EL FOMENTO DE UN ESTILO DE VIDA CIENTÍFICO

MAX TEGMARK

Físico del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT); investigador en cosmología de precisión; director científico del Foundational Questions Institute.

Creo que el concepto científico que más podría mejorar el instrumental cognitivo de la gente en general es la idea misma de un «concepto científico».

Pese a los espectaculares éxitos obtenidos en el ámbito de la investigación, lo cierto es que en lo que se refiere a la educación pública, la comunidad científica se ha visto obligada a enjugar poco menos que un fracaso. En el año 2010, los haitianos quemaron a doce «brujas». En los Estados Unidos, las más recientes encuestas muestran que el treinta y nueve por ciento de la gente considera que la astrología es una disciplina científica y que el cuarenta por ciento cree que la especie humana lleva menos de diez mil años sobre la Tierra. Si todo el mundo tuviese clara la noción de «concepto científico», esos porcentajes se reducirían a cero. Es más, el mundo sería un lugar mejor, dado que la gente que adopta un estilo de vida científico y basa sus decisiones en una información correcta maximiza sus posibilidades de éxito. Después de todo, al comprar y votar con fundamentos racionales, la gente fomenta al mismo tiempo la adopción de un enfoque científico en la toma de decisiones por parte de las empresas, las organizaciones y los gobiernos.

¿Cómo han llegado a fracasar tan estrepitosamente en este aspecto los investigadores? Creo que las respuestas remiten sobre todo a la psicología, la sociología y la economía.

Un estilo de vida científico exige asumir un enfoque igualmente científico en dos aspectos de la vida: la recogida de la información y su uso. Y ambas tareas presentan sus dificultades. Está claro que se incrementan las probabilidades de tomar la decisión correcta si se tiene plena conciencia del espectro de argumentos disponible antes de llegar a una conclusión y, sin embargo, son muchas las razones que impiden que la gente consiga ese tipo de información exhaustiva. En muchos casos se carece de la posibilidad de acceder a ella (únicamente el tres por ciento de los afganos pueden conectarse a Internet, y en una encuesta realizada en el año 2010, el noventa y dos por ciento de la población afgana ignoraba que se hubieran producido los atentados del 11 de septiembre de 2001). Y también hay mucha gente que se encuentra demasiado abrumada por las obligaciones o que se entrega excesivamente a las distracciones como para poder reunir la información pertinente. Son también numerosas las personas que solo tratan de informarse en aquellas fuentes que confirman sus prejuicios. Y la información más valiosa puede resultar difícil de encontrar, incluso para todos aquellos que cuenten con una conexión a Internet y que no se hallan sujetos a ninguna censura, ya que pueden haber quedado sepultados bajo la avalancha de datos no científicos que ofrecen los distintos medios.

Después hay que tener en cuenta lo que hacemos con la información que hemos reunido. El elemento primordial de un estilo de vida científico consiste en cambiar de opinión cuando nos encontramos ante una información que contradice nuestros puntos de vista. Esa actitud exige a su vez que evitemos caer en la inercia intelectual, a pesar de que muchos de nosotros alabamos a los dirigentes que se aferran obstinadamente a sus planteamientos, considerando que dan así muestras de «solidez». El gran físico Richard Feynman veía en el hecho de desconfiar de los expertos una de las piedras angulares de la ciencia y, sin embargo, la mentalidad borreguil y la fe ciega en las distintas figuras de autoridad es una realidad muy extendida. Aunque la lógica constituye la base del razonamiento científico, nuestras decisiones se ven dominadas a menudo por las vanas ilusiones, los miedos irracionales y otros sesgos cognitivos.

¿Qué podemos hacer para promover la adopción de un estilo de vida científico?

La respuesta es obvia: mejorar la educación. En algunos países, implantar la más rudimentaria educación bastaría para lograr una mejora decisiva (más de la mitad de los pakistaníes son analfabetos). Esta circunstancia, al reducir el fundamentalismo y la intolerancia, limitaría los actos de violencia y las guerras. Y al conferir un mayor poder a las mujeres, contribuiría a poner freno a la pobreza y a la explosión demográfica.

Con todo, también los países que ya cuentan con una educación universal pueden realizar mejoras importantes. Es muy frecuente que los colegios, tan empeñados en reflejar el pasado en lugar de dar forma al futuro, parezcan museos. El currículo escolar debería dejar de ser un conjunto de contenidos aguados por el consenso y el ejercicio de toda una serie de presiones para pasar a formar a los alumnos en las competencias que precisa nuestro siglo a fin de promover el establecimiento de relaciones, la salud, la anticoncepción, la buena gestión del tiempo, el pensamiento crítico y la capacidad de detectar la propaganda. En el caso de los jóvenes, el aprendizaje de una lengua extranjera y de la mecanografía debería prevalecer sobre la división con muchas cifras y la escritura en letra cursiva. En la era de Internet, mi papel como profesor en el aula ha cambiado. Ya no se me necesita como cauce de la información, puesto que los alumnos pueden descargarla sencillamente por sus propios medios. Por el contrario, el rol clave que estoy llamado a desempeñar es el de imbuir en el ánimo de los estudiantes el deseo de adoptar un estilo de vida científico, estimulando tanto la curiosidad como el deseo de aprender.

