EL PENSAMIENTO PROYECTIVO
LINDA STONE
Asesora del sector industrial de la alta tecnología; exdirectivo de las compañías Apple Computer y Microsoft Corporation.
Antes de que Barbara McClintock ganara el Premio Nobel de Fisiología o Medicina de 1983 por el descubrimiento de los denominados «genes saltarines», la comunidad científica la ignoró y ridiculizó durante treinta y dos años. En el período en que estuvo sometida a un trato hostil por parte de sus colegas, McClintock decidió no sacar a la luz una sola publicación, optando así por eludir el rechazo de la mencionada comunidad científica. Stanley Prusiner también tuvo que hacer frente al significativo conjunto de críticas de sus iguales hasta ver confirmada su teoría de los priones. Como ya ocurrió en el caso de McClintock, Prusiner acabó obteniendo el Premio Nobel en el año 1997.
Barry Marshall se atrevió a cuestionar el «hecho» médico de que las úlceras de estómago estaban causadas por el ácido gástrico y las situaciones de estrés, presentando pruebas de que la verdadera razón de la dolencia se debía a una infección bacteriana provocada por la Helicobacter pylori. En una entrevista realizada en el año 1998, Marshall señaló que, antes de conseguir demostrar su planteamiento, «tenía a todo el mundo en contra».
La cuestión es que mientras estos «pensadores proyectivos» persistían en sus investigaciones, los progresos médicos sufrían necesariamente un retraso, ya que el vacío formado a su alrededor les obligaba a trabajar de forma más lenta y más solitaria.
El «pensamiento proyectivo» es una expresión acuñada por Edward de Bono para describir una forma de pensar de carácter más generativo que reactivo. McClintock, Prusiner y Marshall son, por tanto, un ejemplo de pensamiento proyectivo, puesto que dejaron temporalmente a un lado la desconfianza en las anomalías que suele reinar en los planteamientos científicos aceptados en cada época.
Los individuos provistos tanto de una notable inteligencia como del don de la elocuencia tienen la posibilidad de exponer y defender de la manera más convincente prácticamente cualquier punto de vista. Esta utilización crítica y reactiva de las facultades intelectuales reduce nuestro campo de visión. En cambio, el pensamiento proyectivo posee un carácter expansivo, «abierto» y especulativo, circunstancia que exige a su vez que el pensador se convierta en el creador del contexto, de los conceptos y de los objetivos.
Los veinte años de investigaciones que McClintock decidió dedicar al estudio del maíz generaron un contexto que ofrecía la posibilidad de especular. Gracias a sus amplios conocimientos y a sus agudas dotes de observación, McClintock logró deducir el significado de los cambios de coloración que presentan las semillas de esta planta. Esto le indujo a proponer el concepto de la regulación genética —un concepto que desafiaba la teoría del genoma entendida como un conjunto de instrucciones estáticas que se transmitían de generación en generación—. Los primeros trabajos que dio a conocer McClintock en el año 1950 —fruto de su pensamiento proyectivo, de una vasta investigación y de una gran dosis de tenacidad— no fueron entendidos ni aceptados sino varias décadas después.
Todo cuanto conocemos, nuestras más sólidas creencias, y en algunos casos incluso aquello que consideramos «objetivo», crea la lente a través de la cual contemplamos y experimentamos el mundo, de modo que constituye en realidad una constelación de factores que contribuye a imprimir a nuestros razonamientos una orientación crítica y reactiva. Esto puede resultar muy útil. El fuego quema, y si lo tocamos nos abrasa. Pero también puede poner en peligro nuestra capacidad para observar y pensar de un modo expansivo y generativo.
Si nos aferramos rígidamente a nuestros constructos, como hicieron en su momento los colegas de McClintock, podemos condenarnos a no ver aquello que tenemos justo delante de los ojos. ¿Alcanzaremos a respaldar un rigor científico que acepte entre sus métodos el pensamiento generativo y la suspensión temporal de la incredulidad? En ocasiones la ciencia ficción se transforma de hecho en un auténtico proceso de descubrimiento científico.