo. Esta actitud posibilista, confiada en las capacidades realizadoras del científico, adquiere un valor todavía mayor si cabe cuando tenemos en cuenta que vivimos en un mundo limitado por barreras inapelables —como la de la continuidad de la masa y la energía, la del cero absoluto o la de la relación de Clausius-Clapeyron—. Y pese a la existencia de esos límites, la innovación constituye un catalizador crítico del descubrimiento, tanto en el ámbito definido por dichas barreras como en las inmediaciones de su radio de acción o como fuera de él. La innovación es el artífice ocasional de ese raro y maravilloso avance fundamental que a veces logra realizarse incluso en aquellas situaciones en que la orientación general de la opinión científica parece ponerse en contra del investigador.
El hecho de reexaminar este mundo desde la perspectiva científica nos hace recordar la enorme potencia de este instrumento cognitivo, una herramienta, por cierto, que la mayoría de la gente ya posee. Por medio de la innovación todos tenemos la posibilidad de trascender los límites, sean estos sociales, profesionales, políticos, científicos o, lo más importante, personales. Quizás esté en nuestra mano utilizar con mayor frecuencia esta facultad potencial.