Y ahora pasemos a la pregunta más interesante: ¿cómo podemos lograr que el estilo de vida científico arraigue y florezca de verdad?

Son muchas las personas razonables que ya exponían argumentos similares en favor de una mejor educación mucho antes de que yo llevase siquiera pañales, y sin embargo puede decirse que, en lugar de mejorar, la educación y la adopción de un estilo de vida científico se han deteriorado en muchos países, y también en los Estados Unidos. ¿A qué se debe esto? Pues claramente a que existen unas fuerzas muy poderosas que empujan en la dirección opuesta, y a que lo hacen con mayor eficacia que las de signo contrario. Las empresas que se preocupan por si una mejora de la comprensión de ciertas cuestiones científicas podría venir a mermar sus beneficios encuentran un incentivo en enturbiar las aguas, y lo mismo puede decirse de aquellos grupos religiosos marginales que se sienten inquietos ante la perspectiva de que la puesta en cuestión de sus planteamientos seudocientíficos pueda erosionar el poder que actualmente ostentan.

¿Qué podemos hacer entonces? Lo primero que debemos procurar los científicos es bajarnos de nuestro pedestal, admitir que nuestras estrategias de persuasión han fracasado y desarrollar una táctica mejor. Contamos con la ventaja de defender unos argumentos de mayor calidad, pero la coalición de las fuerzas anticientíficas nos lleva la delantera debido a que posee una mejor financiación.

¡Con todo, no deja de resultar irónico que la coalición contraria a los presupuestos científicos tenga una organización de carácter más científico! Si una determinada compañía desea modificar la opinión pública para incrementar sus ganancias, lo que hace es desplegar todo un conjunto de instrumentos de comercialización que no solo son científicos, sino también notablemente eficaces. ¿Qué es lo que la gente cree en la actualidad? ¿Qué queremos que crea mañana? De los miedos, las inseguridades, las esperanzas y las emociones diversas que embargan a las personas, ¿cuáles pueden resultar beneficiosos para nuestros intereses? ¿Cuál es la forma más eficaz y rentable de modificar sus puntos de vista? Ya solo queda planear una campaña, ponerla en marcha… y asunto resuelto.

¿Se ha lanzado un mensaje excesivamente simple o acaso resulta engañoso? ¿Desacredita de manera injusta a la competencia? Estas son las preguntas que habitualmente se plantean cuando se intenta comercializar el último modelo de teléfono inteligente o de potenciar las ventas de una determinada marca de cigarrillos, de modo que sería una ingenuidad pensar que el código de conducta de la coalición que combate a la ciencia pudiera ser diferente.

Sin embargo, es muy frecuente que los científicos nos mostremos terriblemente ingenuos y caigamos en el espejismo de creer que por tener la razón moral de nuestra parte vamos a poder derrotar de algún modo a la mencionada coalición de empresas y fundamentalistas por el simple expediente de recurrir a una serie de estrategias tan obsoletas como acientíficas. ¿Qué argumento de base científica podría garantizarnos que todo será muy distinto si mascullamos cosas como «¡No caeremos tan bajo!» o «¡La gente ha de cambiar!» en los comedores de las facultades universitarias, o si damos en enumerar toda una serie de estadísticas ante los periodistas? Hasta la fecha, los científicos nos hemos dedicado principalmente a enunciar frases como esta: «Los tanques no forman parte de una estrategia ética, así que nosotros vamos a combatirlos a espada».

Para enseñar a la gente en qué consiste un concepto científico y de qué modo el estilo de vida científico podría mejorar su existencia hemos de exponer científicamente nuestro punto de vista: necesitamos disponer de nuevas organizaciones que aboguen en favor de la ciencia, unas organizaciones capaces de emplear los mismos instrumentos de comercialización científica y de obtención de fondos que emplea actualmente la coalición contraria a la ciencia. Tendremos que utilizar muchos de los útiles que avergüenzan a los científicos, desde anuncios publicitarios al ejercicio de presiones, pasando por la creación de grupos de estudio capaces de identificar los estribillos más eficaces para conseguir sus objetivos.

No obstante, esto no quiere decir que tengamos que caer en lo más bajo, es decir, en la falta de honradez intelectual. Por la sencilla razón de que en este combate somos nosotros los que contamos con el arma más poderosa de cuantas existen: los hechos.

Este libro le hará más inteligente
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