LA HUMILDAD COGNITIVA
GARY MARCUS
Director del Centro de Lenguaje Infantil de la Universidad de Nueva York; autor de Kluge: The Haphazard Evolution of the Human Mind.
Puede que Hamlet elogiase lo noble que es la razón de los seres humanos y la infinitud de dones que estos poseen[*], pero en realidad —como han venido a mostrar cuatro décadas de experimentación en psicología cognitiva— nuestras mentes no solo son finitas sino que además distan mucho de poderse calificar de nobles. El conocimiento de sus límites puede ayudarnos a mejorar nuestra capacidad de raciocinio.
Casi todos esos límites comienzan con un hecho muy peculiar de la memoria humana: pese a poseer unas facultades bastante buenas para almacenar información en el cerebro, no se nos da excesivamente bien recuperar los datos así guardados. Tenemos la capacidad de reconocer las fotos de nuestros compañeros de instituto años después de haberlo dejado, y sin embargo nos resulta imposible recordar lo que desayunamos ayer. Sabemos que nuestra flaca memoria puede ser la causa de que los testigos oculares de un delito comentan errores en sus declaraciones (y den lugar a encarcelamientos erróneos), de que se generen roces en un matrimonio (debido, por ejemplo, al olvido de un aniversario), e incluso de que se produzcan muertes (se tiene noticia, por ejemplo, de que ha habido personas aficionadas a la caída libre que han pasado por alto el imprescindible requisito de tirar del cordón de apertura de su paracaídas, hasta el punto de que se estima que ha de atribuirse a dicho olvido aproximadamente el seis por ciento de las víctimas mortales de este deporte).
La memoria de los ordenadores es muy superior a la humana porque los primeros estudiosos de la informática descubrieron un truco que la evolución nunca ha alcanzado a ver: me refiero al hecho de organizar la información asignando todos los recuerdos a un mapa central en el que cada uno de los fragmentos de información que han de conservarse se asigna a un único e identificable lugar en los archivos de memoria del ordenador. Da la impresión de que, por el contrario, los seres humanos carecemos de ese tipo de mapas centrales y recuperamos los datos almacenados en nuestra memoria de un modo bastante más caprichoso, esto es, utilizando claves o indicaciones que apuntan a la información que tratamos de encontrar. Por consiguiente, no nos es posible buscar en nuestra memoria de un modo tan sistemático ni tan fiable como el que caracteriza a los ordenadores y a las bases de datos de Internet. Por otra parte, los recuerdos humanos se revelan mucho más sujetos al contexto. Los submarinistas, por ejemplo, recuerdan mejor aquellas palabras que estudian mientras se hallan sumergidos siempre que la comprobación se efectúe bajo el agua y no en tierra, aun en el caso de que las palabras en cuestión no tengan nada que ver con el medio marino.
Hay veces en que esta sensibilidad al contexto resulta útil. Somos más capaces de recordar cuanto sabemos de cocina mientras nos encontramos frente a los fogones que en la eventualidad de vernos, digamos, esquiando. No obstante, también hay que tener en cuenta que esa vinculación con el contexto tiene un coste: si necesitamos recordar algo en una situación distinta a aquella en la que se produjo el almacenamiento del dato, es frecuente que nos resulte muy difícil recuperar dicha información. Uno de los mayores retos de la educación, por ejemplo, estriba en conseguir que los niños apliquen lo que aprenden en el colegio a las situaciones de la vida real. Posiblemente, la más funesta consecuencia de este estado de cosas radica en el hecho de que los seres humanos tendemos a recordar mejor los datos que encajan con nuestras creencias que las informaciones que las contradicen. Cuando dos personas discrepan, la causa hay que buscarla muy a menudo en que sus convicciones previas les llevan a recordar (o a centrarse en) fragmentos de información diferentes. Ponderar bien una cuestión consiste evidentemente en valorar las dos caras de un debate, pero salvo en el caso de que asumamos también el trabajo extra de forzarnos deliberadamente a considerar la existencia de posibles alternativas —algo que no suele venir espontáneamente a la cabeza— somos más proclives a recordar la información que concuerda con nuestra propia posición personal que la que se aparta de ella.
La superación de esta flaqueza intelectual, conocida con el nombre de «sesgo de confirmación», es una lucha que hemos de librar a lo largo de toda nuestra vida, y desde luego el hecho de reconocer que se trata de algo que todos padecemos supone ya un importante primer paso. Podemos tratar de sortear este escollo compensando las tendencias innatas que nos inducen a caer en el recuerdo interesado y en el sesgo memorístico adquiriendo la doble disciplina de no limitarnos a considerar los datos que puedan concordar con nuestras propias creencias y de sopesar la información que pudiera empujar a otras personas a manejar criterios diferentes a los nuestros.